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Y la ñerez homoamnésica exacerba entonces, por último, la ínfima jamás infame desembocadura en una historia de una ávida y penosa revelación de la sensualidad gay y el cambio esencial de orientación sexual que ello implica y se atreve a acometer, rumbo a ese milagro del hallazgo amoroso que circunda en el silencio de su habitación abrazados a contraluz del ventanal al pacificado Fernando ya no doblado ni gimoteante y a su protector en adelante acaso permanente, un silencio apto para la culminación narrativa en una intensa cogida tan inspirada y ansiosa como es posible, conquistando tácitamente una identidad que anula y torna irrisoria cualquier cariñosa sugerencia previa de su partenaire (“Ahora sí, ya tienes una pista, ¿quieres que busquemos más?”).

La ñerez materojete

En Las hijas de Abril (Lucía Films, 103 minutos, 2017), enervado aunque decepcionante quinto melodrama extremo del sobrevaluado autor total capitalino de 37 años Michel Franco (corto previo: Entre dos, 2003; largometrajes: Daniel y Ana, 2009; Después de Lucía, 2012; A lo ojos, 2013-2016, en colaboración con su hermana Victoria, y El último paciente: Chronic, 2015, situado en Estados Unidos), premio especial del jurado en la sección “Una cierta mirada” del Festival de Cannes en 2017, la aún atractiva madre cincuentona española e instructora de yoga Abril (Emma Suárez matizada e impecablemente almodovariana tardía) ha sido riesgosamente extraída de su profiláctico retiro madrileño, al ser llamada de nuevo a Puerto Vallarta por su frustradísima hija treintona obesa y secretaria de imprenta Clara (Joanna Laroqui engordada a la fuerza) so pretexto de sufragar los gastos médicos y atender las urgentes necesidades prácticas de su inepta medio hermana muy menor retirada de los estudios a los 17 años Valeria (Ana Valeria Becerril) que se encuentra en trance de parir por la libre a un bebé concebido con el débil de carácter y también diecisieteañero y empleaducho en el hotel paterno sin otras percepciones monetarias que las propinas Mateo (Enrique Arrizon), si bien la dura hembra Abril, de todos tan temida, aunque en apariencia deseosa de auxiliar a sus hijas al principio, pronto empieza a sacar las proverbiales uñas de su purísima casta destructora, haciéndose rechazar toscamente por su irreconquistable primer marido septuagenario Jorge (Iván Cortés) que ha preferido formar una feliz nueva familia con cualquier señora treintaicinco años más joven, y sobre todo aliándose la maquinadora mujer con Gregorio (Hernán Mendoza), el rencoroso y severo padre hotelero ultraconservador de Mateo, y con la infeliz sirvienta del hombrón (Mónica del Carmen), para fingir una adopción legal de la recién nacida ya bautizada como Karen, desgárrese afectivamente quien se desgarre, luego de recuperar al nieto, seducir al manipulable compañero erótico de la hija y finalmente instalándose a residir con ambos en la esnobista colonia Condesa de Ciudad de México, para subsistir impartiendo clases de yoga, haciendo vida conyugal la suegra abeja reina con su yerno a quien se tiene contento como zángano obsequiado al menor pretexto con pantalones de moda o una motoneta nueva generación para soñar con el absurdo de un segundo vástago pese a la edad de la golosa matrona admirabilis (“¿Sabes que la tienes enorme?”), pero la doble despojada Valeria seguirá detectivesca y policialmente los pasos de la pareja a raíz de que llega alguien interesado en ver la casa de Vallarta puesta en venta por la mater amantísima, simulará todavía interés conyugal en el muchacho y no cejará en su peregrinar gestionador en los burocráticos laberintos delegacionales y del DIF, hasta recuperar al bebé abandonado en un restaurante por Abril marchita y prescindir a última hora del papá machito, demostrando excelente condición física y mental para la carrera de relevos en ñerez materojete.

