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La ñerez predestinada

En El que busca encuentra (All About Media - Different Films, 100 minutos, 2017), vivaz cuarto largometraje del cinecomediógrafo exitoso sin edad confesa Pedro Pablo Ibarra Pitipol Ybarra (El cielo en tu mirada, 2012; Amor a primera visa, 2013; A la mala, 2015), con guion original de Miguel Burra y Miguel Pérez Gil, el tierno niñito de 10 años Marcos Aguado (Ramiro Cid) muy aficionado al futbol por contagio paterno (“Vamos a ver ganar a los Pumas”), tanto como apasionado de los trompos, acaba de adquirir uno de ellos color naranja en los puestos del Estadio Azteca, poco antes de que, por estar haciéndolo bailar y viéndolo rodar por las gradas, pierda de vista a su joven papá flaco-bigotón-enchamarrado, sea llevado por un policía al túnel 30 para niños extraviados y allí se tope con la encantadora niñita rubia de su misma edad Esperanza Medina Penny (Mia Rubín Legarreta), también momentáneamente perdida por andar contemplando su foto a través del diminuto visor individual que acababa de comprarle su joven papá lampiño-anteojudo-en mangas de camisa Jesús (Andrés Montiel). Homologados así por el destino, los chicuelos congenian de intempestiva manera formidable (“Hay concursos mundiales de trompo, ¿no has visto a Chabelo?”), sintiendo toda la fuerza de un repentino enamoramiento, justo antes de ser recuperados sin mayor problema por sus respectivos progenitores, pero dejándoles a los dos muchachos una honda huella de comunicación afectuosa. Tan es así que, veinte años después, ambos viven añorando ese fugaz encuentro, él atesorando el visor de cajita y ella el trompo anaranjado, los fetiches que intercambiaron a la hora de pronunciar el adiós, cuantimás que Marcos (ahora el aliviando Claudio Lafarga de Alicia en el país de María) se ha convertido en un agraciado publicista barboncillo capitalino muy inestable que, por estar abocado insensatamente en la infatigable búsqueda amorosa, se encuentra divorciado de una mujer que apenas le permite ver cada quince días a su hijita de dos años y, peor aún, se halla en el duro trance de ser despedido (“Tengo que decirte adiós”) de su empleo por su severa jefa (Carla Cardona) a consecuencia de llevarle en deshoras de la madrugada una ebria serenata de grito pelado a la guapa hija de su mejor cliente hosco (Natasha Dupeyrón), de la que se ha infatuado sin razón ni futuro, para escándalo de la desglamurizada cuatita simpática que sin éxito vive enamorada de él desde la prepa Érika (Damayanti Quintanar) y del jodido milchambas Claudio (Martín Altomaro), los fieles amigos disfuncionales e inseparables de ese varón tan errático sentimental cuan invariable entusiasta. Y por su parte, la linda treintañera Esperanza (ahora la hipertelevisiva ubicua Ana Brenda Contreras) ha devenido en una caprichosa e insufrible profesora de sociología en el barroco pueblo mágico chiapaneco de San Cristóbal de Las Casas que proclama a la menor provocación su incansable búsqueda amorosa, aunque esté a punto de casarse con el ultraconvencional cirujano plasta Jorge Ashby (Erik Hayser) que la aburre a morir, negándose a desposarla en la playa y la deje durante una fiesta en manos de una cursilísima aspirante a suegra que la amenaza con hacerla lucir en su boda una antigua mantilla familiar (“¡Una mamantilla!”), por lo que la bella prefiere irse a embriagar con sus incasables amigas casaderas Mónica Mona (Marianna Burelli) y Angélica Angie (Esmeralda Pimentel), a sabiendas de que siempre será solapada o respaldada por sus progenitores. Así pues, hondamente añorantes e insatisfechos, no será extraño que los dos adultos románticamente marcados por aquel futbolero encuentro infantil se busquen a través de Google, las redes sociales y el teléfono portátil, hasta coincidir en una cita ansiosa y cumbre en un restaurante de San Cris, satisfechos, felices y esperanzados, seguros de que “Amar es no tener miedo a alimentar a un tigre con la mano”, aunque todavía tendrán que sufrir una intempestiva separación indeseada y dolorosa, a causa del repentino deceso del padre de la chica, el extravío temporal de su celular, el retorno decepcionado de Marcos a Ciudad de México, la reconciliación de una desilusionada Esperanza con su tedioso novio médico para aceptar su insatisfactoria propuesta matrimonial, el compromiso de Marcos con su todoaceptante amiga amorosa deleznada Érika, y el triunfal reencuentro in extremis de la pareja desdichada en el emblemático zoológico capitalino donde frente a frente con la bestia Marcos se ha atrevido a darle de comer dos hamburguesas al tigre de Bengala con su propia mano, antes de ser alcanzado en una pierna por un dardo de los vigilantes e instantáneamente sedado, en espera de ser ipso facto recompensado por la fuerza de su compartida ñerez predestinada.

