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La ñerez machofutbolera

En la coproducción con Colombia Tuya, mía... te la apuesto, antes La pena máxima (Alibi Films - Dago García Producciones, 90 minutos, 2018), autoexcitado tercer largometraje del prolífico TVserialista bogotano de 55 años Rodrigo Triana (hijo del realizador garciamarquezco Jorge Alí Triana; TVculebrones de éxito: El baile de la vida, 2005, y Comando Élite, 2013; primeros filmes colombianos: Como el gato y el ratón, 2002, y Soñar no cuesta nada, 2006), sobre un guion original del productor-coeditor Dago García escrito en colaboración con Luis Felipe Salamanca y José Luis Varela, el gris burócrata chilango tardotreintón bigotudo de ventanilla ojeta Mariano Cárdenas (otra vez el apagado comediante televiso Adrián Uribe de Suave patria y Compadres en su enésimo relanzamiento al imposible estrellato) se siente obligado a esconder, relegar o aplastar cualquier otro impulso vital, sea acompañar a bailar al Salón Los Ángeles a su guapa esposa colombiana empleada medio mensa en una agencia de viajes Luz Dary (Julieth Restrepo) que tanto se aburre en casa, o sea dejar haciendo fila ante la taquilla durante la noche de lluvia al sometido hermano menor Poncho (Carlos Manuel Vesga), con tal de satisfacer su enardecido fanatismo futbolero de tiempo completo, pues está seguro de que la Selección Nacional pierde en sus partidos si él no asiste al Estadio Azteca para verla jugar, ante todo en trances tan cruciales como los encuentros con su adversario eterno el acomplejante equipo estadunidense, hoy en disputa por la difícil clasificación definitiva para poder competir en el Campeonato Mundial de Futbol, y así, tras un celebratorio 0-0 de ida, todos sus afanes y espíritu de lucha y sacrificio están puestos en el decisivo partido de vuelta, exacto el próximo domingo, pero el súbito deceso de su perpetuo rival el sexagenario tío Pedro (José Sefami), cuyo cadáver infartado escamoteó al máximo, amenaza arruinar sus mejor o peor fundadas ambiciones, sobre todo ahora que había concertado una doble apuesta por el triunfo de su equipo, sus presuntos derechos de propiedad sobre la casa de la Abuela momificada en vida (Mary Paz Mata) apostados contra los del tío recién fallecido, y los ahorros de la vida entera para comprarle a su mujercita la casa soñada apostados contra los del Jefe arribista (Alejandro de la Rosa) que no ve la hora de correrlo de su trabajo, surgiendo sin embargo mil dificultades hilarantes para nunca lograr asistir al estadio al lado del leal Poncho, ni siquiera poder seguir el transcurso del partido, y provocándose que, al final del día del sepelio y pese a haber ganado su equipo, el desdichado Mariano se quede como el perro de las tres tortas, sin casa (porque lo corre la Abuela que sólo para eso sale de su mutismo de ultratumba diurna), sin chamba (porque el Jefe con cualquier pretexto se desquita por haber perdido la cuantiosa apuesta) y sin mujer (porque la decepcionada Luz Dary decide regresarse a Colombia), sin duda por flagrante culpa de la ñerez machofutbolera.

La ñerez machofutbolera confunde el armazón y el desenvolvimiento dramáticos con el arbitrario tendido de trampas y contratiempos al carácter central, hegemónico y todoabsorbente, pues en lugar de que él irradie su personalidad sobre los componentes figurativos, todos los elementos en juego interpretan para él y en vez de él, trátese de la fotografía atrabancada de Diego Jiménez Tafur o del vestuario quasi futbolero generalizado de Daniela Rivano, puesto que esos contratiempos son meras pruebas y obstáculos para remontar y probar la reciedumbre caracterológica: la descompostura repentina de los automóviles que no arrancan y de los celulares sin batería, la fuga lastrada por invasión del tío norteñote cuando ya se huían arrastrando a la Abuela so pretexto de llevarla a orinar de emergencia, o la necesidad de seguir el curso del partido pegando la oreja al féretro por donde se escucha la radio portátil de antenita con que han embalsamado al difunto.

