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La novedad subnormal

En la coproducción con Suiza, Canadá, República Dominicana y Holanda escuetamente intitulada Yo (Luc La Película-Axolote Cine - Aurora Dominicana - Art and Essai-Freyssinet - Hubert Bals Fund - Visions Sud Est - Conseil des Arts et des Lettres du Québec-Eficine 226 / 189, 80 minutos, 2015), ensimismado cuarto largometraje del heterodoxo egresado francomexicano del CCC de 36 años Matías Meyer (Wadley, 2008; El calambre, 2009; Los últimos cristeros, 2011; además del seriesísimo corto experimental en la frontera entre la innovadora prueba tecnológico-fotográfica con teléfono móvil y la jalada expresiva propiamente fílmica El campo de los posibles, 2014), con guion suyo y de Alexandre Auger basado en el relato homónimo del Nobel francoantillano Jean-Marie Gustave Le Clézio, controvertido film ganador de los premios al mejor largometraje y al mejor actor mexicanos en el Festival de Morelia de 2015, el barbudo gigante subnormal Yo (Raúl Silva Gómez) dice tener 15 años, ya que sólo puede contar hasta allí, aunque ha cumplido muchos más (“Tú no tienes 15, estás más grande”) como bofo y blando gorilón escarnecible (“No me duele que se burlen de mí, porque después de eso me dan una moneda”, comenta fuera de campo), y aún piensa con mente infantil y vive cual niño edipizado a perpetuidad en el ruidoso camino mexiquense a Acolman, al lado de una humilde Madre dueña del restaurante La Colmena (Elizabeth Mendoza) que lo usa como masajista de emergencia y lo manda a darle de comer a los pollos y desplumar a alguno de ellos mediante una ingeniosa olla ejecutora y colgante, para poder coger a gusto con el áspero camionero cincuentón Pady (Ignacio Rojas Nieto) a quien Yo detesta, pero el perturbado logra compensar un poco su enojo y sus días baldíos cuando consigue entablar amistad con Elena (Isis Vanesa Cortés), la juguetona y cariñosa hijita de 11 años de una señora Ella (Mireya Ivonne Morales) temporalmente contratada como cocinera ayudantadetodo en el figón carretero, compartiendo con la niña la posibilidad de acariciar a un gatito, o yendo con ella a pasear al río cercano para enseñarle a lanzar salpicantes piedras junto a la cascada, pero las sospechas sobre la relación entre ellos hacen que dure poco, duramente, y Yo, de quien además de sátiro se ha vuelto sospechoso de tener dotes adivinatorias en sus sueños, que en realidad sólo proceden de una broma de mal gusto del vulgar sadiquillo Pady que va a adquirir una ingeniosa máquina matapollos para que Yo pueda ser enviado por su progenitora como auxiliar de albañil a una cantera para acarrear cascajo en carretilla durante horas, pero donde se ganará el aprecio del capataz (Félix Miranda Pérez), una suerte de sustituto paterno-materno que pronto querrá llevárselo a la costa en calidad de asistente, aunque Yo también ha sido inducido por dos de sus compañeros de ardua labor, el lumpen ebrio Poncho (Alfonso Miguel González) y su chómpira casi enano Hugo (Hugo García Rojas), a acompañarlos a ponerse sus primeras borracheras en un antro-burdel, donde el perturbado pueril será iniciado sexualmente por la dulce pirujilla seductora Jenny (Melody Petite) y donde va a sostener con la protuberante piruja afrobeliceña Luisa (Nicole) una casta amistad poderosa que se refuerza noche a noche, despertando la imaginación con palmeras y arenas marítimas, pero la revelación identitaria de la chica como transgénero llena de furia a Yo y la mata involuntariamente de un empellón en plena pista de baile, para dar a la prisión con una condena de 30 años.

