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Del 31 de marzo al 17 de mayo de 1925. Perdiguera

Un día después, el 31 de marzo, Dolores Albás se quedó otra vez sola con su hija Carmen y el pequeño Santiago. En la misma jornada en la que celebró su primera Misa, poco después de la comida –un buen plato de arroz para los invitados más cercanos en la casa de la calle Rufas– le indicaron a Josemaría que se trasladase a Perdiguera, un pueblo de los Monegros, con ochocientos setenta y un habitantes, para sustituir temporalmente a Jesús Martínez, el párroco, que había caído enfermo hacía un tiempo12.

No protestó, aunque debió resultarle especialmente duro alejarse de los suyos en aquellas circunstancias13. Lo mismo le sucedió a los suyos. No era habitual dar un destino pastoral de aquel modo precipitado14.

Afortunadamente Perdiguera, un pueblo de secano, quedaba a pocos kilómetros de la ciudad. Escrivá sabía, además, que anteriormente habían contemplado la posibilidad de enviarle a uno de los pueblos más a desmano de la provincia.

Subió al coche de línea tirado por mulas y, tras recorrer cuatro leguas y media, arribó a la plaza de Perdiguera, donde le esperaba un muchacho, Teodoro Murillo, hijo del sacristán15.

Se hospedó en la modesta vivienda de un campesino del pueblo, Saturnino Arruga. Su hijo pequeño, de unos diez o doce años, se dedicaba únicamente, como era habitual entonces, a cuidar de las cabras, sin acudir a la escuela:

Me daba pena –recordaba Escrivá– ver que pasaba todo el día por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera hacer la Primera Comunión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.

Un día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimilando las lecciones:

—Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?

—¿Qué es ser rico?, me contestó.

—Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...

—Y... ¿qué es un banco?

Se lo expliqué de un modo simple y continué:

—Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué harías si fueras rico?

Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:

—Me comería ¡cada plato de sopas con vino!

Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es curioso, no se me ha olvidado aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo.

Esto lo hizo la sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien poca cosa16.

Adecentó la iglesia de la Asunción –el altar y el sagrario se encontraban en un estado lamentable– y se dispuso a conocer a las familias de la parroquia. Eran unas doscientas y se dedicaban, por lo general, a las faenas del campo: gente franca y sencilla, con una formación humana y religiosa elemental, como en la mayoría de los pueblos del país. Los hombres aparecían por la iglesia de Pascuas a Ramos, con motivo de un bautizo, una boda o un funeral.

No solía haber una actitud negativa hacia los sacerdotes –de hecho varios vecinos intentaron que les dijera la dirección de su familia en Zaragoza para enviarles algunos alimentos–, pero pervivía, al igual que en muchos otros pueblos, una antigua tradición de burlas al cura, y más cuando se trataba de un sacerdote recién ordenado. Hasta allí llegó alguno de los motes que le habían puesto en el Seminario: un día oyó que un vecino le llamaba «el místico»17.

Comenzó a dar clases de catecismo a los niños y adultos, visitó a todas las familias del lugar y atendió de modo especial a los enfermos. Dejó un buen recuerdo18, aunque estuvo allí poco más de mes y medio. Aquella breve experiencia le sirvió para conocer la realidad del mundo rural, con sus luces y sombras; y las precarias condiciones de vida de los sacerdotes que atendían esas parroquias en circunstancias materiales difíciles, sufriendo con frecuencia el zarpazo de la soledad.

Del 18 de mayo de 1925 al 8 de abril de 1927. Tiempo de espera

El 18 de mayo regresó a Zaragoza. Para su sorpresa, en la curia no le dieron ningún encargo pastoral. Todo daba a entender que su tío Carlos pretendía forzar su marcha de la ciudad. Dijo que estaba dispuesto a ir donde le indicaran, pero no obtuvo respuesta.

Su madre fue a hablar con su hermano Carlos, acompañada por el pequeño Santiago. Quería pedirle que no destinaran a Josemaría fuera de Zaragoza. El arcediano –recuerda Santiago– la recibió con hosquedad y acabó echándolos a empujones y de mala manera de su casa19.

