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Incapaces de estar a la altura de las circunstancias históricas, los conservadores y los liberales empiezan a turnarse en el Poder y en el ingreso a la prisión como detenidos políticos, ante la indiferencia de los demás pobladores. De impoluto calzón blanco, los campesinos de la comarca bajarán en una sola ocasión al pueblecito, para aplaudir los ideales revolucionarios que regurgita el profe Ortega, y en seguida se regresarán a continuar laborando idílicamente sus tierras, pero sin dejar de lamentarse y echar pestes contra la Revolución traicionada que acaban de hacer, y soñando con el imposible advenimiento redentorista de un tal Emiliano del estado de Morelos.

Bien pronto los vaivenes de la incierta lucha de facciones se volverán monótonos. El erario público se irá mermando hasta desaparecer, saqueado por los dos bandos en supuesta pugna. El Poder ya no será más que la posesión de las llaves de la ciudad, cedidas gentilmente en la cantina. Y para escándalo de todas las mujeres ricas y pobres de la localidad, el señor cura será fusilado de a mentis, pues ya ningún conflicto necesita ser mediatizado. La cancelación de la contienda se avecina. Bastará con que el viejo aparato telegráfico le vuelva a conceder el triunfo al taimado maderista exporfirista Lechuga y con que los demás líderes sean lavados del coco por sus respectivas esposas, cansadas de la incertidumbre. Contando con la anuencia del herrero radical Reynoso, el antiguo jefe político y su engañosa oratoria de jilguero puesta al día seguirán ofreciendo sus experiencias para guiar los destinos del pueblo, para satisfacción y tranquilidad de todos, en el fondo llenos de estimación mutua a pesar de sus disputas y rencillas personales. La estatua del patricio local, que se había convertido en muladar y mingitorio público durante los regímenes de los vencedores momentáneos, se adecenta y se le adorna con un sombrero de alas anchas más bigotes zapatistas; a su reinauguración acudirán, entusiastas, todas Las fuerzas vivas de la población, convertidas al credo revolucionario.

Financiada por la empresa estatal Conacine dentro de su sistema de “paquetes” (para ayudar a trabajadores que nunca vieron un centavo de ganancia), en consorcio con los herederos de la fortuna Trouyet, y publicitada con el concurso de Rius (“Déle madruguete al mal humor”), Las fuerzas vivas no pretende ser más que una farsa gruesa y morcillera, de cara a la vulgaridad del gran público, llena de ambivalencias y alusiones indirectas al sistema político mexicano y sus corrupciones, estilo Calzonzin inspector; su antecedente y modelo. Pero en su reparto “multiestelar” se dan cita los actores más hígados de Churubusco (Reynoso, Junco, Ortega) y todos los cómicos ectoplásmicos que surgieron de Televicentro en los sesentas (Lechuga, Ramos, Salinas, Suárez); la filmación ha sido conducida por Alcoriza sin ritmo ni medida, en la línea de la autoexcitada Mecánica nacional (1971) o la inenarrable beatería de Presagio (1974); y la estructura narrativa carece de cualquier tipo de cohesión, a pesar de inspirarse en el esquema argumental del Andrés Pérez, maderista de Mariano Azuela (aunque ideológicamente invertido) y de que alguna situación remita a un antecedente literario tan remoto como La guerra de tres años de Emilio Rabasa (esa unificación de las mujeres como tentáculos del poderío del cura). El resultado será una película-amiba, construida con escenas yuxtapuestas, que alargan al infinito el mismo chiste, y lo vuelven a contar cien veces. Las fuerzas vivas parece concebida por un nuevo, espontáneo bufón del régimen que quisiera pasar por irreverente su penoso ejercicio de sátira, auspiciada por un Estado deseoso de verse y explicarse como se asume.

