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La frontera grifa

Aun antes de que el cantante infantil Pedrito Fernández cruzara a nado el río Bravo, se contratara como bracerito en una plantación, convenciera a su padre achicanado que regrese con su Mamá sólita (Delgado, 1980) vuelta baladista de cabaret, y ganara un campeonato de ciclismo minimosca; aun antes de que el tetón Jorge Rivero consumara el prodigio de convertir en héroe generoso a un pollero que explota miserables jornaleros deseosos de cruzar clandestinamente la Frontera brava (Roberto Rodríguez, 1979); aun antes de que las hermanas Maritza Olivares y Patricia Rivera se fueran al otro lado en busca de una esperanza que en su tierra ya se les murió, para hacerse violar, explotar, prostituir y asesinar por la migra y la realidad todavía más cruel de Las braceras (Duran, 1980); y aun antes de que la madre soltera Lucía Méndez alias La ilegal (Ripstein, 1979) secuestrara a su propio hijo más allá del río Yuma para ser perdonada por un cariñoso tribunal estadunidense, ya existía un cine nacional que tomaba como pretexto y tierra de nadie melodramática a la frontera con los Estados Unidos. Era una frontera sedentaria donde se aglomeraban todos los malos mexicanos, sospechosos de querer renunciar al orgullo patrio de nuestras canciones rancheras por unos cuantos dólares y, peor aún, importar costumbres ajenas a nuestra idiosincrasia, propiciando la penetración cultural que nos despoja alevosamente de nuestra pintoresca identidad. Aunque el árbol ya esté podrido, saqueado y endeudado, habrá que seguir protegiendo y reverenciando sus raíces.

En su acucioso estudio La visión de la frontera a través del cine mexicano la investigadora Norma Iglesias, del Centro de Estudios Fronterizos del Norte de México, ha elaborado un repertorio de 181 películas sobre el “tema”, de 1938 a 1984, cuyo análisis señala el peligro que existe cuando “los estereotipos se toman como realidades”, denuncia “la imposición etnocéntrica de una definición de la realidad (desde el centro del país) para consumo obligado de quienes viven esa realidad y aun en contra de lo que están viviendo”, y señala una persistente evasión de los problemas sociales que derivan de la migración de los Estados Unidos, al considerarlos “un mal que sólo afecta al país vecino” (entrevista con Patricia Vega, La Jornada, 7-XI-85).

Más que un género, el cine sobre la frontera norte se ha vuelto en pocos años, de 1976 a la fecha, un emporio de películas “piratas” de bajísimo presupuesto y pésima factura, en ocasiones subprofesional y fraudulenta. Más que un género en sí, un vaciadero de todos los géneros: el arraigo acústico, el folletón lacrimógeno, el melodrama sublime, el delirio nacionalista, el subproducto de películas de motociclistas (Siete en la mira de Pedro Calderón III, 1984), el cine de horror sanguinolento (Cementerio del terror de Rubén Galindo hijo, 1985), la saga de desgracias familiaristas (El Cara Parchada de Mariscal, 1980), etcétera.

Las acciones suceden indistintamente a ambos lados de la frontera, pocas veces se basan en un planteamiento sociológico adulto (Raíces de sangre de Jesús Treviño, 1976, es rara avis), y en ellas los productores mercachifles (Raúl Ramírez, Rogelio Agrasánchez, Calderones, Galindos, Güero Castro y demás) se atreven a insertar, sin el menor pudor, inenarrables retorcimientos dramáticos que se “adecentarían” en otras películas situadas en territorios “normales”.

Así, pues, aun antes de que el narcotráfico en la frontera con los Estados Unidos ocupara grandes titulares en los periódicos, el glamur cínico del narco Rafael Caro Quintero adquiriera instantáneamente la fuerza de un ídolo nacional casi al nivel de Pedro Infante, el cocainómano exjefe de la policía lopezportillista inspirara una inepta hagiografía fílmica que lo erige Triunfador de la Corrupción digno de todas las envidias pobre-diablescas (Lo negro del Negro, Rodríguez Vázquez-Escamilla, 1985), y antes de que el narcotráfico se tornara un problema político de primera magnitud, el cine destinado a exportarse al sur de los Estados Unidos ya hacía mucho tiempo que venía cultivando una exitosa serie consagrada al elogio velado de los narcotraficantes y de sus policías cómplices. Provenían en línea directa de Frontera norte (Oroná, 1953), donde el detective tijuanense Dagoberto Rodríguez cedía al chantaje del sádico narcotraficante Víctor Parra y aprehendía a su propio hermano contrabandista Fernando Fernández para no herir moralmente a la madrecita de ambos; y ya tenían como hitos fundamentales la saga de Camelia la Texana y la de los Pistoleros famosos.