Para Domingo Fumanal, un compañero suyo, «debió de ser muy duro para él –sobre todo por el gran corazón que tenía– encontrarse con que sus tíos no le ayudaron, ni acompañaron a su madre en los momentos tan difíciles y dolorosos por los que tuvieron que pasar. Sin embargo nunca murmuró de nadie»20.

Consiguió, tras muchas dificultades, ser capellán, adjunto y eventual, en la iglesia de San Pedro Nolasco, regida por los jesuitas. Y siguió dando clases particulares, porque con lo que obtenía por ese trabajo pastoral no podía mantener a su familia. Años después denominaría ese periodo como un tiempo de «providenciales injusticias»21, al considerarlas parte del plan de Dios para purificarle, fortalecerle y prepararle para una misión que aún desconocía.

Con lo que Josemaría obtenía por las clases particulares y la pequeña pensión que abonaban dos sobrinos, los Camo Albás, a los que hospedaban en casa, los Escrivá no lograban mantenerse económicamente, hasta que llegó un momento en el que la situación se volvió insostenible. Josemaría intentaba acabar lo antes posible sus estudios de Derecho para poder remediar aquellas penurias, pero las necesidades económicas le obligaban a dar más clases particulares, con lo que le quedaba menos tiempo para estudiar y asistir a la Facultad.

Eso hizo que un catedrático le suspendiera en Historia de España, por no haber asistido a sus clases, aunque Escrivá no estaba obligado a ello por ser alumno libre. Le escribió una carta pidiéndole que le diese garantías de que podía aprobar en la convocatoria siguiente. Al ver lo sucedido, el catedrático reconoció su error y le dijo que ya estaba aprobado: bastaba con que se presentara al examen.

Hizo amistad con muchos compañeros: Manuel Romeo, los hermanos Jiménez Arnau, David Mainar, Juan Antonio Iranzo, Domingo Fumanal, Arturo Landa, Luis Palos... Entre ellos había creyentes y no creyentes, como Pascual Galbe. Todos subrayan su simpatía y «extraordinario don de gentes»22 y le recuerdan ayudándoles espiritualmente y «haciendo además que entre nosotros nos conociésemos más y nos tratáramos y nos ayudáramos en lo que podíamos: estudios, apuntes, etc.»23.

Era de esperar que un joven sacerdote recién ordenado al que no dan ningún encargo pastoral en su diócesis, tras pedirlo reiteradamente –las cosas hubieran sucedido de otro modo si viviera el cardenal Soldevila– se encontrara irritado, frustrado o, al menos, entristecido por las circunstancias. De las contradicciones puede obtenerse el fruto envenenado de la mala experiencia, el resentimiento y la amargura, o la experiencia liberadora que sabe sacar la mejor lección de cada suceso y aprende a relativizar los hechos, dándole a cada contrariedad la importancia que tiene.

Los testimonios de los que le conocieron confirman que a Escrivá le sucedió lo segundo y se comportó de igual manera que su padre en los momentos de dificultad. «Era muy alegre –escribe Iranzo– y tenía un gran sentido del humor. Aguantaba con sencillez las intemperancias –palabras malsonantes, chistes subidos de tono– de los compañeros, y sabía salir airoso de situaciones que para otros habrían sido comprometidas»24. Luis Palos subraya su afán por «ayudar a todos en todos los aspectos, también por supuesto en el espiritual»25.

Arturo Landa recuerda que logró hacerse amigo de los universitarios más alejados de la fe, porque sabía «respetar las ideas que los demás pudiesen tener y abría su amistad a todos»26. Y a pesar de su falta de tiempo, los domingos por la tarde acompañaba a un grupo de estudiantes que daban catequesis a los niños de los arrabales de Zaragoza.

A partir de octubre de 1926 comenzó a dar dos o tres clases por semana, de siete a ocho de la tarde, de Derecho Canónico, Derecho Romano y otras disciplinas en un centro académico –el Instituto Amado27– que acababa de abrir en la ciudad el capitán Santiago Amado Lóriga. Se ignora por medio de quién estableció contacto con el capitán Amado; quizá gracias al comandante Manuel Romeo Aparicio, padre de Manuel y José Romeo Rivera, con los que tenía amistad.