La ñerez predestinada dramáticamente experimenta y padece sobre todo de un predestinamiento al esquematismo, pero no tiene empacho alguno en reconocerse y asumirse, de inmediato y a la vez, alternativa y simultáneamente, como una mera línea argumental demasiado delgada y tenue, una esquelética simpleza de antemano en los huesitos, una idea de cortometraje prolongada y restirada y forzada hasta dar a huevo el largometraje estándar, una trama asombrosamente entre semivacía y semihueca, una entelequia añorante hasta el desafío, un recipiente agotado con la sola mención de su falta de sustancia, un dibujo extenuado aunque inextinguible e indistinguible, un esbozo de fantasía sentimental presa hasta la sorpresa y la saciedad carente de contenido, o sea, una admirable y resplandeciente vasija cínicamente hueca que debe ser llenada con lo que sea cuanto antes, con desechos y retazos desechables de cualquier procedencia o fórmula gastada, lugares comunes decadentes, reciclados materiales producto del autoexcitado saqueo inconvincente o el inoportuno plagio desnaturalizante, sin pudor ni conservando prurito de mínimo decoro alguno: la usura de alusivas cancioncitas del baratón conjunto Matisse invasoramente sonando hasta en el baño o la cocina, el inesperado formato de transmisión televisiva dentro de un real aparato de TV para derramar el goce infinito del encuentro en el estadio desde el voceo por sus altoparlantes mismos (“A los familiares de la niña... favor de pasar a recogerla en el túnel número 30”), la compulsiva y degradante ebriedad femenina y masculina tan permisiva cuan flagrantemente tolerada porque se esgrime la amorosa disculpa de verificarse con vino tinto o tequila por amor y por amor o por amor (“Salud, salud por el amor verdadero”), la evocación idealizadora y compulsiva que se da por cierta y evidente de irrefutable o alucinada manera casi aforística (“Éramos unos niños y aun así me dio la definición del amor más auténtica...” / “Y pacheca del mundo”), las coincidencias de la verbalización al unísono de las decisiones cruciales con imagen dividida o por montaje alternado a distancia espaciotemporal (“La voy buscar” / “Lo voy a buscar”), el esplendor de la Catedral de argamasa amarilla de Las Casas para acoger el aterrizaje viajero de los babas en su atrio palomero, los veloces y afilados retratos maduros contrastantes entre sí de un entero padre inconmoviblemente entusiasta Jesús Medina (Otto Sirgo) y una enteca madre perpetuamente afligida (Julieta Egurrola), la convivencia con el tigre de zoo con una pezuña asida en la virtuosística convivencia navegadora con el monstruoso felino en Una aventura extraordinaria / Life of Pi de Ang Lee (2012) y la otra pata colgada o aplastantemente posada en las fechorías de nuestro humorístico zoodesempleado Adiós mundo cruel de Jack Zagha Kababie (2010) ya sin piedad alguna para el inofensivo-agónico león absurdista de las Historias extraordinarias del argentino flor verbosa de un día Mariano Llinás (2008), y la angustia de la separación infantil (“¡Te quiero volver a ver!” / “¡Yo también!”) que está dada como un trauma en imágenes mentales a lo Sergio Leone (“¿Dónde, cuándo?” / “¡En donde sea!”) aunque sin salir nunca de Televisa porque se tienen como fondo los inefables partidos del clásico TVmasivo América-Pumas de la UNAM y las efigies de los niños dentro de esa TVesfera congelada en el espaciotiempo virtual como un imperecedero recuerdo viviente (“Un encuentro de antología que aún vive en el recuerdo”).

