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El santón perdurable

Fiesta orgiástica, celebración tanto a la vida y a la salud como a la mortificación y al dolor, alucine prolongado, sacro reventón para menesterosos, fenómeno teratológico de espiritismo masificado, autoconfiado fragmento de una inabarcable totalidad que trasciende a la película en sí, simple aproximación, inmersión y desbordamiento que apenas arrancan una escama a la rugosa piel de la religiosidad popular mexicana, Niño Fidencio, el taumaturgo de Espinazo (1980), tercer largometraje de Nicolás Echevarría, elabora artísticamente un flamígero testimonio sobre los ritos fidencistas al norte de la República. En visitas sucesivas, escalonadas a lo largo de varios meses, fue filmado en un caserío que se ha producido por generación espontánea, como punto de reunión de celebrantes, a la mitad del desierto neoleonés.

La cinta revela un trabajo con la materialidad fílmica que obliga a una lectura a la vez fascinada (lectura iluminatoria) y consciente (lectura incantatoria); una operación dialéctica que debe ser análoga a la contradicción interna, a la doble acción básica de la película misma. Resulta, pues, asombroso que esta obra tan intensa de Echevarría resuelva sus contradicciones a niveles de fascinación y autoconciencia jamás antes alcanzados en nuestro cine documental, y dentro de un film engendrado durante el más nefasto periodo histórico por el que ha atravesado nuestro cine industrial, el momento de mayor regresión, entreguismo, hipocresía, mojigatería y oscurantismo: el lopezportillato. Sin embargo, como María Sabina, Tesgüinada y Poetas campesinos, el Niño Fidencio fue financiado por el Centro de Producción de Cortometraje de Churubusco, filial del Banco Nacional Cinematográfico en vías de liquidación.

Es la lucidez en el sexenio oscurantista por excelencia. Juega a fondo con los datos del oscurantismo, en busca de una religiosidad al margen de cualquier codificación: escarnio y pasión del oscurantismo, el oscurantismo vuelto del revés. Transfiguración quietista, autodestruido análisis de sectas, éxtasis con los ojos fijos en el ombligo y conteniendo la respiración, resplandores de luz increada, la misma voz es su contrario al modular en otro registro, ritmo hesicástico, podemos empezar, diría Lezama Lima.

La cámara de Echevarría ha registrado ante todo las actividades de los chamanes y curanderos fidencistas llamados “cajitas”, de túnica blanca y capa de seda azul más un corazón rojo en el pecho; pero también, mujeres cajitas vestidas de texanas, con una estatua en la siniestra y un sombrero en la diestra que extienden ante la multitud, como si estuvieran brindando un toro en la plaza; rústicos rostros transidos de fervor a contraluz, cierto danzante con máscara de King Kong, un niño insolado a quien los santones sucedáneos le soplan sobre los ojos y lo golpean en la caja torácica para que se reponga; piernas hinchadas hasta la deformidad que se frotan con agua bendita, milagrerías presa de la comercialización, un par de declaraciones personales, un bloque de stock shots sobre el “primer” Niño Fidencio tomados de un noticiero Fox News de los veintes (y salvados por ello del ignominioso incendio de la Cineteca Nacional); negras merecumbé con disfraz de Aunt Jemima, la ternura remordida de una madre que siente entre sus brazos latir un hijo con mal de San Vito, y mil rostros extravagantes más, que sobresaturarían a la monstruoteca populosa de Fellini si se fuera en peregrinación a Espinazo, Nuevo León.

¿Cómo estructurar la ignición del caos instantáneo? ¿Cómo organizar esas visiones, sin caer en algún montaje libre de atracciones exóticas (tipo Time in the Sun de Marie Seton (1939) con los materiales mexicanos de Eisenstein), ni incurrir en ningún perromundismo a flor de piel? Por medio de una paciente agrupación de tomas por motivos recurrentes, gracias a la abolición del tiempo múltiple para dar paso a una topografía consagrada, a través de una paulatina reinvención del espacio que se irá dando a descubrir en parrafadas líricas, nunca recurriendo a capítulos “temáticos” (estilo Los que viven donde sopla el viento suave de Cazals, 1973), en virtud de una domesticación del caos cuya estructura por fragmentos profundamente afines no elimina el estado de ignición instantáneo.