La novedad subnormal narra una antihistoria de amor, la historia de una incapacidad de amor normal no obstante poderoso y capaz de expresarse, pues había una vez un lacónico y sobrio cuento infantil desdichado, hubo una vez un corpulento Yo de mente turbada pero pese a todo feliz dentro de la infelicidad general y su infelicidad peculiar, érase que se era un hombretón semiperturbado (¿para cuándo el Macario del cuento homónimo de Juan Rulfo?) con comportamiento de niño y destino funesto, la trayectoria de un deficiente conductual de evolución y desarrollo tardíos, una ejecutoria en seco de romances contrariados, primero con una madre sobreprotectora y al mismo tiempo ingrata pérfida disoluta y reacia expulsadora, luego con una niña de su misma edad mental, en seguida con una iniciadora putilla linda, y finalmente su enamoramiento absoluto con un travesti sin darse cuenta de que lo es, para acabar sus días en una prisión inmostrable, tras sus infortunios a igual distancia del cinismo liberador de culpas de Guy de Maupassant y las pinchísimas aventuras extremas del Pasa-murallas o del beato con súbita aureola inextirpable o del tarado absorto hasta el crimen en una cajita de música de Marcel Aymé, y después de sus arrebatos entre el incontrolable detentador de La fuerza bruta / De ratones y hombres de John Steinbeck (tan bien adaptada por Lewis Milestone como por Gary Sinise en 1939 / 1992) y el decapitador Damián Alcázar sin Fecha de caducidad (Kenya Márquez, 2011) por ahora.

La novedad subnormal trata en realidad de una celebración de la vida en los largos planos neutros de una fotografía desidealizante de Gerardo Barroso (tan desperdiciado desde el formidable documental Calle López que codirigió con Lisa Tillinger en 2013), con música desarticuladora de sentidos de Galo Durán y del grupo Chac Moola, con dirección de arte realista-jodidista sin excesos de Noemí González, con diseño sonoro deliberadamente erizado de Alejandro de Icaza y Raúl Locatelli, con edición de León Felipe González llena de espacios en negro para una voz en off del protagonista vuelta así contrapuntística más que vehicular, al ras y al costado de una línea de asfalto obsesivamente recorrida por tráilers, del estrecho corral de aves, de las rondanas hechas girar sobre el amplio piso pulido de un figón con presunta receta sabia para preparar pollos, del polvo-horizonte de cantera apenas controlado con tapabocas de mascarilla rígida, de la atmósfera rojiza de cierto antro bailador con surrealista fondo del “Ave María” de Franz Schubert en versión hip-hop, como si los verdaderos protagonistas de la anécdota fueran los entornos y los burdos actos aletargados del héroe al servicio exclusivo de un amor-carencia inesperado e inasible porque insaciable sin esperanza.

La novedad subnormal recurre ante todo, como en las tres incursiones anteriores de Meyer dentro del largometraje, aunque sin la monocorde tozudez del Michael Rowe (Año bisiesto, 2010, y el lamentable Manto acuífero, 2013), a un predominio de distantes planos fijos, acaso por muy respetable y valorada y reflexiva y rebuscadísima y selectiva decisión libre, pero acaso también por supina ignorancia de las series de funciones expresivas ya codificables y codificadas que pueden cumplir un cuerpo fragmentado o un movimiento de cámara (“La fotografía tiene más relación con mi forma de ser. Me gusta encuadrar cuerpos completos porque soy muy frontal y me gusta decir las cosas de frente. Es curioso porque mucha gente me habla de los planos fijos y yo siento que ahora abusé del movimiento. Hay travellings pero no cámara en mano porque creo que es un recurso que funciona en documentales pero no en películas más narrativas. En cierta forma, la cámara fija es más pura y perfecta. Kubrick la usaba mucho”: Matías Meyer entrevistado por Héctor González para el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 11 de junio de 2016”), hélas.