La ñerez materojete adopta en su descripción el punto de vista de Sirio, la supuesta estrella emblemáticamente más distante del firmamento, para no involucrarse con ninguno de sus personajes aunque presuntamente sí (y sólo) con su narración, para pretender que nunca rebasa una mera exposición de los hechos, para fingir que el relato carece de dimensiones narrativas o dramáticas e ideológicas, para hacer la finta de la objetividad señera y amaestrada sin análisis psicológicos, para aportar resultados bellamente plasmados en imágenes de equilibrio admirable y perfecto, para romper superficialmente con los caducos datos arbitrarios del melodrama y de la telenovela, para reinventar un melodrama sin melodrama (sin sordideces ni complacencias ni lamentaciones ni parrafadas explicativas / autojustificadoras ni atroces verborreas vomitivamente ripsteinianas ni autoconmiserativos tonos blandengues ni ribetes sensibleros ni desgarramientos de vestiduras), para ofrecer las inanes delicias inasibles de un melodrama sin buenos ni malos y sin victimarios ni víctimas pero con una enorme cantidad de gastados incidentes hipermelodramáticos en busca de suspensos inoportunos, rellenables oquedades deliberadas de la trama (“Al armar la historia que no se ve, el público que se involucra con los personajes, también debe hacerse cargo de los juicios morales que el director no asume, principio”, arguye Javier Betancourt en Proceso, 2 de julio de 2017) e incluso especulaciones sobre lo indecible (“El cine de Franco es un atisbo de lo oculto” y “su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria” según el editorialista hegemónico de Reforma Jesús Silva-Herzog Márquez, 28 de junio de 2017), para agasajar la vista y el (des)entendimiento con los sobrios señuelos esteticistas de un melodrama tremendista ahora vergonzante pero tan esquemático, maniqueo y parcial como cualquiera.

La ñerez materojete elige expresivamente para su melodrama que no lo parece la austeridad, el simulacro de la austeridad fílmica como una retórica manipuladora más, cada vez más gris, tediosa y descompuesta, con su aparente neutralidad siniestra, su laconismo en los diálogos casi reducidos a cero, su agujero en el cerebro con copia a las tripas, su ausencia de música, sus largos trayectos en automóvil vistos desde el interior del vehículo, su rutilante fotografía de Yves Cape que jamás encuadra sin meter con calzador o insertar con suavidad alguna fuente luminosa de lámparas encendidas o contraluces de ventana o radiaciones solares hipervisibles hasta el encandilamiento, su morosa edición de hueva en ristre firmada por Jorge Weisz y el realizador, más su maquillaje de Verónica Cejudo capaz de hacer pasar una prótesis de vientre hinchado como arte objeto hiperrealista.

La ñerez materojete se dedica entonces a capturar y llenar el ojo neófito con acogotantes y acólitas epifanías visuales de momentos supremos como aquel de la pareja de Valeria y Mateo cuando enseñan a andar a su bebita en un atardecer playero cual Adán y Eva adolescentes en un marítimo jardín del edén esquina con Laguna azul (Frank Launder, 1949 / Randal Kleiser, 1980), pero además con otras epifanías menos evidentes como el inaugural coito juvenil en off sobre fondo negro que no será seguida por la obvia imagen de los entusiastas copuladores sino por la anticlimática figura rotunda de la amargada hermana Clara rebanando unos jitomates, la radiante aparición súbita tetas al aire de Valeria cual florentina Venus de Sandro Botticelli plácidamente desnuda en virtud de sus ocho meses de embarazo y seguida por pannings que plantean contrastes en continuum entre interiores y exteriores sin necesidad de abandonar un antecomedor matutino, los planos fijos (“acentuando así el pesimismo de un canibalismo doméstico”, de acuerdo con Carlos Bonfil en La Jornada, 2 de julio de 2017) y abiertos donde el comportamiento de las criaturas interactuantes debe decirlo todo, el discreto / hipócrita oteo del físico de Mateo al ser registrado la primera vez por la codiciosa exasperada sexual Abril en el transcurso de un todoabarcador plano estático al parecer indiferente, el enfrentamiento de la desolada Valeria con Abril (“¿Qué hiciste, mamá?”) tras los cristales de un auto para favorecer una neutra perspectiva inerte del fondo de un vehículo que representa la agazapada perspectiva de nadie, la aviesa caricaturización de la sexualidad femenina activa bajo la atisbada transformación de Abril en dominatrix de petatiux, hasta consumar un totalizador esbozo de movimiento general en retroceso que impide toda identificación.