Con el pretexto del núcleo corrupto, se organiza la feria de la denigración popular. Se prefiguran tanto los conflictos liberales-conservadores (godos vs. cachiporros) de la berraca canción de gesta a la colombiana En la tormenta (Fernando Vallejo, 1980), como la sangroncísima execración por el absurdo del movimiento peronista en el poder de No habrá más penas ni olvido (Héctor Olivera, 1983). El ridículo del film intenta ridiculizar ridículamente tanto a sus personajes ridículos como a las entidades ridículas que representan. He aquí la beligerancia chafa de los opositores chafas que chafamente tratan de acomodarse al zarandeo chafa de una Revolución chafa que es la única posible en un país chafa. Ridículo y chafez son sinónimos para Alcoriza de estupidez y corrupción.

Tanto la manipulación de la grosería como la complacencia en la torpeza de todas las criaturas alcoricientas, tienden a reforzar en sus espectadores la estupidez y la torpeza, a hacerlas admirar, a definirlas como intrínsecas al núcleo corrupto (que forman todos los mexicanos), a eternizarlas como antivalores ineluctables. La sátira política tolerada reescribe a su manera la Historia, creyendo cuestionarla. El porfiriato no era un régimen de feroz explotación feudal, cruelmente represivo, sino un curioso orden corrupto, en el que ya había acarreados para aplaudir actos oficiales y donde se podía abuchear con impunidad a las autoridades. Por aquel entonces no existían clubes anarcosindicalistas, sino confabulaciones de taradazos. Y era tan divertida la Revolución, jua-juá, que Don Porfirio se sigue riendo.

Como después lo confirmará la oligofrenia inventapróceres de un pueblerino huevonazo (Rafael Inclán) en El héroe desconocido (Pastor, 1981), la corrupción actual del país ya no es el producto de la bancarrota política de una muy concreta dictadura de partido impuesta por el PRI, desde la época de Alemán a la fecha, sino que predomina en los mexicanos una corrupción intrínseca, que a veces provoca alguna Renuncia por motivos de salud (Baledón, 1975) sobre Las cenizas del diputado (Gavaldón, 1976), y nada más. Una corrupción orgullosamente mexicana. Una corrupción que ya existía en el porfiriato, porque de seguro se inició en Aztlán cuando el reparto de las tribus nahuatlacas, y que acompañará a la nación hasta la inmortalidad, con revoluciones de ineptos o sin ellas. Hay que reírse de la corrupción, virtud consustancial del pueblo mexicano, inventor de ella y su único usufructuario en el universo, por fortuna.

Te sueñas Jonathan Swift y te levantas Marco Antonio Almazán (El rediezcubrimiento de América). En Las fuerzas vivas se expresa el goce del fariseísmo liberal. Una vez inferiorizada la presencia del pueblo dentro del núcleo corrupto, la pirámide del Poder puede sentirse a salvo, incólume, inmune a movilizaciones sociales. Aun cuando Alcoriza pretende hacer tenaces embestidas posbuñuelescas contra la Santísima Trinidad Autoritaria (la civil, la militar, la eclesiástica), la cinta jamás se burla consecuentemente de los de arriba (las autoridades porfiriano-priistas), sino de los de abajo (los jubilosamente transados, como los campesinos aclamadores). ¿Cómo creer en un anarquismo que arremete contra la honra matrimonial del regidor blandengue en calzones (Farnesio de Bernal), si el único ente gracioso de la ficción es el más negativo, ese jefe político magistralmente interpretado por Lechuga? ¿Cómo creer en un antimilitarismo enfocado contra la desarticulada prestancia del coronel Salinas? ¿Cómo creer en un anticlericalismo dirigido contra el único personaje vigoroso de la farsa, ese cura entrometido ante cuyo vozarrón y corpulencia babea la cinta, al unísono de las beatas? ¿Cómo creer en las audacias liberales de una película retrógrada que sólo presenta a la mujer como irredimible fanática que manipula sentimentalmente al hombre hacia la traición a su deber, o como un pellejo envejecido, sexualmente digna de la peor degradación? ¿Cómo apreciar la altivez de un odio fácil contra el soplón, cuando se condena con mayor vehemencia el pecado de gula que comete contra el mole el profe Ortega?