La novedad subnormal se ve obligada a efectuar peligrosas acrobacias, cabriolas, piruetas y otros desfiguros dramáticos al colocarse narrativa y sentimentalmente en una cuerda floja entre la profusión de incidentes laxos y el aburrimiento escueto, pues “lo que la película propone, o involuntariamente resuelve, no es sino el trazo palmario, desdramatizado, epitelial, de algo que en tiempos menos ‘políticamente correctos’ se hubiera definido como la vida de un tarado, un lelo, un retrasado mental” y “no ayuda, sino todo lo contrario, el tremendo ancho de la brocha para el dibujo de tanta aclimaticidad, que por sobreabundante y lugarcomunesca termina siendo paradójica y ejemplarmente plana, y provocando un tedio notabilísimo”, aunque “al menos no se recurrió, como suele hacer el ‘cine de anormales’, a la búsqueda de empatía por caminos sensibleros, y ésa es quizá la sola nota positiva del film” (Luis Tovar en el suplemento La Jornada Semanal del diario La Jornada, 12 de junio de 2016), desproporcionadamente y con desmesura en su aparente depuración, sin dios oculto en tan deliberadamente pobre lenguaje fílmico.

La novedad subnormal se aventura en la fábula sin moraleja vertiginosamente alrededor de Yo sujeto, una fábula cercana al relato hipotético, una fábula impedida dentro de los límites concretos de la introspección imposible y del silencio real, fábula lisiada y gris arena del trayecto espiritual cruzado por una pequeñina luminosa dentro de su opacidad inocente (pues “inocente voz en off de por medio”, se trata de “otro film fatalista más en el que el distinto, el inocente, terminará siendo un agente de la destrucción o del mal, queriéndolo o no”, lo cual “éticamente hablando, me resulta inaceptable”, según el enconado detractor de Yo Ernesto Diezmartínez, en cinevertigo.blogspot.mx, 3 de julio de 2016) y con lamentables obreros grotescos de la cantera (ese buñueliano quasi enano dionisiaco además de vengativo desidealizador irracional) y con dos putas inmigrantes que consiguen nutrir el calenturiento imaginario tropicoso de Yo y sacan a flote sus añoranzas, la parábola de los signos de humanidad más allá de la falta de habilidades inherentes a la ésta, o paradójicamente quizá gracias a ella misma, para afirmar la trayectoria inhumanamente humana más que humana del grandulón Yo (¿deberá pronunciarse ahora Joe, en homenaje al titular fanático brutal que inmortalizó Peter Boyle en el tristemente célebre film Joe de John Avildsen en 1970?), una indefensa criatura del segundo pacificado Le Clézio (cuyo recreador y recreativo reflejo fílmico se adjudica Meyer) el propósito será nada menos que capturar el “anverso de la vida, anverso del ser, sin cesar sobre el suelo, sin cesar en contacto con la tierra, sobre la cual reposa todo el peso de la existencia” (Desierto), con todas sus asperezas, sus discapacidades, sus irregularidades individuales, sin poder ocultar su cántico de admiración microbiológica, cual si volviera a ser la cosmológica del primer metafísico Le Clézio (¡nunca más perseguidor del éxtasis material!).

