Читать книгу: «La novedad del cine mexicano», страница 5

Шрифт:

Lado B: La novedad autorreflejante retratista

En Muchacho en la barra se masturba con rabia y osadía (Mil Nubes Cine - Instituto Mexicano de Cinematografía - DOCSDF - Ruta 66, 20 minutos, 2015), siguiente film enérgico de Julián Hernández, de nuevo con guion establecido por su heterónimo Emiliano Arenales Osorio, pero ahora en formato de cortometraje documental, el apuesto y superseguro bailarín sinaloense pelado casi al rape en el arranque de la cuarentena y prostituido desde siempre Cristhian Rodríguez (él mismo) despierta dentro de su cuchitril en penumbras, atiende una llamada en su número celular de call-boy muy dueño de su oficio aunque con nombre falso (“Me llamo Jonathan, mil quinientos pesos la hora, soy atlético de gimnasio, 20 centímetros de pito, para lo que quieras, lo que gustes y lo que mandes”) y, sentado a gusto en el rincón de un gym que se conecta por montaje con otros lugares, platica a cámara, regido por el aplomo y dando todo género de pormenores, su trayectoria vital, cual si fuera un predestinado en vuelo dispuesto con cien escalas hacia su situación presente, desde que era un jotito originario de un pueblaco cercano a Mazatlán a quien por ser un amanerado sin tapujos los demás muchachos le hacían bullying y los adultos lo escarnecían (“Pero por la noche ya se las estaba mamando”), hasta que, decidido a romper con su inercia y progresar (“Yo tengo que ser diferente a la persona que era en mi pueblo”), emigró a la gran ciudad o al puerto más cercano y, sorprendido por el comportamiento relacional de los jóvenes como él (“Se besaban y se agarraban las pompis”), resolvió abandonar su actitud pasiva ante el sexo entre iguales (“Me decía: no soy lesbiano”), lanzándose de lleno al disfrute de sus afinidades carnales (“En Mazatlán cambió mi ideología de las relaciones de pareja”), pero asimismo a su afición, y a su enorme facilidad y talento, para la danza, haciendo pronto sus propias coreografías para show de hoteles, dejándose tentar por el apoyo de la afamada coreógrafa Claudia Lavista para ingresar a su compañía de danza contemporánea Delfos, para después intentar fortuna en la capital del país (“Cuando llegué al DF me di de topes contra la pared, me dije ‘No mames, me falta un chingo’”), someterse a duras disciplinas para elevar su rango, ganarse un puesto en la ultraexigente compañía de danza profesional gay La Cebra de José Rivera (“La Cebra estaba en un boom, con bailarines increíbles, se les ve que tienen horas de ensayo, de rigor militar, de llegar temprano, de tomar las clases, de entrenamiento fuerte que te chinga y te mata, hasta que saca lo mejor de ti”), proseguir por media nación (como Puerto Vallarta) y medio mundo (estilo Miami) su errabundia compulsiva (“Ya tengo años de andar de pata de perro”), sin preocuparse por deber laborar en antros de striptease masculino o tener que ejercer la prostitución para sobrevivir, antes, durante y después de sus éxitos (“Dejas puestos y, cuando regresas, ya no están, porque siempre hay una bola de gente atrás de ti”).

