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La novedad pelandrujófila

En El tamaño sí importa (Cyclus Producciones - Eficine 189, 95 minutos, 2015), autorrestringido cuarto largometraje del por una vez ambiciosísimo autor total épico-histórico y editor capitalino ya en derrotado retorno a la comedia discreta de 41 años Rafa Lara (La milagrosa, 2006; Labios rojos, 2011; El quinto mandamiento, 2011; Cinco de mayo: la batalla, 2013), el bonito fatuo socialité vuelto galán joven de telenovelas Diego Suárez (Vadhir Derbez incipientísimamente zarandeado inclusive por su propio vehículo de lanzamiento y temprano lucimiento) va en ascenso a la fama mediática rodeado de sensuales modelos derretidas por él, entre ellas su presunta novia la apabullante top model larguirucha de discriminadora verba insufrible Regina (Pamela Almanza), y por supuesto también lo desea la pelandrujita asistente vestuarista Viviana Vivi (Ximena Ayala eximia si bien ferozmente afeada a propósito), lo ama, lo venera, e intenta llamar su atención en la empresa de la que es dueño, aunque él ni siquiera la registra, típica fan a perpetuidad e insaciable, solitaria y rechazada por chaparra, flaquilla, poco atractiva, malvestida, colectivamente ignorada, habitante de la periferia, acomplejada bien asumida como tal y, por si fuera poco, morena, en contraste con su protectora vecina Rebeca (Mara Escalante) que se la pasa echando leña al lado de su ruco novio celoso patológico (Jesús Ochoa haciendo el tonto gozoso al agitarse de más en disfraces de diablito o abejita), y frustrando así a la muy infeliz Vivi las decepcionadas expectativas arribistas puestas en ella por sus explotadores padres veracruzanos, la mangoneadora malhablada Concepción Concha (Laura de Ita sobreactuando) y el noble progenitor mangoneado (Ramón Medina subactuando porque ya se desquitará después), pero cierto día el TVactorcito ingenuo, pésimamente aconsejado por su avieso abogado obeso Carlos (Carlos Corona), se deja engatusar por el amanerado empresario mafioso perseguido por la justicia William Hill (William Miller), hace negocios con él, cae en prisión, está en todo momento a punto de ser violado tumultuariamente por otros tatuadísimos presidiarios de la Mara Salvatrucha y, al lograr salir a duras penas, se encuentra de repente abandonado por sus falsos admiradores parásitos, deprimido, alojado de emergencia en un cuarto de azotea de suburbio desde el que apenas puede divisar el penthouse donde habitaba, sin empleo ni fortuna, debiendo subsistir cual botarga viviente de bar bajo un colorado atuendo de langosta humillada por los niños sadiquillos y, ahora sí, a merced de su todavía enamoradísima Vivi, quien tan casual cuan generosamente paga la cuenta de una de sus inveteradas borracheras consuetudinarias, lo acompaña, lo atiende, lo mima y lo ayuda a rehabilitarse, al integrar con él una talentosa mancuerna para el diseño de modas que entusiasma al riguroso superior ahora de ambos Jorge (Juan Pablo Abitia), y sobre todo formando a su lado una pareja romántica tan afortunada como la anterior, a raíz de la transformación del lamentable look de Vivi en uno sofisticado y gracias al empujoncito de una devastadora borrachera erótica, hasta que su éxito conjunto como ascendentes modistos, pronto al grado de encabezar una colección de alta costura y el desfile consiguiente, le devuelve paulatinamente a Diego su seguridad y lo devuelve momentáneamente al ámbito de su antiguo mareo narcisista-engolosinado, otra vez asediado por la mimosa Regina, y a Vivi de nuevo a su ínfima condición secundaria y discriminada, por lo que comete torpezas en plena pasarela y acaba huyendo a refugiarse a casa de sus padres en Veracruz, sólo para regresar a Ciudad de México a tristear y solicitarle a un pianista de bar alguna de esas canciones que ayudan a quitarse la vida, pero, al enterarse de esos propósitos, un arrepentido Diego se lanzará, con el auxilio a regañadientes de un viejo gruyero despistado (Eugenio Derbez invasor gesticulante) y de un policía en el fondo sonriente (Edison Ruiz socarrón), a impedir heroicamente lo que considera un evitable suicidio romántico y así salvar a su propia adorada novedad pelandrujófila.

