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Un mensaje novedoso

El 2 de octubre de 1928 terminó el periodo de los presentimientos y las intuiciones –«barruntos», en palabras de Escrivá– y comenzó el tiempo fundacional. A partir de entonces sintió sobre sus hombros la responsabilidad de una misión que debía llevar a cabo sin que le apeteciera –nunca quiso ser fundador–; y con solo veintiséis años, cuando humanamente era un donnadie, tanto en el contexto de la Iglesia como en el de la sociedad civil.

Se abrían en su vida dos posibilidades, dos caminos: un «camino de la Cruz, cumpliendo la Voluntad de Dios en la fundación de la Obra que me llevará a la santidad» y otro camino, «ancho –¡y corto!–, de perdición, cumpliendo mi voluntad»18.

Experimentó por primera vez el temor de que aquella misión no se hiciera realidad por falta de generosidad por su parte. Era consciente de sus virtudes y defectos; de sus cualidades y limitaciones; y sabía que aquella tarea, a todas luces, le sobrepasaba. «No es la natural modestia –explicaba–. Es el constante convencimiento, la claridad meridiana de mi propia indignidad. Jamás me había pasado por la cabeza [...] que debería llevar adelante una misión entre los hombres»19.

Al fenómeno interior del 2 de octubre se unió otro, desconcertante: no volvió a tener nuevas «iluminaciones» interiores durante más de un año. Por fin, en noviembre de 1929 anotó: «Empieza otra vez, la ayuda especial, muy concreta, del Señor»20.

Había recibido un mensaje revolucionario y no le resultaría fácil a aquel sacerdote joven e inexperto empezar a romper la malla de prejuicios y estructuras mentales que constituían el bagaje intelectual de muchos católicos desde hacía siglos –«el que quiera ser santo, que se meta a monje», solía decirse–, a pesar de que sus palabras entroncaban directamente con las enseñanzas de Jesucristo sobre la llamada universal a la santidad y la vida de los primeros cristianos21.

¿Vivir con plenitud la vocación bautismal en medio del mundo? ¿Santificarse por medio del –no a pesar del– trabajo profesional como carpintero, ama de casa, médico, electricista o conductor de tranvía? A finales de los años veinte esas afirmaciones sonaban demasiado modernas y atrevidas; aunque ese mensaje –recordaba Escrivá– era «viejo como el Evangelio»22. «Simples cristianos. Masa en fermento. Lo nuestro es lo ordinario, con naturalidad. Medio: el trabajo profesional. ¡Todos santos!»23.

Para Escrivá, comenta Allen:

La espiritualidad y la oración, de acuerdo con su manera de ver las cosas, no están reservadas exclusivamente al ámbito de la Iglesia, no son una serie de prácticas piadosas sin relación con el resto de la vida. El centro real de la vida espiritual es el trabajo habitual de cada uno y las relaciones entre las personas. La vida cotidiana, vista desde el punto de vista de la eternidad, adquiere un significado trascendental. Nos encontramos frente a un concepto explosivo capaz de desatar la energía creativa cristiana en muchas tareas de la humanidad. Su ambición es nada menos que atravesar siglos de historia de la Iglesia para revitalizar el planteamiento de los primeros cristianos, hombres y mujeres laicos, indistinguibles de sus colegas y vecinos, que se ocupan de sus tareas cotidianas y que, no obstante, prenden fuego con ayuda del Evangelio y cambian el mundo24.

Su propuesta parecía demasiado explosiva, aunque no era el primero en recordar la llamada universal a la santidad en la historia de la Iglesia; basta pensar en el impacto que produjo en su tiempo la Introducción a la vida devota de Francisco de Sales; pero, recuerda Illanes, «aunque a lo largo de los siglos no faltaron maestros que predicaron la apertura de la santidad a todos los cristianos, en la práctica pastoral y en la reflexión teológica se tendía a acentuar las dificultades que podía representar la vida en el mundo para alcanzar una verdadera santidad»25. La gran mayoría del pueblo fiel consideraba la búsqueda de la santidad en la vida corriente como algo «de segunda categoría».

