Читать книгу: «La condición del cine mexicano», страница 8

Шрифт:

Cualquier alarma ante el destino moral y acústico de Cornelio, pronto se descubrirá como infundada. La saga melódico-alcohólica de Cornelio Reyna, como después lo serán las de Juan Gabriel (El Noa Noa, 1970, Es mi vida, 1980) y de Rigo Tovar (Rigo es amor, 1980, El gran triunfo, 1980), está concebida como una summa axiológica de la Mexicanidad. Producto de exportación, debe funcionar allende las fronteras como un muestrario de nuestras más puras y eternas esencias nacionales; incluso habrá un envío: Cornelio miente por un instante, nada más por un instante a su novia, para hacerle creer que estuvo de gira en Los Ángeles, ideal inalcanzable por su personaje pero destino natural de la película. La redención de Cornelio sobrevendrá oportuna, ya que no hay Fausto sin su Margarita que lo salve de la condena eterna, ni borracho mexicano sin su mujercita sumisa y redentora. Gracias a la oportuna intervención pelangocha de la salvadora Emma, el final de Me caí de la nube será tan consolador, reconstituyente, reencontrador con los “verdaderos valores” y apoteótico como el de A los cuatro vientos (Fernández Bustamante, 1954), con abacho becho en pleno teatro Blanquita, porque la canción tema era también una forma de vida (“Confiando siempre en ti”).

El cándido héroe cancionero de Cornelio se prolongó muy programáticamente en Soy chicano y mexicano (Tito Novaro, 1974), sobre las penalidades de un bracero abocado a la concientización en los brazos de una chicana militante (Ana Bertha Lepe) y a la deportación, pero que al regresar a México consigue trabajo de inmediato, porque ya sabe inglés. Flor de un día, la popularidad fílmica de Cornelio se extinguió de súbito, retornando a la nada de donde había salido. El público de ambos lados de la frontera norte demandaba películas menos ingenuas que las del Arraigo Acústico y más envilecidas, aunque en última instancia tan “esencialistas” y poco complejas como las anteriores (cf. el capítulo “La frontera grifa”).

El escupitajo masiosare

En México no, porque nosotros somos distintos. ¿Distintos en qué sentido? ¿Será acaso en sentido contrario? Vivan la ideosincracia y el chicharrón con molito. Pero una mentira repetida cien veces comienza a ser una verdad, afirmaba Goebbels. ¿Se avergüenza usted hasta de su órgano pensante? La pregunta fundamental estará dirigida a la esencia de lo Mexicano.

Rollo a rollo te vas acercando a mí. Después de arrancar dentro del cine directo sensacionalista (Los adelantados, 1969, Q. R. R., 1971) y de merodear sin éxito por un cine de “azar controlado” (Victorino, 1973), el exproductor buñuelino y regenteador de fraudulentas “salas de arte” Gustavo Alatriste acometió una película de transición, Entre violetas (1973), compuesta por tres episodios independientes entre sí. Sólo en uno de ellos se utilizaba un método procedente del cine directo, la cámara escondida, para describir muy estáticamente la vida al interior de la pulquería que daba nombre a la cinta en su conjunto; pero en todos se empleaban métodos de improvisación dentro de la ficción, que procedían de ciertas experiencias post-underground de Morrissey, ya aplicadas sin fortuna en Victorino.

En el primer episodio, “Maletitas juntas”, una chica agraciada (Anaís Ferreira) que usa rellenos de hule espuma para aumentar el volumen de sus senos, se casa con un futbolista (Antonio López) que también usa rellenos para engrandecer su órgano viril; ante el inminente drama de decepciones en la noche de bodas, acuden con el médico (Gustavo Alatriste en persona) para que les imparta una clase tarada de educación sexual y, ya benditos para su nueva felicidad, patean las maletitas con rellenos de hule: había quedado definido el gusto de Alatriste por el benefactor sermoneo a los ignorantes. En el segundo episodio, “El gandalla”, una chava fresa (María Esther Valdez) pierde su virginidad con un cínico interno de hospital (Manuel Arvide), queda embarazada porque “al primer tapón zurrapas”, es desechada por el seductor, se hace abortar clandestinamente por una espantacigüeñas que hasta el sudor se limpiaba con la gasa esterilizada, muere desangrándose en la banca de un jardín, y su cadáver va a dar a la plancha del hospital donde trabaja el gandalla que la premió: había quedado determinada la complacencia de Alatriste en la abyección. En el tercer episodio, “Entre violetas”, un taxista (Roberto G. Rivera) demasiado afecto al pulque era expulsado de su empleo, mientras su preñada esposa ya llena de hijos (Ana Iris Nolasco) iba de casa en casa sin conseguir trabajo como sirvienta, pero por la noche ambos se negaban a vender el televisor a colores para solucionar momentáneamente su apuro, porque jamás se perderían el programa de concursos degradantes Sube Pelayo sube (“Al cabo que ahí nos las arreglamos”): había quedado fija la facilona actitud sardónica de Alatriste hacia sus misérrimos personajes, descritos como viciosos, absurdos en su placer e irresponsables.