Dentro de la tradición de genocidio síquico emprendido por el cine populachero mexicano en contra de la Revolución de 1910 (cucarachas, tonizapatas, cánticos posfeudales a todos los ranchograndes), Las fuerzas vivas rompe récord. Es la primera película descaradamente antirrevolucionaria del cine estatal. Superando a Calzonzin inspector, la sátira al núcleo corrupto se mantiene saludable gracias a la antihistoria y luego congela para siempre sus risotadas.

La indiota al poder

Como cabra loca y rejega, habita en una pequeña cueva del monte. Tiene una convivencia de igual a igual con su burrito Filemón, al que le da las patadas que ella merece, y es más terca que una rancherita de pocas luces. Lleva larguísimas trenzas llenas de moños a cada lado del pecho. Muestra al menor despropósito su sonrisa franca y pletórica de dientes. Parece ufanarse de su carota redonda y sus ojillos vivaces, de sus pómulos mongólicos y sus desplantes mongoloides. Viste una inconfundible pollera mazahua que brilla monocroma sobre su cintura de tamal. Camina al trote y escondiendo sus vergüenzas glamorosas bajo unas naguas que le llegan hasta debajo del huesito. Exhibe una picardía con retraso mental evidente y desafía al ridículo a la vez que lo convoca cuando canturrea deliberadamente desafinada, o cuando guarachea en aguacero creyendo bailotear muy coquetona.

Es la India María, a quien encarna con entusiasta desenfado y monotonía empecinada la cómica televisiva María Elena Velasco. Es la India María, una creatura inocentona hasta la crispación; un personaje nacido en el maratónico programa Siempre en domingo, donde empezó a aparecer como “prima pueblerina” del zalamero conductor Raúl Velasco, pero que obtuvo estructura mínima, mundo propio y gran arraigo popular, gracias al cine. Más que para hacer reír, la India María está hecha para ofrecerse en escarnio. Más que para hacer reír con sus peripecias, las películas de la India María están hechas para reírnos de su protagonista como voluntad y representación. La gracia como hipótesis cachetona.

Civilización y barbarie, complejidad de la vida mediocremente estandarizada de las ciudades y elementalidad de los valores indígenas ya transterrados. La incapacidad para entender, abarcar, dominar y asumir códigos culturales más sofisticados y que responden a distintas necesidades básicas, pasa por tontería congénita, se tipifica como sustancia racial y es exhibible a modo de esencia de lo risible y de lo deleznable innato. Si algún maloso hace correr la voz de que golpear a la taquera India María da buena suerte, nadie lo pondrá en duda y todo mundo comenzará a vapulearla contento y sin piedad (Algo es algo dijo el diablo de Fernando Cortés, 1974); ella se chivea y se muerde el rebozo.

La denigración del indígena desde la prepotencia de la clase media urbana comenzó en la baja comicidad radial de la pareja masculina formada por Régulo (Manuel Tamés hijo) y Madaleno (Francisco Fuentes), dos “inditos tepujas”, o sea dos indefensos aborígenes bajados del cerro a tamborazos, o sea dos enclenques figuras paternalizables y rematadamente ignorantes a quienes sólo protege la malicia pueril y la suerte del buen salvaje extraviado en el asfalto; pero, fuera del ámbito imaginario de la XEW de finales de los cuarentas, no sirvieron ni como precursores de la comicidad cerda de Cheech & Chong; eran insignificantes hazmerreíres que apenas lograron intervenir como comparsas en comedias convencionales muy desinfladas (Una gringuita en México de Julián Soler, 1951, Ella y yo de Miguel M. Delgado, 1951).