La novedad autorreflejante retratista determina que nada de lo que se relata va a ser ilustrado, pero aun así va delineándose la semblanza, más oblicua que directa en términos visuales, de un individuo que crea su propio retrato discordante al conversar y pisar fuerte, al haber debido pisar con energía, para afirmarse como un técnico experto en danzas de todo género y de manera irónica pero sin resquemores como un técnico en prostitución masculina de cualquier tipo con cualquier tipo al mismo nivel (“Lo que es lubricante y todo, yo lo llevo”), ya que “Danza y prostitución en el cuerpo de Cristhian juegan el mismo papel; virtuosismo, deseo, técnica y sexo se entremezclan para dar coherencia a una fuerza vital que es muchas respuestas a preguntas. Hilo conductor que une opuestos y contradicciones”, según reza la presentación de los autoconscientes productores del film en los catálogos de los festivales para guiar su mejor éxito, en efecto alcanzado, sobre todo en los de naturaleza lésbico-gay-transexual y con imágenes memorables no exclusivamente para la comunidad LGBTTTI; un hombre admirable que, a partir de cierta divertida perplejidad inicial (“¿Profesional?, ¿contemporáneo?, ¿qué es eso?”) y a base de esfuerzo, ha logrado dominar las más difíciles y profesionales técnicas de la danza contemporánea; una criatura que deja de ser anónima y caótica al reflejarse a sí misma con una doble técnica, un técnico impar entre dos polos, con una personalidad desdoblada, y así, gracias a esa metafísica del alter ego (que incluso practica el propio cineasta a través de su juego de heterónimos) y no demasiado distinta de la paradoja del comediante Cristhian que es y no es el actor en silla de ruedas de un videoclip erótico explícitamente gay (ese Never as Deep de Jonathan & Akran, 2013, producido por Aimcomin Films, dirigido por el ubicuo Emiliano Arenales Osorio e insertado en su totalidad hasta la descomunal cogida final), sólo entonces consigue rechazar cualesquiera otras opciones (“No me voy a meter de cajero de Aurrerá, ni de cajero de Starbucks, amo lo que hago y no sé dedicarme a otra cosa”), superando frustraciones (“He tenido también mis proyectos personales, mis compañías, en colaboración con otras personas; los proyectos son difíciles, son independientes, tú los tienes que costear”), y logra definirse como persona, impulsado en ambos casos por el gozo, el goce dancístico, el placer sexual, sin culpas ni lamentos, ni autopatetismos ni quejumbres ni cinismo alguno, cabalmente asumido (“Tampoco es que sea un sacrificio para mí, vender mi cuerpo, ponerme disponible por dinero para la gente, la neta no, porque finalmente es sexo, y el sexo me atrapa, me envuelve, y me vale madre”), pero ante todo, sin tampoco renunciar a sus particularísimos sueños (“A mis 40 años, qué quisiera yo: un superestudio padrísimo, de artes escénicas y demás ¿no?, a lo mejor ese estudio primero va a ser una tortillería, y una lavandería, y a ver qué sale ¿no?”).

La novedad autorreflejante retratista se propone como una larga confesión que se sitúa y se estructura en diversos sitios, delegando a la edición del propio realizador (semioculto bajo la advocación de su obvio heterónimo Emiliano Arenales Osorio) la tarea de romper con la sensación inamovible de estar ante una sola y única cabeza parlante, pues de lo que se trata ante todo es de crear por lo menos cinco sensaciones sustitutivas y alternantes distintas: una sensación de ubicuidad, que pasa en continuum, sin transición y unificadoramente merced a la fluida edición de Adriana Martínez, del interior casero a la ducha promiscua de los baños públicos, a la cervecería para ligue de parejas contoneantes, a la fotogenia de los hoteles de paso a las solarizaciones de la barra con argollas en la intemperie del jardín público, a la procaz atmósfera rojiza del promiscuo Salón Marrakech, a las gradas de mosaico en blanco / negro de un vacante foro al aire libre, a ese show personalizado desde la salida del minicuarto de baño para el reticente chavo anteojudo de barbita nerd (Saúl Sánchez) que se refleja en el espejo de su habitación reflexiva; una sensación de fugacidad, de inestabilidad concreta e inconcreta, visual y también acústica, en virtud del diseño sonoro de Omar Juárez Espino, con oquedades que se oyen, reforzadas por esa amalgama de música tropicalosa de la Sonora Santanera y el Chino Flores o Lupita D’Alessio, con sonidos ambientales en el estudio y exteriores); una sensación de disfrute fundamental del espacio, de todos los espacios, gracias a la fotografía sofisticada sin afeites del excuequero de reciente egreso Jerónimo Rodríguez García, emblematizable por esa sintetizadora construcción en abismo del ambiente de los erotizados baños públicos con personaje en frontground y varias profundidades de campo e incluso un espejo al fondo; una sensación de autenticidad sincera y honesta a rajatabla, y sin embargo taimada, tan taimada como la vieja Ramona (2014) de Giovanna Zacarías (la avezada discípula más avanzada del clan Hernández-Fiesco), porque se permite guiar por la análoga palabra coloquial del presunto Jonathan (de nuestro Cristhian ismo), con extenuante fronda imparable de bazooka oral (“¿Qué quieres ver, qué quieres tocar, por dónde quieres empezar? No tengo problema con nada, no me pidas nada que yo no quiera hacer, tú mandas”) o utilizando un rasero lacónicamente sugestivo e inteligente (“Ya estoy instalado, Hotel Caribe, cuarto 402” / “Dame unos 30 minutos”); más una sensación general de vértigo suave, que es asimismo una suavidad vertiginosa, que es concepción simultaneísta, que es encadenamiento implacable, que es tenaz volatilidad, que es inmadurez fundida, que es minuciosa interdependencia de todos los elementos de la realidad, que da forma a su realidad.