La ñerez predestinada se apoya hasta el hartazgo en la omnipresencia de los confidentes indispensables del sainete teatral a la española o la mexicana clásica popular, ya no con las jetas del caralampio andaluz a huevo Ángel Garasa o de la pelotoncita atropellada Dolores Camarillo Fraustita o del omnititubeante peonesco ranchero autoapabullado pero siempre arrasado Arturo Soto La Marina Chicote o como un coqueteo temible a contracorriente de Consuelo Guerrero de Luna, o con los gracejos pronunciadamente léperos de los cómicos e infracomediantes de relleno del cine de albures con nalguita de los años ochenta-noventa (los flacos Ibáñez y Guzmán, el Chóforo et al.), sino con el despistado rostro plácido del barbón amigo Claudio con más sobrepeso que seso incapazmente pasando sin transición de vergonzante repartidor de pizzas (enviado incluso al depto de Marcos) a gondolero veneciano de Chapultepec, o el semblante resignadamente avispado de la amiga peoresnada Érika indeseablemente besada en plena crisis y conquistada como sucedánea amante de emergencia (descaradamente tomada de la aceptación final de la leal amigota Andrea la Pinocho como sucedáneo amor verdadero en Qué pena tu vida de Luis Eduardo Reyes, 2016), o la aventadaza indecisa Angie flechada de primera intención a un barbilindo colega chileno del rechazado Jorge, o el ligue opaco de la atontada Mónica con el por una vez brillante Claudio, todo ello para hacer avanzar la trama, cruzando la endeble historia principal con varias secundarias, favoreciéndola, contrapunteándola, fingiendo sabotearla (“Pérame, que te mande foto de perfil de cómo está ahorita”), cuestionándola para reforzarla (“Pero no vayas a revelar que has pensado en ella toda la vida, no vayas a hacer lo que todas las películas de amor, por favor”), comentándola hasta la irreverencia del sinsentido potencial, explicitándola al máximo, diversificándola, suplantando su monotonía y ausencia de gracia, sólo para abultar el metraje con sus esbozos de subtramas colaterales, si bien siempre más rápidas y espontáneas, y más ligeras y desenfadadas, que la trama central.

La ñerez predestinada otorga nuevos tintes, toques y retoques al femimanipulador romanticismo a la mexicana, su genealogía desembocando de modo siempre perentorio en los incongruentes delirios femeninos tristemente por sí mismos de la Treintona, soltera y fantástica de Salvador Chava Cartas (2016) o en cualesquiera prolongadas hipocresías autocomplacientes de Todos queremos a alguien de Catalina Aguilar Mastretta (2017); el romanticismo en su laberinto, su uróboro, su cloaca y su olor de santidad; el romanticismo estoico y demagogo a un tiempo; el ineluctable romanticismo del genuino y duradero y absoluto amor así planteado por el esperanzado divagante Marcos (“Jamás la mitad de nada, siempre la cosa completa”), o el inextinguible romanticismo consustancial del auténtico y pleno e inalcanzable amor romántico así planteado por desesperada desesperante Esperanza que sin compostura clama a grandes voces su aguerrida ideología romántica ante arrobados alumnos imaginarios o delante de los ajenos incólumes (“¿Para qué querer la media naranja, si puedes tener la naranja entera?”), un imaginario románticamente iluso que hace coincidir a los dos contendientes contra la confabulación de las consustanciales contingencias forzadísimas a los dos en una prueba de amor, una extrema prueba del amor total a años-luz de las todavía racionales Pruebas de amor de la olvidada aunque intelectualizada y aún agradable comedia homónima de Jorge Prior (1991), el romanticismo de un predestinado neochurro más que churro ofrecido para regular y alimentar patrones de enamoramiento de la juventud mexicana actual e intemporal sin que nadie pueda protestar ni atormentarse con tanta urdimbre de pobreza relacional a partir de un guion insoportable que más bien da pena, un romanticismo embotado cuya excelsitud se propone como envidiable, un romanticismo que opta por lo beato y lo chato y lo jamás radicalmente corporal para eludir los dictados de un inevitable cine del cuerpo erotizado al que sólo de modo indirecto casi involuntario se le permite asomarse esporádica y reprimidamente por aquí o por allí en la fantasía romanticona realizada.

