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La novedad perdedora se sostiene sobre todo por secuencias de comedia con frescura notable, como la de los testimonios a cámara que so pretexto de un documental realizado por la madre-comadreja Pati (algo que sólo se revela al final del relato) la película se narra coralmente mediante un colosal entramado de versiones dispares y efectos contrastantes (“Me rogó, me rogó y me rogó”) que hunden más al personaje (“¿Que cómo fue mi relación con Sofía? Yo sé que lo que hice estuvo mal, pero no, ¿por dónde empiezo?”) a modo de un gigantesco desmentido sistemático desde el catastrófico arranque disparejo de la relación (“Yo sé que sólo llevamos dos semanas saliendo, pero te amo” / “Gracias, de verdad ya me tengo que ir”), como la historia de los cuatro condones para batir el récord de añoradas supercogidas que de inmediato es desmentido por imágenes de la acelerada torpeza genital de Javier (tres rotos en la tentativa atacadora) por añadidura sospechoso a coro de ser un pésimo amante a la mera hora (“Javier en la cama hacía unos ruidos: iii yiiii, yua-iiy”) tal como la invasora música animadamente juvenil de a huevo embutida del grupo Paté de Fuá, como el entrometimiento quemantísimo a la mañana siguiente (“Me topé con la señora de la limpieza” / “En la madre, es mi mamá” / “¿Vives con tu mamá?”) de la madre feliz de que su hijo por fin tenga una nueva novia, como esos constantes encuentros casuales con Sofía que ésta aprovechará nefastamente para leerle la cartilla al exnovio sumido en la soledad desesperada y espetarle lo que él quisiera decirle a ella (“Ojalá que encuentres a alguien que te quiera como yo”), como la compra de un majestuoso automóvil azul marino sólo porque hace juego con la camisa del héroe y su contenciosa devolución de emergencia sólo para ser transado por el vendedor de una agencia (Alejandro Cueva) que lo readquiere por menos de la mitad de su precio y todavía le recita su propia frase publicitaria al desesperado por dinero, como la reiteración del eterno apodo de Caqui entrañablemente ganado por el niño Javier en la primaria por haberse una vez hecho desastroso popó en los pantalones, como el desternillante remedo pantomímico seudofemenino que compulsivamente hace nuestro vengativo héroe absurdo de los aspavientos glamorosos ejecutados por su ya inalcanzable Sofía en el videoclip promocional por ella dirigido y actuado y posado para un enseñante cartel sin mucho que enseñar (para el disco Destellos de la autoría de Izquierdo / Lozanne), como la monumental boda telenovelera ecuménica entre la corrugadísima progenitora y el oficial de blanquísimo bigote cual pregrandioso finale.

Y la novedad perdedora culmina con una declaración amorosa del roto Javier a la descosida Andrea mediante un mensaje por celular que irrita, sorprende y encanta a la chica, cayendo en la cuenta de que el discurso de la amistad esconde indefectiblemente un amor y un entendimiento esenciales, porque acaso los jóvenes rusos del cine soviético brejneviano tenían razón al pensar que la pasión puede experimentarse por cualquiera pero el matrimonio sólo puede y debe realizarse duraderamente entre amigos (tipo Enamorado por decisión propia de Serguéi Mikaelián, 1982, y cintas análogas), ya que nada hay como el potente lazo asexuado, y por ende mutable al infinito, entre una amiga considerada por él como un güey pero sin chichis y un amigo asumido por ella como un chava con algo que le cuelga (“¿Si sabes que la que va a terminar recogiendo tus pedacitos cuando estés llorando soy yo?”), para conseguir de pronto hacer otra vez el consabido por Reyes Amor lepra por lepra.