Pocos habrían negado –escribe Coverdale– que era teóricamente posible para los laicos alcanzar la santidad, pero menos aún propondrían la santidad en medio del mundo como un ideal alcanzable. Que un joven o una joven tuviera una vida espiritual más intensa, o incluso el deseo de servir a Dios seriamente, se solía considerar como señal inequívoca de vocación al sacerdocio o a la vida religiosa. La mayoría de los sacerdotes nunca animaban a los laicos a esforzarse seriamente por alcanzar la santidad en sus vidas de trabajo ordinario, como reflejo del convencimiento práctico de que lo más que se podía esperar de los laicos era el cumplimiento de sus deberes religiosos básicos. La santidad en medio del mundo podría ser un tema interesante para la especulación teológica, pero raramente era predicado ni propuesto como una meta alcanzable26.

¿Por qué entonces? ¿Por qué precisamente en 1928? Entre otros estudiosos, el historiador Gonzalo Redondo y el teólogo José Luis Illanes han reflexionado y han expuesto sus hipótesis sobre este particular27.

Algunos parecían entenderle, pero de hecho no lo conseguían: imaginaban que lo que proponía aquel joven sacerdote era una versión «en laico» de las instituciones religiosas. (Algo comprensible, porque en las categorías mentales de aquella época –que persisten en cierta medida en la nuestra– la entrega a Dios estaba ligada de forma exclusiva a la vida propia de los monjes y los religiosos; y a unos determinados fines, como la creación de centros de enseñanza de carácter católico). Escrivá –pensaban– les hablaba de lo mismo, «pero sin llevar hábito».

Le costó mucho que le entendieran, y les explicaba que se trataba de vivir como los primeros cristianos, encontrando a Dios en el propio trabajo (cualquier trabajo honrado); en la vida corriente, sin signos externos, sin distintivos...28.

Entre otras muchas consecuencias, Escrivá consideraba el trabajo profesional como un medio para concretar el amor a los más desfavorecidos (que algunos reducían a la llamada beneficencia). Enseñaba que el trabajo –cuando se desarrolla con honradez y ejemplaridad; con calidad profesional, sentido de servicio y solidaridad– constituye una fuente de progreso, de avance social y de superación de muchas injusticias.

Esas realidades y esos hechos le interesaban más que las etiquetas, al ver cómo algunas personas, que se autodenominaban católicas, se comportaban desde el punto de vista profesional de forma opuesta a la fe que profesaban.

Escribiría tiempo después:

En esa tarea profesional vuestra, hecha cara a Dios, se pondrán en juego la fe, la esperanza y la caridad. Sus incidencias, las relaciones y problemas que trae consigo vuestra labor, alimentarán vuestra oración. El esfuerzo para sacar adelante la propia ocupación ordinaria será ocasión de vivir esa Cruz que es esencial para el cristiano. La experiencia de vuestra debilidad, los fracasos que existen siempre en todo esfuerzo humano os darán más realismo, más humildad, más comprensión con los demás. Los éxitos y las alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no vivís para vosotros mismos, sino para el servicio de los demás y de Dios29.

Algunos le dijeron abiertamente: «Josemaría: eres un soñador» (por no decirle quizá, de forma cruda, lo que pensaban en su interior: eres un ingenuo). Otros, cuando le oían hablar de aquello, esperaban que unos cuantos años más de experiencia vital le pusieran los pies en el suelo y le devolvieran a la realidad. Ignoro qué proyectos han llevado a cabo esos realistas en el ámbito de la Iglesia o de las realizaciones humanas. Posiblemente les faltaba fe y sufrían lo que el Papa Francisco denominaría, un siglo después, cierto «exceso de diagnóstico»30.

Aquel «soñador» tuvo que enfrentarse con una mentalidad inmovilista y exageradamente tradicionalista, que llevaba a muchos sacerdotes, en opinión de Redondo, al integrismo. Muchos pensaban que no era necesario cambiar nada, ni en lo social, ni en lo espiritual.