Pues bien, escorias del cine directo, improvisaciones ficcionales al azar mal controlado, multiplicación de sketches al infinito pulverizado, perífrasis de un cine bajamente didáctico, prédica paternalista, fabulación abyecta y escarnio contra creaturas empulcadamente empobrecidas, serán los inconfundibles ingredientes del estilo que hará tristemente célebre a México México ra-ra-rá (1975), el sexto largometraje de Gustavo Alatriste, rollazo de dos horas con veinte minutos, precedido por un abusivo bombardeo publicitario que atiborró durante meses las salas del circuito de exhibición paralela del realizador. Se autoproclamaba como una “valiente denuncia social”. El guion, lleno de ocurrencias y exabruptos doctorales, había sido redactado por el propio Alatriste, en colaboración con el sicoanalista Fernando Césarman (autor del libro El ojo de Buñuel, de carcajada loca, Editorial Anagrama, Barcelona, 1976) y el comediante Héctor Suárez. Los personajes se reproducían como conejos y vociferaban incoherentes improperios dentro de una caprichosa no-estructura, inspirada a un tiempo en El fantasma de la libertad de Buñuel (1974) y en ¡Ahí madre! con Los Polivoces (Baledón, 1970). La película se asestaba como un pululante y totalizador Tratado de Mexicanidad Corrupta ex cathedra para su mayor gloria.

Los inesperados triunfos menores del equipo nacional durante el Campeonato de Futbol México 1970 habían provocado que, en un rapto de euforia nacionalista sin precedentes, los aficionados se volcaran en sus automóviles por las grandes avenidas del DF y, dando bocinazos imparables al grito de “¡México, México, ra-ra-rá!”, desquiciaran prolongadamente el tránsito capitalino, una y otra vez, a cada juego y a cada gol. Eso no sale en la cinta, pero está en el origen de su título irónico y de su sentido autorracista. Masiosare, un extraño enemigo…

Cada personaje Típicamente Mexicano del film vive una situación extravagante hasta lo ejemplar y luego conduce a otro personaje tan típicamente mexicano como él que lleva a otro... sin término, dentro de una Ronda (Ophüls, 1950) de vértigo, como si se estuviese cayendo de sueño en sueño (El discreto encanto de la burguesía de Buñuel, 1972), por mera asociación libre (El fantasma de la libertad), o por necesidad histriónica de que un mismo actor interprete a varios personajes (¡Ahí madre!). Hay no obstante un personaje conductor, el Vago Mexicano (Héctor Suárez), histeroide y verborrágico, ectoplasma animado y pícaro compendio de la Mexicanidad, en estado de yecto dentro del caos social. A golpes de impunidad y soberbia ideológica, el espectador debe identificarse con ese chistoso, todo ojetez y subterfugio traicionero que, de día, se orina jubilosamente desde un paso a desnivel sobre los carros que circulan por el Periférico y, de noche, desciende a copular salazmente con su mujer embarazada dentro de un promiscuo cuarto común, en donde los dieciocho asilados de arriba defecan sobre los dieciocho de abajo.