La novedad machoposesiva

En la magna coproducción con España, Brasil y Canadá Me estás matando, Susana, antes Ciudades desiertas (La Banda Films - Cuévano Films - Fidecine / Imcine - Eficine 226 / 189, 100 minutos, 2016), esmerado tercer largometraje muy espaciado del veterano aunque estreñido cineasta literario capitalino de 53 años Roberto Sneider (Dos crímenes, 1994, que adaptaba con provecho el relato de Jorge Ibargüengoitia; Arráncame la vida, 2008, que conseguía sacarle sustanciosa coherencia a la novela superventas de Ángeles Mastretta), con guion suyo y de Luis Cámara basado en la novela medio tarada medio embotada Ciudades desiertas del otrora autor de culto rockdesmadroso José Agustín, el desatado e imparable actor mediocrazo de 28 años en jodida fiesta perpetua Eligio (Gael García Bernal en el extremo de alguna higadez innata) llega de sigilosas puntillas a su modesto depto de la colonia Condesa cual marido infiel de mala película hollywoodense, se acuesta a un lado de su mujer (“Changuita: estoy borracho, pero poquito”) y se duerme de inmediato, al día siguiente coquetea con la linda actricita lanzadaza Marta (Cassandra Ciangherotti) en pleno rodaje telenovelero (“Aquí estoy por si quieres”), da rienda suelta a su irresponsabilidad laboral abandonando la chamba cuando se le da la gana y de nuevo vuelve a casa a deshoras, aunque ahora fingiendo preceder con sus amigotes parranderos Adrián (Andrés Almeida), El Pato (Gabino Rodríguez) y Andrea (Ilse Salas) para asaltar su propia casa y seguir con el festejo, tomarle por sorpresa el pelo a su cónyuge, sin sospechar mínimamente que ésta, una guapa españolita posMovida madrileña vuelta profa de literatura en la UAM-Azcapotzalco de nombre Susana (Verónica Echegui), se ha largado sin dejar alguna nota de ruptura o siquiera de adiós, dejando al hombre de inmediato pasmado, a la mañana siguiente con una cruda alcohólica y moral feroz, y en los días posteriores, oscilando entre la furia y la depre, clavado en todas las búsquedas posibles por internet, ansioso de dar con su enigmático paradero, hasta enterarse casi por azar que la mujer se encuentra en Iowa City participando en un taller literario para incipientes escritores de todas partes del mundo que organiza la Universidad de Middlebrook, y hasta allá viajará a buscarla el perturbado Eligio, dispuesto a rescatarla y regresarla consigo, cosa que le resulta muy difícil, pues la mujer, pudiendo dedicarse al fin a su recién hallada vocación creativa que la absorbe en su laptop, habiendo sido respaldada ya (en flashback) por un libidinosillo editor de la revista cultural Nexos (Daniel Giménez Cacho) que no podía creer en el talento de una chava tan atractiva, tomándose muy en serio sus sesiones de lectura en grupo, habitando como cualquier becaria internacional como ella en el cuarto estrecho del promiscuo pabellón estudiantil asignado y ya haciendo egoísta vida de pareja con un corpulento poeta polaco llamado Slawomir (Björn Hlynur Haraldsson), va a recibir con terror resignado la arrasadora y gritoneante visita del intempestivo machito posesivo que le impone su presencia, le reclama sus derechos maritales, la orilla a romper con el galán perentoriamente establecido y cesa de intercambiar reproches (“Y yo me la paso haciendo comerciales de cagada y pinches telenovelas para poder mantenernos, ¿crees que con tu sueldo de maestrita podríamos comer?”) para obligarla a acompañarlo en sus paseos pronto invernales por esa ciudad desierta (“Todos están en los malls”), ese diminuto personaje incontrolable y ocioso que intenta recuperar el afecto perdido, invade por entero la vida cotidiana, se le antoja coger de manera inoportuna, la bloquea en su productividad escritural, hace sin dificultad nuevos cuates de parranda cervecera para continuársela a perpetuidad y genera una auténtica veneración vitalista-folclórico-exótica a la agraciada custodia gringuita rubia Irene (Ashley Hinshaw) que se le ofrece al besuqueo sin remedio en el interior de un auto, algo que divisa una Susana desde la solitaria ventana nocturna de su cuarto y no puede evitar sentirse decepcionada, cuantimás si el irresponsable celoso patológico Eligio arremete a puñetazos contra el reaparecido Slawomir, haciéndose golpear de fea manera por ese examante campesino eslavo de su mujer, cuando éste castamente platicaba con la bella en disputa dentro de la oscuridad de un callejón, y eso sí ya no lo tolera, por lo que el actorcillo mexicano se verá abandonado por Susana una segunda vez, debiendo recoger sus cosas personales, treparse a un avión de regreso e intentar rehacerse en lo emocional otra vez desde cero.