El flujo es impetuoso, de vértigo, pero dulcemente continuo. Cada imagen se reúne con sus semejantes, conduce a ellas para alcanzar, recíprocas, sus máximas valoraciones individuales. Incluso puede romperse el molto legato resultante para admitir encabalgamientos de sonido sobre imagen, bastante audaces, aunque ya presentes en Tesgüinada y Poetas campesinos, que anticipan el evento siguiente. Así, aún estamos en la estación ferroviaria de Espinazo y de pronto se adelgaza el tono, irrumpe una bandera blanca (“¡Viva la Paz!”) sobre la cima del hoy sagrado pirul donde el Niño predicaba y, sin corte, la cámara retrocede, para mostrar a una multitud en torno al árbol, orando, en un distinto espacio-tiempo-acción.

Sin énfasis y con humildad digna de María Sabina, mujer espíritu, el resultado final será el insigne colorido de una suite orquestal en imágenes, una suite festiva, de notable brillantez y elegancia. Suite: serie de danzas estilizadas que dan pie a inusitadas variaciones en un mismo tono. El esquema musical del montaje permite el desarrollo y los acoplamientos visuales de nueve danzas diferentes: 1) Preludio de la llegada del tren a Espinazo, jóvenes y cobijas saliendo disparados por las ventanillas, carretas llenas de fieles cruzando las vías; 2) Bourrée de aire alegre y sincopado, a partir del reverenciado pirul y siguiendo el impulso de los fanáticos que se arrastran por el suelo en son de manda, menos inefable y más corpórea que la del cortito primerizo de Joskowicz (La manda, 1968), hasta desembocar en tempranas escenas de histeria colectiva al interior del santo sepulcro de Fidencio; 3) Zarabanda de carácter tranquilo para dejar que las fogatas se extingan en la calle, amanezcan los puestos del atolito del desayuno y, entre milagritos de hojalata, surja la efigie sin afeitar e inflada de un seudohermano del difunto Fidencio que recita como tarabilla cual tribuno shakespeariano con corona de laurel y enorme argolla colgando de la nariz (“Fue bueno y humilde en todos sus actos, respetó a las familias, era un verdadero Niño, rechazó el dinero que se le ofrecía en abundancia, nunca dijo que él curaba o sanaba de algún mal”); 4) Minuet de movimiento moderado que despliega los ritos de curación, las temblorinas incontrolables y las convulsiones sacrosantas; 5) Gavota de aire gracioso en tiempo débil, que arranca con una procesión de cabras sonando cencerros y desafina en las adineradas evocaciones de las máximas usufructuarias del fidencismo: las hijas de aquel hacendado López de la Fuente que tanto protegió al Niñito, porque ellas se sienten falopáticamente obligadas a mantener vivo el culto de latría al santón de su infancia (“El Niño no se fue porque no queríamos que se fuera”); 6) Passapied de aire vivaz y carácter rápido para corresponder a los desternillantes chapuzones brutales en el Charquito de los Locos; 7) Giga exultante y modesta que continúa a la precedente danza visual y la hace retornar a la tumba de José Fidencio de Jesús Constantino Síntora (1898-1938), con siglas FCS, chorreando cera con las velas encendidas de los tumultuarios peregrinos; 8) Rondino en silencio para que resuenen como estribillo desmantelado las cinco breves escenas que integran las viejas tomas del auténtico Niño Fidencio, enfocado despectivamente como fenómeno y expuesto como escándalo a otros “civilizados” ojos extranjeros; 9) Rejouissance con aire de scherzo, a base de redoba y acordeón, para que bailen como orgiástica polca final los desfiguros de fieles fidencistas de todas edades y razas, procedentes de los estados fronterizos de México y del sur de Estados Unidos, antes de despedirse del lugar, visitado en el aniversario del seudonacimiento del Niño (17 de octubre) y el de su seudomuerte (abril), dejando sólo un paisaje desolado, sobre el cual se yergue la figura de un niño campesino al pie de una cruz florida.

La empírica pero acabadísima estructura musical del film sería inimaginable sin la práctica como compositor de Echevarría, aquí ya vuelta casi automática, y sin la grabación de sonidos en directo que efectúa la habitual colaboradora del director-camarógrafo, la extraordinaria sonidista francovietnamita Sybille Hayem. Voceríos, susurros, letanías, himnos, cánticos poscristianos, bendiciones, imprecaciones, jolgorios, silencios en contrapunto, sonidos aislados en los chapuzones del charco, inquietantes murmullos en la interpelación a ese niño enfermito que abriga con su capa un cajita (“¿Estás preparado para recibir al santísimo espíritu?”). Con base en el sonido propio de cada imagen, se reproduce la genuina atmósfera auditiva del hecho y se va creando un extraño tejido artificial por encima del sonido directo, pero gracias a él. Se provocan saturaciones subrogadas, impera un embotamiento antipintoresquista. De repente interviene la silbante melodía de una flauta en do amplificada y la imagen se vacía de significado, reposa. En ocasiones se excluye el sonido ambiental de voces y cantos, para que sólo permanezca el ambiental del agua chapoteante, providente aunque vuelta mácula lodosa que purifica, al conjuro de una cruz fulmínea.