La novedad autorreflejante retratista concentra sus baterías en la intensificación tranquila del retrato de un muchacho estancado Cristhian que ejecuta perfeccionistas rutinas gimnásticas, en muchos modos alter ego del propio cineasta apenas dos años mayor, porque semeja ser hijo y estar sujeto a un desencanto amable y beneficiarse de un seguro amor por la tolerancia, el respeto señorial hacia la dignidad de seres de comportamiento vulgar sólo secretamente excepcionales que caracteriza y determina las mejores cualidades expresivas y humanísticas de la obra fílmica de Hernández, de diez maneras emparentadas con las del transexualizado Coral el exniñito prodigio vuelto entrenador coreográfico de íntimos festejos danzarines de 15 años y prostituto esquinero bajo los pasos a desnivel en el Quebranto (2012) de Roberto Fiesco (¿o era del sublime Giroberto Fiescobaldi?), el imprescindible productor de todas las cintas del mismo Hernández; he aquí, pues, el retrato de un fulgurante bailarín-prostituido por teléfono y en el antro de chippendale, elaborado con refinamiento cultural que se alcanza a duras penas pero nunca se ostenta, indulgente epicureismo, ironía escéptica, desinhibición total, multidimensionalidad por yuxtaposición, búsqueda en pasillos, soberbia elegancia que se esconde: como una respuesta grabada sobre la frente por fin en imposible silencio, inmediata, espontánea, férrea, elocuente en su concreción misma, con una desenvoltura ahora majestuosa.

La novedad autorreflejante retratista demuestra tácitamente que “La masturbación es tener sexo con nuestra persona más querida”, que “Enamorarse de uno mismo es el comienzo de un largo romance” y que “La vida no imita al arte, imita a la televisión, por eso es tan cursi”, en involuntario homenaje a los cálidos sarcasmos de las “Buhederas” del capsulista Guillermo Farber, aparte de que el héroe hipernarciso Cristhian parece estar pensando desafiantemente a cada momento: “Amo a las personas que me siguen queriendo a pesar de todo lo que saben de mí”.

Y la novedad autorreflejante retratista termina cambiando de tono, del valemadrismo a un principio de gravedad innombrable (tal como también lo estipulaba la presentación de los autoconscientes productores del film en los catálogos de los festivales: “Respuestas, dolorosas a veces, como todas las verdades”), al crear conclusivamente en el remate del corto y en corto una leve impresión de vacío, de mucho ruido para nada (“Picas aquí, picas allá, pero no siembras nada en ningún lado”), de microgeografía intransferible de la nada que verbaliza sin pathos alguno el propio personaje (“No tengo marido, no tengo padrino, tengo que rascarme con mis propias uñas y a ver hasta cuándo tengo mi negocio”), caminando, caminando, caminando en medium shot por una plaza con iluminación nocturna, abalanzándose sin motivo específico hacia una sostenida e inacabable cámara retrocediente, como una carrera infinitesimal en pos de la soledad, mientras las trompetas pueblerinas de la Banda Pedregal con “La barca de Guaymas” suenan coruscantes sobre un epígrafe en fondo negro (“Siempre estamos solos, más solos de lo que podemos imaginar... es la soledad auténtica: Rojo”), o sea a la busca y el encuentro, o quizá a la conquista de una soledad no sólo auténtica sino absoluta, esencial y desazonante.