Desfila en la pasarela de la burla una manada de mexicanos enanos, a imagen y semejanza. El Hijo Mexicano cae pacientemente en los chantajes chocolateros de su edipizante cabecita blanca, la Pueblerina Mexicana recién llegada a la gran ciudad se prostituye gustosa con un par de aprovechados patrulleros bacinicos, el Inspector Mexicano autoriza mediante jugosa mordida una remesa de carne con triquina, y en una fiestecita el Burócrata Mexicano le ofrece su mujer panzona al jefazo y por la mañana servilmente le ayuda a sobrellevar la cruda, aflojándole con untousidad la corbata y la bragueta. El Maestro Mexicano impugna cobardemente desde la comodidad de su hogar autoritario a los libros de texto gratuito (“No politizan”), la Comadre Mexicana adormece a sus críos echándoles bocanadas de mariguana en el hocico, el Limosnero Mexicano les hace la chillona a los automovilistas para luego despedirlos a mentadas, los jóvenes Mexicanos desatienden sus deberes sementales porque prefieren discutir a gritos obscenos sus proyectos de películas tipo Alatriste (“Hay que filmar las nalgas del capitalismo y del socialismo”), las Jóvenes Mexicanas así desatendidas se ven obligadas a tener experiencias lésbicas para acabar vomitándose de asco en el mingitorio, la Esposa Mexicana pronuncia sus oraciones nocturnas dando rienda suelta a sus obsesiones fálicas, la Virgen Mexicana reclama con lógica aplastante el auxilio del director de su escuela para hacerse abortar, y la Familia Mexicana al fin se moviliza, para protestar contra la educación sexual en las primarias.

De los arquetipos negativos pasamos a los prohombres positivos, y por ende solitarios. Atribulado rescatista telefónico de sus Júniors Mexicanos en apuros, el Empresario Mexicano (Wolf Rubinskis) hace dichosa en la cama a la Amante Mexicana (“El Señor lo hace muy sabroso”) y luego manda expulsar a los Retardatarios Mexicanos, inquilinos de sus vecindades, que se oponen al Progresó Mexicano. Y dentro del contundente e implorante dolly back final, el Candidato Mexicano clama en medio de un Basurero Mexicano (“El pueblo insiste en no aprender”) y hace cuestionamientos cruciales (“El Gobierno insiste en no usar los medios con que cuenta”).

México México ra-ra-rá es a la vez una versión atomizada de los automatismos ideológicos que propulsaban la Mecánica nacional de Alcoriza (1971) y una versión esquizofrénica de las incongruencias satíricas de Las fuerzas vivas (Alcoriza, 1975). Sin esos antecedentes farisaicos, el film jamás hubiera desinhibido su “osadía conceptual”. El objetivo denigratorio y generalizador, gracias al naturalismo. Todo sucede en forma natural. Así somos, reconócete. A partir de la tipificación, deducir al hombre. O todos corruptos o todos rabones. Ser Mexicano es una tara inextirpable, un pecado original sin redención, un destino prefijado e ineluctable, una sustancia inmodificable.

Caricaturesco sobreviviente de las preocupaciones filosóficas de 1934 (El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos) a 1950 (El laberinto de la soledad de Octavio Paz), el discurso de Alatriste cree en lo Mexicano como una esencia inmutable, pintorescamente histórica, fatal como una “X en la frente” (A. Reyes), y no como una condición en devenir, contradictoria, determinada por fuerzas históricas, afianzada por múltiples relaciones de explotación, sujeta a cambios imprevisibles. Los Mexicanos Corruptos hasta la médula de México México ra-ra-rá sólo desean fregar a los demás en beneficio propio, y ello no por necesidad económica ni por proclividad sociológica, sino porque responden a su verdadera naturaleza, a su segunda piel mítica, la Corrupción.

Por añadidura, los atropellados y atropellantes episodios del film ejercen la crítica salvaguardando a los empresarios y adoptando la perspectiva de éstos. En los esperpentos mal hilvanados y peor rematados de México México ra-ra-rá los empresarios hallan la oportunidad de acusar de ignorantes y corruptos a quienes producen su bienestar y fortuna; transmiten sus fantasías alarmistas a la comunidad, para que por piedad ya no procreen más fuerza de trabajo barata e innecesaria, ya no emigren al hacinado Detritus Federal, etcétera; hacen pasarlos efectos como causas y señalan con índice de fuego al culpable, el pueblo envilecido; presumen de ser los únicos seres pensantes en “un país de mierda, poblado por borregos”; y culpan al pueblo tanto de falta de moral como de todas las opresiones que padece.

Mitológicos hasta la negatividad absoluta, los Mexicanos Corruptos son una traslación fílmica de las escorias públicas que habitualmente aparecen en magazines amarillistas tipo Alarma, viles lacras de la sociedad capaces de lo peor, agentes de su oprobio por maldad. Estos Malos Mexicanos pertenecen, en México México ra-ra-rá, a la clase media y los sustratos marginales; en los tres episodios interpretados por Héctor Suárez en La grilla (1979), segunda parte de México México ra-ra-rá, los seres estigmatizados subirán de categoría, aunque sin alcanzar la prosperidad impoluta de la burguesía: un contadorcete transa que comanda auxiliares transas y da clases a estudiantes más transas aún, un aprovechado dirigente sindical, y un deshonesto funcionario público. El autoescarnio colectivo ha extendido su espectro, pero no sus planteamientos básicos.