La novedad machoposesiva se dedica a burlarse bonito y barato del comportamiento del mexicanito acomplejado en el extranjero, aquel Eligio que eligió y reeligió existir como un elogio viviente a la bestialidad machista y tiene en su haber el orgullo imbatible de que un taxista estadunidense haya exclamado con extrañeza al saberlo mexicano: “¡No lo parece!”, haciendo su vivisección mental en forma detalladísima y matizada al límite, hasta donde le es posible, mucho más que en el libro original, de manera consciente e hiperconsciente, irónica y despiadada ante ese energuménico monumento al egocentrismo chaparro y a la compulsión rabiosa sin mácula de autocrítica argüible, como nunca antes en el cine nacional, con ahínco y hasta con saña, y sin embargo, aun en contra de los designios de la película y de la postura moral del propio realizador, el enfático actor pegado a una descomunal sonrisa y otrora aspirante a director efímero Gael García Bernal disfruta hasta lo indecible situando al personaje del chaparro Eligio en la más abrupta y contagiosa ambivalencia, aunque jamás en el “entre”: ¿es heroico o pobrediablo cuando sacrifica su autito para poder viajar al extranjero?, ¿es simpático o cretino cuando pretende hacerse chistoso con los vistas aduanales gringos que acabarán sometiéndolo en un privado a una humillante-dolorosa-exhaustiva revisión anal?, ¿es impulsivo o ridículo cuando se da a la fuga pretendiendo escaparse de pagar los 85 dólares del taxi del aeropuerto?, ¿es ingenioso o cobarde cuando logra sepultarse bajo la hojarasca de los matorrales de un jardín como camuflaje contra sus perseguidores?, ¿es curioso o masoquista cuando interroga abrumadoramente a su esposa para que le diga de qué tamaño la tiene su amante?, ¿es temerario o masoquista iluso cuando desafía la violencia física de su casi indiferente rival en amores?, ¿es visceral o impetuoso a cada instante, y así sucesivamente?, ¿es el perfecto machín aquejado por una insuficiencia del ser o una caricatura estereotipada de sí mismo para los fines concertados de una sátira con pretensiones, porque “Gael encarna de forma brillante las dos caras de la misma narcisista moneda: es el pícaro y atrayente macho conquistador, descendiente directo del Pedro Infante de Los tres García (Rodríguez, 1946) y, al mismo tiempo, es el chantajista, mezquino, pobre-diablo y jarrito-de-Tlaquepaque que es su primo, el acomplejado Abel Salazar de la misma cinta”, ya que siempre “más allá de su barniz hípster y su fluido bilingüismo, el Eligio de Gael sigue arrastrando –peor aún: presumiendo– los peores tics de la psique nacional” (Ernesto Diezmartínez en cinevertigo.blogspot.mx, el 22 de agosto de 2016)?, ¿es Rudo y Cursi alternativamente y hasta con distancia crítica: “Te quiero hasta la ignominia, como dice la canción”?, ¿es el absoluto personal del mexicano primordial, ineluctablemente perseguido y frustrado tanto en sus efímeros deseos brumosos como en sus degenerados / regenerados satisfactores más efímeros y brumosos aún?, ¿o se trata de una quintaesencia a la vez estudio / radiografía / diagnóstico / demolición / vivisección / disección de un neomachismo que ha conseguido pasar de la tecnología primitiva (“¡Cavernícola!”) del remoto 1982 agustiniano a los años internetos, sin mínimamente inmutarse ni perder plumita alguna de su soberbia de pavo real y de pavor real?