En aquella Academia se podían estudiar numerosas materias de bachillerato y preparar el ingreso en las escuelas de ingenieros o en las academias militares, así como los cursos preparatorios de algunas facultades28. Cuando terminaban las clases, al igual que hacía en la Facultad de Derecho, Escrivá «solía quedarse un rato con los alumnos de tertulia. En esas conversaciones se veía su deseo de ayudar a todos, tanto en cuestiones académicas como en el terreno espiritual»29.

Sorteando dificultades, más mal que bien, logró mantener a su familia, hasta que en enero de 1927 terminó la carrera y obtuvo la licenciatura en Derecho.

Seguía buscando una salida para remediar aquella situación de penuria permanente: «No sé cómo podremos vivir... –escribía–. Realmente –ya lo contaré a su tiempo– vivimos así, desde que yo tenía catorce años, aunque se agudizó la situación a raíz de morir papá»30.

A comienzos de marzo un amigo claretiano, Prudencio Cáncer, le comentó que los redentoristas que atendían la iglesia de San Miguel de Madrid buscaban con urgencia un sacerdote que pudiese celebrar la Misa de seis menos diez de la mañana31. Escrivá empezó a considerar la posibilidad de trasladarse a la capital, porque llevaba dos años ordenado y en la diócesis seguían sin darle un encargo pastoral. Lo habló con su amigo y maestro Pou de Foxá, que le aconsejó ese traslado. Tal como estaban las cosas –le dijo– en Zaragoza no tenía nada que hacer32.

Escribió al Rector de San Miguel. Un día se encontró por la calle con Domingo Fumanal, un compañero de clase, que le preguntó:

—¿Y qué harás en Madrid?

—Me colocaré de preceptor o trabajaré dando clases33.

Seguía planteándose la necesidad de llevar a cabo lo que Dios quería de él; algo por lo que se había hecho sacerdote y todavía ignoraba. ¿Qué era eso que, con expresión aragonesa, barruntaba (presentía) dentro del alma? Aún no lo sabía.

«¡Señor, que vea! –seguía rezando–. ¡Que sea! ¡Que sea! ¡Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro!».

V
Llegada a Madrid (abril de 1927)
19 de abril de 1927. Madrid

«Si pudiera venir pronto –le urgía a Escrivá por carta el Rector de la iglesia de San Miguel, contestándole a vuelta de correo– se lo agradecería, por ser este tiempo en el que más necesitamos de sacerdotes». El 17 de marzo el arzobispo de Zaragoza le concedió el permiso para trasladarse a Madrid y, tras dos años de silencio por parte de la curia, tres días después, cuando ya lo tenía todo dispuesto y preparado para hacer el viaje, le notificaron que debía atender durante la Semana de Pasión y la Semana Santa la parroquia de un pueblecito, Fombuena –que cuenta en la actualidad con cincuenta y cuatro habitantes–, desde el 2 al 18 de abril.

Aquel encargo retrasaba un mes su llegada a Madrid y corría el peligro de que en la iglesia de San Miguel no quisieran esperarle y buscaran a otro. Sin embargo, siguiendo el consejo de su madre, escribió al Rector diciéndole que se incorporaría en cuanto terminara la Pascua1, y el 2 de abril, a falta de otro lugar para alojarse, su familia partió para Fonz y él para Fombuena.

Diecisiete días después, el 19 de abril, llegó a la madrileña estación de Atocha y se dirigió inmediatamente a la iglesia de San Miguel, un hermoso templo barroco que sería convertido, tres años después, en Basílica Menor. El estipendio por las Misas era de 5,50 pesetas, una cantidad que no le permitía traer a los suyos a la capital.

Según la Guía de la Ciudad de Madrid, era «creencia general que la población efectiva se acerca a un millón de almas». La capital estaba dejando de ser una urbe administrativa, con un ritmo de vida sosegado, para convertirse en una metrópoli moderna. Contaba con algunos barrios en los que convivían personas de diversos ámbitos sociales. Las llamadas clases bajas se instalaban en los sótanos y las buhardillas; las altas, en el llamado piso principal, y el resto reproducía casi la escala social.