Basada al principio en el corrido fronterizo que narra los trágicos amores de la traficante de drogas Camelia la Texana con el joven Emilio Varela, la primera de las sagas mencionadas se compone, por lo menos, de cinco películas al hilo. En Contrabando y traición (Camelia la Texana) de Arturo Martínez (1976) las tormentosas relaciones de la cuarentona delincuente Camelia (Ana Luisa Peluffo), mordida por los celos, con el infiel Emilio (Valentín Trujillo), enamoriscado de una chica decentita (Patricia María), culminaba en el óbito pasional del hombre por la mujer. En Mataron a Camelia la Texana, también de Arturo Martínez (1976), Camelia (Ana Luisa Peluffo) vive retirada en Guadalajara y trabaja como cantinera, pero hasta allá irá a buscarla en su cuaco alazán el charro Juan Gallardo para que vuelva a cruzar la frontera y se enfrente a la exnoviecita de Emilio, que se ha convertido en la temible hampona Eva la Malagueña (Angélica Chaín), hasta que la vengativa mañosa cuarentona sea cosida a tiros por la policía. En La hija del contrabando de Fernando Oses (1977) será la hija de Camelia (Chayito Valdez) quien tome el relevo, para tratar de rehabilitar la imagen pública de su madre asesinada. En La mafia de la frontera de Jaime Fernández (1979) el agente policiaco Mario Almada, que se ha robado una agenda comprometedora para la red de narcos, la usa para reivindicar la memoria de la Hija de Camelia la Texana. En Emilio Várela vs. Camelia la Texana de Rafael Portillo (1979) de plano Camelia resucita (Silvia Manríquez) para derrotar a un competidor (Mario Almada) en el tráfico de billetes falsos. Las arbitrariedades de retornos, herencias familiares, reivindicaciones de memoria, resurrecciones, rivalidades enconadas y broncas hasta la muerte, podrían continuar hasta el infinito. Lo mismo debería decirse de la saga integrada por Pistoleros famosos 1 y Pistoleros famosos 2 (ambos de José Loza Martínez, 1980-1981), que gira en torno a una especie de espectral Pedro Páramo del narcotráfico a través de la frontera (Mario Almada), quien tiene una numerosa flotilla camionera, es inaccesible y mitológico para sus secuaces y enemigos, está enamorado de un imposible, se enfrasca en balaceras confusas en cada rollo, carga con maldiciones familiares, sufre asaltos a sus mansiones blindadas, etc. ¿Y qué decir de engendros como Frontera de Fernando Durán (1979), donde el contrabando de drogas es mero pretexto para enmarcar el pavoneo romántico del bello-bello Fernando Allende con la bella-bella Daniela Romo?

La fórmula narcotraficante-corrido norteño había nacido, se revelaría infalible, pronto haría estragos. Pero de todos los estropicios que ha inspirado, acaso ninguno igualará jamás las estratosféricas recaudaciones en dólares y en pesos que logró el director-productor Raúl Fernández (La carcachita, 1966, Tras el horizonte azul, 1982, Mi abuelo, mi caballo y yo, 1982) con su elementalísima Lola la Trailera (1984), de arrastre prefabricado. Ningún delirio ni invención hay en ella. Como subthriller de aventuras estamos incluso por debajo de los gánsters orolianos, las historietas animadas de José G. Cruz (Carta Brava de Agustín P. Delgado, 1948, Ventarrón de Urueta, 1949) o las jamesbondiadas naïves de Cuatro contra el crimen (Vejar, 1967).

El instantáneo corrido norteño que nos habla epopéyicamente de Lola la Trailera como “la reina de los hombres y de la carretera”, que “llegó a imponer justicia aquí y en la frontera”, es rotundamente falso, exagerado, inverificable en términos de hechos fílmicos. La Lola que surge en la pantalla (Rosa Gloria Chagoyán) es un animalazo con piernón loco que muestra a cada instante, enfundado en pantalones ajustadísimos, y sin fiereza alguna; una caballona apocada y medio babotas que elige de rebote el oficio de trailera, sólo porque los narcotraficantes que comanda Leoncio Cárdenas (Milton Rodrigues) le mataron bajo tortura a su honestísimo padre (Miguel Manzano), quien sin saberlo introducía droga a los Estados Unidos en su tráiler, ahora vacante. Una vez en la carretera, Lola se revela incapaz hasta de cambiarle una llanta ponchada a su camión, y sólo combatirá a los mafiosos fronterizos de tres maneras tan indirectas como inocentes. La primera, coqueteando y ligándose al policía infiltrado en la red narca (Rolando González), un improbable galán que la ayuda a cambiar su llanta. La segunda, haciéndose encerrar por los malvados, al lado del elegido de su enorme corazón, dentro de un tráiler con la congelación encendida, del que a duras penas podrán escapar. Y la tercera, corriendo a refugiarse en el ubicuo tráiler-burdel que regentea la Vitola. De ahí saldrá directamente a echar bala en la última secuencia, la de la persecución y muerte en descampado del siniestro Cárdenas, cuando ya ha pasado el espectacular asalto a la guarida de los mafiosos, con helicópteros y apoyo de artillería, gracias al sacrificio de la agente desnarizada Alondra (Irma Serrano), que hasta por mujerzuela se hacía pasar, y gracias al celo en el cumplimiento del deber del coronel policiaco (Roberto Cañedo) que dirigía el operativo realmente eficaz.