La novedad machoposesiva destaca más que nada por sostenidos aciertos expresivos como una especie de tersura alocada en el tejido borboteante del relato, por sus descripciones sintéticas y por su fotografía pulsional de repente con certera cámara en mano de Antonio Calvache, por el ritmazo del montaje de Aleshka Ferrero que no decae ni cuando el relato se torna deliberadamente lento o tristonamente contemplativo para describir la aletargada inacción del héroe con tan contrastante éxito instantáneo en el gregarismo de los bares para becables escritores internacionales (la otra veta satírica que apenas logra rozar el film), por un hábil efectismo tecnológico que no retrocede ni ante los compactantes intercortes-saltos al interior de planos muy bien dosificados en el transcurso de la narración sumaria, por sus desteñidas locaciones en Winnipeg disfrazada de Iowa City, por su caprichosa música al borde de la esquizofrenia acústica de Víctor Hernández Stumpfhauser, por su justísima dirección de arte de Eugenio Caballero, por el parco manejo de la presencia incantatoria un tanto marginal de la hispana Verónica Echegui que se desmembra entre una fragilidad huidiza y una inabarcable otredad casi abstracta (incluso o sobre todo en sus desnudos glamorosamente antiglamorosos), por su selección de idiosincrásicas canciones mexicanas de épocas varias en combinación con baladas de fondo sólo para seducciones / lloriqueos / reconciliaciones / cogidas dulzonas, por detalles significativos como suponer que las ventanas de las habitaciones están canceladas para evitar que alguien se suicide o el descubrimiento súbito del paisaje nevado como cambio de temperamental estado de ánimo, y por las bienvenidas o conmovedoras frases efectistas en efecto electrizantes del último texto atribuido a la transferida autoría de una Susana que lo lee en la tribuna académica (“Y después hicieron el amor con rabia, desesperados, como si hacer el amor fuera flagelarse, llorar ininterrumpidamente, el fin de un mundo frágil, membranoso, ardiente, adherente, una zona intermedia entre la vida y la muerte; sin darse cuenta había preguntado: ¿y qué hiciste después?”) para ser autocebollísticamente calificado de arrebatador (“A ravishing piece of writing”).

La novedad machoposesiva permite que las cabales adaptaciones literarias de Sneider cobren otra pieza de excepción, como aquellas acometidas para redimir y desbordar a Ibargüengoitia o a Mastretta, donde todo se vuelve gozosamente lúdico, aunque también por desgracia divagante y casi por completo carente de cualquier sentido unívoco posible, así como de verdadera consistencia dramática o discursiva global, y donde la trama en sí nunca acaba de empezar y nunca acaba de acabar, con lo primero no habría mayor problema porque el defecto se disfraza y compensa con el pretexto de la demasiado profusa definición contextualizadora del omnívoro protagonista-conductor único luego omnipresente, se comienza a conocerlo a él y a su mundo pues, pero la segunda sí es más grave, ya que no sólo la película se arrastra de un final a otro (Eligio con el rabo entre las piernas abandonando Iowa, cariacontecido en el asiento de avión, rondando como leoncito enjaulado en la casa más desierta que nunca y más desolada que las Ciudades Desiertas gringas, refugiándose en sus jactancias con los cuates, haciendo su catarsis purificadora-liberadora gracias a su intervención en la obra teatral didáctica marital Intimidad de Hugo Hiriart y así), revelando su imposibilidad de concluir y darle un sentido contundente a su ficción, sino que se somete ancilarmente a los nada ambiguos dictados seudocontrito-sarcásticos si bien redentoramente triunfalistas de la mentalidad autocomplaciente y caducos de la novela original, despreciando la propia lógica paralelamente desarrollada en la cinta y denotando una evidente proclividad a morderse la cola para negar todo aquello que se había denodadamente contenido, puesto que basta la insinuación de autorrecuperación afectiva falotrituradora a lo Eugenio Derbez en No eres tú, soy yo (la anterior película exitosa del director ahora sólo productor Alejandro Springall, 2010) para que Eligio ya pueda estar en egregias condiciones románticas y morales para recibir en su seno a la arrepentida Susana que retorna sin más al depto conyugal y asestarle una buena tanda de nalgadas bragas abajo hasta que la infeliz abandonadora se confiese hasta el tuétano al proferir un “Regresé porque Te Quiero” a su marido y compañero, frase que viene a ser réplica-eco exacto del “¡Porque te quiero, pendeja!” con el que ipso facto pretendía reconquistarla en Estados Unidos ese esposo machín hasta las cachas y hasta la eternidad, si bien repentinamente sabio, administrador de nalgadas ético-metafísicas, aquiescente perdonavidas y conocedor impertérrito de las necesidades profundas, tanto de las propias como las ajenas, dejando al descubierto lo bien fundado (acaso pese a todo) de su lógica y su axiología subyacentes, su servil sumisión a las ilusiones y a las potencias de un momento que no excluía al sentimiento duradero, la decisión lúcida de reconocer y aceptar los roles de género tal como le habían sido inculcados, tamizados esta vez por un instantáneo rechazo altivo de la diversión y la evasión esenciales.