La ñerez machofutbolera va entonces mucho más allá de la erección de un estereotipo / prototipo / arquetipo del Fanático Futbolero a la Mexicana, ya que el cine nacional pocas veces había estado tan cerca como aquí de la descripción, la construcción y el desmantelamiento de los mecanismos de un solo, único, exclusivo e inflamado carácter, y pese a sus gruesos hilos titiriteros y a sus insoportables sobreactuaciones, próximo a la inmanencia y la trascendencia de un Carácter, en el sentido literal y literario teofrástico-labruyeresco-canettiano-uribeano del término (en el último caso por partida doble: Uribe y Uribe, por el escritor Álvaro, por el actor Adrián), pues al igual que el personaje denominado El Hombre Molesto por Teofrasto (en Caracteres, aproximadamente del año 322 a. C.), he aquí al Hincha Fanático por excelencia e indolencia que “sin hacer gran daño a nadie, no deja de desagradar mucho”; al igual que el personaje denominado El Hombre de Genio por Jean de La Bruyère (en Los caracteres o las costumbres de este siglo, 1688), he aquí al Hincha Fanático que bajo ese epíteto que pretende excusarlo revela a un sujeto “harto iracundo, frívolo, pendenciero, huraño, quisquilloso, caprichudo”, cuya “descortesía no es un vicio del alma, sino efecto de “la necia vanidad, de la ignorancia de los deberes, de la pereza, de la estupidez, de la distracción, del menosprecio de los demás, de la envidia”; al igual que el personaje denominado El Lamenombres por Elias Canetti (en El testigo oidor: 50 caracteres, 1974), he aquí a El Hincha Fanático que se levanta cada mañana ansioso por elegir el nombre (siempre el de su equipo favorito) que va a lamer durante todo el día como única tarea existencial posible, y al igual que el personaje denominado El Supersticioso por Álvaro Uribe (en Caracteres, 2018), he aquí a El Hincha Fanático que “se jacta, además, de ser racional a ultranza” pero “practica con ahínco los rituales ridículos, aunque por lo general inofensivos, de la superstición”, todos ellos aspirando a constituir un bestiario característico y a representar quizá la singular mascarada humana de “la pobre salud mental del mundo en que vivimos” (Canetti).

La ñerez machofutbolera hace asimismo la vivisección gozosa aunque ocasionalmente trágica del macho atrabiliario y aprovechado, una vivisección entre encomiástica y deturpadora sin decidirse por ninguna de esas posturas, porque ahí está en juego cómico, más que en tela de juicio, su genealógica pasividad esencial amparada por la sufrida madre Doña Dolores (Alicia Sandoval) y contrapuesta con la quejumbrosa activa tía Lupita (Tere Monroy), el regocijante recitado reiterativo de su ideología abusiva (“Hay quienes nacemos para mandar y otros para sudar”), su fingimiento de emociones y sentimientos inimaginables (“Nunca pensé que la muerte de Pedro le pegara tanto a Mariano, con quien se peleaba tanto”), su aguante con piel demasiado delgada e irritable, su anquilosado aniquilamiento / autoaniquilamiento anterior a cualquier raciocinio, su concentración en una sola fervorosa fiebre y en una sola pasión demoledora, su generoso formar parte de la tragicomedia infrahumana de la locura y la sinrazón, su verba locuaz e inadvertidamente autoirrisoria metiéndose más autogoles (“Para ganar hay que tener balones”) que los goles anotados para histeria de los TVlocutores autoexcitados al máximo (“¡Qué golazo, azo, azo!”), su agitado sedentarismo de espectador absoluto y escuchalgo obedecetodo, su infragermánico delirio por los uniformes (mi reino por una verde camiseta emblemática de dudosa alineación y alienación segura), sus espesos y oscurísimos bigotes de semiaguacero pero lo suficientemente siniestros para ostentar un retador dominio sombrío al mismo tiempo que el personaje imaginariamente se protege y se oculta de sí mismo detrás de ellos, su paso estancado por el humor negro sin siquiera registrarlo, su enclenque traza de amante de la acción (de los demás), la necesidad de mostrar y demostrar su gloriosa virilidad mediante una cópula bestial que retumba y estremece y escandaliza a todo el vecindario y merece bajo cualquier pretexto recibir como posterior castigo de Luz Dary una rotunda negativa a pagar el débito conyugal (sin por ello renunciar a la mezquindad de sus ambiciones propietarias a lo Claudia Fernández en Cómodas mensualidades de Julián Pastor, 1990), su Vía Crucis funerario asumido como una pesada gracia y una obra merecidamente mendicante, su lameculismo natural que encarna también cualquier Gutiérrez (Iván Olivares) que se presta para recibir el depósito de la apuesta de oficina, su impertérrita mediocridad enarbolada como un talento excepcional para la autocompasión y el descarado chantaje moral de rodillas a la esposa decepcionada que se le va, y su incallable angustia inmitigable que puede doblegar hasta a su propio sufrido estoicismo quintaesenciadamente masoquista, en suma, los anhelantes desfiguros de su ya triste figura, hasta conformar y perpetuar, por bombardeo atractivo, su efigie ideal, tal como debe encarnarla a huevo el anticarisma medio repelente medio opaco de Adrián Uribe en el papel de sí mismo y de Omar Chaparro, a su vez en el papel de Eugenio Derbez (antes de reunirse los tres comediantes en la astracanesca gringada ¡Hombre al agua! de Bob Fisher y Rob Greenberg, 2018), a su vez en el papel del desastrado Pedrito Infante de Escuela de vagabundos o El inocente (Rogelio A. González, 1954 / 1955), a su vez representando como emblema irreductible el papel de cualquier otro macho fílmico nacional hipotéticamente simpático a priori que a través de las décadas proponga la (una vez e inamoviblemente confesa para siempre) Televisión para Jodidos.