Lo que no pudo la radio con ilustración fílmica, lo consiguió el medio electrónico puesto en cinta. La India María opera como un desquite y un exorcismo. Las inmigrantes de la Sierra Mazahua y sus chillantes indumentarias han dejado de ser la otredad acusadora e incomprensible que, convertida en vendedora ambulante de mil cabezas y otros tantos niños cargando, invade (¿infesta?) las calles de la Ciudad de México. Gracias a la India María, las “marías” se han vuelto domesticables, deslindables, ubicables, comprensibles, codificables y dulcemente escarnecibles sin mayor culpa. La deuda está saldada; pero no basta con ya poder despreciar a las marías en las calles y en el kinescopio listado. El milagro del cine abrupto permitirá perseguirlas hasta su hábitat de cuevas y jacales imaginarios, cazarlas a través de su idealizada representante, rascarse los escrúpulos antirracistas y mofarse de un imposible México sojuzgado / redimido por ellas, para hacer imperar su mentalidad de atraso. O sea, ningún alboroto social se equipararía con el escándalo benéfico de la India María convertida, por accidente, en La presidenta municipal (Fernando Cortés, 1974).

Los orígenes son idílicos. Tonta tonta pero no tanto, orgullosa de que le hayan puesto a ella la vacuna contra la encefalitis equina y no a su burro Filemón, la aborigen analfabeta María H. Cruz (María Elena Velasco) vivía dichosa, jubilosamente apolítica, dedicada a hacer mole los domingos y a venderle coatlicoes en monokini, más otras piezas prehispánicas tan falsas como ésas, a su amigo el gringo baboso Mr. Peppermint (Pancho Córdova). Pero un suceso inesperado vino a perturbar su tranquilidad. A pesar de llamarse a sí misma “la única mexicana que se abstuvo en ir a votar”, parece haber sido designada, por elección popular, como presidenta municipal del pueblo de Chipitongo el Alto. Tras muchos ruegos, aceptará al fin el cargo.

Por supuesto se trata de un error, causado por el ancianito medio cegato Arriolita (Armando Arriola) al imprimir las boletas electorales, donde en vez de poner el nombre del cacique y candidato único Mario H. Cruz, estampó el casi homónimo de la India. De nada habrán servido, pues, los afanes de los pistoleros del cacique por conminar a los campesinos para que eligieran a su patrón. El desarticulado representante del RIP (Manuel Flaco Ibáñez), como todos los miembros de su partido, insiste en que “se cumpla la voluntad del pueblo”. Aunque “nunca toma”, la India María toma posesión, en medio de la algarabía y el regocijo colectivos de la impotencia política.

La gestión de la India María en el poder no podría ser sino una pequeña guerra sucia contra la inteligencia y una victoria del populismo más retardatario. Desde el primer momento empieza a dictar lecciones de moral poscristera. Recita morcillas infantilistas del dialoguista cantinflesco Carlos León. Persigue la filantropía sensiblera del Cantinflas de El ministro y yo (Miguel M. Delgado, 1975). Demuestra su incorruptible torpeza a la menor provocación. Sale a custodiar la ideosincracia feudal del pueblito desde el lomo de su burro, al que a veces hay que empujar porque “se le descarga la batería”. Amenaza a sus más queridos subalternos, el cabo Melquiades (Resortes) y el Secretario (Mantequilla), con hacerles sacar un diente por cada “mordida” que acepten. Se enreda con la correa del rifle al desear ponerse muy marcial y mejor se conforma con un sombrero rural de ala levantada. Ordena reabrir las iglesias, en un país donde rige inalterable la libertad de cultos desde hace más de cuatro décadas. Reprende a las madres solteras. Comisiona a dos agentes de su Secretaría de Obras Públicas para que “saquen del pueblo”... a un hoyanco. Promueve cual histeroide Celestina de Miguel Sabido (1973) una nutrida sesión de matrimonios colectivos. Impone arbitrarios gravámenes al aguardiente y al juego. Obliga a los jornaleros desobligados a cederles la mitad de su salario a sus hembras llenas de escuincles, pues no hay mejor feminismo que la “paternidad responsable”. Por otra parte, no olvida sus deberes como mujercita, y se la pasa capulinamente meciendo a un sobrino dentro de su choza. Aperturista alivianada, en las fiestas perpetuas de la comedia ranchera, se revienta un zapateado con Melquiades, le pone banderillas de Calzonzin a un toro bravo en un ruedo y queda en buenos términos con sus aliadas, Las fuerzas vivas de Alcoriza (1975) y de la historieta Los agachados de Rius.