Aun desempeñando trabajos masculinos y herida en el hombro, Lola no sirve ni para noquear a una prostituta traidora (Edna Bolkan) durante su torpe lucha nocturna junto al tráiler-burdel. Mientras tanto, al Coronel lo acribillan, a la agente Alondra la cuelgan de cabeza con las manos cortadas y al Comandante homofóbico que apabulla maricones en la carretera como único proyecto vital (Emilio Indio Fernández) lo neutralizan con una piruja patéticamente buenona. Sin embargo, hasta donde la pobreza expresiva del film y lo abrupto de sus “efectos de ficción” dejan vislumbrar, la confianza en la policía bienaventurada de acá de este lado es total, aunque se hable de un Teniente Rizo que es cómplice de los narcos. Los helicópteros se incendian y la balacera en la plantación de amapola se generaliza, pero como escupía el Comanche Sergio Ramos al aparecer en el tráiler-burdel entre contraluces de Encuentros prostibularios del tercer tipo (Spielberg, 1977) para morcillear a gusto: “Así empezó el Negro y ya sabes lo que le pasó”.

¿Podrán convencer las películas de la Frontera Grifa a los embajadores estadunidenses que se sienten dueños de la democracia mexicana, como el ex-Peter Paramount John Gavin, sobre la grandeza de nuestra policía en su lucha contra el narcotráfico? En tanto eso sucede, Lola la Trailera abrazada a su deslucido galán policiaco se pasma viendo ensoñadoramente hacia el cielo, surcado por la avioneta de los narcos que huyen presurosos hacia una epopeya delictuosa más acorde con la realidad criminoso-legal del país.

El nacodiciable nacodicioso

“Buceando en el fondo del tumulto / me enamoré de un bellísimo sireno”. El documental monográfico Rigo, una confesión total (1978), película de éxito del exiliado chileno Víctor Vio, producida por el Centro de Producción de Cortometraje en colaboración con la firma Ecran, pero distribuida como largometraje normal, se funda sobre una metafísica del apiñamiento. Aunque haya desmayos de admiradoras, siempre existiría como disculpa una escasa tolerancia al ayuno dominical, a la muy explicable excitación por haber conseguido lugar cerca de la tarima, a la insolación si estamos al aire libre, a la desnutrición congénita, o a la simple carencia de atmósfera respirable si estamos en el hacinamiento de un recinto cerrado.

No es la histeria ante Elvis o Los Beatles, ni la multitud obsedida por ver de cerca a Raphael en la Alameda Central (cf. Días de guardar de C. Monsiváis), ni la descarga febril al interior del evento inusitado en Woodstock o en Avándaro. Es el culto hervoroso al cantante Rigo Tovar, inventor del “acapulco tropical”, injerto medio roquero vergonzante de cumbias, salsa y otros ritmos afroantillanos; es la máxima experiencia de los límites que puede deparar un Lonely Boy (Koenig-Kroitor, 1962), con técnicas coctel de cine directo muy comercializadas. Muy acá, modestamente, son las oleadas de un personal doméstico e incidental de la periferia deefeña, la muchedumbre de preferencia adolescente que se congrega en pleno teatro a la intemperie de la delegación Gustavo A. Madero como en obligado apretujadero de la Estación Zaragoza del Metro a las seis de la mañana. La chaviza inocultablemente semindígena, de nacos aspirantes a subproletarios o a desempleados perpetuos, se mece como campo de trigo agitado por el viento en película panteísta soviética. Las parejas guapachosamente exorbitantes que han logrado hacerse de un huequito en la pista del salón de baile popular, se desatan apenas empieza a resonar la elemental sabrosura de la música tropicalosa, una música de origen bolerístico ranchero, rock valsado o cha-cha-cha batistiano de Jorrín, lo mismo da; una música con delicuescente monotonía, una sabrosura a todo lo que puedan coruscar los decibeles.