La ñerez materojete preserva así sus obsesivos dejos definitorios y definitivos de ojeteces ya atribuidas a otras heroínas del machacón femiculpígeno Franco, ojeteces más o menos maternales y menos o más desmadradas desmadrantes: la ojetez pasivamente cooperadora en el incesto gansterinducido y de la brutal violación fraterna posterior antes de casarse como si nada en Daniel y Ana, la ojetez refleja de la chava salvajemente buleada que se atrincheraba en el silencio para que su padre acabara cometiendo un sordo crimen reivindicador en Después de Lucía, la ojetez de la madre conseguidora alevosa de corneas para su hijito encegueciente en A los ojos, o la ojetez del enfermero cuidador falsamente devoto de sus inermes moribundos hasta ser atropellado también él sin sentido en El último paciente: Chronic, pero no hay que preocuparse demasiado, la ojetez gachupina de la madre yogadicta archimanipuladora y seductora compulsiva de Las hijas de Abril jamás irá demasiado lejos, nunca más allá de Mamá nos quita los novios (Roberto Rodríguez basado en la pieza Mamá nos pisa los novios del gallego Adolfo Torrado, 1951) para cogérselos con grave espíritu de seriedad infame y sin gracia neosainetera posible, las ojeteces de una incongruente que proclama las espiritualidades del yoga teniendo en casa a un bebé secuestrado y al amante de su hija, las ojeteces de una envejeciente sexualmente desesperada que se aferra a sus crepusculares atractivos carnales, las ojeteces de una manipuladora compulsiva que utiliza a los demás como meros reflejos y obstáculos de sus deseos, ojeteces paranoicas y narcisistas que ya encuentran subrepticios ecos opacos en la aplastadísima hija obesa acomplejada Clara que ha traído a México a la madre incontrolable por encima de la voluntad de su delgada hermana joven Valeria a la que acaso ha envidiado toda su vida, y sobre todo en ésta que es capaz de urdir una supermanipulación para usar a su galancito Mateo y poder recuperar a su bebé, ojeteces, manipulaciones sobre manipulaciones y más ojeteces como en un cuento de nunca acabar, ojeteces retorcidamente folletinescas y rocambolescas por un obsedido gratuitamente con la ojetez femenina, ojeteces demostrativas de un Franco que “si se las arregla para tomar in fine partido por la joven mamá contra la madre voraz, pena al afirmarse cuando por fortuna deja en el guardarropa sus peores reflejos” en un “film bastante plano, sin emoción” que “pone en relieve lo que se ocultaba bajo sus poses el malditillo del festival: apenas un realizador banal” (Jean-Phillippe Tessé, en Cahiers du Cinéma, núm. 735, julio-agosto de 2017), ojeteces antisublimes y con vocación tan desmitificadora cuan descalificadora de antemano, ojeteces de una heroína neocuzca entre siniestra y funesta nefasta o nefanda, ojeteces de una villanaza de fotonovela binacional (¿como la Maribel Verdú de Y tu mamá también? del futuro ingrávido Alfonso Cuarón, 2001) y su heredera por meritocracia de cuento de hadas: ¿quién era peor, la matriarca bruja del espejo maléfico, la manzana envenenada del sexo femenino desinhibido, la atroz pasividad sumisa del principito patético, o la Blanca Nieves moscamuerta vagamente defendiendo el Derecho de Nacer?

Y la ñerez materojete sacrifica el gusto por la vida real y el hálito de la mirada aguda por el tieso rigor de las imágenes menos inicuas que inocuas, rumbo a la expresión satisfecha de la joven heroína precozmente ojete con su bebita al fin recuperada en una conclusión discursiva en forma de final feliz hollywoodense tan frágil y artificial que suscita el escepticismo del espectador.