Y la novedad machoposesiva observa además con depravado ojo cosmogónico el continuo hacerse y deshacerse de una inestable pareja moderna, su incesante, fatigoso, insaciable y siempre desviado e insufrible estira y afloja, lo cual ha permitido ser leída como “una representación amarga de la vida en pareja, la sexualidad y la crisis que plantea la libertad personal” (Rafael Aviña en el suplemento Primera Fila del diario Reforma, 19 de agosto de 2016), siendo que también admitiría otro enfoque de su profundidad (“Comercial, pero profunda” se intitulaba la mencionada nota del cinecrítico Aviña) en función del contraste entre la búsqueda De la ligereza (en términos de Gilles Lipovetsky) que opone a sus cónyuges o contendientes, Eligio buscándola a través de lo fútil y la frivolidad hiperkinéticas, y Susana a través de una insostenible gravedad sólo aparente, pero ambos fatalmente juntos por la terrible pesadez que en última y primerísima instancia los define, los envuelve, los acapara, los lastra y los limita, arrojando una y otra vez a uno a los brazos de la otra y viceversa, mientras se escucha victoriosa una potente e hipermachista canción ranchera que debe interpretarse, sin embargo, como amenaza eterna (“Llegaré hasta donde estés / Yo sé perder / Yo sé perder / Quiero volver, volver, volver”).

La novedad sexomaniaca

En Macho (Astillero Films - 11:11 - Rodarte Entertainment - Labo Digital - Caravana Uno - Equipement & Film Design - Memoria Films - Eficine 189, 82 minutos, 2016), desatado quinto largometraje del exitoso cronista sexocostumbrista de vuelta del más ambicioso cine histórico hacia sus orígenes fársicos a los 61 años Antonio Serrano (Sexo, pudor y lágrimas, 1998; Hidalgo, la historia jamás contada, 2010; Morelos, 2012), con guion basado en temas de Oscar Wilde y Molière (entre otros magnos comediógrafos-faro) de una Sabina Berman enrachada tras la magnífica Gloria de Christian Keller (2014) para permitirse darle una infinidad de pequeñas o inmensas vueltas de tuerca a la trama primaria del modesto Modisto de señoras escrito por Fernando Galiana y René Cardona hijo (dirigida por éste en solitario hacia el incitante 1969), el exitoso diseñador de modas cuarentón ya con empresariales tentáculos internacionales Evaristo Jiménez Evo (Miguel Rodarte) se amaricona de exagerada, ostentosa, catastrófica y desarticuladora manera, usa rutilantes atuendos-estruendos multicolores, luce gafas sobre gafas, hace desplante tras desfiguro y desfiguro tras desplante con estolas de astracán y avión particular, usa sólo rutilantes atuendos multicolores cada vez más estrafalarios, ha diseñado por estricto encargo nuevas colecciones de modas para el Congreso o la Presidencia y unas túnicas sacras posfellinescamente episcopales para la Curia (“Evaristo era el gay con el que los poderosos se tomaban La Foto”), impone en NY y Colombia originales diseños femeninos (“Sus diseños dictan tendencia y son aclamados en cualquier parte que se presentan”) siempre extravagantemente inspirados en la conjunción de un animal (cebras, mariposas monarca, escarabajos, pingüinos, aves) con alguna diva (Dolores del Río et al.) y se hace pasar por gay arrollador porque eso le permite disfrazar su sexoadicción a las mujeres (“Acabo de pensar una cosa espeluznante, ¿a cuántas mujeres te has planchado? Son 322 en el último año y medio” / “Ah, y una cajera de Minnesota”) y ocultar su actual amorío adúltero con hembrazas como la despampanante modelo-clienta millonaria Viviana Vivi (Aislinn Derbez) que le erecta de sexoadicto rechupete los dedos falos aunque siga casada con el capo mafioso La Karen (Manolo Cardona), pero el estridente tipo, asediado en todas partes por un omnipresente documentalista intrépido (“¿Qué se siente ser Evaristo Jiménez?” / “Te voy a decir cómo es ser YO”) que resulta ser una chica intersexual más que aguerrida (“Nunca pensé que para filmar a Evo tendría que usar tácticas de guerra”), se ve de pronto salvaje y peligrosamente cuestionado en su trabajo y en la falsedad de sus presuntas opciones homosexuales por el ponzoñoso crítico de arte al rape con abanico rojo Vladimir Orozco (Mario Iván Martínez) para sorpresa de su adjunta la francesa sofisticadamente lela Gina (Sophie Gómez), por lo que el aterrado varón víctima de esa lengua viperina, viendo en riesgo la prosperidad de su compañía, cierra filas de inmediato con sus más allegados colaboradores y colaboradoras, el hiperkinético asistente aprendiz de diseñador con corbata de moño de puntitos Sam (Andrés Delgado), la cortadora veterana Conchita (María Ángela Aguilar) y ante todo con la flemática gerente general Alba La Bizcocho (Cecilia Suárez), quien, midiendo la magnitud de la tormenta mediática que se avecina (“A ti y a mí nadie nos va a quitar nuestro imperio”), urde con Evo un infalible plan protector de su reputación en entredicho, consistente en seducir al bello ojiverde diseñador viudo homosexual que debuta como brillante creativo joven en la empresa Sandro Sindy (Renato López), para fingirse fogosamente prendado de él de cara a los demás (“No se trata de que te vuelvas gay, simplemente tienes que añadir... un accesorio”), pero Evo realmente se enamora de él tras indeliberadamente lograr sacarlo del traumático impasse emocional sufrido tras la muerte de su esposo, lo asedia, lo sigue hasta su cabaña solitaria en el Desierto de los Leones, siente revivir su creatividad también él luego de su primer beso, y de nada le sirve llevar a la cama a su nueva todopoderosa musa trepidante Ana de la Reguera (ella misma), el otrora prepotente diseñador bien aleccionado (“No tienen por qué tener relaciones sexuales, ¿o si?”) deberá reincidir en la cabaña de su nuevo amado (“Mi cuerpo despertó bajo tus manos”) para confesarle su perturbación, confesarle su engaño (“Te engañé, no soy gay”) y copular totalmente obnubilado con él tres veces desde la primera noche amnésica, huyendo por completo trastornado, consultando en solitario la güija en la playa, botándolo todo de inmediato, desertando de su colección en proceso, debiendo enfrentarse a una persecución de los sicarios del celoso marido La Karen, teniendo que ir a un antro para negociar el chantaje que le tiende el documentalista intersexual e incluso refugiarse durante días enteros en las edipizadoras caricias de su anciana madre aún resuelvetodo (Ofelia Medina), pero pronto salir de sí mismo para finalmente afrontarlo todo y encarar las delaciones del perverso crítico frenético Vlad, al apersonarse a medio suntuoso desfile de su empresa de modas excéntricas, llevadas a buen puerto por la eficiente Alba y una recién liberada Vivi sorpresivamente enamorada también y bien correspondida por el ahora asumido bisexual Sandro.