La experiencia musical de Judea: Semana Santa entre los coras respondía a la pregunta: ¿qué nos sucede cuando alcanzamos la máxima saturación de sonido? Túnel, abismo, hoyo negro de la sensibilidad auditiva. Sólo después de tres días de sonar ininterrumpido empezaría a cobrar sentido el violín huichol de Hikuri-Tame, y los enervantes tambores que acompañaban a los tarahumaras hasta desplomarse de ebriedad por todas partes de la sierra durante la Tesgüinada, jamás abandonaban su obsesión acústica. De la música indígena, con sus participatorias oquedades por saturación, a la concepción asiática de la música, hay un solo paso. Como en el gamelán javanés, en apariencia se toca siempre el mismo motivo; pero la combinatoria interna está sin cesar transformándose, mutando. Son derivados, sin saberlo, de la lección de Erik Satie en favor de la “música lineal”, aquella que no tiene ni principio, ni desarrollo, ni final, pudiéndosele cortar con tijera en cualquier parte de su flujo, pues éste subvierte cualesquiera normas de estructura. Con base en la monotonía, se buscan inesperados momentos climáticos. Como en las experiencias minimalistas de Steve Reich y Terry Riley, la repetición virtual conduce a un estado distinto. Repitiendo el tiempo, se llega a salir del Tiempo. “La conciencia burguesa no se destruye, sino se descompone” (Barthes). Otra conciencia prende, se pone en trance. Impera la paradoja: si cada fragmento del film semeja visualmente una danza tradicional basta formar una suite, el interior de cada fragmento remite a la mayor vanguardia sonora. Nada comienza ni acaba; simplemente está.

El discurso político del cine de Echevarría escapa a cualquier doxa de derecha o de izquierda. Es un discurso menor, en el sentido deleuziano de la expresión. Saca de sus casillas, debilita, desintegra y desvirtúa a todo discurso religioso establecido. La experiencia religiosa y la persecución de lo sagrado se sitúan más allá de dogmas y fanatismos (cf. William James). En los fidencistas del film se advierte un deleite dionisiaco en el autocastigo colectivo, que se le comunica al espectador. La fuerza de lo irracional traspasa, transgrede y revienta los límites de la religión cristiana. Ante el Niño Fidencio, el cristianismo como vivencia popular queda reducido a su verdadera dimensión: vil escoria instituida, dique de contención de lo sagrado, horma, degeneración uniformante.

He aquí la última carcajada de los condenados de la tierra. Los sufrientes más explotados del país y de allende la frontera (“Un saludo para la cajita Conchita García de Denver, Colorado”), se dan cita en Espinazo en pos de una taumaturgia que vivirá para ellos, sólo vivirá para ellos y por ellos, más allá del fervor y la superstición, más acá de la rebeldía y lo balsámico. El agua serenada convoca a los cargadores de la Cruz en un improvisado Via Crucis y ofrece su auxilio a los lloriqueantes gestos de rudeza. Orgía de ánimas, fervorín con veladoras (“Le valen diez pesos”). Parto o estafeta (“En nombre de Dios y del Niño Fidencio yo paso esta cruz”), en la experiencia de los límites como en la implosión de las opresiones sociales, la Cruz sigue siendo “el peor de los maderos” (Nietzsche).