La prepotencia desmadejada y el vértigo despectivo del cine de derecha tocan un límite en el cine de Alatriste. En plenos ochentas vendrán Historia de una mujer escandalosa (Alatriste, 1982), archimisógina biografía del columnista gansteril Carlos Denegri / Leblanc (Gustavo Alatriste) eliminado por su esposa (Sonia Infante), y La combi asesina (Mariscal, 1982), que arrancaba con la irrupción saqueadora de cuatro improbables guerrilleros urbanos a una mansión pedregalense donde eran recibidos con gran alborozo y joyas por unos ricachos (“Nosotros también estamos hartos de tanta corrupción”). Pero estos excesos sólo evidenciaban un proceso de descomposición, disfrazado de denuncia airada, que se había iniciado en México México ra-ra-rá y su escupitajo masiosare... al pueblo ¿ávido de autodenigración?

El escupitajo masiosare es reduccionista; únicamente registra el aspecto putrefacto de la realidad, excluyendo cualquier referencia a los mecanismos reales con que opera el sistema sociopolítico mexicano, pero pretendiendo abarcar la totalidad circundante. El escupitajo masiosare es hiperbólico; generaliza a partir de datos extremos y graciosamente dispersos. El escupitajo masiosare es puritano; rebaja con saña a las mujeres (restregadoras de nalga de tiempo completo) y confunde sus fantasmas sexuales con la dinámica social en su conjunto. El escupitajo masiosare es hipócrita; abre fuego contra anónimos funcionarios menores, promueve la simulación, está fascinado con el “caos patrio” y despotrica en abstracto. No ve; tiene visiones orgásmicas de denuncia aberrante y clama por la salvadora fascistización del Estado.

Los mexicanitos acomplejados

Golfo, beach-boy, cazador de tiburones y lanchero de categoría, el apolíneo gigoló acapulqueño Miguel (Andrés García) sigue ejercitando a cada paso su furor testerino, aun de vacaciones en el Caribe; da rienda suelta a su insaciable voyerismo en la alberca del lujoso hotel donde se aloja, manosea señoras acaudaladas ante las narices de los maridos fingiendo que las está enseñando a bucear, concerta citas clandestinas con obviedad ligadora de Mauricio Garcés en los sesentas, burla tabanescamente a guardaespaldas y centinelas malencarados para atrapar otra codiciable presa amatoria, cobra en varios quinientones sus favores a las damas otoñales y le baja la suculenta güera (Fiona Lewis) a cualquier rival de ocasión, haciéndose hábilmente el agredido. Mientras tanto, dos golfillas exconejitas de Playboy (Jennifer Ashley, Laura Lyons) viajan de aventón y, trepadas sobre una carga de naranjas, se apresuran a bajarse los panties, para que no pierdan tiempo en forzarlas los transportistas barbajanes (Chelelo y otro mono) que se ofrecen a darles su bienvenida, y su buena venida, camino al edén caribeño. Y en tercer lugar, tras un surménage en su fábrica por fumarse tres cajetillas de cigarros y tomarse seis tazas de café al hilo, el millonario playboy doméstico Esteban (Hugo Stiglitz) se dirige también a Isla Mujeres para recuperarse de su estancia en el hospital, se aposenta como dios fatigado en un gigantesco yate de su propiedad, envía por un cargamento de alcoholes importados, acompaña con entusiasmo a su amanerado sirviente yucateco (Flaco Guzmán) a rematar a los tiburones que se habían ensartado durante la noche en un artefacto especial de cinco anzuelos llamado palangre, se larga a la Playa de la Lasitud para golfear como un cualquiera, empieza por enamoriscarse de una rubia extranjera que le baja la guardia al ponerlo a elegir entre veinte tipos de bebidas.