La novedad pelandrujófila busca desesperadamente escapar de su intrascendencia de comedia romántica elemental, de fórmula y bajamente mercantil, o por lo menos heteróclitas o excéntricas, todas ellas en principio graciosas aunque su realización diste mucho de serlo, por medio de situaciones anómalas y notaciones insólitas, híbridas de cine y TV (¿enésimas versiones revolcadas de los teleculebrones colombianos Betty la fea y Sin tetas no hay paraíso?), previsibles, planas, de humor básico y sin idea del ritmo, como el multicolor travesti hirsuto Doña Galaxia que se aloca en su prologal culto promotor ambiguo de las virtudes visuales de Diego, como la falta de reacción sufriente de la archifallida Vivi consolándose sola al lado de su dogo faldero Ramoncito que ladra oportunamente bajo pedido con sólo pensarlo (“Por lo menos yo sí tengo perro que me ladre, ¿no?”), como los peinados estrambóticos de las modelos al estilacho Novia de Frankenstein que parecen haber contagiado al mismísimo criminal acosado por la ley, como la actitud condescendiente de la inescalable Regina aún dormidísima pero aceptando prestarle su cuerpo inamovible con la almohada sobre la cara inerte (pero “Rapidito”) a un Diego que por desdicha amaneció temprano en exceso y aquejado de una cruda cachonda, como los recurrentes sueños traumáticos del guapo ahogándose en el mar que de súbito empiezan a ser compartidos también por Vivi en sus inquietantes pesadillas, como el título mismo del film que resulta reminiscente de las comedias de albures con nalguita de los años ochenta-noventa del siglo pasado y jamás se esfuerza por justificarse en lo mínimo (apenas hay una alusión de Regina a que se le caen sus bubis operadas si se quita el brasier), como el elogio tácito a la capacidad maquinadora de la heroína común posRenée Zellweger (en la saga iniciada por El diario de Bridget Jones de Sharon Maguire en 2001) ante ese jefe medio playboy millonetas medio TVestrella que debe aprender a vivir como un ser normal al renovado estilo seudosociologizante de Nosotros los nobles (Gary Alazraki, 2012), et al.

La novedad pelandrujófila sólo urde, disemina y colecciona gags en términos de fortuna / desgracia, a punto del estallido inminente de todos tan temido, sea el gag del jaboncito aplazador de la violenta fatalidad al ingresar a la prisión o el gag del acoso erótico-pendenciero al aterrado heroecito en plena regadera carcelaria que culmina en la amable petición del depósito solidario de un manojo de cartas “ya que estás por salir”, sea el monumental gag-dispositivo de torpeza de la heroína al tropezarse por nerviosismo con un cable que dispara los juegos pirotécnicos que habrían de coronar el desfile de Fachon models (sin el leve talento satírico del Ricardo Montero de 2014) que ahora servirán para arrasarla, sean las selfies insinuante / reveladora / insistentemente ridículas que de inmediato se suben a la red, o sean todas las tentativas invariablemente catastróficas de la pobre tipa inefable por encender el bóiler y que incluso se anuncian con letrero de a solas o con novio (para remitir sin duda a la inútil Treintona, soltera y fantástica de Salvador Chava Cartas, 2016), descarrilando así los infalibles mecanismos cada gag en sí.

Y la novedad pelandrujófila pretende finalmente por medio de un último gag, tan sorpresivo como se pueda, convertir a la película y a su sentido en lo que no es, nunca fue y que por desestructuración narrativa (o por obra sin gracia de cancioncitas melosas e intentando superficial y oportunistamente insertarse en una avanzada corriente de pensamiento de moda que no le corresponde) jamás será: la historia del empoderamiento de una mujer rompestereotipos infrafemeninos gracias al paradójico triunfo de su amor romántico, vuelta de tuerca arbitraria si las hay, porque luego de trepar inmotivadamente el protagonista por la fachada de un edificio a la Harold Lloyd de los pobres, aparecerá por allí, muy quitada de la pena, una Vivi ilesa que aceptará por sorpresa y con gusto, como era de suponerse, el amoroso beso reconciliador del pobrediablo Diego anodino, aunque sólo sea para dejarlo en seguida plantado, ya que gracias a su amor ha descubierto que lo más importante es luchar personalmente y como persona autónoma por los sueños individuales, y luego reaparecer, acaso poseída por el truculento espíritu insurreccional de su padre (en revuelta contra la caricaturesca esposa mientamadres): glamorosa, inusitadamente guapa, despampanante y seductora en flamígero atuendo negro, partiendo plaza en la avenida y ligándose sin dificultad, a las primeras de cambio, al primer chico guapo barboncillo con que se topa y que se agachaba a recoger la nota elegantemente dejada resbalar.