Y la ñerez predestinada se deshace finalmente en giros de cámara sobre regios bustos giratorios en el estadio, un trompo mágico que sabe donde girar, apapachos inmóviles porque instintivamente giroscópicos y besos sonrientes que nunca dejarán de girar, como si esas efusiones rizadas y erizadas fueran las únicas formas por ellos concebibles de entretejer supremas naderías simbióticas certificando que por eso “Mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida” y defraudar El remordimiento desdichado de Jorge Luis Borges.

La ñerez extraterrestre

En Camino a Marte (Tigre Pictures - Filmadora Nacional - Fidecine / Imcine - Eficine 189, 94 minutos, 2017), risueño cuarto largometraje del publicista videoclipero capitalino cada vez más ambicioso y desconcertante en lo comercial de 37 años Humberto Hinojosa Ozcariz (Oveja negra, 2009; I Hate Love / Odio el amor, 2012, y Paraíso perdido, 2016), con guion suyo y del también realizador español gaditano Anton Goenechea (Bad Vegan y la máquina de teletransportación, 2016, y ya colaborador del cineasta en el semifallido Paraíso perdido) más numerosos diálogos y briznas de diálogo delimitadamente coloquiales improvisados por las actrices, premio del público en el Festival de Los Cabos en 2017, la fragilísima chava enferma terminal a causa de un virus inidentificable aunque diagnosticado como cáncer Emilia (Tessa Ia conmovedora porque nunca lastimera) deja de tristear en la azotea intentando divisar la amenaza de un inminente superhuracán que se acerca a la ciudad de La Paz, regresa a su cuarto de hospital, se arma de valor y decisión, se arranca cuidadosamente las agujas que la conectaban a un pedestal móvil con el suero arrastrable, tira al excusado los medicamentos con los que se atiborraba, viste de prisa sus ropas de calle, se enchamarra, cruza el pasillo crucial abrazada a su eruptiva amiga volcánica pero también todoauxiliadora Violeta (Camila Sodi at her best) y se trepa al viejo camionetón de ésta (“Gracias por rifártela conmigo”), para emprender juntas un viaje de libertad, placer y descubrimiento / autodescubrimiento, pletórico de peripecias, a través de las carreteras desiertas de Baja California Sur, bordeando las edénicas playas de su costa, con impreciso rumbo a un lugar llamado Balandra, pero en la tienda de una gasolinera en cierto recodo del camino, donde la desafiante Violeta logra pagarle unos chuchulucos con un besote salivoso al aprovechado empleadillo lujurioso de la caja (Rodrigo Correa) y prometiéndole regresar por el cambio, se topan con un delgado joven barboncillo (Luis Gerardo Méndez cambiando de piel histriónica) que despistadamente imitativo pretende saldar su cuenta de la misma forma sin quitarse el casco que lleva herméticamente colocado en su cabeza, haciéndose acreedor a una salvaje golpiza y debiendo ser defendido tan caritativa cuan valerosamente por las chavas y, abandonando la motocicleta en que se desplazaba el personaje, huyen de manera apremiante a bordo de su vehículo de aún buen uso, medio sacadas de onda por la efigie alucinada y en apariencia inofensiva del personaje, su desamparo y sus balbuceos que pronto logran articularse para indicar