La ñerez machofutbolera hace que todo su humor negro gire en torno a un velorio y un cortejo fúnebre (limitado al cambio de salón velatorio a uno menos ruidoso e incómodo por estrechas escaleras impracticables), pero no para desacralizarlos como ritos negativos / afirmativos fundamentales, como lo hizo el clásico de la fantasía vanguardista Entreacto de René Clair en 1924, sino para acceder, a través de ellos, al tema de la muerte, supuestamente esencial y radical para los mexicanos masiosares tan lejos de su identidad y tan cerca de los aplastantes Estados Unidos racista-trumpistas, pasando del conjunto de cualidades y defectos que moral e inmoralmente diferencian a una persona o a un grupo (los machos mexicanos) al conjunto de cualidades y defectos que diferencian a todo un pueblo, y entonces ya poder moverse, sin mayores conflictos contextuales, en el seno de una delirante fábula ideosincrática a la que nada le es ultraje, porque tanto peca el que mata la vaca como la vaca, en este film tan bastarda e impostadamente mexicano como pudo serlo la abominable visita al país de la traición radical mexicana y de los fieles difuntos trastocados del pesadillesco posPixar y neodisneyano dibujo animado Coco (Lee Unkrich y Adrián Molina, 2017), de nuevo el narcisismo de la bestialidad entre la baturrísima Mecánica nacional de Luis Alcoriza (1971) y su consecuencia lógica México, México, ra-ra-rá de Gustavo Alarmatriste (1975), pero ahora desde la perspectiva abierta por las absurdas esperanzas mediáticamente abiertas en las venas futboleras nacionales y ya analizadas con fiereza en el documental temático Ilusión nacional de Olallo Rubio (2014): el infarto colectivo con muerte futbolera súbita de los Mundiales como sangrado viviseccional, marca de fuego distintiva, señal impresa como nueva X en la frente, modelo de no-ser y no-estar en el mundo, engaño disruptivo (tan embustero como la insinuación de una aviesa apuesta de la mujer propia que plantea inequívocamente el título mismo del film: Tuya, mía... te la apuesto, que también parece la cita de algunos concertados alaridos incoherentes e imparables del TVcomentarista que responde al apodo de El Perro Bermúdez, expulsado hasta de Televisa Deportes), evocadora firmeza de una ineluctable degradación del ánimo y del ánima, carencia límite de índole extrema y dorada condición determinante hasta el aplastamiento, originalidad sin originalidad del origen de una falta de un sentimiento nacional compartido, para que al final se manifieste la segunda naturaleza roñosa de todos los personajes (hasta de la pobre colombianita subsumida que coquetea con el cuñadito resbaloso en el antro y se echa sus tequilazos con los compadres), porque México no tiene ciudadanos sino aficionados televidentes, porque tu nación no cuenta con deportistas sino con descompuestos corifeos de sofá cerveza gritoneante en mano que pronto abandonarán el velorio a su mejor suerte para salir a la calle y brincar dando alaridos montoneros al estrepitoso ritmo del “Son de la Negra” (“Y a todos diles que sí / pero no les digas cuándo / así me dijiste a mí / por eso vivo penaaando”).