La novedad patinadora

En la coproducción con Alemania Te prometo anarquía (Interior XIII - Foprocine / Imcine - Rohfilm, 88 minutos, 2015), conmovido quinto largometraje pero primero con asunto mexicano neto del talentoso autor total estadunidense-guatemalteco excececiano alternativamente hiperrealista o experimentalista de 40 años Julio Hernández Cordón (Gasolina, 2008; Las marimbas del infierno, 2010; Polvo, 2012; Hasta el sol tiene manchas, 2012), el chavo gay de clase media alta Miguel (Diego Calva Hernández) vive en el rechazo de mamita arrogante de buena familia (la pionera videocronista de tribus urbanas lumpenjuveniles Sarah Minter a punto de fallecer de cáncer) y en el ocio absoluto, pese a sus numerosos contactos sociales bastante envidiables, pues tiene años manifestándose como un fanático exclusivo de la patineta, al lado de su pobretón homólogo de inclinaciones bisexuales Johnny (Eduardo Martínez Peña Pelucaz), el hijo de la sumisa sufrida criada gorda de su casa (Martha Claudia Moreno), con el que sostiene desde la infancia una intensa relación homosexual, hoy amenazada en su acendrado nexo erótico por la intromisión de la escuálida chava pelandruja sin gracia Adri (Shvasti Calderón Rivera), incluso dentro de la sensual guarida de la pareja gay para coger, produciendo una violencia latente (“Espérate, Adri está aquí”), una violencia de vendedores de sangre propia o ajena en el mercado negro y una violencia hiperkinética en los interruptus cuerpos patinadores o en pelotas en la cancha de frontón: tres formas de violencia que habrán de engrandecerse y estallar de funesta manera colectiva cuando a Miguel se le haga fácil emboletar a esa desairada chica y a 51 jodidos muertos de hambre barriales más, para una supuesta donación masiva de sangre, como las que ya acostumbraban organizar en pequeño, pero ésta de inmediato muy bien pagada, a mil pesos por sujeto, que el ingenuo Miguel ha agenciado ahora con el ridículo actor de comerciales Gabriel (Gabriel Casanova Miralda) y que de pronto se convierte, por la acción del alevoso sicario David (Milkman), en una criminal remesa de “vacas” (según el término que designa a las víctimas de la trata de personas) dentro de un camión-prisión de redilas, a raíz de la cual los dos chicos amantes quedan trastornados por completo y, forrados de billetes inútiles que no valen una Adri tentadora del conflicto bisexual por última vez encaramada sobre una torre fabril ni una buena tunda con almohadas antes del coito adivinado desde una ventana fractal del Hotel Cozumel de cuarta categoría, los desdichados jóvenes amantes deben separarse, echando contra su voluntad miles de kilómetros de distancia entre ellos, ya que el furioso incontrolable Johnny va a ultimar brutalmente a Gabriel a golpes de patineta y ambos muchachos no habrán de hallar otra solución que correr a refugiarse con sus respectivas mamitas, aunque la progenitora sirvienta de Johnny haya sido corrida de su empleo y se lleve a su hijo a residir en un restaurante a la orilla de una carretera, y aunque Miguel sea debidamente abofeteado por mamá para después ser llevado por un amigo del padre ausente hasta el sur de Texas, para sobrevivir trabajando en lo que humildemente le salga.

La novedad patinadora se torna patinetómana al enseñorearse en la descripción, tan morosa cuan precipitada, ora expresiva ora dramática, del mundo autónomo y tangencial de los chavos patinetos que se enseñorean en la vía pública por encima de las clases sociales y de otras opciones eróticas que no sea la segregadamente homosexual, por calles y pistas y avenidas, atravesando túneles hexagonales cual galerías de minas cerradas, protagonizando deslizamientos imparables, luciéndose en el cruce por las arterias atiborradas de mercadería de un tianguis permanente, deambulando orondos o riñendo en puentes peatonales con fondo de señalamientos hacia Mixcoac o Av. Universidad, incorporándose a las autopistas tras trepar patinando sobre los techos de un paso a desnivel o exultando en libertad dentro de un inmenso travelling lateral al son de un resurreccional cover-tributo a los años sesenta en voz de Los Iracundos (“Sunny, gracias por tus ojos y tu miraaar / No sabes el bien que me das túuu / Gracias porque tú viniste a míii / Gracias por la luz que tú me daaas”), un mundo dinámico ágilmente abordado, sólo interrumpido por la irrupción sarcástico-punitiva de canciones que son cualquier cosa menos acompañamientos ni meramente vehiculares, desde las lúbricas atmósferas rojizas en una especie de sucedáneo del inframundo-cloaca, hasta la monomanía de un equivalente lumpenizado de la célebre pieza fundacional sobre autistas skaters desatados Wassup rockers, los nuevos guerreros de Larry Clark (2005), con edición instintiva quasi bestializante de Lenz Claure, dirección de arte firmada por María Elizabeth Medrano cuyo prurito realista nunca desentona porque nadie debe advertirlo, diseño sonido de Axel Mishael Muñoz y Alex de Icaza que impone una atmósfera crujiente a cada momento, y en sitio primordial una fotografía de María José Secco autodestruida y destructora de sus propios regodeos rutilantes, fincando en su disonante / detonante conjunto un marco a las improvisaciones continuas de soberbios jóvenes intérpretes no-profesionales a quienes “no se les pidió actuar sino mentir” (Hernández Cordón dixit), rumbo al redondeo de una metafísica de la patineta, donde ésta funge a un tiempo como instrumento órfico o juguete infatigable, vehículo proteico, sucedáneo locomotor, cuerda floja para cabriolas y brincoteos en el mismo lugar, máquina de ingenio, embotado aparato ingenuo, artefacto-herramienta indispensable, rampa impulsora del salto al vacío, cuerda floja y utensilio para zanjar diferencias.