«El barrio de Salamanca –señalan Montero y Cervera–, buena parte del de Chamberí, los Bulevares, Princesa, etc., son ejemplos típicos de ese Madrid socialmente mezclado tan propio de la ciudad castiza»2.

La ciudad contaba con los servicios de cualquier capital europea moderna (en 1927, por ejemplo, había ya cincuenta y seis discos distintos de tranvías) y al mismo tiempo se acrecentaba el número de chabolas que surgían, fruto de la emigración, en los descampados de la periferia.

Estas infraviviendas «llegaron a constituir un auténtico cinturón rojo de la capital: Guindalera, Cuatro Caminos, Tetuán, Puente de Vallecas, Peñuelas, etc. Los empeños oficiales para construir viviendas baratas y asequibles a esta población eran incapaces de atender las necesidades que planteaba una ciudad en constante crecimiento demográfico, por el empuje conjunto de la emigración y la natalidad»3.

Según las estadísticas de 1929, 104.244 de los 809.400 madrileños eran obreros o personas de condición económica muy modesta.

En esas zonas deprimidas, en las corralas que popularizarían las zarzuelas y en las barriadas pobres del extrarradio, sobrevivían miles de gentes al borde de la miseria:

Mal alimentadas –que pasan hambre–, dominadas por la incultura, que apenas leen la prensa y que alimentan sus opiniones de conversaciones durante el trabajo, en las que la voz de los sindicalistas fluye autorizada desde las casas del pueblo y los locales anarquistas de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo).

Allí los enfoques socialistas y anarquistas configuran una opinión pública en la que la conciencia de clase se transforma en algo más inmediato y visceral: el odio a los ricos y al clero, que se percibe como cómplice de aquellos.

La experiencia de la miseria habitual, de la ignorancia, de la falta de atención médica y de capacidad económica para llegar a los remedios farmacéuticos, parecen reclamar una revancha que las diversas soluciones revolucionarias presentan como próxima4.

30 de abril de 1927. En La Casa sacerdotal

Escrivá residió durante sus diez primeros días madrileños en una pensión modesta, situada en el nº 2 de la calle Farmacia5. El 30 de abril, tres días después de matricularse para el doctorado en la Universidad Central, se fue a vivir a una Casa sacerdotal que se había inaugurado pocos meses antes en el nº 3 de la calle Larra, en la zona universitaria.

Esa Casa sacerdotal tenía capacidad para treinta y un residentes y convivían en ella sacerdotes mayores con otros más jóvenes, como Justo Villamariel, Avelino Gómez Ledo, Antonio Pensado y Fidel Gómez Colomo. Este último recuerda a Josemaría como «una persona cordial, diáfana, leal».

La residencia estaba situada casi enfrente de la sede del diario El Sol, con el que colaboraban destacados intelectuales del país. Algunos de ellos eran conocidos por su pensamiento anticristiano6.

Aquel periódico se había convertido en un lugar de encuentro de tres generaciones de escritores y pensadores: los que conformaron la llamada Edad de Plata; algunos miembros de la generación de 1898; la generación de 1914, en plena etapa creativa; y la de 1927, que supuso «un fuerte empuje literario y una decidida opción por el compromiso político y la acción cultural en su vertiente de militancia social»7.

Gómez Colomo recordó siempre la conversación que sostuvo con Escrivá sobre la misión de los intelectuales: «Estábamos comentando algún acontecimiento que ahora no recuerdo, y me habló de la necesidad de hacer apostolado también con los intelectuales, porque, añadía, son como las cumbres con nieve: cuando esta se deshace, baja el agua que hace fructificar los valles. No he olvidado nunca esta imagen, que tan bien refleja ese ideal suyo de llevar a Cristo a la cumbre de todas las actividades humanas»8.

En aquel tiempo el proyecto prioritario de Escrivá era cursar las asignaturas del doctorado en Derecho y encontrar lo antes posible una «colocación» que le permitiera traer a su familia, que permanecía en Fonz. Su maestro y amigo Pou de Foxá le aconsejaba por carta –o se lo decía de palabra, durante sus estancias en Madrid– que, si no conseguía pronto una tarea eclesiástica, empezara a desarrollar un trabajo civil: podía opositar a una cátedra, entrar en un bufete de abogados o en alguna oficina del cuerpo consular... Escrivá agradecía sus consejos, pero no estaba dispuesto a dedicarse a tareas tan alejadas de su ministerio.