En una postura a medio camino entre el Cantinflas de la decadencia, descaradamente servil con la Autoridad (Conserje en condominio, 1973, El patrullero 777, 1978, y El barrendero, 1981, de Miguel M. Delgado), y el acantinflado Arau de Mojado Power (1979), que comercializaba un emblema ramplón entre los chicanos ilegales para restituirles su orgullo defensivo contra los abusos de la migra, nuestra demagoga involuntaria y adoración de las mujeres de la comarca tendrá que repeler ataques e innobles artimañas del cacique anacrónico, enemigo hasta del benefactor partido oficial, y sus secuaces. Cual desdeñosa Melibea, la India resistirá valerosamente el cortejo de un rubiales Calixto muy bien trajeado, como patroncito de casa rica, irresistible para hembras con mentalidad de fámula desgobernada como María; poco importa que las trenzas se le hayan erizado cual rayos al enamorarse a primera vista de ese indigno enviado del cacique, lo hará correr a karatazos cuando trate de propasarse en el jacal de la inexpugnable magistrada. Cloroformada y secuestrada, acabará despelucando en el pókar a sus captores, repartiéndoles los naipes en cámara rápida y llenándose de corcholatas y botones antes de ser liberada por sus amigos más leales. Por último, entre mil atrabancamientos, capturará al mismísimo cacique (“Raza de bronce, mucho bonito”), descubrirá las ruinas de un arqueológico Entierro Popoteca (“Hay que hablarle en seguida al INAH”), cederá el regenteo de esa zona a Mr. Peppermint porque el turismo extranjero hará progresar al pueblo (“Pásele a su home sweet, home), llevará a bautizar a su sobrinito por un cura gachupín ya en plena apoteosis ideológica (“Yo la hago de mamá”) y, al salir del templo, recibirá la noticia de que el progresista RIP en vías de renovación la ha postulado como candidata a Gobernadora del Estado. El miedo no anda en burro: aceptará a regañadientes, pero sin perderse la oportunidad de gritonearle a la cámara su último mensaje despolitizador (“Nunca se metan en política, nunca lo hagan”).

La presidenta municipal llega después de Pobre pero honrada de Fernando Cortés (1972), donde la India María industrializaba el agua mágica de un manantial sólo para meterse en líos tipo Macario (Gavaldón, 1959) de los que apenas conseguía salvarla el Padre Bonifacio (Ángel Garasa), y a continuación de La madrecita (Cortés, 1973), donde la India María era ascendida a Sor María Nicolasa para amparar niños huérfanos, corregir pequeños delincuentes, ir a dar en hábitos a la cárcel por generosa necedad y ganar a la lotería el dinero que salvará de la ruina al convento, demostrándole a las monjas cómo “pasar a la acción”.

Nueve años después de La presidenta municipal, la propia María Elena Velasco pasaría, a la realización de sus películas, cada vez más gazmoñas, apresuradas y taquilleras, convirtiéndose en la primera autora total de nuestro cine cómico.