La novedad patinadora conserva en diversos grados algo de lo mejor de cada una de las anteriores entregas del cine en work in progress de Hernández Cordón: el gusto por la transgresión de los límites territoriales y de clase de la psicomiserable chaviza malhablada de ociosos ladrones de Gasolina que acababa atropellando a un indígena en la ruta durante una noche brava, la crispada fusión absurdoacústica del hip hop con el sonido tradicional de Las marimbas del infierno, la temprana memoria individual hecha Polvo ante las huellas de una sucia guerra antidisidentes, y los injertos de arte bruto godardiano (Los carabineros, 1963) en un cine-performance hiperirritante cual confabulación abestiada para demostrar que Hasta el sol tiene manchas desde el ínfimo extremo infame de la infracultura vanguardista, todo ello reunido y desembocando en un lozano a la vez que sombrío realismo pulsional, un intempestivo realismo que se desprende casi de manera natural del uso sistemático-maniático aparte de paradójicamente afelpado del steadicam en un estado de gracia semejante al de Shara (la película-milagro de Naomi Kawase, 2003) y que se aviene muy bien con la fulguración arrasante de la verba adolescente-popular (“a un paso del documental, con un certero oído para el habla coloquial juvenil de las barriadas”, según Carlos Bonfil, en La Jornada, 15 de julio de 2016), a bocanadas de lirismo emocional irregular y destemplado, a ráfagas visuales y a secuencias-ráfaga en continuum, cuyos límites son los de su lenguaje (diría Wittgenstein), su barroco lenguaje superinventivo en pirotécnica y sorpresiva, contundente e incesante expansión coloquial ¿y también como reflejo o extensión de la movilidad de las patinetas?

La novedad patinadora impone así los prolegómenos discursivos de un mundo envenenado por el autosacrificial tráfico ilegal de sangre que se convierte en criminoso tráfico de personas (temas duros nunca antes abordados por el cine mexicano actual), utilizando como cobayos victimables / boxeadores / codiciosos, / vaguillos infradeportistas, desempleados, chavos ni-nis, inermes ancianos muy queridos como un tal Juanito (José Sotero Gustavo Corte) y demás lumpenazos barriales de igual manera muy próximos en lo afectivo, y en virtud malvada de los cuales habrá de efectuarse la inmersión temeraria, una zambullida sin miramientos ni escafandra en prácticas significantes por fin análogas a las de aquellas bandas de jodidos de zonas marginales como Ciudad Nezahualcóyotl (también conocida como Neza York) en los que hurgaba Sarah Minter (tipo los Mierdas Punk de Nadie es inocente, 1986, y Nadie es inocente, veinte años después, 2015), una traslación expandida del poema-rap superlamentoso-agresivo (“Vamos a reinar en los cielos / y en una ventana rota”) que asesta de improviso en plano fijo un anteojudo chavo recitante autoexcitado hasta la exasperación cuyas palabras reacias a la resignación (“El único que se atreve a hacerme esto / a las cinco de la mañana / ojeras, golpes, rastros /”) habrán de prolongarse en overlap sobre las acciones subsiguientes como amparándolas con su función acústica cual si se tratase de una rola más superpuesta antimelodiosamente en off a la de a huevo, una ronda de personajes inestables como ese otro David ahora barbudo (Óscar Mario Botello) que va a resultar el típico alebrestado cobardón al ser el primero en subir dócilmente al camión fatídico o como el lamentable puberto muy adoptable Techno (Diego Escamilla Corona) de remendada patineta deshecha y desmayos, todo ese conjunto dando muy deliberadamente como resultado un atípico film miserabilista con ribetes de lumpen film noir, pleno de ruido y furor y escepticismo, equidistante de cualquier thriller o de cualquier egregia narcocinta de la época calderonista tipo Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011) o Heli (Amat Escalante, 2013) o sin tocar cualquier dimensión antipolicial así fuera al heterodoxo estilo de Bala mordida (Diego Muñoz Vega (2008) o Días de gracia (Everardo Gout, 2011), con un escepticismo jamás acerbo ni idealizante.

