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¿Cómo va la tesis?

A partir del 2 de octubre de 1928, sus trabajos para conseguir el doctorado, motivo por el que se había trasladado a Madrid, fueron quedando en un segundo plano. En marzo de 1930 comenzó a trabajar en la Biblioteca Nacional en una tesis sobre «La ordenación de mestizos y cuarterones en la América española durante la época colonial»15.

Pou de Foxá le seguía preguntando por la marcha de la tesis y le urgía para que se doctorase cuanto antes, aceptando mientras tanto cualquier trabajo, en un bufete, por ejemplo. Su pariente, el obispo de Cuenca, y Francisco Morán, el Vicario General, le aconsejaban lo mismo: «tienes que concentrarte en el doctorado».

Pero Escrivá no estaba dispuesto a ejercer un trabajo que le apartara de su misión o que retrasara el querer de Dios que había visto aquel 2 de octubre. Ese querer y esa misión se habían convertido en lo primero y fundamental de su vida.

Razonaba así: «No tengo dinero. Esto lleva consigo una doble consecuencia: a) que, como he de trabajar –a veces excesivamente– para sostener mi casa, no me queda ni tiempo ni humor para los trabajos inmediatos de estos doctorados; y b) que aunque tuviera tiempo, no teniendo dinero, es imposible pasar a esos ejercicios académicos»16.

La situación se volvía cada vez más difícil. En junio de 1930 expiraba el plazo que le había dado su Arzobispo para residir fuera de la diócesis de Zaragoza, y el obispo de Madrid estaba adoptando medidas para que los sacerdotes extradiocesanos regresaran a sus diócesis de origen.

Eso explica que cada vez que visitaba al Vicario para renovar las licencias ministeriales, acudiera con el alma en vilo. Entraba primero en la cercana iglesia de Las Carboneras17 y le pedía al Señor que se las renovaran a pesar de su condición de extradiocesano. Al terminar, regresaba a la iglesia para dar gracias.

Pero no podía permanecer indefinidamente así. Su situación se volvió tan inestable que contempló la posibilidad de aceptar la canonjía que le había ofrecido su pariente, el obispo de Cuenca. Pero después de hacer varias gestiones, acabó descartando la idea. Lo prioritario –concluyó– era sacar adelante la Obra; y ese empeño tenía, en aquellos comienzos, un ámbito específico de crecimiento: Madrid.

Debo proporcionarme una colocación eclesiástica modesta que me dé estabilidad canónica en Madrid hasta que la Obra se desarrolle lo suficiente: escondido tras el carguito de sacerdote secular, ¡cuánto puedo hacer, con la ayuda de Dios, para su Obra!18.

Otro problema que le acuciaba y no sabía resolver era el de su familia. Pensaba que no había llegado el tiempo para explicarle aquello a su madre y a sus hermanos (además, ¿qué les podía explicar?: era solo una moción interior dentro de su alma). Lógicamente, su madre y sus hermanos no comprendían su modo de actuar: ¿Por qué se quedaban en Madrid, pasando apuros, cuando podían vivir en Cuenca con cierto desahogo?

Josemaría sufría al verles padecer por su causa. «Estoy con una tribulación y desamparo grandes. ¿Motivos? Realmente, los de siempre. Pero, es algo personalísimo que, sin quitarme la confianza en mi Dios, me hace sufrir, porque no veo salida humana posible a mi situación»19.

Si esa contradicción le afectara únicamente a él –pensaba– le resultaría más soportable, pero de hecho acababa recayendo sobre los hombros de su madre y su hermana, que le recordaban a Simón de Cirene, al que los soldados romanos ordenaron que ayudase a Cristo a llevar la Cruz. Eso hizo que durante aquel tiempo le pidiera a Dios «una cruz sin cirineos».

Seguía conociendo a personas de diversos ambientes sociales: el 13 y 14 de junio, por ejemplo, predicó en la Capilla del Obispo –un hermoso templo situado en la Plaza de la Paja– ante un numeroso auditorio compuesto por obreros y trabajadores. Les habló con su estilo directo, sencillo y asequible –algo poco habitual en aquella época, propensa a las retóricas ampulosas– y se conmovió al ver la sed de Dios de aquellas gentes. Para vencer su emoción se aferró con fuerza al pasamanos de hierro de la barandilla20.