La novedad sexomaniaca arma la pretenciosa farsa, semifantástica a su amanerada manera manierista, por medio de actores-personaje autorreferenciales que, al ser manejados entre la tradición populachera ¿espontáneo-genuina? de las idiosincrásicas películas noventeras de albures con nalguita (tipo Hembra o macho de Víctor Manuel Güero Castro, 1990) y la neosátira autodenigratoria a nivel de moralino sainete aggiornado tipo Manolo Caro (“¡Es que no piensas en que son 322 maridos cornudos!”), vienen a ser a la vez instrumentos y finalidades últimas del entramado genérico, con un Miguel Rodarte como un amariconadísimo macho barroco que se creía macho alfa que se amplificaría hasta la insufrible archisangronería grotesca olvidando su autoirrisoria excelencia controladamente sobria en El Tigre de Santa Julia (Alejandro Gamboa, 2002) y en Buscando al soldado Pérez (Beto Gómez, 2011) cual lobo sexoferoz Mauricio Garcés a la enésima potencia de su fingido homosexual Modisto de señoras a quien sólo le importaba tirarse a sus apabullantes clientas frondosas (Claudia Islas, Zulma Faiad, Patricia Aspillaga, nada menos, para acabar quedándose con la meserita Irma Lozano) y derrotar a competidores que lo mandaban espiar por algún detective torpón pero acabaría convirtiéndolos en servidores suyos, un Mario Iván Martínez calcándole su look al crítico de música Lázaro Azar entre la deturpación y el homenaje, una Cecilia Suárez en el papel de Meryl Streep como infalible cabeza organizadora de colecciones de alta costura de El diablo viste a la moda (David Frankel, 2006) y como leal Querubino de ese Don Juan, un Andrés Delgado en el rol de la dinámica auxiliar supereficiente Anne Hathaway del antes mencionado film-tributo a la marca transnacional Prada, entre otros.