Dato de valor meramente estadístico: El coyote emplumado (Velasco, 1983), sobre el tráfico de joyas arqueológicas durante una convención internacional acapulqueña, y Ni Chana ni Juana (Velasco, 1984), con la historiona en el doble papel de campesina en la ciudad y su despectiva hermana ¡española! convertida en cantante asediada por bandidos, nada añaden al limitado mundo de la India María al cabo de quince años de fatiga, y sí le elimina el ritmo que había logrado darle el buen oficio veterano del puertorriqueño Fernando Cortés o del mexicano Rogelio A. González (Sor Tequila,1977).

Racismo, clasismo, sexismo y politiquería hermanados: confluyen en La presidenta municipal el plano astracanesco y el plano “educativo”. Es la idea que el cine nacional de los setentas ha tomado de la “diversión blanca para el público sencillo” propalada por la TV comercial, sus alevosas caricaturas sociales y su limbo reforzador de prejuicios vejatoriamente paternalistas.

El arraigo acústico

El instantáneo ídolo de la canción ranchera fronteriza de los setentas Cornelio Reyna emite una voz demasiado tipluda y desvirilizada para tratarse de un trovador norteño; tiene facha de campesino tragón, ojos de apipizca, cabello aceitoso bastante larguito y se le caen algunas mechas sobre la frente; se muestra sin pudor, tan abotagado y cacarizo como el también cantante-compositor José Alfredo Jiménez en sus mejores épocas; es tan lerdo y chaparro como Miguel Aveces Mugía; padece la virtud del agradecimiento compulsivo de Pedro Vargas, y hereda el glamur pastoso de Javier Solís. Su personaje Cornelio de Me caí de la nube (Arturo Martínez, 1974), segundo de sus papeles estelares, usa pantalones que ya traen rodilleras porque no hay quien se los planche, zapatos agujerados de tanto caminar de cervecería en cantina ahogando penas, y chamarras para toda ocasión: chamarras blancas con cierres relámpago para combinar con tenis payos de tres colores, chamarras imitación gamuza con solapones redondos para irse de ligue, o chamarras de mezclilla para andar derrotadón; se le ve siempre medio apocado porque está juntando para traerse a su jefecita del rancho y poder curarla en la ciudad; pero, por encima de todo, no tiene dinero / ni nada que dar / lo único que tiene / es amor para amar, o sea, si a Cornelio la figura no le ayuda mucho, las cualidades morales no le faltan. Aparte de buen hijo a distancia, es buen compañero; no titubea en tomar de la manita a Serapio, su Sancho Panza, para buscar trabajo en compañías de mudanzas que no requieren más personal. Es humilde, al grado de sentarse a descansar a media banqueta. Es generoso, al extremo de gastar sus últimos centavos en pan de dulce para llevárselo a su tía María, en cuya casa de vecindad, entre jaulitas y macetas vive temporalmente como arrimado gorrón. Es tan noblote y aguantador que, si su primo mariachi Lorenzo (Lorenzo de Monteclaro) lo golpea por envidia y rencor en unos camerinos, él nomás se soba la quijada adolorida en el suelo y rehúsa contestar la agresión. Es modesto por naturaleza acomplejada y jamás se envanece con sus triunfos meteóricos, ni siquiera cuando ya va a grabar un long play. Es comedido y servicial, hasta para sacar de a doble raya a sus amigos borrachotes de cantina. Es ahorrativo, al límite de renunciar a comprar tortas de milanesa, con nueve horas sin probar bocado, esperando que se las disparen. Es cariñoso y respetuoso con todos los que lo rodean, y muy tímido con la señorita Emma (Sonia Amelio) a quien se le declara en voz baja, como si le estuviera pidiendo un inmerecido favorsote, dándole de antemano todo el tiempo que quiera para que lo piense.