1 de julio de 1927. En el Patronato de enfermos

La Residencia sacerdotal estaba regentada por las Damas Apostólicas, una fundación que se encontraba en sus comienzos y acababa de ser aprobada por el obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay.

Aunque en aquellos momentos solo contaba con diez Damas Apostólicas, estas religiosas llevaban a cabo un amplísimo trabajo espiritual y asistencial, gracias a la colaboración de numerosas señoras de la ciudad9. Dirigían diversos empeños apostólicos y caritativos, como la Obra de la Preservación de la Fe, la Obra de la Sagrada Familia, los Comedores de la Caridad o los Roperos de San José.

En 1927, según el boletín trimestral que informaba de esas actividades, se visitaron a unos cinco mil enfermos, se celebraron unos setecientos matrimonios y se administraron más de cien bautismos. En 1928 la Congregación llegó a contar con cincuenta y ocho escuelitas, enclavadas en diversos barrios madrileños, a las que acudían unos catorce mil alumnos. Distribuían diariamente trescientas comidas. Además, habían puesto en marcha el Patronato de enfermos (que contaba con una clínica de veinte camas) y habían levantado seis capillas en las afueras de Madrid, donde los inmigrantes malvivían en chabolas miserables.

Cuando Escrivá conoció a la Fundadora, Luz Rodríguez-Casanova, se planteó la posibilidad de trabajar como capellán en el Patronato de enfermos. Doña Luz era una mujer de cincuenta y cuatro años –relata González-Simancas–, con un «aspecto sumamente venerable. Se reflejaba en ella una gran dignidad, decisión y energía. [...] Debió de intuir que había encontrado al sacerdote que necesitaba, a la medida del apostolado que se hacía en y desde el Patronato. Y don Josemaría debió comprender también que aquella mujer, cuatro años mayor que su madre, muy de Dios y llena de celo apostólico, le abría las puertas de una labor sacerdotal amplia y eficaz»10.

Rodríguez-Casanova mantenía una relación excelente con el obispo de Madrid, y ella misma hizo las gestiones para que aquel joven sacerdote pudiera celebrar la Eucaristía, predicar y oír confesiones fuera de la iglesia de San Miguel11. Su misión como capellán del Patronato de enfermos consistía en cuidar de los actos de culto de la Casa del Patronato, celebrar la Misa, hacer la Exposición del Santísimo y dirigir el rezo del Rosario.

Gracias a ese conjunto de aparentes coincidencias, Escrivá dejó de celebrar Misa en la iglesia de San Miguel a comienzos de junio, y el 1 de julio de 1927 comenzó a trabajar como capellán en el Patronato, cuyo edificio se alza, con su fachada de ladrillo visto y azulejos, en la calle de Santa Engracia.

Cuando tomó posesión de su cargo –explica González-Simancas–, José María Rubio12, que era el director espiritual de la nueva Congregación, acababa de predicar unos ejercicios espirituales para ayudar a Luz Rodríguez-Casanova en la formación de las primeras candidatas. «Y, finalmente, la víspera de la fiesta del Sagrado Corazón, el 23 de junio, unos días después de que don Josemaría comenzara a trabajar como capellán, el obispo [...] comunicó a Luz Rodríguez-Casanova que al día siguiente quedaría erigida la Congregación de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Aunque don Josemaría no intervino para nada, ni entonces ni después, en la vida interna de la Congregación, era consciente de la riqueza de aquel fenómeno eclesial»13.

En el Patronato de enfermos conoció Escrivá a un sacerdote astorgano, Norberto Rodríguez, que llevaba tres años trabajando como capellán segundo. Tenía cuarenta y siete años y era un hombre bueno y piadoso que se había ocupado, al comienzo de su ministerio, de los enfermos del Hospital General. Había contraído años antes, en 1914, una enfermedad de origen neuronal, y cuando se repuso continuó trabajando en Peñagrande junto con José María Rubio. Pero había vuelto a recaer, quedando inhabilitado para tareas que requiriesen cierto esfuerzo.