Los indicios no engañan. Disputándose primero por un ligue con las rubias, el dueño de riquezas cogelonas Miguel y el dueño de riquezas monetarias Esteban se encontraban predestinados a unir sus pasiones y sus destinos, cual flaubertianos Bouvard y Pécuchet de la golfería caribeña, mezclada con los más peligrosos deportes submarinos: pesca a la barracuda, a la mantarraya, al tiburón martillo, al tiburón toro, al tiburón y temible tiburón tigre llamado ¡Tintorera! (René Cardona hijo, 1976). Alianza de colosos que desafían a la muerte, relación amorosa mal disfrazada de anacrónica amistad viril poshawksiana, pacto pasional de dos caras, el apuesto Miguel y el no menos apuesto Esteban empezarán a compartir ligues con supercueras ansiosas, pasándolas indistintamente como personajes de Fassbinder (Berlin Alexanderplatz, 1979, Querelle, 1982) y poseyéndose simbólicamente a través de ellas, en un eterno nudismo cotidiano.

Músculos, ocio, opulencia, escenario maravilloso, buena carne femenina, dispendio genital, narcisismo viril, cosmopolitismo, aventura constante, pericia subacuática, deporte riesgoso hasta el suicido y experiencias extremas: todo está preparado con el objeto de inspirarle la más babeante de las envidias al espectador masculino. o sea, para acomplejar mexicanitos, los mexicanitos acomplejados de la retumbante y triunfalista pantalla son dos fortachones cazadores de tiburones y de muchachonas foráneas, “únicas” mujeres bellas que cogen en el subdesarrollo acomplejado, por obra y gracia del celuloide acomplejado que husmea las huellas del Tiburón de Spielberg (1975) para trocar su delirio venal en acomplejada búsqueda de mercados transnacionales.

Isla Mujeres, Quintana Roo, se ha convertido en el paraíso flotante, tan flotante como el dólar, que legó al turismo nacional la Apertura cancunesca y nuestro lumpencapitalismo acomplejado. Económicamente inaccesible incluso a usufructuarios de diez veces el salario mínimo y por ello sólo para extranjeros bien servidos por nativos, helo aquí idealizado como un sitio exclusivo y libérrimo, para mexicanitos acomplejados que sí la hacen. Es el sucedáneo distinguido del consumo acapulqueño; aquí si vale la pena consumir sol, mar, brisas tropicales, atenciones solícitas, bikinis internacionales, sexo instantáneo y pesca submarina. Es el mundo ilusorio de las Vacaciones Perpetuas, el prometido a compensarnos de todas las frustraciones sembradas en pesos mexicanos. La provincia con playas privadas es la patria; el progreso promocionable está asegurado. Suave Patria, tu superficie es el semen depositable en vaginas exóticas. Faje a perpetuidad, amor, placer, dolor, adulterio, estupro, trío, cuarteto, orgía con grifa, ménage-à-trois tan audaz hasta anteayer (antes de Jules y Jim, La leyenda de la ciudad sin nombre y Les valseuses), bisexualidad indecisa: nada le es ultraje, y estimula su cruel carrera turística, sus ávidas mareas y su eterno tiburonaje.

La Naturaleza, bien administrada, armoniza estupendamente con el subdesarrollo mental, tan pintoresco, y la urgencia vitalista de sentirse “contemporáneos de todos los hombres”, para dejar “de soñar con los ojos cerrados” (cf. El laberinto de la soledad de Octavio Paz). Hablada, según convenga, en inglés o en español, y con subtítulos también bilingües, descaradamente colonizada, ¡Tintorera! fue hecha como secuela del inesperado éxito foráneo del baratísimo en todos sentidos Survive! (Supervivientes de los Andes de Cardona padre, 1975, para el mercado doméstico) y antecede a tan fallidas operaciones megalomaniacas de mexicanitos acomplejados como El triángulo de las Bermudas (Cardona hijo, 1977), Carlos el terrorista (Cardona padre, 1977), Ciclón (Cardona hijo, 1977) y Guyana: el crimen del siglo (Cardona hijo, 1979). Se basa en una novela del explorador y camarógrafo subacuático Ramón Bravo, publicada antes del fenómeno Tiburón y de la moda del cine catastrofista (en la que también se inscribieron El triángulo de las Bermudas y Ciclón); pero ¡Tintorera! parece más bien un remedo acomplejado o un pariente pobre del fascinante film de Spielberg.

Jaws “para adultos” y en versión soft porno semeja, por su estructura dramática, el desarrollo y la repetición ad nauseam de la impactante primera secuencia del film original: una chica droga corría desnuda por la playa nocturna y se sumergía sensual en las aguas para ser sorpresivamente despedazada por un escualo monstruoso. Coloquio entre cuates / faje / inmersión fatídica, una y otra vez, hasta la saciedad, apenas con variantes y nada de energía. El mimetismo acomplejado de René Cardona hijo “ha inventado el film-loop, el espectáculo repetitivo; dos tedios juntos: el primero, simple y espontáneo, es aquel, nutrido de naturalidad, que atrapa al espectador desde el décimo minuto; el segundo, más odontológico, en vez de mantenerse como mero suministro mecánico de sexo y violencia, pretende darse grandes aires de maestro del suspenso” (Jean-Louis Cros en La saison cinématographique, núm. 81 de La revue du cinéma).