La novedad subnormal se lanza desde allí a una cacería de instantes, análoga a la que implicaba la crítica Fabienne Dumontel al definir a Le Clézio como un “cazador de instantes”, a propósito de la recopilación narrativa Historia del pie y otras fantasías a la que originalmente pertenece Yo como cuento literario (en Le Monde, 10 de noviembre de 2011): el instante de ejercitar el masaje con enormes manotas sobre la espalda de mamá sensual (“Con cuidado, me lastimas”), el instante de ser consultado por un suplicante en silla de ruedas cual ignorado Niño Fidencio sanador onírico de los indigentes arrinconados con fe y esperanza para solicitar la caridad (“Oye, ¿puedes soñar que puedo caminar de nuevo?”), el instante de jugar con sonrisa franca a las cosquillas en los pies dentro del arroyo o cargando a su compañerita de juegos cual amenazante Frankenstein / Boris Karloff mitológico de James Whale (1931), el instante de intentar resucitar a un desplumado pollo muerto a base de cándida respiración artificial entre la mofa cruel de las risotadas parentales (“No lo puedo revivir, ya no quiere respirar”), el instante de retornar al exclusivo exilio doméstico abriendo un contenedor bermellón adaptado con trapos como hogar desgalichado (“¿Cómo te fue?” / “Bien, Luis y Poncho me invitaron al karaoke esta noche”), el instante de bailotear eufórico sin ritmo contra el techo de vigas y palma, el instante en que la frágil fornicadora Jenny se mece tiernamente desnuda encima de la curvatura del vientre inabarcable de Yo, el instante de los contrastes bufonesco-guiñolescos entre los dos metros con cinco centímetros de Yo y el escaso metro con cincuenta tanto de Jenny como del parrandero amigo chiquito Hugo (algo que “se vuelve un poco chaplinesco”, según Meyer en declaraciones a Salvador Perches Galván, revista Cine-Toma, núm. 46, mayo-junio de 2016), el instante de ver intempestivamente pujar al fugaz proletario Yo en camiseta y paliacate verde para hacer estallar el cinturón que le ciñe el pecho y ganar una apuesta ajena que lo eleva a forzudo de circo de tres centavos a la intemperie, el instante de poner a competir a Yo / Raúl Silva Gómez con el embotamiento del Bruno S. de Werner Herzog (El enigma de Kaspar Hauser y Stroszek, 1974 / 1978) al ponerlo a brincotear de gusto para celebrar en indefensa sudadera el triunfo inofensivo de una Schadenfreude ingenua que parece postular a Matías Meyer como relevo en el abordaje del diminuto mundo indígena sacro-obtuso de Nicolás Echeverría (en especial el de Poetas campesinos y Eco en la montaña, 1980 / 2013), instantes de arrasante aunque empantanado cine mínimo de simplicidad minimalista para muchos tediosa y antiemotiva, instantes oblicuos de una sencilla narrativa fílmicamente frontal y parabólicamente evangélica, instantes privilegiados y perfectos a su irrepetible manera turbada, instantes duraderos y significativos sin posible autoconciencia de ello, en vista de la improbabilidad de adoptar la perspectiva del omnipresente hombre minúsculo de talla mayúscula, de su existencia similar a la de alguna piedra más entre las piedras, de una piedra lanzada en la nocturna soledad añorante ante la cascada otrora diurna y feraz, mas no se trata de combatir la adversidad, sino de sujetar la vida ganada contra ella (ya que la película “relata los mil y un ritmos que vive un joven gigante al acercarse al despertar de sus sentimientos frente al mundo”, sea “en el espejo del agua”, sea “frente a la cascada” que “hace sentir cómo todo es pequeño en comparación con la grandeza del paisaje”: César Moheno en La Jornada, 6 de junio de 2016), la ternura púdica e informulable hacia el pinche monote medio bobo medio sentimentalón (¿pivote de un soso cuento de hadas fisicoculturistas ahíto de seudopatéticas vicisitudes premonitorias del accidental homicidio culminante?), la fantasía dentro de la cual se mueve la vida del bruto pero que nadie ve, pues nacida de las contingencias y de las limitaciones de Yo y del yo, jamás incongruentes porque han sido sorprendidas en sus propios y sucesivos logros inasibles, informulados, indirectamente visibles.

La novedad subnormal impone una dramaturgia laxa y sin énfasis ni construcción, una dramaturgia en apariencia a la deriva e incluso al desgaire muy distinta de la vieja desdramatización protagónica de los años setenta-ochenta tipo búsqueda propositiva del tedio por el tedio para hacer magnificar lugares comunes mediante pasarelas (Reed, México Insurgente o Frida, naturaleza viva de Paul Leduc, 1970 / 1983), pues desde Los últimos cristeros va en busca de una desnudez dramática tanto no-actoral como sin estructuras ni afeites cueste lo que cueste, sólo permitiéndose algunas coqueterías irrealistas (esas texturas infernales del prostíbulo que remiten a El diablo y la dama de Ariel Zúñiga, 1983; esa estructura uterina dividida en dos partes: el enfrentamiento con el mundo al interior del vientre-restaurante y el enfrentamiento con el mundo fuera del vientre en despoblado, esas invocaciones al mar desde el paisaje árido inmisericorde), una dramaturgia mineral que arrasa con las criaturas y se torna equivalente a esas rocas desperdigadas al infinito de la cantera o son izadas inmensas por un camión, una dramaturgia donde las piedras cantan y los claros bloques pulimentados y el cascajo decolorado al horizonte rasgan la vista para tocar la fatiga, una dramaturgia de figuras sedentes a la vera de sus apartados y automarginadores lugares favoritos en el límite de ninguna parte (como los del niño-poeta huérfano cósmico Mondo o la niña decidida a no regresar a la escuela Lullaby o la niña Pequeña Cruz arrobada por el azul del cielo en otras narraciones de Le Clézio), una narración ni lírica ni patética sino simplemente sustraída del contexto y concentrada en la contemplación de sus propios vacíos rebosantes, una dramaturgia donde incluso la violencia física y la moral son anticlimáticas.

