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La novedad homofóbica

En Pink, antes Pink, el rosa no es como lo pintan o Pink, adopción gay... ¿acierto o error? (Productora Armagedón - Fidecine / Imcine, 100 minutos, 2016), propagandista religioso film quinto del exCachún televisivo saltillense vuelto autor total cristiano sectario en temas candentes de 59 años Francisco Paco del Toro (Punto y aparte, 2002, contra el aborto; Cicatrices, 2005, contra el maltrato a las mujeres; La Santa Muerte, 2009, contra las necrosectas rivales; Secretos de familia, 2010, contra la pedofilia), polémica película que por su carácter retardatario la cadena Cinépolis se negó a estrenar (pero no así su competidora Cinemex que, apoyando a la distribuidora Videocine de Televisa, lo hizo con más de 200 copias a nivel nacional) dentro del duopolio de exhibición en nuestro país, el compulsivo peinador maquillista de cabello decolorado Iván (Pablo Chong) y el subrepticio oficinista mantenido de mamita que a duras penas oculta en el trabajo su orientación sexual Rubén (Charly López aquel bronco fortachón del popular grupo mixto Garibaldi de cantantes juveniles) forman una pareja gay legalmente establecida que ha logrado la adopción del cariñoso niño de 10 años ya peinado con caireles Andrés (Carlos Meza) que los quiere como a sus propios padres aunque se autocuestione tan llorosa cuan amarga y desgarradoramente por ello (“¿Por qué todos los niños tienen un papá y una mamá y yo no tengo ninguna mamá?”) pero que al mudarse a una casa idílica en la periferia capitalina (“Ésta va a ser tu recámara y nosotros, tus papis”) sufre desde el primer día en su nueva Escuela Oparin burlas crueles y bullying en la piscina de parte de sus crueles compañeritos implacables, por lo que se refugia en el hogar con su dócil primo Tony (Eduardo Negrete), hijo del cuñado de Iván y permisivo abogado liberal Luigi (Roberto Palazuelos), para jugar a hipermaquillarse, ver pornos muy especializados y dar rienda suelta a sus precoces amariconamientos (porque supuestamente “Los niños aprenden en casa los patrones que después van a repetir en su día a día”) y orientaciones homosexuales, pues vive en la admiración total a sus cariñosos padres y bajo la influencia de las descaradas amistades del promiscuo mundo social de ellos, entre las que se cuenta el pervertido pederasta Daniel (Roberto Escudero) que aprovechará la ausencia de los adultos (“A ver cuándo nos ponemos de acuerdo tú y yo para jugar juntos”) para intentar violar a Andrecito, un acto (de acuerdo con la lógica de que todo homosexual es un violador de menores en potencia o de facto) que sólo podrá ser evitado (“¡Siéntate aquí en mis piernas, papito!”) por la leal sirvienta indígena Gaby, hasta que la inevitable violencia interfamiliar estalle entre el hipocritón coscolino Rubén y el suspicaz Iván al fin confirmado en sus celos patológicos, el matrimonio se deshaga, Iván sobreviva a una tentativa de suicidio para desconsuelo de Andrecito, Rubén deserte del hogar y poco después regrese, deshecho gimoteante y desesperadamente diagnosticado con VIH, a pedirle perdón de rodillas a su antiguo esposo querido ya convertido en esclarecido lector de la Biblia pero lastimado por la sospecha de estar también infectado.