Para entender las causas de esa emoción conviene tener presente, entre otros factores, las penosas condiciones de vida de la llamada entonces «masa obrera», que empeorarían aún más a causa de la Gran Depresión de 1929.

Aunque durante ese periodo se mantenía lo que se denominaba entonces la «paz social», seguían sin resolverse los graves problemas económicos y políticos que afectaban particularmente a los obreros y a los trabajadores que le escuchaban, hombres que malvivían con sus familias en aquellos suburbios miserables que Escrivá conocía bien.

Se entiende que, olvidadas de todos, y manipuladas por diversas ideologías, esas masas sociales fueran radicalizándose, y que aquellas barriadas se convirtieran en un polvorín.

* * *

Mientras tanto, Escrivá sufría un proceso íntimo de purificación:

Quiere el Señor humillarme de una buena temporada a esta parte –anotaba en sus apuntes–, para que no me crea un superhombre, para que no crea que las ideas que Él me inspira son de mi cosecha, para que no piense que merezco de Él la predilección de ser su instrumento... Y me ha hecho clarísimamente ver que soy un miserable, capaz de lo peor, de lo más vil [...], jamás pude prever que, de anotar las inspiraciones, hubiera de resultar una Obra así [...]. Nadie puede saber mejor que yo, cómo todo lo que va resultando (jamás pensado por mí) es cosa de Dios21.

* * *

A primeros de julio de 1930 acudió a la residencia de los jesuitas de la calle de la Flor y le pidió a un sacerdote, Valentín Sánchez Ruiz22, del que le habían hablado en el Patronato, que le orientase espiritualmente23.

Durante esa primera conversación, aquel jesuita maduro y experimentado se encontró con un sacerdote desconocido y joven –Escrivá no había cumplido los treinta años– que le abrió de par en par las puertas de su alma.

Entonces, despacio –recordaba Josemaría–, comuniqué la Obra y mi alma. Los dos vimos en todo la mano de Dios. Quedamos en que yo le llevara unas cuartillas –un paquete de octavillas, era–, en las que tenía anotados los detalles de toda la labor. Se las llevé. El P. Sánchez se fue a Chamartín un par de semanas. Al volver, me dijo que la obra era de Dios y que no tenía inconveniente en ser mi confesor24.

Conversaron de nuevo el 21 de julio, y a partir de aquella fecha Escrivá comenzó a charlar de forma periódica con Sánchez Ruiz sobre aspectos relativos a su vida interior y a su trato con Dios.

Todo lo relativo a aquello, como es lógico, era de la exclusiva incumbencia de Escrivá. Sánchez Ruiz no entraba en esas cuestiones25. «Nada tuvo que ver ese venerable religioso con la Obra –explicaba Escrivá–, pero sí con mi alma, que no se puede separar del Opus Dei».

* * *

«Un día –anotaba Escrivá– fui a charlar con el P. Sánchez, en un locutorio de la residencia de la Flor. Le hablé de mis cosas personales [...], y el buen padre Sánchez al final me preguntó: “¿cómo va esa Obra de Dios?”. Ya en la calle, comencé a pensar: “Obra de Dios. ¡Opus Dei! Opus, operatio..., trabajo de Dios. ¡Este es el nombre que buscaba!”. Y en lo sucesivo se llamó siempre Opus Dei»26.

En ese momento recordó que ya había usado esa expresión anteriormente en los apuntes que iba haciendo en cuadernos y cuartillas. En una de esas cuartillas había escrito tiempo atrás:

No se trata de una obra mía, sino de la Obra de Dios27. [...] Entonces –y solo entonces– me di cuenta de que, en las cuartillas nombradas, se la denominaba así. Y ese nombre (¡¡La Obra de Dios!!), que parece un atrevimiento, una audacia, casi una inconveniencia, quiso el Señor que se escribiera la primera vez, sin que yo supiera lo que escribía; y quiso el Señor ponerlo en labios del buen padre Sánchez, para que no cupiera duda de que Él manda que su Obra se nombre así: La Obra de Dios28.

Ya estaba acuñado el nombre: Opus Dei29.