La novedad sexomaniaca se siente ingeniosa 48 veces por segundo al articular su histérica gracia desatada sobre elementos subrayadamente propositivos como un epígrafe rotundo de Oscar Wilde (“La hipocresía nos descubre bajo la máscara de otra hipocresía”), un desfile-show digno de cualquier programa de variedades chafa de la Televisa ochentera, una autocomplaciente verba (“Las mujeres no queremos ser pandas, sino pingüinos”) entre seudosatírica intragay / antihomosexual masculina (“La patadas al marica quebrado que me tocó el pene” / “Eso m’hijo es asunto de tu ginecólogo”) y seudointelectual / antintelectual (“Mi inconsciente sí es decente”) que rivalizarían con películas francamente homofóbicas como el aberrante Pink de Paco del Toro (2016) ya que por gustar de un sujeto del mismo sexo “Me van a salir senos y se me va a caer el pene”, una indigesta colisión constante entre las gigantescas solapas rosa mexicano y el chal variopinto con camafeo o entre los vestidos con extremidades arrancables y rosota rosa en el ojal o entre afeminados trajes estampados y viscerales humillaciones a modelos juzgadas despreciables y descerebradas per se como buena carne de cañón sexual (“Parece un platillo volador elegante”), una tanda de pantallas tridivididas para enumerar los egregios triunfos del garañón sustentable, un colosal primer beso homosexual del héroe y su objetote sexual Sindy con fondo de Cabalgata de La Walkiria de Richard Wagner, unos formidables diseños garrapateados entre abrazo y abrazo estrecho con el todoinspirador muso apenas hallado, un desairado intento de acostón con cierta desilusionante desilusionada diva Ana de la Reguera incapaz de motivarlo con sus incipientes bolsitas bajo los ojos y su ofrecido cuerpazo suculento al desnudo, unas hipersofisticadas oficinas de cristalería majestuosa y los departamentos siderados con siderales túneles interiores en una jamás considerada Santa Fe fuera de la órbita espacial de la mediocridad capitalina, un sensual beso lésbico de Aislinn Derbez con otra guapa sumergidas en una piscina únicamente para despistar y dejar al ridículo modisto erotómano con ganas de participar en dorado calzón de baño, una riña a viriles golpes protohawksianos entre novios apasionados, una inminente ejecución a punta de pistola sobre la maravillosa azotea-mirador roja del planeta mexicano, una tomada de manos masculinas para marchar consciente e inconscientemente retadoras, o así, aunque en suma una zarabanda de peleles refrendadores de viejos acendrados estereotipos sexuales (los que exacerbaron y magnificaban Cardona-Garcés, los que magnifican y exacerban Berman-Rodarte) al cabo de otra vuelta de la espiral de las evoluciones / involuciones temporales.

Y la novedad sexomaniaca remata sus retorcidos enredos con una bisexual boda triangular de blanco impoluto entre Evo, Vivi y Sandro, misma que disfruta oficiando el propio realizador Antonio Serrano habilitado como canoso juez del registro civil (“Y ya no sentirán frío porque se darán calor; los declaro marido, marido y mujer”), aunque a su virulenta manera culpígena el film sólo haya desarrollado el sexoadicto conflicto relacional de Evo y jamás ni los de Vivi o los de Sandro, que apenas se insinúan y estallan de pronto a nivel de gag, al igual que los juveniles tríos genitales que se perdonaban mutuamente los románticos sexcandalosos Cecilia Suárez y Manuel García-Rulfo en La vida inmoral de la pareja ideal (Caro, 2016), pero eso poco importa, porque lo fundamental es que esas nupcias parezcan explosivamente heterodoxas (como el multiemparejador gran finale de Los hojalateros del Güero Castro, 1990) y que se realicen ante una sinfonía de azules aguamarina que sólo puede brindar el Caribe por fin desacomplejadamente nacional.

382,08 ₽
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731 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073004503
Правообладатель:
Bookwire
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