La novedad homofóbica lleva a su extremo límite el ridículo y la caracterización grotesca de los homosexuales, como infaliblemente se acostumbraba antaño en las carpas o en los teatros de revista, pero puestos al día pese a la pésima factura narrativa del film, en caricaturescos atuendos rosados, brillosos y anacrónicamente acampanados, con entalladísimas camisetas leopardescas sin mangas o superllamativos colorines pastel, tanto como en sus pelucas despampanantes y sus zuecos de madera, sus actitudes resentidas a flor de piel, sus amaneramientos tan exagerados como sus pañoletas al cuello, su humor corrosivo constante (“En Acapulco nos preguntaban por ti, ¿dónde está La Quebrada?”) e impertinente-impenitente (“Hola chicas de hoy” / “Tururú, tururú”), su habla bífida supuestamente característica e interjectiva a rabiar (“¡Embarázame!”), su coqueteo irreprimible (“Que eres español, hombre jolines, ¿qué te parece si eres Hernán Cortés y yo La Malinche?”) y sus ociosas discusiones interminables (“Ay cielo, ay claro que no, ay claro que sí”), sus festejos orgiásticos y su innata cobardía irradicable ante un pistolón apuntando a la frente.

La novedad homofóbica cree tanto en el escándalo en frío como en el recitado imprevisto de sermones cristianos, siempre en aumento de tono y de frecuencia, el escándalo del contrayente melifluo (“No me toque, soy muy delicada”) visitando a su esposo melodramáticamente rechazante en plena fiesta oficinesca para echarlo de cabeza (“¿Ya lo oíste? Él es mi marido, es homosexual, ¿quedó claro?” / “No puedo creerlo”) al mismo nivel que el contrayente mamadote ultraedipizado por su controladora mamita ruca tan posesiva cuan rechazante (Isabel Martínez La Tarabilla despojada de gracia), el escándalo del descubrimiento de la cópula primaria (esta vez homosexual) por los ojos del niño al mismo nivel del encuentro con el taxista intempestivamente rollero redentorista, el escándalo de la serenata con mariachi para reconciliarse con el revulsivo amante celoso del ventanal (“El que extraña tus excesos”) al mismo nivel que las inmostrables fotografías del adulterio tomadas in fraganti por unos detectives privados en un billar, el escándalo de las locas desatadas resbalándoseles a machotes irresistibles en una plaza comercial delante del niño al mismo nivel que el choro edificante (“Lo que se está aprobando con estos matrimonios son contactos sexuales contra la naturaleza, pero ¡cuidado!, lo que la sociedad admite, se reproduce dentro de ella”) o los encendidos ojos comprensivamente reprobatorios de cualquier venturoso iluminado incidental de irrebatible agudeza psicológica (“Es obvio que cuandoe estás en la fiesta te desahogas, pero ¿qué pasa cuando estás en la soledad de tu cuarto?, ¿realmente eres feliz?”), el escándalo del leguleyo tenista rebatido punto por punto por sus elocuentes compañeras de team deportivo (“Dios tiene la patente del matrimonio, esas relaciones no son naturales”) al mismo nivel que la furia preocupada del mismo personaje ya contrito y dando marcha atrás a sus juicios ingenuos (“Yo estoy convencido de que los niños que crecen con parejas homosexuales crecen con una mente más abierta y sin prejuicios como ustedes”) tras ver los modales intolerables que ha adquirido su vástago inerme (“¿Verdad que lo importante es amar a alguien, sin importar si es hombre o mujer?”), el escándalo del descompuesto duelo a puñetazos significando ruptura conyugal definitiva al mismo nivel que los ligues-desbarrancadero de Iván en el abandono hasta que un tipo resulta temible asaltante a mano armada y al mismo nivel que la redención del escarmentado Iván al fin redimido de su opción-desviación erótica (“En Jesucristo puedes dejar de ser homosexual”), todo ello presentado dentro de una idéntica tesitura pretendidamente casual, azarosa, al hilo de los días paratelenoveleros, abruptamente o a trompicones, sin mayor estructuración dramática, porque el discurso, demiúrgico y manipulador, cree que puede uniformarlo y homogeneizarlo todo cual mirada de un Dios Pancreator llamado cineasta.