3. La novedad prima

Se dirigieron hacia la puerta,

hacia el calor y la luz del hogar.

William Saroyan, La comedia humana

La novedad hiperprivilegiada

En Los muertos (Purgatorio Films - Celuloide Films - Zamora Films, 88 minutos, 2014), tenebroso segundo largometraje independiente del autor total capitalino de 24 años en el Centro de Estudios Cinematográficos de Catalunya y en la Escuela de Cine Bande à Part de Barcelona formado Santiago Mohar Volkow (cortos previos: Purgatorio, 2010, y Sofía de Bucarest, 2012, sobre las diferentes vidas de una actriz porno rumana; primer film rodado en Barcelona y aún inédito aquí: Dios nunca muere, 2012, acerca de la huida a las montañas de Andorra de una funesta parejita romántica), los lamentables galanes adolescentes análogamente flacos hirsutos e intercambiablemente acoplables Santiago (Santiago Corcuera) y Nacho (Ignacio Beteta), sus hermosas galanas igualmente azotadas e insatisfechas con el novio de la otra: la carismática Elena de largos cabellos lacios (Elena Larrea) y la regia Elsa de frondosa cabellera rubia (Florencia Ríos), y el hermano ligeramente menor de ésta Diego (Jorge Caballero), integran un grupo característico de chavos compulsivos pertenecientes a la clase hegemónica mexicana que durante un fin de semana particularmente agitado, o acaso como todos, asisten a fiestas moderadamente reventadas u orgiásticas, consumen mariguana y alguna otra droga embotadora menos inofensiva, beben alcohol en grandes cantidades, se preparan cocteles detonantes, se lanzan o fajan sin recato con alguna otra pareja ocasional, sufren románticamente, se violentan, toleran los desfiguros de su homólogo Gabo (Aldo Escalante) que se encierra en un baño con la ducha abierta, soportan las actitudes cínicas o intimidatorias de su amigo lidercillo David (David Perlo) o de Federico (Marcos Manuel Radosh) o de José (José Manuel Puig), regresan a sus casas de madrugada o al despuntar el alba en taxi o a bordo de sus automóviles conducidos por empleados de confianza y, tras sufrir el acoso del ratero de un coche (Juan Antonio Correa) y el sometimiento quizá fatal del chofer de Diego (Néctor Ulises Chávez) por un dúo marital de asaltantes (Óscar Enrique Serrano y Patricia Kurczyn) que lo despoja de su camioneta antes de balearlo, se refugian finalmente en una mansión campestre familiar en Tepoztlán, donde se asolean a un lado de la alberca, cruzan las aguas de ésta con cubetas sobre la cabeza a modo de improvisado equipo de buceo, y padecen desarticuladoras crudas espeluznantes durante las cuales dan rienda suelta en conjunto a sus miedos e inseguridades, dedicándose a arrojar muebles desde una terraza en coreado ataque de euforia dionisiaca, hasta que el arrebatado puberto Diego intenta llegarle eróticamente a su hermana Elsa y ésta lo rechaza con violencia, poco antes de ella misma derrumbarse, fatalmente, cual jarrón asiático o silla o cofre de madera labrada, desde el filo de un balcón por donde hacía difícil equilibrio etílico, al ser alcanzada por una de las flechas con las que irresponsablemente jugaban Elsa y Santiago dentro de la casona, siendo descubierta sin vida por el anónimo jardinero de la villa (Daniel Bello Torres) a la mañana siguiente y enterrada acto seguido por sus afligidos deudos adinerados con la pompa a la que obliga una cierta novedad hiperprivilegiada cierta de esos chicos.