La ñerez remordida

En Nocturno (Redia - Dodo Escenas, 90 minutos, 2016), negativamente intimista tercer largometraje del dramaturgo capitalino ganador del premio internacional Sor Juana Inés de la Cruz vuelto ambicioso autor fílmico total de 40 años Luis Ayhllón (guiones previos: Caja negra de Ariel Gordon, 2005, aún inédito, y Familia gang de Armando Casas, 2014; corto debutante: Instrucciones para acabar con la neurosis, 2009; primeros largos: Dodo y La extinción de los dinosaurios, ambos de 2014), con base en su propia obra teatral homónima y flanqueado por sus hermanos Carlo (en la mutable música de fondo) y Rafael (para los cuentos y poemas incluidos), mejor película en el festival del Reino Unido en 2016, el misantrópico anciano víctima de una enfermedad terminal ya sólo interesado en domésticos trabajos de jardinería dentro de su regia mansión centenaria Oliverio Oli (Juan Carlos Colombo decrépitamente repulsivo) ha sido encargado por su mujer para que reviente cuanto antes, en el más radical autoabandono despectivo y echando pestes contra todo y contra todos a la menor provocación (“La bondad es una virtud inútil, es como hablar esperanto”), en manos de la eficaz enfermera cuarentona contratada en un hospital Ana (Irela de Villiers calurosamente revulsiva), quien intenta en vano leerle libros o implicarlo en su impersonal plática doméstica en torno a la desaparición de chavas con cáncer también terminal actualmente asolando a Ciudad de México, pero que atiende cariñosamente por teléfono a su familia, hace enigmáticos dibujos obsesivos para una suprahistorietística novela gráfica, ostenta su cuerpo decorado casi por entero con inmensos tatuajes truculentamente narrativos y pronto confiesa ser en realidad una hija rencorosa del viejo paciente que pretende vengarse moralmente de él, pues según ella la violó y dejó en absoluto desamparo desde su infancia a raíz de la muerte trágica de su madre y de que él, su padre abusador, se cambiara el nombre de Lázaro por el actual de Oliverio, implicando a muchos otras criaturas en su cometido, hasta que la implacable mujer endurecida y correosa, luego de permitir la invasión de la casa por su hija Casandra (Nelly Murillo Tepepa) y otra pequeña, parezca haber logrado aquietarse al cabo de tantos y tontos embates vindicadores excedidos contra una inefable ñerez remordida.

La ñerez remordida se enfoca así en el tema de la venganza, por chorromilésima vez en el cine mexicano con pretensiones o sin ellas, una venganza sagrada que comienza por escupirle su rencor vivo e imponerle su presencia al ahora inerme varón que sin mostrar mella alguna, niega los cargos, la repele y trata de correrla por todos los medios y se encierra en el baño para no verla, insultándola con acritud furiosa, pero pidiéndole perdón a la mañana siguiente; una venganza reforzada por las numerosas visitas oportunas o inoportunas, pero siempre culpabilizadores, de otros dos hijos de Oli: el calvo cuarentón Luis 1 (Ari Brickman), quien se apersona prematuramente a reclamar la herencia de la casa, con un humor estrafalario fuera de lugar, al lado de su Licenciado (Arturo Vinales) y una buenona Rita amante callada de ambos (Laura de Ita compensando su silencio con visajes de Reina Chula pasmada), y el hirsuto Luis 2 (Mauricio Isaac), quien llega a manifestarle sin tapujos al vidrioso vejestorio un odio acendrado por sus continuos abusos sexuales cuando niño indefenso (Carlos Antonio Frías Rico); una venganza documentada, corregida y aumentada por medio de tenaces actualizaciones a base de dibujos y animaciones traumático-literarias que involucran al TVgalán Jorge Armando Lafayette (Jorge Luis Moreno) y una venganza bien concertada que rebasa de manera avasalladora y apabullante los obstáculos y resistencias que opone el provecto acorralado Oli, incluso acometiendo una desesperada tentativa por abrirse las venas al pie del mingitorio, aunque oportunamente remediada por la solícita Ana, para que el infeliz siga sufriendo lúcidamente, al modo de una eutanasia invertida y vuelta todavía más en contra del paciente mismo.