su procedencia de otro planeta y decir su nombre, que resulta impronunciable, por lo que, en pleno cotorreo, ambas deciden rebautizarlo con el de Mark, en honor al huracán así denominado que se acerca para devastar la península, aunque pronto ellas se hartan y, creyendo que se trata de un simple loquito, resuelven burlonamente botarlo en mitad de la cinta asfáltica, de donde el infeliz parece no poder moverse, razón por la cual las chavas regresan a recogerlo y deciden llevárselo consigo en su travesía aventurera, de continuo conmovidas e intrigadas por ese extraño ser que pretende dormir con ellas en el cuarto de un hotel caminero, se entrega sobre el techo de la camioneta a rituales cómico-cósmicos fuera de cualquier código orientalista esnob y a desfiguros absorbentes e incomprensibles (“¡Neta!”), simula leer el pensamiento o detectar la gravedad en aumento de la enfermedad de Emilia con sólo tocarla, pasa desde la cima de un peñasco a otra cúspide análoga mediante un sencillo salto al vacío de espaldas, se extasía con un caballo encajonado en un transporte como si nunca hubiese visto uno y consiguiendo que el equino recién liberado como por arte de magia pueda corretear después a un lado del volante que ciñe Violeta, y para colmo, el presunto extraterrestre confiesa su misión de venir a destruir la Tierra en vista de la sobrepoblada capacidad de autodestrucción / destrucción de nuestro planeta, clavándoles la duda a las chicas sobre su verdadera procedencia y ponerlas en crisis, haciéndolas reconsiderar sus valores relacionales y axiológicos en general, sobre todo los referentes a la naturaleza de su amistad y al amor, pues en cierta separación momentánea de las ahora amigas rijosas entre sí, y mientras sin dejar de toser sangre a escondidas la linda Emilia inicia sexualmente al presunto alienígena de quien se ha enamorado, la aventada locochona Violeta vive un mal momento tras cogerse satisfactoriamente al seductor dueño de un cámper llamado Esteban (Pablo Andrés) pero ver cómo el cerdazo amigo machista de éste Jake (Andrés Almeida) pasa a desnudarse para hacer lo propio sin que el otro haga nada por impedirlo y la chava siempre tan segura de sí misma deba defenderse como puede (“¡Sácate a la verga!”) y reconocer finalmente su radical vulnerabilidad ante su amiga (“Me dejaste sola”), prosiguiendo su marcha carretera intentando ganarle tiempo al huracán amenazante y enfrentándose a bloqueos del Ejército Nacional que impiden el paso a su destino de pronto considerado zona evacuada, siempre junto al supuesto extraterrestre, ahora sensibilizado, televisivamente identificado como el desaparecido escritor de ciencia-ficción Jerónimo García y, sobre todo, titubeante en sus confesos designios destructores, al grado de pretender salvar a la península de la catástrofe que se avecina y a rescatar in extremis a Emilia de la dolorosa agonía irreversible que la asalta, tras haberla devuelto ya a una nueva evasión sanatorial, ahora para que la chica muera a su gusto, dos cataclismos acordes, uno meteórico y el otro infeccioso, de los que el enamorado Mark se siente responsable merced a una desatada e ineluctable ñerez extraterrestre.