¿Los medios? Orar y expiar

En las notas personales que escribió durante este periodo, Escrivá dejó constancia de sus dudas, tanteos e incertidumbres iniciales. A la hora de explicar el Opus Dei –lo que sería en el futuro el Opus Dei– se encontraba con las limitaciones del lenguaje humano, incapaz de transmitir y de expresar, con toda su hondura y riqueza de matices, las mociones interiores que iba experimentando en su corazón.

Recurría con frecuencia al símil de la mujer embarazada para hablar del Opus Dei. La Obra iba creciendo y adquiriendo rostro propio en su alma como un embrión en el seno materno. Esa es la impresión que producen los apuntes íntimos de este periodo, en los que faltan aún, como es lógico, los matices, términos y expresiones que irían viniendo con el paso del tiempo, fruto de las luces de Dios en la oración, de la reflexión personal y de la experiencia apostólica.

Su misión consistía en poner los medios y dejar que Dios hiciese su obra –Opus Dei: obra de Dios– a su manera. Esos medios –la oración y el desagravio a Dios– debían constituir la base sólida de aquel edificio.

Vengo considerando –y lo pongo aquí, porque luego, leyéndolo, se graba más en mí y me hace bien– que los edificios materiales, en su construcción, tienen gran semejanza con los espirituales.

Y así como aquella veleta dorada del gran edificio, por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra, mientras, por el contrario, un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie lo ve, es de importancia capital para que no se derrumbe la casa..., aunque no brille como el pobre latón dorado allá arriba... Así, en ese gran edificio, que se llama «la Obra de Dios» y que llenará todo el mundo, no hay que dar importancia a la veleta brillante. ¡Eso ya vendrá! Los cimientos: de ellos depende la solidez toda del conjunto.

Cimientos hondos, muy hondos y fuertes: los sillares de ese cimiento son la oración; la argamasa que unirá estos sillares tiene un nombre solamente: expiación. Orar y sufrir, con alegría. Ahondar mucho; pues, para un edificio gigante, se precisa una base gigante también30.

¿Y los medios? «Los medios seguros de llevar a cabo la Voluntad de Jesús –decía–, antes que actuar y moverse, son: orar, orar y orar: expiar, expiar y expiar»31.

Este modo de proceder pone de relieve la naturaleza singular de lo que Dios le pedía. Escrivá no hizo «un plan», al igual que los promotores de empeños humanos de cualquier tipo, que escriben manifiestos, elaboran programas o diseñan estrategias de futuro.

Tan convencido estaba de que aquel «plan» no era suyo, sino de Dios, que no redactó ningún reglamento previo: «Lo primero –escribía– es la vida, el fenómeno pastoral vivido. Después, la norma, que suele nacer de la costumbre. Finalmente, la teoría teológica, que se desarrolla con el fenómeno vivido. Y, desde el primer momento, siempre la vigilancia de la doctrina y de las costumbres: para que ni la vida, ni la norma, ni la teoría se aparten de la fe y de la moral de Jesucristo»32.

Una lógica desconcertante

El 11 de agosto de 1929, mientras daba la bendición con el Santísimo en la iglesia del Patronato de enfermos, se le ocurrió la posibilidad de pedirle al Señor «una enfermedad fuerte, dura, para expiación»33, que le ayudara a desagraviar y co-redimir; es decir, padecer con Cristo para redimir a los hombres.

Si el cimiento de la Obra debía ser la oración, tanto la del alma como «la oración del cuerpo» (la mortificación), ¿qué mejor cosa podía hacer él –pensó– que padecer en su alma y en su cuerpo por Dios?34.

Cuando Escrivá le comentó a Valentín Sánchez su deseo de pedir a Dios esa enfermedad, este le desaconsejó que lo hiciera. Siguió su consejo, aunque –como diría tiempo después– presentía que Dios le concedería en el futuro una enfermedad fuerte y purificadora para sacar adelante la Obra35. «Me pide el Señor indudablemente –puso por escrito– que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma nuevos impulsos»36.

* * *

Comenzó a pedir a numerosas personas, especialmente a los enfermos y pobres de los barrios marginales, que ofrecieran a Dios sus oraciones y sufrimientos «por una intención suya».