Sin embargo, no hay competidor acomplejado que no desee superar al modelo. En vez de utilizar cinco inmensos tiburones robots como Spielberg, ¡Tintorera! pone en escena ¡82! tiburones de verdad, desde un discreto cazón hasta una tintorera auténtica de “las mandíbulas más fuertes y sanguinarias”, con graves riesgos durante el rodaje para García, Stiglitz y las victimables figurantes estadunidenses. Todas las escenas subacuáticas fueron bellamente fotografiadas por el propio novelista Ramón Bravo y dentro de ellas obtuvo imágenes insólitas de acción pura en las que aparecen juntos el hombre y la bestia marina en temible lucha. Pero la emoción siempre está impedida, trucada, como un subTiburón imposible y suicida.

Aunque no pretenda ser más que the first entertainment picture ever made in México y su capacidad expresiva no sea muy elevada, ¡Tintorera! representa un valioso documento acrítico dentro de la historia popular de las mentalidades en el cine nacional. Aquí están al desnudo, y hasta cocinando en cueros con su delantal motivoso, los inafectables vástagos del Poder Económico, al margen de cualquier crisis de la sociedad mexicana. Sus complejotes de golfos se mueven como peces en el agua al interior de las clases medias yanquis. Sus deseos se desmembran como aventureros gratuitos y se consuman en una genitalidad higiénica sin erotismo. Su vulgaridad sobrenada a ras de bestseller. Su desmotivación autoexcitada es básica; su radical a-historicidad, un juguete de los pintoresquismos históricos.

Sin que los personajes superficiales, de displicente frivolidad, y los diálogos de fotonovela naturalista vayan a evolucionar un ápice, la sexy-comedia prototurística cambia de pronto su tono. La condición dramática del porno rosa se pone seria y una inesperada gravedad empieza a medrar. Esteban y Miguel han cazado a Gabrielle (Susan George), una inglesita tránsfuga de Perros de paja (Peckinpah, 1971), que moral e intelectualmente los desborda, cosa que no es difícil pero los toma por sorpresa. La chica, desinhibida total, hará imperar en la segunda parte del film una franqueza sexual que escasa relación guarda con el ingenuo machismo exhivisionudo del principio. Los acomplejados mexicanitos han hallado la horma de su zapato. Van a enfrascarse, para lucirse ante ella, en una pesca submarina cada vez más temeraria; van a entablar un triángulo amoroso de equilibrio perfecto, donde lo único prohibido es enamorarse; van a sostener, haciendo desesperados esfuerzos, el regocijante acuerdo sensual (“Hasta dónde hemos llegado”); y van a terminar reconociendo que les gusta ver al compañero copulando con la misma chica.

La resolución del triángulo será convencional, pero nada tonta. En el transcurso de un riesgoso descenso al fondo marino, según lo obligaba el afán común de quebrantar los límites, Miguel es devorado por una tintorera de más de cinco metros. Roto el triángulo, el dúo no puede persistir; sería una traición al difunto, indispensable por otra parte en la economía del deseo. La inglesita abandona el yate; Esteban busca a su amigo en otros cuerpos, femeninos, también devorados por la tintorera. Con gran entereza, más que guiado por la necesidad de venganza, el hombre solo decide enfrentarse al peligro (como en el cine de aventuras de los cuarentas) y a sí mismo (como en el cine problemático de acción de los cincuentas); va en busca del escualo odiado, en la hermosa tensión de una cacería nocturna, como si hubiese superado su condición de mexicanito acomplejado. Vence, pero el relato enmudece. Alejándose de la sangre esparcida por la ¡Tintorera!, la linterna del “viudo” inconsolable queda suelta en el fragor de la lucha y cae hacia el fondo del azulísimo mar Caribe, refulgiendo aún. ¿Sólo una luz sobrevive a esta historia de desolación liberadora? ¿Consumada su múltiple proeza, el mexicanito “desacomplejado” se ha vuelto inoperante e innombrable en esa axiología ficcional?

382,08 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
831 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9786073009232
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
181