Aunque la atención de los enfermos no formaba parte de su cometido como capellán, el sentido de la caridad y de la misericordia pudo más en el alma de Escrivá. Muy pronto comenzó a cuidar sacerdotalmente de los numerosos enfermos que las Damas Apostólicas visitaban en sus domicilios. Una de ellas, Asunción Muñoz, le recordaba hablando con los niños y los pobres que acudían al comedor de caridad, ocupándose de sus problemas materiales y procurando acercarlos al Señor.

Su afán sacerdotal le impulsaba hacia un trabajo como el que ahora podría emprender –explica González-Simancas–. Ya en otras ocasiones había procurado acercarse a los más necesitados, pero nunca se le había presentado una oportunidad como aquella para poder tocar de cerca tanta y tan abundante pobreza, enfermedad y dolor como se escondía en los barrios populares de Madrid.

Desde 1917-1918 presentía que el Señor le pedía algo que aún desconocía y pensó que colaborar ministerialmente en el apostolado con enfermos que realizaban aquellas mujeres desde el Patronato de enfermos, lejos de desviarle de ese querer de Dios, haría madurar su corazón sacerdotal. Y así sucedió, como él mismo dejaría constancia escrita en mayo de 1932, al recordar esa etapa de su vida: «En el Patronato de enfermos quiso el Señor que yo encontrara mi corazón de sacerdote»14.

* * *

«Corazón de sacerdote». Esta expresión proporciona la clave para entender aquel desvivirse cotidiano de Escrivá por los pobres, y los que ahora se denominan «los últimos». No le movía solo el ejemplo paterno, el afán por la justicia y la preocupación por los más necesitados que había visto en sus padres; ni su experiencia personal de la pobreza y de las carencias materiales. Tampoco era fruto únicamente de la fuerte «concienciación social» (usando términos actuales) que había recibido en la Universidad, gracias a las enseñanzas de algunos de sus profesores en la Facultad de Derecho15.

«No resultaba fácil –señalaba Pilar Sagüés– que las parroquias fueran a atender a aquellos numerosos enfermos que las religiosas iban visitando y a las que ayudábamos las personas de fuera. En cambio, don Josemaría aceptaba con mucho gusto aquella hoja, o sea la lista de enfermos, y nunca ponía dificultades para realizar aquel trabajo. Iba visitando a todos aquellos enfermos a los que confesaba y atendía dándoles consuelo y ánimos y ayudándoles a llevar sus dolores con espíritu sobrenatural. También les llevaba la Sagrada Comunión»16.

La expresión de Sagüés «no resultaba fácil que las parroquias fueran a atender a aquellos numerosos enfermos» pone de manifiesto una paradoja de aquella sociedad. Los enfermos de los hospitales y los que vivían en las barriadas más pobres no estaban suficientemente atendidos desde el punto de vista pastoral, a pesar de que Madrid contaba con un alto número de sacerdotes y una de las grandes preocupaciones del obispo era que regresaran a sus diócesis de origen los numerosos clérigos extradiocesanos que residían en la ciudad.

Las cifras son elocuentes. En 1930 Madrid contaba con mil trescientos treinta y tres sacerdotes seculares y cinco mil doscientos setenta y siete religiosos y religiosas, con la presencia de veintiséis órdenes religiosas y un total de seiscientos sacerdotes religiosos17. Sin embargo solo veintiocho sacerdotes se ocupaban espiritual y humanamente de las ciento cuarenta mil personas que malvivían en los suburbios.

La atención pastoral de esas zonas necesitadas –como señala González Gullón– era muy deficitaria; en parte, por razones estructurales: no se construyeron los templos y edificios necesarios para llevarla a cabo. Si se hubiera seguido una distribución lógica de acuerdo con el número de habitantes, en 1931 se habrían erigido noventa y cinco parroquias, en vez de las veintinueve que había. Desde 1923 a 1930 solo se construyeron dos templos al sur del extrarradio: el de Parla, en 1927, y el de San Miguel, en 1930.