En pocos años, sin polca ni redoba festivas, Cornelio Reyna le quitó al Piporro toda la clientela que le quedaba. Mejor cotizado fuera del país, se volvió un ídolo para la chicaniza que abarrota al provinciano teatro Million Dollar de Los Ángeles, implorando ruidosas afirmaciones vernáculas y arraigos acústicos. Desde 1971 hasta mediados de la misma década, sus canciones eran las favoritas de las domingueras sirvientas desarraigadas, que las bailaban de a brinquito en el ya desaparecido parque Mariscal Sucre del DF. Aunque pareciera lo contrario, su letra más popularizada, “Me caí de la nube en que andaba / como a veinte mil metros de altura”, no se refería al accidente en que perdió la vida El increíble profesor Zovek (René Cardona padre, 1971).

El encargado de darle la alternativa fílmica al ascendente Reyna fue el caballista-cantor Antonio Tony Aguilar, quien llegó a irrumpir en los ruedos pueblerinos con un pendón de la Virgen de Guadalupe, para clavarlo en el centro y rezarle de rodillas antes de empezar su show; incluyó a Cornelio como comparsa sonora en La yegua colorada y Valente Quintero (ambas de Mario Hernández, 1972), cintas destinadas a reverdecer las glorias rurales de Tony, pero al exhibirse en las cadenas hispanas del sur de Estados Unidos daban categoría de primer actor a Cornelio en los anuncios, capitalizando la fama de que ya gozaba en esos perdidos territorios mexicanos, sólo recuperables por la vía del folclor.

La primera aparición realmente estelar de Cornelio Reyna en el cine nacional fue Lágrimas de mi barrio (Rubén Galindo, 1972), una paupérrima producción de los Estudios América. Entrada falsa: como vendedor callejero, oscilante entre Pedrito y Chente, Cornelio nada más no la hacía, aunque hubiera enviudado de repente y buscara desesperadamente una nueva mamá para su hijo Toñito, se enamorara de la emputecida hija de Clavillazo (Ana Martín) que iba a traerlo por la calle de la amargura y por las puertas del presidio, hasta que terminara persiguiendo por todas las terminales de autobuses foráneos a su pequeño hijo, huido de la casa paterna. Fallido vendedor de chueco y ajeno a los consejos machistas para domar a su talonera de pelo viciosamente pintarrajeado, el buenazo Cornelio veía morir de congestión alcohólica a sus cuates en plena celebración y él nada más cantaba, chillaba y bebía, añorando con escepticismo y dulzura estentórea “Un engaño más”.

Confeccionada a la medida de sus posibilidades y rodada al vapor, Me caí de la nube presentaba a un Cornelio que ya no se desgarraba por el jodidismo callejero “platicando con mi amor” como en Lágrimas de mi barrio, sino que cándidamente llegaba en un camión de la Flecha Roja, procedente del norte y esgrimiendo una verdosísima fotografía del Periférico, mientras se escuchaba una ríspida Introducción & Allegro de mariachis, cual promesa de arraigo garantizado y ecuménico. Llega con infalibles deseos de derrotar a la ciudad, camina por la calzada de Tlalpan cargando maletas de madera y cobija enrollada, va custodiado por el gordo Serapio, se apantalla con las dimensiones del Zócalo, ve emerger a la Torre Latino de entre las azoteas (“¿Por qué encimarán aquí las casas?”), renuncia a querer sembrar las calles como el Victorino de Alatriste (1973) y llega feliz a la vecindad de sus parientes (“Está re padre el pueblote éste”). Con tan sensatas premisas, ninguna sorpresa habrá en la conclusión. Me caí de la nube será una variante apenas up to date de la máxima convención del cine populachero “clásico”, según la cual toda emigración Del rancho a la capital (De Anda, 1941) comienza en la vagancia de la plaza Garibaldi y culmina en el esplendor del teatro Blanquita.

Por supuesto, Cornelio sólo podrá encontrar empleo como mariachi, en el conjunto de su primo Lorenzo, aunque éste lo haya recibido con desdeñosos brazos cruzados, lo haya mirado con ojos de pistola al verlo flechar desde el primer encuentro a su pretensa Emma de cejas depiladas, lo haya ayudado a cantarle “Señora bonita” a las poderosas damas que llegan a la plaza, y él mismo naufrague en la desesperación alcohólica al verse humillado y desplazado por su primo. Pero eso poco importa; en la anagnórisis de la virilidad acústica y tipluda siempre hay gañones magnánimos y vencidos rescatables.