«Fueron unos años –recordaba– en los que el Opus Dei crecía para dentro sin darnos cuenta. La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas»37.

Atendía a centenares de enfermos en los hospitales y corralas madrileñas donde se hacinaban las familias en condiciones miserables. Iba a visitarles en tranvía, a pie, entre el barro y los charcos, sorteando las inmundicias, con los zapatos rotos, protegiéndose las suelas agujereadas con cartones –no había para más–, haciendo oídos sordos a los insultos –cucaracha era el más refinado–, entre el hedor y la mugre, adentrándose en lugares que muchas buenas gentes de Madrid no se atrevían a pisar.

En este ambiente –recuerda una religiosa, Asunción Muñoz–:

Se nos hizo imprescindible nuestro Capellán [...]. Yo era la más joven de la Fundación y tenía más resistencia para actuar de día o de noche [...].

Nos acercábamos a las casas humildes de estos enfermos. Había, muchas veces, que legalizar su situación, casarlos, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. [...] ¡Cuántas veces he dialogado con él acerca de un alma que habíamos de salvar, de un paciente que necesitábamos convencer! Yo le pedía consejo acerca de lo que habíamos de decir o hacer. Y él iba todas las tardes a ver a alguno de ellos, puesto que los enfermos para él eran un tesoro: los llevaba en el corazón38.

VIII
De agosto a agosto
(1930-1931)
24 de agosto de 1930. Isidoro. Un encuentro «casual»

Comenzaron a secundarle algunas personas, como José Romeo Rivera, Pepe1, un joven estudiante de Arquitectura a cuya familia conocía desde sus años en Zaragoza; Norberto Rodríguez2, el sacerdote al que Escrivá le había hablado de la Obra en las Navidades de 1929 (y que se autovinculó el 14 de febrero de 1930, antes de que se lo propusiera el joven fundador)3; y su viejo amigo de Logroño, Isidoro Zorzano, que era entonces un ingeniero de veintiocho años que ejercía su profesión en Andalucía.

El 24 de agosto de 1930, cuando Zorzano se dirigía hacia Cameros, en La Rioja, para estar con su familia, hizo una breve parada en la capital con la intención de pasar unas horas con su amigo Josemaría, que le había escrito poco antes en una postal: «cuando vengas por Madrid, no dejes de verme. Tengo que contarte muchas cosas»4.

Al llegar, como no le había avisado previamente de su hora de llegada, no le encontró en casa. Decidió dar un paseo hasta la Puerta del Sol y luego tomar el tren en dirección a Logroño. Don Josemaría estaba en esos momentos acompañando a un chico enfermo. «De pronto –recordabasentí el impulso de tener que salir a la calle. Le dije que me marchaba y, aunque la madre insistió en que me quedara, por la compañía que hacía a su hijo, me despedí. No sabía adónde iba; ya en la calle, sin saber adónde me dirigía, me encontré de sopetón con Isidoro, que estaba haciendo tiempo para coger el tren de vuelta y casualmente pasaba también por allí»5.

Aquel encuentro marcaría definitivamente la vida de Zorzano. «Nada más saludarme –recordaba Escrivá– me dijo a bocajarro: Quiero entregarme a Dios y no sé cómo ni dónde»6. Fueron a casa de Josemaría. Isidoro le contó sus inquietudes y, al oírle, su amigo le habló extensamente del Opus Dei. Desde aquel momento este joven ingeniero se unió a la Obra.

Durante aquel periodo «unirse a la Obra» significaba, en lo humano, unirse a los afanes de un sacerdote joven y dos personas más.

El 25 de agosto, al día siguiente de que se incorporara Isidoro, escribió en sus notas: «Desde hace mucho tiempo, además de llevar revistas religiosas (El Mensajero, El Iris de Paz, revistas de misiones y otras de diversas congregaciones) a los enfermos, las he repartido, tranquila y frescamente, por las calles: en los barrios bajos, hubo una temporada en que no podía pasar por algunas calles sin que me pidieran revistas»7.

Durante aquel verano se organizó desde el Patronato una misión para obreros y empleados. Fue haciendo amistad con ellos y algunos decidieron secundarle en la tarea de «hacer la Obra de Dios»8.