La novedad homofóbica se siente obligada a enarbolar como máxima cualidad de su lucha aberrante adscribirse bajo “los poderes fácticos del conservadurismo moral y el fundamentalismo religioso” para advertir sobre “los malos ejemplos y las compañías corruptoras”, dictar “con humor ramplón” su “discurso de intolerancia y menosprecio” y dictaminar contra “el maleficio del matrimonio gay y los horrores de la adopción trastornadora”, cual señal del “imparable dominio de la corrupción y la impunidad” en México, según el cinecrítico Carlos Bonfil (en La Jornada, 6 de marzo de 2016), un signo algo más que inquietante e inequívoco tendiendo a injurioso y brutal contra todo un sector de la población que ha luchado valiosa y valerosamente por su dignidad.

La novedad homofóbica se basa, de acuerdo con un artículo de Mónica Garza (aparecido en el diario La Razón el 5 de marzo de 2016) en cuatro grandes errores: considerar que todos los hijos de familias homoparentales sufren acoso escolar, que la homosexualidad “se cura” con la fe, que en las parejas homosexuales uno juega el rol femenino y el otro el rol masculino y que un padre homosexual es un riesgo para las futuras preferencias sexuales de su hijo, por desgracia errores que equivalen aún hoy a graves prejuicios sociales, cosa que según Jacqueline L’Hoist, presidenta del Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México (entrevistada por Garza), es una buena oportunidad de replantearnos lo que es violencia “porque si no reconocemos que denigrar a las personas homosexuales es una expresión de violencia, no estamos aprovechando este maravilloso momento que nos regala esta película”, “ellos están haciendo uso de su libertad de expresión”, pero “lo que no vamos a permitir son las mentiras”, pues “el contenido de esta cita es una ficción que pone en situación de vulnerabilidad a las personas homosexuales y familias homoparentales”.

Y la novedad homofóbica denuncia involuntaria e irresponsablemente a la ortodoxia cristiana, a toda ortodoxia cristiana pues las cintas de Paco del Toro jamás se han contentado con el lugar establecido, asignado y respetado por las prácticas cristianas, aunque éstas ya se muestren disminuidas y parezcan ir de salida en la sociedad actual, sino que quiere desbordarse fuera de esos límites tradicionales, para él concesivos e insatisfactorios, y es gracias al cine-deyección más mediocre y elemental como ahora intenta la expansión de ese marco limítrofe que se consideraba su esencia, pretendiendo ahora regular y reglamentar sobre adopción homosexual en función del castigo atroz del selectivo flagelo sidoso que no perdona, por el Mal incurable acaso menos alevosamente merecido que bajamente melodramático para escarnecer a los contagiados de VIH.

La novedad autorreflejante

Los seres se reflejan en sus criaturas, en sus dobles, en sus inalterables pautas de conducta, desmembrados entre la representación y la mismidad, entre lo simbólico y lo imaginario, coagulados en ocasiones de síntesis ocasionales como cadenas significantes de un “cuerpo sin órganos”, “atravesado por ejes, vendado por zonas, localizado por áreas o campos, mordido por gradientes, recorrido por potenciales, marcado por umbrales” (diría el crucial binomio filosófico-antipsiquiátrico Gilles Deleuze-Félix Guattari en El antiedipo), autorreflejándose, sin conseguir verse mejor a sí mismos en la desintegración del mito romántico.