El estremecimiento resulta efectivo. Esas masas sí hacen la Historia, o por lo menos corean su anécdota. Los bebés atónitos, los nenes llorones y una niña paralítica con todo y muletas, pasan de mano en mano, por encima de las ensordecidas cabezas de sonrisa infantilizada, para ganar un sitio de resguardo, junto a los amplificadores de 2000 watts en el pedestal sonoro del ídolo, mientras cierta caída inevitable de algún fanático provoca un amontonamiento de jubilosos cuerpos, como en disputa por la piñata, y los más exaltados enarbolan puños enhiestos sin contenido posible.

El principio del placer de la indigencia cultural comienza en el arrobo desdentado de una mujer de primera fila, cobra su discurso verbal gracias a las espontáneas declarantes del club Estrellas de la Amistad porque gracias “al apoyo de sus clubes Rigo no se quedará ciego”, se exacerba en la lógica rabieta de una chava al ver que le desgarran una revista glorificadora del ídolo favorito casi invidente, se desborda en el contoneo satisfecho de las coquetonas damitas elegidas para subir a besar auscultatoriamente al narcisazo, se disemina pródigamente a través de los pósters autografiados que Él lanza a sus admiradoras como el Pancho Villa de De Fuentes (1935) esparcía semillas desde un vagón entre enrebozadas hambrientas, y finalmente nuestro codiciado objeto del deseo se pierde en el interior de un autobús foráneo, que circula como bunker con ruedas, precedido por una patrulla policiaca.

Tanto Rigo como el goce colectivo deben ser protegidos de sí mismos. La policía cachea a la entrada, controla toda audición, empuja sin clemencia, tolera que una chavilla se suba a menear sobre la tarima su eufórica figura tiesa, le confía al micrófono su predilección familiar por Rigo, contiene a la infame turba, la avienta cual ganado y custodia el paso de Rigo como duplicado multicéfalo del hermano guarura (administrativo) que ya tiene. La omnipresencia de la policía reclama la trascendencia de lo indispensable. Parte de la “confesión total” de Rigo consiste en aportar una prueba fehaciente de la urgencia de los aparatos represivos en la vida cotidiana. Los justifica, los aplaude pinochetísticamente y los ofrece a nuestra comprensión agradecida. Por eso la cámara jamás se arredra ante el chicote que blande el gerente ensombrerado de un jacalón en turbulencia; antes bien, disfruta subrayando la necesidad del gesto.