La novedad hiperprivilegiada sale a la caza de una psicosociología de los neoJuniors capitalinos como de una terra incognita por primera ocasión vista y hollada, pero no como un territorio a conquistar, sino como un continente a descubrir, a explorar y a sondear, un perímetro a penetrar y no a subvertir, con ánimo crítico no virulento, desde adentro del fenómeno cientificista, desde una observación participante jamás todoabarcadora porque se mantiene al mismo tiempo involucrada y distante, desde la entraña vulnerada que alcanza para todos y algunos más, desde la subespecie quasi humana que sustituye a los verdaderos caracteres, desde la pavorosa incapacidad ¿también privilegiada? para construir personajes distintos e irreemplazables, desde cierta severidad casi abstinente y a su manera extrañante con la que el joven Mohar Volkow se permite descubrir, describir, amar y corresponder a sus congéneres, sus semejantes, sus hermanos, a través de una mirada menos baudelairiana que desgarradora, con criaturas nunca concebidas como desechos tóxicos de una reacción química deficiente o mal catalizada o interrumpida, aunque siempre ostentándose con resabios de aquella olvidada pero cada día más necesaria “imaginación sociológica” de C. Wright Mills (1916-1962), aunque contaminada ahora de predeterminados esquematismos psicológicos conductuales, aquellos con los que oportuna, venturosa y trágicamente rompe la vitalísima Elena al provocar su deceso, casi suicida, cual acto gratuito o buscado accidente de chivo expiatorio, más allá de las barreras de protección / sobreprotección que no salvan del socavamiento íntimo, ni del trastorno, ni del daño incestuoso, ni de las arenas movedizas cotidianas en última instancia omnipresente.

La novedad hiperprivilegiada nunca busca “la conciencia singular de una moral dandy” (Antoine de Baecque dixit), como en su época el precursor nuevaolero francés Pierre Kast (Gozar es vivir / Le bel âge, 1958, o La estación muerta de nuestros amores, 1961), ni tampoco pretende vehicular una airada denuncia social (del género itinerante aleve-derrotista La noche brava de Mauro Bolognini con guion precoz de Pier Paolo Pasolini, 1960), ni apenas la desazón de un estacionario tedium vitae posantonionesco, ni duplicar extemporáneamente los célebres regaños de nuestros egregios cineasta rucos Carlos Enrique Taboada o Archibaldo Burns terriblemente asustados con La fuerza inútil de los jóvenes (1970) y con su capacidad para El reventón (1975), ni mucho menos decadencia alguna enfocada “desde el rencor” (Rip), ni la hipócrita celebración-condena de igual a igual de algún desmadre por el desmadre voyerizable (tipo Juegos inocentes de Adolfo Martínez Orzynski, 2007-2010), sino simple y sencillamente, pero con inesperada elegancia ética y estética, las imposibilidades y las limitaciones desesperantes desesperadas de una imposibilidad moral de los mirreyes posNosotros los Nobles (Gaz Alazraki, 2012), producto de los temores y desarraigos exteriores e interiores de una misma inconsciencia plural, ésa que obliga a quejarse de continuo por todo lo que (no) les ofrece “este país de mierda” (“Ya no aguanto, me voy a Europa y allí me caso con un francés”, amenaza Elena; “Las rubias allá no la hacen”, le apostrofa por una vez lúcido su acompañante viril en turno), o hacen manifestar un impostado cuatachismo condescendiente con una madura mujer taxista, quizá porque las tres neuronas que a cada uno de los cinco amigotes le quedan sin dañar les da todavía un buen rendimiento a sus erizados nervios a flor de piel, porque aquí simplemente “un grupo de adolescentes borrachos y yanquis van de fiesta en fiesta” y allí “cogen, chupan y la pasan muy mal”, si bien “es un acierto, por ejemplo, que en apariencia todos sean distintos entre sí, pero que hablen y reaccionen idéntico en cualquier circunstancia”, ya que “el alma anémica es igual y sólo el disfraz cambia” (Daniel Krauze en un texto adverso acerca de la película, intitulado “Los muertos: el mirrey es una caricatura”, publicado en El Financiero Bloomberg, 29 de abril de 2016, y rebosante de referencias a series televisivas), creyendo acaso todavía que Spiritus animalis residet in substancia cerebri, tal como lo formulaba en reveladora máxima el protomédico pontificio del siglo XVI Constantino Varoli (citada por Roberto Calasso en El loco impuro) y tal como lo resume también el propio realizador Mohar Volkow con su tajante frase: “Hay un estigma justificado hacia las clases altas” (en declaraciones a Héctor González para el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 30 de abril de 2016).