Y la ñerez machofutbolera remonta su propia ignominia en la pérdida múltiple, desperdiciando así la oportunidad de hacer crecer a su héroe como ser humano autónomo (“Haz tu vida, que ya es tiempo”), puesto que nada podrá detener jamás la encarrerada euforia de ese Quijote futbolero de barrio que continúa saltando, hasta la eternidad y un mejor día, por las banquetas y arroyos vehiculares, del brazo de su Sancho Panza fraterno, y es que, a pesar de haber ganado por penales, su equipo ha logrado calificar para el Mundial y, por supuesto, eso todo lo compensa, recompensa y sobrecompensa.

La ñerez contranupcial

En Hasta que la boda nos separe (Ítaca Films - Lemon Studios - Bazelevs Production, 84 minutos, 2018), atropellado debut del guionista de la Universidad Iberoamericana egresado Santiago Limón (cortos: Mandrake, 2010; The First Dance, 2012; Stray Dogs, 2014, e Insomnio, 2015; colibretista de La boda de Valentina de Marco Polo Constandse Córdova, 2018), con guion suyo basado en la exitosa comedia fílmica rusa Gorko! / Kiss Them All! de Zhora Kryzhovnikov (2013, haciendo cuatro millones de espectadores y obligada secuela inmediata) escrito por él mismo en colaboración con Aleksey Kazakov y Nikolay Kulikov, el acomplejado jalisquillo costeño arribista con fallidas aspiraciones de novelista Daniel Dany (Gustavo Egelhaaf el exchavo universitario rico gay de Cuatro lunas) y la exgordita directora de relaciones públicas de la sofisticada compañía Mágnum Events para ceremonias especiales María (Diana Bovio la exchava poseída en La posesión de Altair: 1974) han fijado el ansiadísimo día de su boda para dentro de tres meses en su natal Yemalá y han decidido que todos los pormenores de los preparativos sean videograbados por el entrometido hermano menor del contrayente Poncho (Juan Pablo de Santiago), dando como fruto discusiones clasistas-laborales-prejuicios mutuamente humillantes entre los novios, la crónica de una visita de los naquísimos padres del novio el mecánico Fermín (Ramón Álvarez) y su rolliza esposa (Norma Angélica cual sexagenaria desatada) a la mansión de los padres cincuentones de la próxima contrayente, un Don Raúl (Héctor Holten) y Doña Concha (Claudette Maillé) que de inmediato presumen un candil heredado más el busto en pedestal jardinero de un antepasado ilustre, y episodios tan cruciales como los encandilamientos rituales del jefe encaminador abusivo de almas festivas Bobby Palace (Roberto Palazuelos en inglés of course) a su empleada estrella María para encargarse de la organización de su boda que imagina esnob y planea ostentosa a una paradisiaca orilla del mar porque (según dice) se ocupó de las majestuosas bodas de Thalía y de Lucerito con Mijares, o acontecimientos tan providenciales como el obsequio anticipado de un superauto gris que recibe el enamorado ambicioso Dany de su futuro suegro Don Raúl, pero inesperadamente resulta que este mismo simulador viejo roñoso pretende con tal señuelo ahorrarse un buen billete para al fin acabar financiando una ahorrativa boda tradicional mexicana dentro del incómodo salón prestado de un centro de convenciones común y corriente sin mayor atractivo, y también resulta que la encampanada noviecita María está ahora sí ilusionada con realizar su fantasía infantil (ella que cantaba “María bonita” de Agustín Lara al unísono paterno) de volver a sentirse la disneyana Ariel de La sirenita (John Musker y Ron Clements, 1989) cuando vea a su amado emergiendo del océano para desposarla, por lo que a los novios no les queda otro remedio que organizar dos bodas suyas el mismo día: una hiperconvencional para presuntamente satisfacer los afanes tradicionales de ambas familias, con mariachi, torrentes de aguardiente, una Celebridad invitada (Adal Ramones interpretándose ultraetílicamente a sí mismo) y las acostumbradas rutinas nupciales, y luego la boda soñada en la playa, sólo para las amigochas en bikini y los cuates hípsters, sin embargo todo falla: de la primera boda se apoderan el feroz expresidiario al rape y lleno de tatuajes Óscar (Luis Moya) con su aparatosa novia redonda apenas hablante Francesca, la Celebridad se deja embriagar aparatosamente (“No se me va a portar mamón”) y dos sobrinitos se roban el celular de éste para reportarle a un pariente suyo un secuestro con rescate por decenas de miles de dólares, y a la hora de huir de la segunda boda los novios serán interceptados por invitados retrasados en su arribo (pero también mentales) y, por culpa del omnipresente filmador-traidor deliberado / involuntario Poncho, la horda de la primera boda irrumpirá (e interrumpirá) en la subsecuente, el advenimiento marítimo en lancha naufragará, el vestido de bodas de María habrá de incendiarse, una riña iniciada por el celoso exconvicto atrabiliario se generalizará, la policía acudirá en bloque al rescate del supuesto secuestrado, los novios se pelearán de fea e irreconciliable / reconciliable manera (Dany utilizó su recién adquirido automóvil gris para financiar el estropicio nupcial) y todos acabarán tirándose en bola al mar tan frustrados cuan en plena excitación, para resurgir a la mañana siguiente en una julia policiaca, como si nada pudiera bloquear por completo ni malograr jamás los embates de la ñerez contranupcial.