Lado A: La novedad autorreflejante ficcional

En Yo soy la felicidad de este mundo (Mil Nubes Cine - Foprocine / Imcine / Ruta 66, 122 minutos, 2014), estremecido quinto largometraje del excuequero director gay mexicano por excelencia aunque desgraciadamente con producción cada vez más muy espaciada de 42 años Julián Hernández (Largas noches de insomnio, 1998; Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor, 2002; El cielo dividido, 2006; Rabioso sol, rabioso cielo, 2009), con guion de Emiliano Arenales Osorio (el seudónimo del realizador, al tiempo que su heterónimo, cual homónimo del protagonista), Ulises Pérez Mancilla y Sergio Loo, el guapo cineasta treintón incontrolablemente aficionado a las drogas y a los muchachitos Emiliano Arenales Osorio (Hugo Catalán barboncillo) se siente atraído, durante el rodaje de un elaboradísimo documental sobre la sexagenaria maestra de danza medio reverenciada medio odiada Gloria Contreras (ella misma confesándose medio reverenciada medio odiada), por el joven bailarín en trance de recuperarse de cierto lamentable esguince en una pierna Octavio (Alan Ramírez de playerita roja), sostiene con él un instantáneo primer escarceo erótico, se hace invitar también por él a la fiesta donde canta blues con delgada voz sensualosa la bisexual Sunny (Andrea Portal) en pareja lésbica con la asimismo bisexual María (Rocío Reyes), lo lleva a pasar la noche en su depto-estudio y, muy poco después, lo busca por celular, vuelve a verlo y lo invita a quedarse a su lado de manera casi permanente, entusiasmando al chavo, que va cediendo con lentitud pero con firmeza, a las solicitaciones del flamante compañero mayor (“Nunca me dijiste por qué me llamaste” / “Menso, tú tampoco me lo dijiste”), pero no por ello Emiliano deja de tener otros ligues, con los que comparte estupefacientes, vagamente en busca de inspiración para “encontrar la belleza más allá de lo aparente”, por lo que inevitablemente empieza a dejar esperando al fiel Octavio en su refugio común, jamás concurre a verlo bailar, cesa de contestarle sus mensajes o de responder a sus llamadas, orillándolo a la impaciencia y el hartazgo, la fatiga y el desamor, dejándolo en manos de Sunny y María que prácticamente lo rescatan en una calle nocturna, le dan asilo en su depto y lo hacen participar en un intempestivo trío etílico-bisexual, logrando que, olvidándose de su traumática experiencia amorosa reciente, el chavo humillado y ofendido recupere ánimo suficiente para someterse a una ardua rehabilitación fisioterapéutica dentro de una diminuta piscina y luego postule de nuevo para un puesto como bailarín en el conjunto profesional de una selectiva coreógrafa madura (Giovanna Zacarías), en tanto que el cineasta, medio adicto medio masoquista libertario, se concentra en su obsesivo-compulsiva creatividad onanística y en sus ligues, espontáneos o mercenarios, cada vez más sórdidos, como Milton el tipejo vicioso (Iván Álvarez) que deja al drogado Emiliano resbalándose en el encierro de su propio cuarto de baño, y como ese chico con el que ahora comienza a relacionarse, en forma otra vez intolerablemente fija, aunque de plano insatisfactoria: el vulgar sexoservidor sin sesoservidor posible Jazen (Emilio von Sternerfels), conectado por celular, bonito pero ignorantazo insensible (“Te imaginaba más viejo, porque eres famoso, tu película la vio todo el mundo”) y de pronto en asombroso / autoasombrado retiro de su oficio, reproduciendo así Emiliano el mismo patrón de conducta que lo había unido al buen vulnerado Octavio en crisis, exasperándose, extrañando a ese bailarín al que comenzaba a amar y quien sin duda lo amaba, añorando los buenos momentos en que cantaban juntos una balada del joven José José sentaditos al filo de la sublime cama plenamente identificados en un instante supremo (“Dos”), yendo a buscarlo a la salida de una función dancística (“Nunca me habías visto bailar”), declarándole de sopetón su amor y su necesidad de compañía, siendo rechazado pese a todo (“Yo también te amo”), exponiéndose a sorprender al infeliz Jazen ensartado con su amigo cliente de emergencia Jonás (Gerardo del Razo), expulsando de su depto a ambos y quedándose a musitar y canturrear ante el monitor con cópula nostálgica su decepción / autodecepción amorosa una vez más (“Dos” vuelta obsedente), más solo que una bestia herida.

La novedad autorreflejante ficcional se estructura como un relato de emoción intensiva, pero nunca meramente lineal, ni segmentaria básica, claramente dividida por la mitad para transferir su enfoque protagónico tristón del melancólico Octavio sólo pelos-de-púa cuando festeja al decadente atormentado Emiliano sólo excitado-excitante cuando liga, un atisbado retrato incompleto de cierto puñado-estrato de criaturas parte huecas, parte palpitantes, parte desazonadas, que relevan a otra análoga parte ociosa, parte zombiesca, en una construcción convulsiva que es un work in progress, que es rompecabezas infinito que se va armando y se inventa (o se reinventa) a la vez.