La novedad hiperprivilegiada ejerce un firme enfoque más estilístico que realista o naturalista, bien apoyada por la soterradamente atmosférica fotografía muy precisa de Luis Sols Balcells (del avezado crew internacional del realizador desde Sofía en Bucarest) capaz de conceder calidez a todos los interiores de vehículos u oscuras mansiones siempre de noche donde se resguardan y agitan a respetable distancia los chavos perpetuamente entrechocando aburridos e intimidados, así como encargada de hacer girar soberanamente la cámara desde el asiento trasero de un auto para seguir a Elena en el momento de sacar con temeridad su cabeza hacia atrás por una ventanilla y acabar capturando a una rotatoria Columna de la Independencia con coloridos brillos posLos caifanes (Juan Ibáñez, 1965), rimando y ritmando plásticamente con la sofisticadísima música-espesura casi cortable a cuchillo de Diego Lozano y una suntuosa edición de Didac Palou Mayordomo (también del equipo habitual de Mohar Volkow) en la que cobran particular relieve y opulencia visual las figuras subacuáticas, las solitarias figuras autoabandonadas de los chavos en espacios fractales creados por mamparas o iluminación acechante, la efigie semidesnuda de Elsa vagando como ánima en pena por los pasillos penumbrosos durante la violentada fiesta feneciente, el aterciopelado andar de los cuerpos sonámbulos al deslizarse bajo las aguas de la pileta, la burla corrosiva a los orígenes de la fortuna inmobiliaria heredada de aquel abuelo que “trajo la chapata a México... bueno: también fue Gobernador de Guanajuato”, las manos crispadas sobre las nucas de los chavos quebrados por el dolor de la galana común perdida para siempre, la huesuda cerviz doblegada cual gigantesco insecto bajo la piel de la espalda del novio deshecho y last but not least esa virtuosística cadena de repeticiones de una serie de escenas selectas desde otra perspectiva subjetivizada sin perder su objetividad, en contraposición anímica con la precedente, repeticiones-evocación / invocación de escenas clave que son ecos de una anterior y que también las convierte en respuesta y eco-bucle de sí mismas o panoramas desde la desimantada soledad ineluctable.

La novedad hiperprivilegiada se acerca peligrosamente, y en todo instante extrañamente dramático sin drama, al tono mortuorio-luctuoso de los Leones (2012) de la debutante argentina Jazmín López, donde el autopersecutorio deambular boscoso de unos chavos hacía pensar que estaban siendo convencidos por una compañera de ya estar muertos a raíz de un accidente automovilístico, lo cual hace desembocar al film de Mohar Volkow en una rara pieza meditabunda y enrarecida que reflexiona sobre el sinsentido de la muerte en una “sociedad mexicana donde dos realidades supuestamente distintas coexisten en un mismo espacio: una juventud elitista decadente rodeada de una realidad social brutal y violenta” (Sébastien Blayac, en el Catálogo del FICUNAM de 2015), mediante esas persistentes pláticas mórbidamente monotemáticas de los cuates sobre secuestros y descabellados atracos al consultorio de un psiquiatra, mediante ese viejo limbo de limbos opulentos donde “los diálogos desaparecen para dejar lugar a un silencio sepulcral” (Blayac de nuevo), mediante ese paranoico miedo pánico cerval a los patrulleros arbitrarios en las apenas indirectamente mostrables avenidas urbanas, mediante ese tiroteo de la camioneta vuelto inmencionable, mediante ese macabro descubrimiento de cadáveres en un auto varado a medio camino vecinal que paradójicamente orilla a tomarle fotos con el smartphone ¿como protección mental?, mediante ese acelere del paso cuando un camión de redilas con trabajadores prietos se atraviesa por su así mancillada ruta puta, mediante ese fingido-simulado asalto criminal de Los Zetas de todos tan temidos a la finca de campo que arrumba a los varones encuerados en un mingitorio y a las chavas atadas como en fantasioso Shibari (Christian González, 2003) sobre la cama, y mediante ese inopinado desplome de Elena, como cualquier subproducto del modelo Hilda (Andrés Clariond, 2014), que deja a Santiago ¡ahora sí! en el abandono total.

Y la novedad hiperprivilegiada habrá de concluir con la enigmática imagen silenciosa del otrora apático físico y existencial Santiago nadando en la exclusiva piscina familiar, ya no grupal, ya ni siquiera mínimamente comunitaria, a solas y sumergiéndose sin volver a aparecer, como si algún día pudiera volver a emerger transformado, o cual figura acaso simbólica de alguna otra oquedad paralela, al fin desechado por irredimible y presa de la sensación de vacío propio, más allá (o más acá) de los ceremoniales oscuros y nocturnos de la hiperprivilegiada clase de paralizados Muertos en Vida a la que irremisiblemente pertenece, con todo: un espejo subrepticio.

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9786073004503
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