Comenzaba por no hablar de la Obra a los que venían junto a mí: les ponía a trabajar por Dios, y ya está. Es lo mismo que hizo el Señor con los Apóstoles: si abrís el Evangelio, veréis que al principio no les dijo lo que quería hacer. Los llamó, le siguieron, y mantenía con ellos conversaciones privadas; y otras, con pequeños o grandes grupos... Así me comporté yo con los primeros. Les decía: venid conmigo...9.

Algunos le seguían, y al poco tiempo –semanas, mesesse iban, como «las anguilas en el agua»10.

Procuraba ir conociendo a algunas mujeres que pudieran entenderle, pero –como escribiría tiempo después– «no encontraba gente que me pareciera dispuesta»11.

* * *

Un día, cuando se dirigía a la iglesia para celebrar Misa, se encontró con una mendiga a la que conocía, porque estaba siempre en el mismo sitio, en la calle, pidiendo limosna.

Me acerqué a ella y le dije:

—Hija mía, yo no puedo darte oro ni plata; yo, pobre sacerdote de Dios, te doy lo que tengo: la bendición de Dios Padre Omnipotente. Y te pido que encomiendes mucho una intención mía, que será para mucha gloria de Dios y bien de las almas. ¡Dale al Señor todo lo que puedas!

Al poco tiempo, uno de los días que pasé a celebrar la santa Misa, no estaba, tampoco al otro... Como en esa época íbamos a visitar los hospitales, en uno de ellos me encontré con esta mendiga en una de las salas.

—Hija mía, ¿qué haces tú aquí, qué te pasa?

Me miró y me sonrió. Estaba gravemente enferma. Le indiqué:

—Mañana celebraré la Misa pidiéndole al Señor que te ponga buena.

La mendiga me contestó:

—Padre, ¿cómo se entiende? Usted me dijo que encomendase una cosa que era para mucha gloria de Dios y que le diera todo lo que pudiera al Señor: le he ofrecido lo que tengo, mi vida.

Solo le dije:

—Haz lo que quieras, pero le pediré al Señor por ti, y si te vas, cumple muy bien este encargo.

«Yo os digo –comentaba Josemaría Escrivá– que, desde que aquella pobre mendiga se fue al Cielo, es cuando la Obra comenzó a caminar deprisa».

A partir de entonces consideró a aquella mendiga, desde un punto de vista simbólico y espiritual, como la primera mujer del Opus Dei.

«Este suceso –apunta Toranzo– pone de manifiesto uno de los rasgos más característicos de la personalidad del fundador del Opus Dei: su confianza en la oración. El inicio del apostolado en orden a la expansión del mensaje del Opus Dei entre mujeres se presentaba además especialmente difícil»12.

Iba conociendo sacerdotes jóvenes, como Sebastián Cirac, con el que estuvo hablando en el Patronato de enfermos a finales de aquel año. Cirac vivía en Cuenca, de donde era canónigo, y cuando venía a Madrid se alojaba en la Casa sacerdotal de las Damas Apostólicas. Pronto trabaron amistad y en sus sucesivos viajes a la capital Escrivá le fue explicando la Obra. También estableció contacto con un sacerdote de Carrión de los Condes, Pedro Cantero Cuadrado.

Tras muchos afanes, pocos días antes de que se proclamase la II República, Escrivá contaba solo con tres personas en el Opus Dei: «5 de abril de 1931: ayer, domingo de Resurrección, D. Norberto, Isidoro, Pepe y yo rezamos las preces de la Obra de Dios»13.

Eran tres perfiles distintos: un joven estudiante de diecinueve años; un ingeniero de veintiocho y un sacerdote maduro y enfermo, de cincuenta y uno14. Solo dos vivían en Madrid. Zorzano viajaba a la capital de vez en cuando desde Málaga para hablar con Escrivá, con el que se carteaba con frecuencia.

Su respuesta ante las dificultades fue la confianza en Dios y la oración. Escribía en sus Apuntes:

Que, desde ahora, sea otro: que no sea yo, sino aquel que Tú deseas. Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de Tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo. Que ame al Padre. Que Te desee a Ti, mi Jesús, en una continuada Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda15.

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9788428561563
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