La novedad autorreflejante ficcional narra ante todo las aventuras, peripecias y vicisitudes de la cámara virtuosística con maniáticos dollies del formidable fotógrafo excuequero Alejandro Cantú dando vueltas desatadas e imparables sobre sus personajes, cumpliendo funciones, siempre de unión y descubrimiento inesperado, envolventes, detectoras de miradas significativas o de complicidad coqueta en el fondo insospechado de backgrounds recién creados o de frontgrounds ídem, o las más de las veces creando un frenesí de visiones móviles que van del ensimismamiento sin autocomplacencia a la artificialidad sensorial y de ahí a la sensación de virtuosismo vuelto sistemático y asombro codificado, en giros y más giros, en giros de un ballet visual que parece duplicar el que añoran los impulsos de Octavio, en giros que se consuman plásticamente en los interiores con rieles para travellings circulares (caso del estudio de la extinta Gloria Contreras para sus extrañas calistenias) o bajo los nubarrones del Espacio Escultórico de la UNAM (caso del maestro de danza), en giros que también separan después de unir figuras, en giros para intercambiar el punto de vista y el eje situacional de referencia, en giros que replican el frenesí de las relaciones líquidas, en giros valoradores a contrario porque contrastan brutalmente con los planos fijos muy cerrados (ese arranque con Octavio inmóvil al ras de una plancha para revisión médica cual cadáver de morgue que de repente abre un ojo desmesurado, esos planos frontales de la alcoba de Emiliano con fondo de lúbrico monitor encendido, ese ejercicio ritual del bailarín recuperado dando la espalda a sus examinadores, ese enfoque todoabarcador de los azotes íntimos en el baño con tina estranguladora), en giros abigarrados entre desenfoques y reenfoques desmembrados o desmenuzados pero siempre inestables, en giros de una ronda erótica sin cesar recomenzada, en giros rebotando entre figuras-personaje que de súbito entran en trance pulsional-erótico-preorgásmico, en giros asumidos como impúdica escoria de arquetipos icónicamente homenajeables (la gigantesca foto promocional en blanco / negro obsequiada por Octavio, las enormes portadas de discos de Judy Garland y José José o las evanescentes parejitas sesenteras-setenteras a punto de perder de nuevo La otra virginidad del malogrado Juan Manuel Torres en 1974), en giros presurosos por pelar la cebolla de esbozados cuerpos sulfurosos sin núcleo, en giros que constituyen una metáfora evidente del remolino de la emotividad y de la vorágine de las pasiones (como se diría en la Época de Oro del cine nacional) y de los ligues en trance de estallar o deshacerse, en giros para descobijar en erizada flagrancia a las almas fatigadas bajo sus hirvientes o reverberantes envolturas carnales, en giros que rizan el rizo melancólico y mortecino, en giros parcialmente suspendidos por un uso persistente de los fondos oscuros y absolutamente cancelados por el close up terminal de un Emiliano por completo descompuesto.