La ñerez remordida apela a tremendismos narrativos y escénicos extrateatrales que luchan a brazo partido por ser inventivamente cinematográficos, pretendiendo ser originales e infalibles, pero acaban siendo apenas signos demasiado vistosos y efectistas, como el interrogatorio-contratación frontal sin contracampo a la gélida enfermera por una inmostrable esposa de Oli, o la escupida de odio cara a cara sobre el infeliz agonizante, o el uso y abuso de cenitales top-shots aplastantes, olvidando que la reiteración de los efectos heteróclitos sólo consigue que éstos pierdan fuerza y se tornen poco eficaces, o bien resulten pegotes invasivos o pomposos, al auxiliarse de un bombardeo demasiado vistoso o casi diríase vergonzante de estrategias y recursos expresivos poco ortodoxos en perpetua diseminación: súbita animación de dibujos al estilo tailandés de Apichatpong Weerasethakul, espeluznantes relatos aleatorios al interior de un relato medular, inopinada recitación de poemas grandilocuentes; pero sobre todo al apoyarse en una experta fotografía preciosista en blanco y negro del cuequero Alex Argüelles, dominante hasta la excelencia y la peste, repleta de gamas de grises (esas vistas demasiado bellas hacia el jardín desde el ventanal del aposento de la cuidadora permanente) y atmósferas neoexpresionistas discretamente sórdidas (esas solitarias habitaciones semidesnudas) o definitivamente siniestras (esas ultrafreudianas deambulaciones por laberínticos pasillos mal iluminados por focos encandiladores durante los sueños agitados del anciano) o definitivamente efectistas (esos truculentos top shots hasta del mingitorio), que de pronto, rizando el rizo, se permiten el lujo de alguna opaca coloración en rosa pálido o un par de entintados anaranjados o rojos frenesí siempre parciales sobre el fondo virado tipo La ciudad del pecado: Sin City de Frank Miller y cuates (2005), invariablemente subrayados por un diseño sonoro de Demian Lara más bien irrealizante y un uso esquizofrénico de cierta insostenible música enfática y mutable que va de la transfiguradora composición postserial a la evocación sardónica con base en la reelaboración de tonadas infantiles o populares.

La ñerez remordida apuesta destemplada e impositivamente por temas tabú de antier, como la violación, el abuso de menores, el abandono parental, el incesto no consentido, el odio intrafamiliar, la explotación cínica, el terror a la demencial violencia urbana y la venganza empecinada como rayo que no cesa, de heterodoxa manera tardosetentera, sublimando los inolvidables e insuperables traumas de todos los personajes posibles, pretéritos si bien reactualizados a voluntad, plasmables tanto en los erizados dibujos de la cuidadora de repente animados o en recitadas en visiones onírico-verbales de escopetazo, aunque en realidad sólo se está en pos del infraripsteinismo fascistamoral de un drama tenebroso e insinuante y deliberadamente confuso (¿pretenderá Ayhllón llegar a ser de grande un clon de Rip?, ¿ambicionará ser no como Rip, sino ser Rip?, ¿se cree un Rip del siglo XXI doblemente anacrónico: el de antes y el de ahora?, y la duda queda clavada: ¿no será Ayhllón ya el verdadero Rip?), bordeando con los avances de la locura entre claustrofóbicas cuatro paredes, porque apenas ambiciona pasearse de un imposible Amour (Michael Haneke, 2012) entre ancianos ¡sin televisor! a un estático Festen: La celebración (Thomas Vinterberg, 1998) con su misma confabulación de vástagos violados cuando niños en contra del padre abusador, sin jamás sobrepasar el traumatizado / traumatizante visitadero de personajes estereotípicos para conducir al rigor mortis a un autoflagelador vomitante de traumas juveniles en el Recodo de purgatorio del actor-director autoficcional José Estrada y su impertérrito surtidor de catarsis-vomitada existencial a la carta (con el falo del remoto cura violador en la boca o viendo a la madre esquelética meterse su lavativa favorita), a modo de falsas jácaras o interludios picarescos que los comparsas no aprovechan para hacer bufonadas sino para ir a espetarle su desprecio al vapuleado incólume actor principal Juan Carlos Colombo aguantatodo, para mayor gloria del maquillista a plastas Gerardo Muñoz y la dirección de arte reducida a una fotogénica residencia porfiriana de Roberto Zamarripa o el reino pedestre de diálogos entre pomposos retorcidos y afectados empalagosos, allí donde hasta los inmensos tatuajes de la metódica enfermera Ana, cual cienciaficcionales inscripciones truculentamente narrativos de Ray Bradbury en El hombre ilustrado (Jack Smight, 1968), aunque en fortachona versión femenina, tienen algo que decir, mordiendo por sorpresa procedimientos narrativos tan delirantes como puede aún resultarlo un TVgalán-figurín de modas en monocromías rutilantes.