Se entendía que a partir de la fe única e invariable las soluciones culturales –las soluciones temporales de cualquier tipo– eran igualmente únicas e invariables, no parecía urgente intentar conocer otras cosas, pues se entendía que ya se conocía todo: solo era necesario escribir libros piadosos, lo cual, desde la visión tradicionalista, era la actividad espiritual que exclusivamente se necesitaba31.

Para hacerse comprender, Escrivá fue buscando, con el paso de los años, explicaciones adecuadas a la mentalidad de sus oyentes. Se trataba de seguir los pasos de los primeros discípulos de Jesús –les decía–, que vivían y trabajaban en las profesiones más dispares y anunciaron a Cristo en los ambientes más diversos; era cuestión de «ser contemplativos en medio del mundo»; de «hacer el trabajo de Marta con el espíritu de María»32; de seguir los pasos de Jesús, María y José en la vida cotidiana...

Un amigo suyo, José Romeo, al que conocía de sus años de Zaragoza, le presentó a Pedro Rocamora, que recordaba las conversaciones que tuvo con Josemaría sentados junto a un quiosco de la Castellana. Era un sacerdote joven –escribió años después– «de una simpatía arrolladora que se sumaba a algo más profundo: era imposible conocerle y no sentirse atraído por el influjo de su espíritu»33.

Durante aquellos paseos por la Castellana, Escrivá le iba leyendo, en un clima de confidencia, algunos de los pensamientos que había anotado en su cuaderno. A Rocamora le parecían solo hermosas quimeras.

Su reacción refleja la actitud de muchas personas con las que Escrivá conversó durante aquel tiempo:

Reconozco que a mí me parecieron ideas demasiado ambiciosas. El Padre las formulaba con una sencillez y una seguridad que asombraban. [...] Me parecía casi imposible que las ideas de aquel sacerdote aragonés, a pesar de su bondad y de su virtud, pudieran un día realizarse. [...] Había asumido tal empresa como el que sabe que tiene que cumplir una especie de sino determinado en su vida. Y el Padre –todos lo veíamos– no tenía ningún apoyo humano, ni ningún poder. [...]

—Pero, ¿tú crees que eso es posible? –le decía yo.

Y él me contestaba:

—Mira, esto no es una invención mía: es una voz de Dios.

Y, fiel a esa voz, aquel sacerdote, pobre, humilde, sencillo y desconocido se entregaba con su alma y con su vida a un empeño gigantesco, alentado solo por una fuerza sobrenatural que le impulsaba poderosamente34.

A esta falta de comprensión se unía –junto con la precariedad de su situación en Madrid y los agobiantes problemas económicos– otra dificultad: Escrivá no tenía nadie que le acompañara espiritualmente, nadie a quien abrir el alma y comunicar, en un ámbito de intimidad y confianza sacerdotal35, lo que Dios le había pedido.

VII
Primeros pasos (1929)
23 de enero de 1929. Mercedes

Entre las Damas Apostólicas que trató Escrivá durante sus primeros años en Madrid hubo una –Mercedes Reyna1que falleció santamente el 23 de enero de 1929, dejándole una profunda huella espiritual.

Una religiosa, Amparo Muñoz, recuerda que Escrivá asistió:

Con absoluta devoción, a los últimos momentos de aquella mujer cuya entrega total al sufrimiento y al amor de Dios no dudó ni un instante [...]. Tuvo siempre conciencia de la santidad de esta mujer y la ayudó intensamente en su búsqueda de Dios. La entendió en el profundo silencio de su entrega, en la mortificación constante, en la humildad, en la unión con su amor crucificado. La entendió a pesar de lo original de su forma; a pesar de que el ánimo de don Josemaría barruntaba una entrega a Dios por caminos diferentes. La entendió con la apertura de los que saben distinguir la Presencia de Dios en un alma por encima de todos los matices2.