La ñerez extraterrestre propone, como todas las cintas de su realizador, un cine de personajes, más que de personas o caracteres, de personajes en situaciones cotidianas que parecen límite o en situaciones límite que parecen cotidianas, pero cuál es cuál, personajes formidablemente bien interpretados en sus inagotables desmembramientos multidimensionales, bajo la dominante de una frescura formidable y deslumbrante, exhibida con notable precisión y una soltura jamás impostada, con esa Tessa recuperando espontáneamente la lozanía que le negaba Después de Lucía (Michel Franco, 2014), una Camila Sodi (medio hermana de Tessa Ia en la vida extracinematográfica) que por fin parece actriz, luego de cintas de arte en clave secreta como El placer es mío (Elisa Miller, 2015) y preocupantes espantos de banalidad misógina concebida por mujeres tipo Cómo cortar a tu patán (Gabriela Tagliavini, 2017) haciéndola de crecida chavita con eterna sonrisa insinuante en su crispada carita redonda, y un Luis Gerardo Méndez situado, una vez no es costumbre, más allá de los estereotipos triburbanos que le impuso su éxito en Nosotros los Nobles (Gary Gaz Alazraki, 2012) para poder competir en igualdad de circunstancias libres y graciosamente, a cada momento, como la película misma en su conjunto, con el presunto enviado extraterrestre alucinado de la intempestiva obra maestra argentina de los años noventa Hombre mirando al sureste del primer Eliseo Subiela (1985), entre el titular personaje entrañable de El Principito de Antoine de Saint-Exupéry con su ronda planetaria y el delicioso monstruito ET también titular del film E.T. El extraterrestre (1982) de Steven Spielberg (“Después los míos me recogerán”), con ribetes del erizado costumbrismo dimórfico planetario a lo Ursula Kroeber Le Guin (Los desposeídos como culminación de los mundos Hainish de su ciclo Ekumen), al referirse a los estudios acometidos por Mark sobre la evolución mental de los planetas y en particular de uno lejano por él visitado cuyos habitantes viven en un eterno presente prescindiendo tanto del pasado como del futuro, o al confirmar sus dotes sinestésicas para poder oler el color amarillo y probar la música (sin guiño lisérgico alguno al film Sinestesia de Rodrigo Ortega Ortuño, 2017), aunque la cronista hispana Cecilia Ballesteros de El País prefirió reportarlo como la Maribel Verdú de la presente nueva versión de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), sin duda el film-modelo expansivo de esta truculenta y malgré tout optimista road movie de crecimiento a la mexicana (en la línea de comedia sentimental fuertemente satírica que va de Mecánica nacional de Luis Alcoriza, 1971, con Lucha Villa y Alma Muriel, y Sin dejar huella de María Novaro, 1999, con Aitana Sánchez Gijón y Tiaré Scanda, a Viaje redondo de Gerardo Tort, 2008-2011, con Cassandra Ciangherotti y Teresa Ruiz, y a Güeros de Alonso Ruizpalacios, 2014, con Ilse Salas), donde en cierto episodio las amigotas del alma habrán de besarse en la boca como aquellos temerosos Gaelito García Bernal y Dieguito Luna, aunque sin mayor escándalo y sin que nada anómalo ocurra, ni se vehicule por ello una cinta homosexual, pues de trata de escandalizar a un personaje retrógrada del melodrama realista, rompiéndole su prepotente esquema viril.

La ñerez extraterrestre rompe con los lugarescomunes de la comedia romántica light y del dramedy clasemediero para treintones / treintonas mexican style, gracias a la aventura, la fantasía instantánea, la ambigüedad sostenida y elementos de ciencia-ficción siempre cambiantes (el vengador estallido de la casa rodante al parecer por la sola mirada indignada de Mark pero en realidad por encender Jake un cigarrillo con la hornilla riesgosamente abierta) y permutables con otros tomados de la realidad más inmediata (la tarjeta postal estrujada por el extraterrestre al ocaso pero considerada como su proyectado destino geográfico, la metáfora de la libélula muerta aunque aún agitada como metáfora de nuestra especie en decadencia, la desnudez del espejo como sucedáneo del inmostrable y púdico declive corporal), pero imponiéndose y trascendiendo cualquier andamiaje limitante gracias al relato audazmente construido sobre el azar, y ante todo en virtud de la innata desenvoltura y el fértil desparpajo de las dos chavas de habla particularmente desinhibida (“¿Cómo le hacen para coger en tu planeta?” / “No hay sexo en mi planeta, es la misma energía única, etcétera”) con protectoras gafas negras y cachuchitas altaneramente alzadas, arrobador par de chavas sexualizadas y transgresoras que insólitamente llevan la iniciativa por mera frescura pura y dura, sin culpa, tanto con el supuesto alienígena como con los machines del cámper (“Pinche nalgota que te comiste, cabrón”), de igual a igual e incluso por encima de ellos, se trata de la chica sana o de la enferma en extinción (“¡Te lo cogiste!”), estas simpáticas chavas de impostado acento norteño alentadas y secundadas y coreadas por los forzosos encrespamientos de la música original de Rodrigo Dávila, para seguir acometiendo la gran travesía gozadora de todas las jóvenes tan largamente deseada, hasta culminar en la gloria de una manera de fallecer elegida con toda libertad volitiva y sostenida (literalmente) a morir.