A esas carencias materiales se unían las personales:

El Prelado tenía –le sobraban– solicitudes de sacerdotes que deseaban trabajar en Madrid, pero ni estos deseaban ir a los suburbios, ni el obispo los consideraba idóneos para tal trabajo. El extrarradio exigía sacerdotes que renunciaran a ingresos económicos consistentes –la feligresía era en su mayoría obrera–, hombres dispuestos a buscar a los feligreses en sus casas, que aportaran ideas de progreso social en barrios influenciados por partidos políticos y sindicatos de orientación anticatólica. Elementos, en definitiva, que requerían ser afrontados por un clero especializado y de gran celo18.

También se dieron dificultades prácticas, como el miedo a vivir en zonas anticlericales [...]. La evangelización del extrarradio quedó para aquellos sacerdotes jóvenes que, movidos por un gran celo pastoral, estaban dispuestos a dedicar sus energías a una tarea difícil19.

Un sacerdote de la época, Félix Verdasco, traza en sus memorias un cuadro desalentador:

En aquel Madrid que todavía no había podido desprenderse del polvo retardado del siglo XIX –escribe–, aún era frecuente el tipo galdosiano de clérigo, ocioso y paseante en la Corte, frecuentador de tertulias, amigo del buen vino y de la buena mesa. Una vueltecita por la Puerta del Sol, y al momento topábase uno con bastantes de estos sacerdotes que, en honor a la verdad, eran casi todos extradiocesanos.

Unos, dejando por unos días a sus lejanas ovejas, venían a la Corte a echar una cana al aire. Otros, rebotados de sus diócesis, aquí traían sus vidas rotas, resentidos y amargados. [...] El liberalismo no recluyó a los curas al fondo de las sacristías, porque estos llevaban dentro de ellas hacía muchos, muchísimos años, por su propia voluntad. Confiados en la fe del pueblo español, dejaron este «vivir de las rentas» y apenas si se dieron a un apostolado externo, contentándose con el rutinarismo del culto y el estudio y el cultivo de las letras por parte de una minoría. Las cosas como son...20.

Y se echaba en falta en la mayoría de los laicos un comportamiento coherente con su fe en lo que se refiere a la justicia social, la atención a los más necesitados, etc.21. Comentaba Escrivá:

Es frecuente, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que solo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad –parte de la virtud cardinal de la justicia– y el sentido de la solidaridad se concretan también en ese estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad22.

Por otra parte, pocos intelectuales creyentes estaban preparados para enfrentarse a los nuevos retos. Aunque algunos católicos habían creado medios de comunicación que contaban con las últimas técnicas, su contenido –en opinión de Montero y Cervera– «no difería demasiado –en lo cultural y social especialmente– de lo que venía siendo la prensa católica tradicional, por no decir tradicionalista en sentido lato»23.

Además, muchos sacerdotes y laicos de aquel tiempo eran deudores de «una herencia cultural católica de carácter marcadamente tradicionalista y empeñada en una oposición a las nuevas ideas, que, en general, se perciben como enemigas y ante las que no cabe el diálogo propiamente; solo el argumentar para combatirlas. Esta actitud defensiva se transmitía, en general, al clero en su formación»24. Esto explica en parte que numerosos laicos desconociesen las enseñanzas sociales del magisterio de la Iglesia o sus implicaciones prácticas. Y entre los que las conocían, fueron pocos en Madrid los que se preocuparon por llevarlas a la práctica.

Se concluye que parte de aquella comunidad eclesial «se había olvidado de los pobres». Se daban, naturalmente, honrosas excepciones, como el trabajo abnegado que llevaban a cabo religiosos y religiosas dedicados a la enseñanza, la catequesis y la beneficencia. Y entre los laicos había actuaciones sobresalientes, como las señoras que colaboraban con las Damas Apostólicas, o los jóvenes y mayores que participaban en las conferencias de San Vicente de Paúl y otros apostolados similares. Pero en total fueron muy pocos los sacerdotes, religiosos y laicos que se ocuparon de estas tareas de misericordia y de justicia, en un momento decisivo de transformación social.

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