En busca de algo “nuevo y diferente”, han llegado los talent scouts de Gitana tenías que ser (Baledón, 1953) y de Cuarto de hotel (Fernández Bustamante, 1952) al meritito Garibaldi. El líder del mariachi se acerca a ofrecerles Poeta y campesino o la Rapsodia húngara; pero por fin suenan a voz en cuello los górgoros melódicos de Cornelio. A su conjuro, el mundo cambia, encarnan los deseos, el pensamiento encarna, el público menudo aplaude y aúlla, una pordiosera hija de la Guayaba y de Audrey Doolittle se acurruca romántica en las gradas de la fuente saltarina, las señoras de pieles bajan del carrazo y los empresarios babean aquiescentes (“Qué buen número, será un cañón”). Será un éxito desde la velada de ensayo en el salón de los candiles de una estrella que, cual metáfora de sí misma, se llama Estrella (Rosenda Bernal). Será un éxito en cierto escenario teatral circundado por un hemiciclo que semeja el bordado de un sombrero de charro. Será un éxito que provocará el asedio erótico de fumadoras descocadas para hacerse pasar por enamoradas del nuevo winner. Será el éxito que propulsará a la celebridad a ese cantante-compositor con un monote negro con puntitas blancas engalanándole el pescuezo, pero que se chivea cuando lo asaltan a besos sus admiradoras aunque se esconda tras bambalinas. Será el éxito que provocará feroces celos acomplejados de la Emma de vecindad, quien apenas alcanza a asomarse tras sus enormes arracadas y a pelar los dientes cuando ve a su novio acosado por otra, exclamando modesto “Híjole, qué buena onda”.

Cornelio Reyna casi no se equivoca al interpretar el papel de Cornelio Reyna, incluso cuando se va al rancho por su progenitora y regresa del brazo con una cabecita blanca de clase media provinciana, con crucifijo al cuello, chongo dignísimo y chalecito tejido, en busca de protección, pronto hallada en un espontáneo admirador del cantante (“¿Los llevo, maestro?”) para sacarlos de la terminal. Se avecina la peor tragedia del Edipo mexicano bien arraigado, desde que descubriera con pavor que su madre al engendrarlo ya no era virgen. En un hospital donde se escucha música fúnebre con órgano y solos de violín, un médico con gesto compungido de Capulina y bata que ostenta una única salpicadura de sangre discreta, llevará a nuestro sufrido héroe al lecho agonizante de su madre (“Mamacita, no te mueras”); pero ella, ay, siguió muriendo, entre tanques de oxígeno y trágicos acordes de hammerklavier, no sin antes proferir palabras perdurables (“Cornelio, eres un buen hijo, me has hecho muy feliz, me has pagado con creces lo que hice por ti…”).

Desde aquel Pedrito llorando en la tumba de Sarita durante días y tormentas (Vuelven los García de Ismael Rodríguez, 1946), no hay Edipo mexicano bien arraigado que pueda recuperarse así nomás de golpes en la vida tan fuertes, yo no sé, sin una semanita de borrachera siniestra, por lo menos. Después de atisbar a su mamá como angelito tras la ventana del ataúd, será la fenomenología de una caída desde abajo, con la vocación al fracaso de Campeón sin corona (Galindo, 1945). Cornelio será expulsado de cabarets, oirá bongoceros que hieren sus oídos de Día de la Santa Cruda perpetuo, penetrará en rojoamarillentas penumbras presagiadoras de lo peor que nunca llega, monologará con su desdicha ante los espejos de una barra de cantinucha, y los policías tendrán que despertarlo para que no muera de frío con la chamarra abierta sobre la banca de un parque.

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9786073009232
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