Todo opera para sublimar al naco como valor erótico. Durante giras para la chicaniza de Chicago y en subsidiados recitales lumpen del D.D.F., Rigoberto Tovar García canta sempiternamente su mismo hit parade personal; “oh qué gusto de volverte a ver”, pero ¿también de oír? Rigo remolinea el micrófono como llavero ingrávido. Rigo pulsa su guitarra (“Mi primera grabación grabada por mí”) dentro de su habitación abigarrada como Juguetería Ara del glamur chafo y delirio de dorados con fondo blanco. Rigo azotado evoca un amor del que mejor no quiere acordarse. Rigo fachoso se esfuerza por improvisar una escena espontánea con su sastre particular, asegurándonos que sus indescriptibles trajes machines y sus boleros con pendejuelas él mismo se los diseña, cosa bastante creíble. Rigo visita el miserable barrio de Matamoros, Tamps., donde nació y aprendió esa autoconmiseración (“Mi maestra prefería a otros niños porque llevaban más libros”) que tanto ha contribuido a su triunfo y les propone con generosidad a otros paisanitos. Rigo se premia a sí mismo con olés, mientras finge torear ondeando una chaqueta. Rigo rememora invocativo su partida primera a los Estados Unidos con 30 centavos en la bolsa. Rigo se identifica “de profesión filarmónico y cantante”, que nació en 1961 y vive en la colonia Primero de Mayo. Rigo se mimetiza pueril con unas chicuelas de escuela primaria a la hora de gimnasia. Rigo devora con mirada filicida la cola de un sirenito. Rigo luce vanidoso su cuerpo de tamal al juguetear en la playa con unos cuates a los que al atardecer victimará con el enésimo recuento victorioso de su existencia humildemente millonaria. Rigo le presume a la cámara su colección de trofeos, regalos y anillazos. Rigo nos hace partícipes de su acto de creación al ingeniar un tema vocal y pedirle a sus pacientes acompañantes del conjunto Costa Azul que se lo llenen “de figuritas”. Rigo alardea de que, siguiendo su afición por Von Suppé y Korsakov, ha compuesto también “música clásica pero en onda más moderna”, aunque aún no la ha “proyectado”. Rigo se despide gimoteando de rodillas y repartiendo saludos de mano. Rigo da saltos descomunales de bailarín georgiano. Rigo se inmoviliza en el aire para ganar la eternidad codiciosa del naco desclasado. Toda autenticidad en el increíble fenómeno Rigo Tovar se sacrifica a la espectacularidad y al mercantilismo instantáneo. Ahí les va de todo lo que pueda impactarlos, en una mezcla adulterada de estilos documentales tradicionales y de cine directo. Primero, el cine-recital ubicuo con ilustraciones animadas y 25 playbacks que no pueden estar equivocados. Segundo, la sociología-pop del Retrato de un ídolo a la Reichenbach (Arthur Rubinstein o el amor a la vida, 1969), ante masas tipificadas, vueltas público indiferenciado, caja de resonancia y rebaño. Tercero, la técnica escamoteadora y el método superficial del reportaje televisivo, con preguntas buscapiés a parientes y testigos de la “intimidad famosa”, para enterarnos de que bautizaron como Rigo al ídolo “en homenaje a un alambrista”, o bien de que, cuando niño, andaba de “buscavidas con maracas” por las cantinas, e interpelaciones al héroe que añorarían la sofisticación de Carl-Hillos en Las cariñosas de Portillo, 1978 (“Entonces trabajé como soldador” —“¿Y también hizo soldaduras?”). Cuarto, el cine de provocación amañada que se hace pasar como pureza sistematizadora del cine directo, como las tomas del enjabonado de Rigo cantando bajo la regadera, escena de las visitas “intempestivas” y diálogos “ocasionales” con la gente del barrio tamaulipeco y con los lancheros acapulqueños. Quinto, un cine de encuesta centrado en una sola persona, que no busca evidencias sociales ni sicológicas, sino el pintoresquismo y una adulación servil en la que hasta el propio Vio participa a la hora de incensar a Rigo por su simulacro taurino en longshot (“¡Pones una cara fantástica cuando toreas!”). Y sexto, un cine de montaje que aglutina sin más sus materiales en desorden cronológico y discursivo, atendiendo sólo al efectismo: Rigo evoca a su difunta madre y por corto directo aparece la imagen ambiental de ¡una puerca dándole de mamar democráticamente a sus lechoncitos!

Sólo se dan pequeñas probaditas de un evanescente Todo Biográfico, extraviado en la fórmula canción / entrevista / canción, y sin embargo se comunica la impresión de apoteosis en el atracón auditivo. Manipulación al cuadrado, Rigo, una confesión total, se solaza manipulando al manipulador, pero en el sentido que a éste le conviene. El humanitarismo idílico y clamoroso debe sublimar el recurso al populismo demagógico y borrar cualquier estigma de origen lumpen y todo pasado turbulento. ¿Todos nos reconoceremos en la redituable ostentación de la sencillez y la autoconmiseración?

El documental ojete, como género, no logró arraigar en el cine nacional. Vio intentó repetir su golpe en El baile (1979), un reportaje sincrético sobre multitudinarios salones populares de salsa y de danzón, pero el fracaso fue rotundo, carente de hilo conductor, sin ritmo ni medida, definitivamente caótico. Con un pie en el documental y otro en la ficción seudorreporteril, Roberto G. Rivera realizó en un sentido análogo Las glorias del gran Púas (1982), sobre el estridente boxeador tepiteño Rubén Púas Olivares, acosado en Los Ángeles y en el D. F., donde el único elemento verosímil era Víctor Manuel Güero Castro en el papel del taquígrafo literario Ricardo Garibay y la única escena memorable era la sórdida peda final del púas con sus cuates hasta amanecerse en Chapultepec. Por otra parte, Rigo tuvo derecho a dos elogios semibiográficos que le hizo en masoquistas planos secuencia un despectivo Felipe Cazals; en ellos se debatía el ídolo popular entre el alcoholismo (Rigo es amor, 1980) y una posgalindesca neurosis de éxito (El gran triunfo, 1980), sin mayores sobresaltos de taquilla, como los de Rigo, una confesión total, el documental con más elevado box-office del lopezportillismo.

En el interior de una iglesia católica, con gran seriedad, el cura con gafas ofrece el sacrificio de la misa en Acción de Gracias porque Rigo está recuperando la vista. “Ay maldita cámara que no me dejas en paz”, apostrofa Rigo, harto de tanto asedio complaciente.

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