Anotó Escrivá en sus apuntes personales: «Recuerdo, a veces con cierto temor por si fue tentar a Dios u orgullo, que, estando moribunda Mercedes Reyna [...], sin haberlo pensado de antemano, se me ocurrió pedirle, como lo hice, lo siguiente: Mercedes, pida al Señor, desde el cielo, que si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, se me lleve joven, cuanto antes»3.

«Durante algún tiempo –sigue contando Muñoz–, don Josemaría tuvo en su poder el libro de Mercedes Reyna, aquel pequeño cuaderno en el que anotaba sus intuiciones de Dios, su silencio y su entrega. Posteriormente me lo dio a mí, por considerar justo que estas notas de un alma elegida quedaran dentro de nuestra Comunidad»4.

Una muestra de la devoción privada de Escrivá hacia esta religiosa es que, además de conservar su cinturón como reliquia –que a veces mostraba a los enfermos–, desde el 31 de julio al 8 de agosto de aquel año, acudió al cementerio para rezar el Rosario, de rodillas, ante su tumba, y pedirle que intercediera ante Dios por sus intenciones.

* * *

Durante aquel año su vida transcurrió como de costumbre, volcado en la atención de personas pobres y enfermas. Solo hubo un cambio exterior: el 4 de septiembre los Escrivá se trasladaron desde el piso de Fernando el Católico a una vivienda destinada al capellán del Patronato, en la calle José Marañón. La casa estaba pensada para que residiera una sola persona y pasaron bastantes estrechuras, pero se compensaban con el desahogo económico de no tener que pagar un alquiler.

14 de febrero de 1930. Las mujeres

El mensaje que Escrivá había recibido el 2 de octubre de 1928 iba dirigido a todos los cristianos (y, en general, a todas las personas de buena voluntad, sean cuales sean sus creencias) y requería que hubiese personas que se entregaran plenamente al servicio de Dios, santificando su trabajo profesional y sus circunstancias personales, para difundirlo por el mundo.

Durante un breve periodo inicial –dieciséis meses y dos semanas, en concreto– Escrivá pensaba únicamente en varones. Vendrían muchos –cientos, miles– con el paso de los siglos, estaba convencido; aunque en aquellos momentos aquel empeño evangelizador contaba solo con uno: él.

* * *

Luz Rodríguez-Casanova le había pedido que, además del trabajo que desempeñaba como capellán del Patronato, atendiera espiritualmente a su madre, una mujer anciana que se estaba quedando ciega. Residía en el nº 1 de la calle Alcalá Galiano y su casa disponía de oratorio5.

El viernes 14 de febrero de 1930, en una mañana fría de invierno, se encontraba celebrando Misa en ese oratorio, cuando, inmediatamente después de la Comunión, mientras daba gracias6, comprendió –en palabras suyas–: «¡toda la Obra femenina!»7.

Fue una nueva moción espiritual, cuyo contenido –como explica María Isabel Montero– «fue, sustancialmente, no solo que también las mujeres eran destinatarias del mensaje de santificación en la vida ordinaria, sino que podían formar parte del Opus Dei»8.

No se trataba, por tanto, de una nueva fundación, ni de crear una institución diferente. La luz del 2 de octubre de 1928 se dirigía a mujeres y hombres; y los difusores de ese mensaje debían ser también mujeres y hombres, aunque Josemaría Escrivá, deslumbrado por el fogonazo de esa luz, no hubiese percibido con nitidez hasta entonces todos los perfiles y matices de aquel querer de Dios.

Aquella mañana de febrero comprendió que Dios deseaba que hubiera en la Iglesia hombres y mujeres con una misma llamada; con una misma misión –la santificación de las realidades humanas–; con un mismo carisma, idénticos medios ascéticos y modos apostólicos.

La iniciativa no partió, de nuevo, del propio Escrivá: «Vinisteis –recordaba años después– a la vida de la Iglesia en un momento en que no os esperaba, y yo agradezco a Dios Padre, a Dios Hijo, y a Dios Espíritu Santo y a la Santísima Virgen este vuestro nacer; agradezco el teneros»9.