La novedad autorreflejante ficcional incluye, cual influencia heterodoxa de las conjunciones a fuego lento entre líneas narrativas del polaco Krzysztof Kieslowski (El decálogo, 1988; La doble vida de Verónica, 1991) o del tailandés Apichatpong Weerasethakul (Malestar tropical, 2004) por ejemplo, un film completo que supuestamente está revisando en su monitor doméstico el cineasta Emiliano Arenales Osorio exacto en el punto medio y de inflexión dramática del film, un cortometraje de su presunta autoría con duración integral de 30 minutos (intitulado Dos entre muchos: unos muchos que son o se vuelven tres multiplicados, elevados a la enésima potencia por ellos mismos), una verdadera película dentro de la película, una obra de transferencia metafísica que salta doblemente porque está interpretada por personajes muy secundarios del relato y porque se halla expresada con otro estilo por completo distinto (verborrágico, muy gráfico) al que hasta entonces se había estado desarrollando, a modo de intermezzo, contrapunto o gran collage inserto, para narrar no exactamente una orgía, sino un partousse azotado en forma de trío en el que suceden y se muestran todos los acercamientos probables e improbables, toda la combinatoria posible, entre los tres personajes, una linda chava con estampado vestidito solferino minúsculo (Andrea Portal en un segundo papel) y un par de chavos de antojadizas nalgas omnidispuestas que encabeza cabizbajo el actor hierático Andrés de antemano derrumbado (Gabino Rodríguez cual extraviado prófugo del cine repetitivo de Nicolás Pereda) y que emblematiza un fornido objetote masculino Milton a la largo de una noche y en un espacio cerrado por ateridos ecos resonantes (“Esto es una grabación, me escucho decir: por favor deje recado, aquí no hay nadie, si una voz dejara, no estoy, escucho pero no estoy, soy un hueco que se escucha a sí mismo, no decir nada, un balbuceo, un hueco, un cuerpo yo, desnudo como un santo atravesado por las flechas, olvidado en este nicho vacío, un santo vacío en un nicho, en un aparador de moda, en un congelador de supermercado, carne helada caducando, yo”), todos haciendo perturbadamente pero con notable precisión lo que no había hecho el personaje de Octavio con sus fantasiosas anfitrionas de una noche Sunny y María, una idéntica situación reconvertida en movimiento perpetuo y permitiendo hasta top shots de la Pietà intempestiva del protagonista Andrés ahorcado con su propio cinturón (“No tengo aire, que dé mi voz, ni siquiera un pequeño grito”), una fantasía alternativamente épica y lírica de cogidas que se mantienen en la tensión copulatoria entre Eros y Tánatos porque están reguladas / saboteadas / trascendidas por las incallables voces divagantes en off de los atribulados participantes presentes en el porno soft paralógico (“Soy otro, soy tú, ser otro en tu cuerpo” / “Aquí ya no hay nadie”), una serie coleccionable de traslaciones y trastrocamientos de personalidad a partir de sus dispuestos estados previos y propagables, la superposición de una historia efervescente con una no-historia febril sin conexión posible entre ambas al margen de todo orden lineal o racional, un colapso prolongado a través del cual parece estarse investigando sin proponérselo ese punto climático del cuerpo sin órganos deleuziano-guattariano en que el goce hedonista se encuentra desplazando a morir cualquier elección sexual previa.

Y la novedad autorreflejante ficcional opera los devenires, alzas y caídas del alter ego del realizador, con edición propia (bajo su advocación de Emiliano Arenales Osorio), música neopopulachera de Arturo Villela y abstraída dirección de arte de Jesús Torres Torres, para contemplar el derrumbe final, nervioso y desquiciado, de Emiliano atisbado de ligue en las escaleras de un obsedente puente peatonal, Emiliano embotado deslizándose por la pared de la calle en tinieblas, Emiliano desolado y en estado de yecto hacia otro espacio-tiempo cual viaje iniciático al revés, Emiliano presenciando una final cogida en el background como si apenas la imaginara o soñara, Emiliano rechazando compartir al amigo de su chichifo (“¿Quieres?” / “Dile que se vaya”), por una vez renunciante e indiferente al placer inmediato, pues no se necesitaron muchos años de amargura para que su vislumbrado amor muriera, como lo certifica un conclusivo envío-epitafio de los que acostumbraba el inmaduro cine juvenil de Hernández para resumir el sentido de la trama, hoy una trama nunca antes menos nebulosa, pese al lamentoso fondo negro ¿de luto por sí misma? (“Por este camino llegué a la desmesura. Mírame. Soy el mismo que gritaba. Rojo”).

382,08 ₽
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731 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073004503
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