Y la novedad subnormal abandona la plaza (“No tengo nada más que decir por el momento”, cesa de monologar Yo), mostrando al héroe soñando con su idealizada vida anterior en una especie de relato bifurcado por fin entre la realidad crasa y la imaginación pura, la de mamá ya no increpándolo por briago en su chiquera, sino despertándolo en su lecho irrestituible con un amoroso “Levántate, hijo, ya está tu desayuno”.

La novedad luciferina

En la coproducción con Bélgica Lucifer (Mollywood - Películas Santa Clara - Mantarraya Producciones, 108 minutos, 2014), tan irritante cuan seductor tercer largometraje del esteta experimentalista flamenco de 29 años Gust van den Berghe como última parte de una trilogía fantástica (junto al Pequeño niño de Flandr, 2010, y el Pájaro azul, 2011, y antes del mediometraje Nacimiento azul, 2015), radical y erradicalmente basado en el hostil poema épico-trágico Lucifer del escéptico dramaturgo político-religioso Joost van den Vondel (1587-1679) del fundacional teatro neerlandés barroco del siglo XVII, el desencajado ángel ambivalente Lucifer (Gabino Rodríguez, quién más, tan ufano cual si se interpretara a sí mismo) ha rebotado, dentro de su viaje-caída del cielo al infierno, en el pueblito michoacano de Angahuan, perdido al pie del volcán Paricutín, para descubrirle a sus habitantes dedicados al pastoreo una escalera colgando del cielo (“Yo misma la vi”) al lado de la nueva iglesia en proceso de construcción por el exigente párroco cura ensimismado (Sergio Lázaro Acosta), asentarse por un momento en la humilde choza del taimado septuagenario por varios años tullido Emanuel (Jerónimo Soto Bravo), quien no tardará en ser sanado por el huésped, pues sólo se fungía paralizado para dedicarse a la bebida y al juego de azar, dejando la atención del rebaño al cuidado de su también añosa hermana Lupita (María Acosta) y de la nieta de ésta, la joven y bella aborigen María (Norma Pablo), quienes creen con fervor en esa mágica sanación que exacerba a otros enfermos y es celebrada por la pequeña comunidad con una gran fiesta, de bailongo callejero bajo guirnaldas de papel picado e inspiracional júbilo alcohólico por la múltiple ocasión bienhechora, pero el ángel pronto desaparece y sólo puede ser rescatado en sueños por sus anfitriones, o por la memoria viva de la ingenua María que ha quedado embarazada de él, antes de que el viejo parta un día hacia la cima del volcán para purgar sus pecados con un bajada al infierno tirándose desde el ventanal abierto en unas ruinas, mientras los pobladores deben conformarse con la gigantesca torre de la iglesia que edifica el cura y Lúpita y María, las santas mujeres deudas de Emanuel permanecen como crédulas viudas indefensas, a merced de un satánico alguacil judicial representante del gobierno (Fernando Silva) que, ávido de cobrar las impagables deudas monetarias del anciano, pronto las emplaza legalmente y las despoja de su morada, obligándolas a vivir errabundas por las laderas volcánicas, hasta que Lupita sea obligada a participar en una fatídica procesión penitenciaria con otras mujeres, sólo para ser acogida por un ángel blanco en la ribera de un río, rumbo al más allá, y María merezca el disfrute a solas del milagroso parto de un bebito.