Unidos en la cabeza –Josemaría Escrivá y sus sucesores–, con separación de apostolados pero no de espíritu, esas mujeres y esos hombres deberían llevar a cabo en medio del mundo, en palabras de Escrivá, una «gran movilización de cristianos para la paz, para el bienestar, para la comprensión, para la fraternidad»10.

Un panorama de futuro

¿Qué fin específico tenía esa movilización? ¿Poner en marcha obras asistenciales y solidarias? ¿Atender a los pobres más pobres? ¿Crear universidades, colegios y centros de enseñanza? ¿Luchar por grandes causas sociales, como la igualdad o la dignidad de la mujer?

No. Escrivá puso por escrito que no se pondría el acento en «comités, asambleas, encuentros, etc.»11. El fin era la entrega a Dios, el servicio a la Iglesia, la búsqueda de la santidad, no poner obstáculos al trabajo de Dios en cada alma; y eso exigía una atención personalizada en la formación cristiana de cada mujer, de cada hombre.

¿Y los problemas sociales, ante los que Escrivá era particularmente sensible? En su mente cada mujer, cada hombre debía dar su respuesta personal ante los problemas de la sociedad; y de modo particular ante los retos de la injusticia y la pobreza: pobreza material, moral y espiritual.

La respuesta de cada persona sería tan variada como las circunstancias familiares, sociales y profesionales en las que viviera. Como fruto de la gracia y de esas respuestas personales –consideraba Escrivá– surgirían en el futuro cientos de iniciativas en los ambientes sociales y profesionales más variados. Y Dios le daba una fe tan singular que parecía que las veía, que las tocaba.

Esos empeños apostólicos irían variando con el paso del tiempo, respondiendo a necesidades sociales y humanas que entonces ni siquiera se planteaban. Nacerían universidades, hospitales, ambulatorios, centros geriátricos, comedores sociales para personas en situación de crisis, iniciativas de enseñanza, proyectos asistenciales para los «últimos», ONG para la consecución de la paz o la lucha contra el paro, escuelas para la formación de empresarios, de obreros, de personas del medio rural; y un largo etcétera12.

Esa era la vivificación cristiana que debían llevar a cabo los bautizados en una sociedad en la que Cristo debía estar en la cumbre de las actividades humanas; es decir, en la cumbre del mundo de la cultura, del arte en sus expresiones más variadas, de la moda, del entretenimiento, del espectáculo, de la vida política, de las relaciones económicas, del deporte, de las comunicaciones, etc.

En su mente las actividades para la promoción de la justicia y la lucha contra la pobreza debía ser expresión del afán por identificarse con Cristo de cada persona que viviera ese espíritu13. Esa lucha, ese esfuerzo, no exigía que los cristianos «salieran de su sitio»: allí, en su hogar, en su trabajo, en su ambiente social, debían actuar con sentido de justicia y solidaridad, construyendo junto con las demás personas de buena voluntad –creyentes o no– una sociedad más humana.

Aquello, aún sin nombre, debía ser un camino para el encuentro personal con el Señor sin intimismos reductores y sin esa indiferencia ante la suerte material y espiritual de los demás que no es propia de un corazón unido a Jesucristo. Había que «darle la vuelta al mundo como un calcetín», decía, con frase gráfica.

A los que les mostraba este panorama –cuya formulación concreta fue precisando con el paso del tiempo– les sorprendía la seguridad –sin ser un visionario– con la que hablaba. Cuenta un amigo suyo, Castán Lacoma: «En alguna de aquellas ocasiones, entre los años 1929 y 1932, dimos varios paseos, a solas, conversando largamente [...]. Me habló de la fundación que el Señor le pedía [...]. Aunque decía que estaba trabajando para realizarla, me hablaba de todo como si fuese una cosa ya hecha: tal era la claridad con la que –ayudado por la gracia de Dios– la veía proyectada en el futuro»14.

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9788428561563
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