La novedad patinadora no cumple con toda la anarquía que prometía el título del film, pero, en compensación emocionalmente muy redituable, magnifica de manera discreta y al principio casi velada una larga relación homosexual incubada en la infancia y a punto de recomponerse y descomponerse durante las crisis de una prolongada adolescencia ¿intersexual, bisexual? que se rehúsa a entrar a la vida adulta, mostrándose en el arranque dentro del cuarto rojizo como una suerte de embotamiento sensual o una acotación natural (que no naturalista) sin estridencias, y luego retomándose de lleno como tema principal en el último tercio del relato, para ponerse en el puesto de mando y elaborar con base en ella el mundo trágico e insostenible / irrecuperable de la separación de los amantes gays que paradójicamente se insultaban de continuo diciéndose “putos” entre ellos y con otros patinetos, los amantes gays deberán separarse por la propia dinámica de sus ámbitos privados y sociales (o séase, en esencia patinetos), los amantes gays que acabarán sintiendo entre sí algunas decisivas y disolventes fassbinderianas líneas de fuerza (sobre todo cuando “pierden el control del negocio y se vuelven cómplices involuntarios del rapto” que evidencia la “inquietante mezcla de amoralidad y apatía” de ambos y, “aunada a la brutalidad de la delincuencia organizada”, se revela “como barómetro preciso del clima de descomposición social que vive el México actual” en esta “cinta nerviosa e insegura” aunque “tan vital y provocadora como esos protagonistas suyos”, otra vez según Bonfil), los amantes gays llevan tumbas en el alma y aún se llevan a cuestas en la imaginación más allá de la fatalidad y de las fronteras geográficas, una pasión contrariada que ya es mucho más que un simple gag como en el inicio, de inevitable modo cómplice y en secreto.

Y la novedad patinadora cesa su insólito delirio lírico mitad pelado clásico mitad cábula y suspende todo contacto con sus héroes dejándolos desconcertados y fuera de órbita, despojados de lo que más quieren y desean (el uno al otro y sus patinetas), abandonado el Johnny en mitad de una carretera donde el muchacho sufre por falta de lugares donde patinar y abandonado el Miguel cargando imaginariamente a sus espaldas a su amigo-amante en la más bella secuencia del film, pues “lo que Miguel y Johnny aprenden o, mejor dicho re-aprenden luego de sufrir las consecuencias negativas de su inmadurez combinada con el hecho de vivir permanentemente al límite, en la frontera misma del riesgo entre seguir vivos o morir –y aquí la clara función fílmico-narrativa de la donación de sangre a la que los protagonistas se dedican–; lo que esta pareja experimenta es la certeza, la confirmación en carne propia de lo más esencial: la vida se trata de tenerse uno al otro, de saberse unidos incluso a pesar de una distancia interpuesta circunstancialmente, de buscarse a pesar de todo, de amarse, en resumen” (Luis Tovar en La Jornada Semanal, 31 de julio de 2016), frustrados y desechos en territorios en los que igualmente son ajenos y a los que les son ajenos, sustancialmente alienados, al margen de sí mismos, al margen de la única vida en sociedad que les importa: la creada en torno a su afición de patinar para sentirse dueños del universo, al margen del margen, pero no de su imaginación afectiva, ni de su capacidad de representación onírica y real.

382,08 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
731 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073004503
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
181