La ñerez contranupcial reclama como máximo mérito decepcionar a todos los espectadores que acuden a ver la película como si se tratara de una comedia romántica de bodas más, bien o mal construida y filmada armada o lo mismo da, pero topándose de repente con esa desorganizada amiba subliminal sin forma ni orden ni concierto, ese adefesio con cámara en la mano de Fido Pérez Gavilán in obbligato de cabo a rabo, con edición ad libitum de Martha Poly Vil, endiablado ritmo caótico a mil por hora y vestuario caprichoso a desesperar de Érika del Toro, para certificar su humor de veloz vomitada sostenida y gags dignos de su productor-factótum kazajo Timur Bekmambetov sintiéndose arrasante conquistador otomano-mongol del siglo XIV Timur Tamerlán vuelto depredador fílmico mundial postsoviético (Abraham Lincoln, cazador de vampiros, 2012, a igual nivel confesional que su Ben-Hur, 2016), porque la vulgaridad reiteradamente vulgarcísima sin atenuantes ni asomo alguno de pudor se descubre aquí como un valor / antivalor hoy en día de validez universal.

La ñerez contranupcial lleva a sus extremas consecuencias la idea de una película construida en exclusiva a base de los fragmentes supuestamente videograbados de uno de los personajes testigos, no en un plano secuencias único tal como sucedía en el clásico film en un solo plano sinuoso eterno Sábado del chileno Matías Bizé (2003), sino a través de todos los fragmentos dispersos, a modo de videoclip gigantesco, un videoclip a lo bestia y sin cerebro, un videoclip hiperfragmentado postamorperruno, un videoclip enloquecido cuyo desquiciamiento visual-predramático pero muy expresivo equivale a un bombardeo antiaéreo de quinientas películas por minuto, un videoclip que no quiere / sabe / puede armar secuencia alguna normal o coherente ni mostrar culpa por no hacerlo, un empavorecedor videoclip amorfo y monstruoso, un videoclip que confunde a Puerto Vallarta con el jardín de diversiones del edén y a la trama hipotética con la incontinencia improvisadora sin ton ni son pero imparable impar, un videoclip en torno a una insignificante Celebridad convidada sin mayor gracia (en México se diría Invitado de Honor, si la película no hubiera sido hecha con mentalidad rusa y al gusto de ella), un videoclip que se sueña originalidad pura e invención arrobadora (mínimo a la altura y la aporía vanguardista del Spring Breakers: viviendo al límite de Harmony Korine, 2013), un videoclip prefabricado y apoteótico cuyo automatizado dinamismo se basa ante todo en el uso inmoderado de la elipsis interna (muchas veces en el seno de un mismo plano pluritasajeado) y el jump cut ad nauseam, un videoclip descomunal a partir de un falso documental confeso y atrofiado, el videoclip de un digest lo que sigue de indigesto, el videoclip de una potencial anticomedia romántica pulverizada e irregenerable.