La ñerez remordida se ensaña a fin de cuentas contra personajes de poco calado, de hondura apenas supuesta y reacciones previsibles, sin verdadera profundidad ni matices ni auténtica intensidad psicológica, unidimensionales como el ultrajador ultrajado Oli y monodireccionales como la Némesis reencarnada Ana o mero estereotipo como todos los demás, que sólo saben abrir la boca para rebuznar en rictus vociferante a perpetuidad como el viejo descompuesto o cual muñecos de ventrílocuo como Ana y sus adláteres y su séquito familiar arrojado de súbito al jardín, fácticos seres ficticios ajenos a sí mismos, como ya ocurría de odiadora manera familiarista con los encuentros subrepticios en una sola jornada del policía misericordiosamente reputado como el idiota de la familia vigilante Adrián Vázquez que se lanzaba en busca de una chavita desaparecida en Dodo, o con los miembros de la violenta narcofamilia aumentada alrededor de los hampones acartonados Rafael Inclán y Elpidia Carrillo en Familia gang, o con las hartantes peripecias gratuitas de los sexagenarios asaltantes Enrique Muñoz y Gastón Melo (por fin en sus primeros estelares) rocambolescamente unidos por un antiguo adulterio en La extinción de los dinosaurios, avejentados bípedos domésticos hoy como ayer idealizados / denostados marginales también al margen de cualquier gerontofóbico behaviourismo realista y nunca de perdida por encima de una suma de parloteos insensatos o incensantos, ofrecidos como chivos expiatorios al espectáculo del hombre que se ha encerrado a morir y olvidar como único bálsamo y felicidad imaginables, el show de la tortura más afectiva y emocional que física o metafísica, el juego de la desalmada autocondena sin asomo de ternura por lado alguno, o la purgadora representación sadomasoquista ungida con el cuchillo ásperamente clavado por la mujerona feroz sobre la mesa de la cocina ante el intimidado enfermo conectado a un tanque de oxígeno a la hora bendita de la cena, para intentar redondear lo irredondeable de la manera más destemplada posible este “macabro cuento de hadas” con “tonos de comedia negra” y una “banda de vividores rodeando, como buitres, la mesa del moribundo patriarca impotente”, esta “danza macabra” de “intenso clima claustrofóbico que transforma los encuentros familiares en un verdadero juego de masacre, donde Oliverio aparece como fiera acorralada” sin cejar por ello de “disfrutar del daño a sus seres cercanos” cual “antesala doméstica del infierno” (según Carlos Bonfil en La Jornada, 20 de julio de 2017), o sea, rematar la pieza en la creencia de que asumir o resolver una contradicción consiste en una atropellada y presuntamente riesgosa o graciosa identificación de los contrarios.

Y la ñerez remordida hace entonces culminar de cualquier forma, al derecho y al revés, sus acres encomios temerarios, pues “toda esta alegoría del mal sería más inquietante aun sin la truculencia un tanto gratuita que el realizador imprime a un desenlace precipitado con elementos de melodrama grotesco” (Bonfil dixit), esa desembocadura hacia la figura del irreventable agonizante con su hija enfermera acostada a su lado en el lecho mortuorio, presos ambos de sus visiones ahora sí terminales de un Nocturno eterno, aunque ella más que satisfecha y catártica a la vera del oxígeno quirúrgico y acunada por la versión orquestal de la “Mujer, mujer divina” de Agustín Lara que se merece, su semejante, su hermana, la hija de tigre pintita, asimismo vaga pero poderosamente sospechosa de los atroces crímenes cometidos contra las extraviadas chavitas cancerosas.

382,08 ₽
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791 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9786073016827
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