La ñerez extraterrestre comienza formal y narrativamente con una casi informe concatenación de secuencias breves muy elípticas y atropelladas (“Ándale, que te voy a dejar”) entre revoloteos de aves silvestres a lo cuadro de Vincent van Gogh y fotos con iPhone desde el retrovisor y salidas por la ventanilla para gritonearle tanto al agreste paisaje como a la plástica del montaje merced a una edición al principio precipitada de Joaquim Marti Marques y su dinamismo en perpetuum mobile, continúa amaestrando con mayor fortuna la vocación improvisadora del film y de sus actores (maquillados magistralmente por Karina Rodríguez), y de plano acaba haciendo gala de enorme tranquilidad y majestuosa fotografía de Guillermo Garza Morales con suprapaisajista diseño de producción de Annaí Ramos Maza, al jugar con el huidizo sentido del relato y con el título mismo de su película excipiente en el albur del juego de palabras de su título, Camino a Marte / Camino Amarte / Camino a amarte, al igual que exacto tres lustros atrás el exitoso Amar te duele / Amarte duele de Fernando Sariñana (2002) y buscando (y encontrando) los mismos resultados, pero referidos esta vez a un romance desahuciado y de último minuto, para conseguir rebasar la imponente paternidad fabulesca feminista de Thelma y Louise, un final inesperado (Ridley Scott, 1991) que pareciera imperar y hasta aplastar al mercurial estilo adoptado en esta ocasión por el realizador de la parábola rural con humor socarrón de Oveja negra, del romance disparejo entre un adolescente sordo y una extranjera de Odio el amor y la desterritorializada sobreexcitación tremebunda de Paraíso perdido, experiencia sin las cuales no existirían Camino a Marte ni su “teatro sobre el viento armado” (Luis de Góngora) ni sus removedoras y disonantes resonancias eróticas protofeministas-antimachistas de bulto leve pero firme, no obstante sin poder perder contacto con la conciencia de la moribunda atrapada entre la serenidad y la tos sanguinolenta.

Y la ñerez extraterrestre oscurece sorpresivamente al final sus tintes distópicos y apocalípticos, ya soberanamente planteados a lo largo del relato por medio de sus avances alarmistas sobre la Tierra vista desde el espacio exterior y por una bitácora meteorológica de los días / horas / minutos que faltan para la colisión del climatológico choque inminente e inevitable contra la costa bajacaliforniana, pero ahora desde el interior del ojo del huracán mortífero, hermosamente visualizado como un cielo ennegrecido cada vez más cerrado sobre la rebasada cabeza de los espectadores, mientras el aterrado falso Mark cubierto por el auténtico Mark atmosférico logra avanzar cargando el desvaído cuerpo desvalido de Emilia, tan inerme como el desamparado-desesperado bandido generoso Pedro Infante cargando el cuerpo exánime de la india revolucionaria Blanca Estela Pavón en La mujer que yo perdí de Roberto Rodríguez (1949), reinventando el desastre romántico de Duelo al sol (King Vidor, 1946) vuelto como en Hinojosa Ozcariz un retador Duelo al firmamento entero, de repente ensombrecido, siniestrado, enlutado de antemano, anochecido entre bordes de relampagueantes resplandores, enceguecido como la imposible reducción de la complejidad dramática de la trama y de lo real, hacia una conclusión en puntos suspensivos, generosamente abierta tanto en direcciones y posibilidades de lectura interpretativa como en luminosos sentidos por paradoja desplegados bajo las tinieblas de una tormenta arrasadora y quizá genocida, que nada exorciza de la ambigüedad señera, omnipresente, ovnipresente, en la improbable puesta a salvo del erotanático delirio.

382,08 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
791 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9786073016827
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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