La ñerez contranupcial juega desde el inicio a la cámara-personaje al mostrar a su videograbador Poncho siendo víctima de sí mismo y de su entusiasmo para caer jocosamente al vacío, luego sólo se le verá cuando se refleja en un espejo, o al hacerse presente al cerrar sus ojitos cuando recibe un puñetazo en plena faz, todo ello en el mejor estilo de la película íntegramente filmada con cámara subjetiva de La dama en el lago de Robert Montgomery y protagonizada (es un decir) por él mismo (1946), pero a cada tercer frase esa estructura rígida de la cinta se cuestiona y cuestiona una y otra vez el papel del videograbador aficionado y ladilloso e incisivo e impertinente en su omnipresencia tan nefanda como la de cualquier documentalista estorboso y denunciador casi a pesar suyo, cual efecto Kieslowski de El amateur (1979) llevado a un punto de ruptura intestino, al grado de convertir al filmador en un ser de continuo amedrentado, amenazado, agredido, excluido (“Más te vale que no me estés filmando”), abofeteado, escupido (muy al estilo Cáucaso-Asia Central), invadido en su espacio (la cuarta pared hecha un asco demolido), y cruelmente madreada, aventándole objetos y poniéndole las manotas encima para evitar su registro o desquitándose de sus contemplativas / hurgadoras / exhibidoras frontalidades al escalpelo moral, aunque sin poder contener su acción, ni detener la abertura celebratoria del festejo en sí cual Caja de Pandora.

La ñerez contranupcial incursiona e incurre en un engrandecimiento del desfiguro, desfiguro de todos y de todo, de manera implacable e invariable, hasta elaborar una verdadera cacería y una tauromaquia del desfiguro, una auténtica metafísica del desfiguro, una paraestética paralítica del desfiguro, el desfiguro del sombrero charro y el álbum de fotos domésticas desde el primer pedísimo contacto interfamiliar, el desfiguro del berrinche por el vestido decepcionante, el desfiguro del gritoneo y el desplome irremediable, el desfiguro del busto robado por un ebrio perdido para que esa piedra no se pierda el show de la boda hasta acabar sumergida en el oleaje cual manchada estatua profanable de alguna cinta memorable de Serguiey Eisenstein o Theo Angelopoulos, el desfiguro de la desinhibición verbal a las primeras de cambio (“Ya me voy” / “No chingues” / “No pasa nada” / “Síganle chupando”), el desfiguro de una triste animadora en contagiosa crisis depresiva y luctuosa inconsolable, el desfiguro de las despedidas de soltero de la novia y el novio bien contrastantes aunque ambas bajo una inescapable égida fálico-alburera, el desfiguro de la madriza noqueadora al DJ internacional para poner música salsera, el desfiguro de los caballitos de tequila y las ráfagas de cámara, el desfiguro del encendedor accionado en las bocotas para hacerlas arder, el desfiguro de los celebrantes manteados sin manta a brazo partido, el desfiguro de la suegra apoderándose del micrófono para arrojar una cascada de patéticos lugares comunes sentimentalistas y añoranzas incomunicables, el desfiguro constante e inclemente de dos fiestas opuestas de las que no se hace una, el desfiguro del que nadie se salva, el desfiguro de la borrachera catastrófica con o sin alcohol al compás de un atronador e infaltable “Son de la Negra” cual segundo e incensurable Himno Nacional, el desfiguro del zapato rolado para colectar emblemáticos valores multivorazmente excrementicios, el pleonástico desfiguro del desfiguro fatalmente desfigurado, o séase, el desfiguro como esencia misma de la mentalidad clasemediera mundial y mexicana en particular, el desfiguro producto del culto a las apariencias sociales de la sociedad tropicalizada en cualquiera de sus estratos estancos, un carnaval del desfiguro.

Y la ñerez contranupcial culmina en una euforia coral entonando “María bonita” a grito pelado, acorde con el consentido sinsentido del sentido de la ausencia de sentido general y comprobable, o algo así, si bien denotativo y connotativo del mamarracho existencial que entraña cualquier boda que en el mundo haya sido (¿como haya sido?).

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9786073016827
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