La novedad luciferina debe ser proyectada en formato circular ya que ha sido filmada de acuerdo con el sistema Tondoscope creado sólo para este original proyecto por el director de fotografía Hans Bruch jr., cual si retomara el empleo único, constante, tenaz, invariable, monomaniático, de una sola mascarilla en forma circular de la Venus (2006) del fervoroso documentalista etnoantropológico Juan Álvarez (y más lejos del encarnizado carnaval de mascarillas del Ernst Lubitsch silente), para significar, al igual que él, una especie de largo tubo visual a través y desde donde no se mira ni observa la realidad social, sino sólo se le atisba, a la distancia y sin involucrarse con ella, en sus mutaciones inasibles, en su falta de fijeza y en sus imprevisibles derivas a simple vista arbitrarias, incompletas, inabordables en su esencia, a semejanza de las redondísimas lunas llenas pendientes del tenue firmamento azul absoluto o las visiones panorámicas totalizadoras, realidades circunscritas e inscritas, divisadas por un telescopio y un microscopio a la vez, atrapadas al interior de un círculo, un círculo que admite todas las fugas y las conformaciones, un encuadre renacentista para capturar sólo una ínfima parte de la realidad incluida (los pies vendados del viejo saliendo de la cama o sus brazos derrumbados en sus flancos) o el escape onírico a un mundo literalmente de cabeza o las siluetas de la procesión recortándose en la cumbre volcánica como una bergmaniana danza macabra cargando un ataúd al frente, o para abarcar la panorámica visión de totalidad del firmamento cintilante desde una toma a contrapicado con gran angular de 360 grados, o para transformar en mascarones hieráticos todos los rostros en big close up, aunque los instantes más memorables de la parábola serán quizá ese contundente esbozo de accionamiento de la cuerda del campanario desde un pastizal de la montaña, esa delicada caricia inconclusa de María a los pies del falso tullido esperpéntico, ese colorido tumulto de hembras enrebozadas espontáneamente de rodillas en el terraplén con los brazos en cruz, esa media lengua del baldado con muletas solicitando el presunto beneficio angélico a la puerta de la choza (“¿Es cierto que se requiere un ángel que me pueda curar?”), o esa amenazante rotura de una botella de leche dentro de una bolsa del mandado que resuena en medio de la vastísima nave de templo vacío.

La novedad luciferina lleva así la postura simbolista-esteticista-experimentalista-seudonaturalista de la trilogía de Van den Berghe (ahora vuelta tríptico parapictórico o un retablo) hasta sus consecuencias últimas y extremas, dándole a la pobreza rural michoacana un tratamiento análogo al que recibió la miseria africana en Pájaro azul o la propia depauperación flamenca en Pequeño niño de Flandr, fotogénicamente bella intervenida-residual a rabiar, mentirosamente capaz de exasperar y hasta de sublevar al enfocársele desde una constreñida y limitada perspectiva social o quasi ideológica abstinente u omisa, muy bien servida por los tres episodios o actos en que se divide la acción poema-dramática antimiltoniana (“Paraíso”, “Pecado”, “Milagro”), por la edición de David Verdurme laxa a desesperar aunque multidimensional en sus notaciones y hasta en sus intempestivas anécdotas colaterales, por diseño de producción y dirección de arte y vestuario de la infalible milusos Natalia Treviño (con el auxilio de Pablo Garza Sepúlveda), por la lujuria antisolemne-coloquial de sus soliloquios rollerísimos en off que resultan multívocos como en carrera de relevos (“La gente en la antigüedad alcanzó la cumbre de su conocimiento, después vinieron los que eran conscientes de la existencia de las cosas, no podían diferenciar, y después llegaron los que diferenciaron, pero todavía no en términos del bien y el mal, la creciente toma de conciencia de lo que está bien y lo que está mal, y la razón por la cual el camino declinaba...”) o de sus diálogos parabíblicos en in (“¿Quién eres en realidad” / “Soy un ángel” / / “Quiero emitirles luz e iluminar al mundo” / “Yo soy el camino y soy la caída”) o de sus simples proferimientos sacerdotales a cámara (“Voy a establecer el vínculo del cielo con la tierra”), por la música perpetuamente ceremonial que alía sin cesar el monumental órgano clasicista con una suerte de incontenible zumbar de vuvuzelas imparables o con una elementalísima música de banda autóctona con dominante percutiva o metálica, y last but not least por la recurrencia casi ritual de imágenes persistentes como las blancas nebulosas de un mundo aún en formación o como las bocinas que desde las alturas difunden mensajes comunitarios dictados / delatados en micrófonos manuales (“Su atención por favor, hay un ángel en mi casa, mañana le haremos una fiesta”), o bien imágenes insólitas como los penitentes con negro capuchón cónico abarrotando un par de camiones de redilas.

La novedad luciferina plantea una curiosa, extraña y hasta insólita colindancia o coincidencia con las tan encantadoras cuan olvidadas cintas alegóricas naïves de Rafael Corkidi (Puebla, 1930-2013), en especial los inspirados por humorosos textos-pies de estampitas de su coguionista-poeta guatemalteco Carlos Illescas (Auandar Anapu, 1974, asimismo filmada en Michoacán, y Pafnucio Santo, 1976): igual utilización de mínimos elementos, análoga participación de toda una comunidad en la escenificación voluntaria del film, parejo uso de la fotogenia pueblerina y los nimios incidentes de la exigua vida comunal para sugerir la inminencia de lo visionario delirante más que del delirio y de lo visionario en sí, con base en una imaginería levemente blasfema pero rotunda y acerbamente anticlerical-antifanática, al tiempo que el relato bordea en trama y sustancia temas ya tratados más intensa, más humana y menos simbólicamente por San Roberto Rossellini en el segundo cuento (“El milagro”) de su portentoso díptico en México epocalmente prohibido El amor (1948), donde la ignorante mendiga beatidiota del pueblo (Anna Magnani) era preñada por un peregrino (Federico Fellini) al que confundía con San José en persona y consumaba heroicamente el Milagro en la Tierra de procrear un bebé abandonada por todos para acabar pariendo a solas, y ante la víctima de un semental sobrenatura, a semejanza del Lucifer y la María de Van den Berghe (ese irreverente Lucifer-desgarriate crístico que realiza falsos / verdaderos milagros y embaraza a una pueblerina como únicas dimensiones blasfemas), identifica Prodigio con ironía y Milagro con procreación cósmico-telúrico-terrena para la natural continuidad de la especie, creyendo y descreyendo de la ilusión, o desterritorializando y reterritorializando el prodigio, diríase en términos deleuzianos, sin dejar por ello de admirar las inéditas posibilidades de esta fábula simplista y la materialidad de los alucines conceptuales (“Todo juicio es inútil, siempre”) que vehicula su imagen-pensamiento.

Y la novedad luciferina recrea a su caprichosa y exotista manera heterodoxa el mito del Ángel Caído o la Estrella de la Mañana en la figura denodadamente carismática de un diablito que no trae consigo la mala suerte, ni acarrea la desgracia eterna, ni propicia la ansiada expiación de las culpas colectivas, sino que funge con estoicismo para iluminar el entendimiento de la diferencia entre el bien y el mal en un edén, un paraíso terrenal de antipastorela y antiPastorela sangronaza (Emilio Portes Castro, 2011), una autosuficiente comunidad-universo cerrado donde no existían ni el uno ni el otro, arrasando primero con la fe de María inmaculada y luego convirtiéndola en sacra continuadora de la especie humana, y colorín colorado, esta fábula en el fondo tan cruel como la destrucción o el derrumbe de un mundo se ha acabado, cuando ya la lenta imagen cercana en exceso o demasiado distante renuncia al círculo espía con mascarilla, cruza ilesa por una pausa en negro, se amplía vistosa y recupera la cuadratura de la pantalla para rendir testimonio, ominoso por partida doble, del paso de la efigie del cura clamando ante los esqueléticos andamios de su egotista particular Torre de Babel, a la revulsiva manada cerdil de los pobladores michoacanos hacinándose y desperdigándose, al interior de un inmisericorde long-long-shot hiperrealista-callejero tipo la también belga Chantal Akerman, particularmente ebrios y trastabillantes al atardecer sin, salida y cercados por su propia cinemática lastrada.

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731 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073004503
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