Así resuena la biografía indirecta. Antes de que el auténtico Niño Fidencio apareciera arrojando frutas milagrosas, se columpiara con sordomudos en una hamaca para devolverles el verbo y se revolcara sobre las cabezas de sus fieles, según las Fox News, vol. 5, núm. 10, ya sabíamos todo y nada sobre el cantón legendario que llegó para quedarse. Los cánticos que introducían a los deudos tardíos en procesión al sepulcro, narraban incidentes biográficos de su paso por la Tierra, de Guanajuato a Nuevo León; las chillantes postales coloreadas coronaban las ofrendas haciendo un repertorio de sus fisonomías sucesivas: siempre imberbe, sin rasgos viriles secundarios, supuestamente asexuado; los declarantes iluminados hacían el recuento de sus andanzas milagrosas y algunos métodos curativos de su invención (hidroterapia, kinoterapia, meloterapia, impactoterapia, lagoterapia, imposición de pies y manos, telepatía), que ahora practican los cajitas, sucesores del Niño Fidencio, santones producidos en serie, nuevos Niños Fidencio. Con diez mil cabezas y resucitado en la diversidad humana, el Niño era tan tangible como María Sabina; no era necesaria su presencia para que su ilusión física nos socavara como un instrumento sutil, deus ex machina de la fe encarnada hasta lo aberrante.

Imaginamos, con regocijado pavor, lo que hubiera sido del Niño Fidencio abordado como tema por los cines mexicanos que le son coetáneos a Echevarría. Por el cine industrial de santones preparándose a una imposible cargada neoecheverrista: El rincón peninfantil de las vírgenes, El profeta Niñí, Auandar Fidencio o La venida del rey Síntora, todas con Juan Gabriel vestido como Niño de Atocha en el papel estelar. Por el cine indigenista del INI: otro fraude inepto ni-ni, ni antropológico, ni esteticista, ni denunciador, ni nada, pero trasladando el indigente cine churubuscón, con master shot y protecciones, a la reproducción de ceremonias aborígenes siempre confusas. Por el cine directo vuelto religión técnica: otra banda sonora prearticulada que acompañaría a algún fidencista encueradón, mientras él oye canciones de Agustín Lara al Niño Santo y merece eternos big close ups a su micrófono de corbata. Por el cine feminista para Hijas de María Braun: otra banda sonora incoherente, pero muy quejumbrosa, ilustrada con señoras fidencistas cocinando junto al fogón. Por el cine militante visceral: otro rollazo denunciador con final a base de manifestaciones amarillistas de niños fidencio con los puños en alto. Etcétera.

Nada de eso ha ocurrido. Niño Fidencio, el taumaturgo de Espinazo semeja una película-síntesis, la summa magistral de la trayectoria de Nicolás Echevarría, un cineasta solitario, aislado, incontaminado por los tics expresivos de los realizadores de su tiempo y circunstancia. El punto culminante de un proceso que se establece a contracorriente. De Judea procede esa captación iridiscente y orquestada de una ceremonia y sus complicados sincretismos; de Hikuri-Tame procede el expectante seguimiento de una peregrinación mágica y sus inextricables resonancias sin coordenadas posibles; de Tesgüinada procede el tono obsedente de la reiteración ritual y su calculado sentimiento de lo irremediable; de María Sabina procede la idea de tomar a un personaje como hilo conductor sin soñar en agotarlo; de Poetas campesinos procede ese júbilo entre lúdico y luctuoso ante manifestaciones ignotas, casi perdidas, que son en sí la revelación de un mundo, por debajo y por encima del nuestro.

El Niño Fidencio añade a la santería el mito de lo ínfimo. Hay cajitas-niños y cajitas-ancianos que, como los cajitas-varones y los cajitas-mujeres, aflautan la voz para rememorar, imitar, perpetuar y conquistar la alocución del chamán impecablemente infantil, angélico e iluminado, fuera del mundo de la violencia adulta, usurpando los valores de una inocencia idealizada: la conciliación anterior al conflicto, la encarnación del paraíso de la niñez, la edad de oro de la existencia. La redención y el retorno de la salud se conseguirán a través de la fe en lo inofensivo, la esperanza en lo impoluto y la caridad en lo inmediato. Un recuerdo tan sólo ha quedado de esa infancia que al fin ya pasó (“Niño Fidencio, mi corazón te llama, porque sólo tú sabes cómo al Señor se le ama”). El niño campesino abraza la enseña ornada con guirnaldas que cierra el discurso visual y cancela retóricamente su envío, retomable en un nivel ascéticamente depurado y abierto (“Después de mi muerte, resucitarán muchos niños Fidencio”).

El núcleo corrupto

“Lana sube, lana baja, la tierra es de quien la trabaja”. De calzón blanco, sarape sudado y greñas caídas hacia la frente, el indio Calzonzin (Alfonso Arau) y su amigo el gordo Chon (Arturo Alegro) se hallan en un ejido maicero junto con otros campesinos silenciosos; escuchan el discurso de un líder trepado sobre una caja de jabón, lo aplauden, lo apoyan y lo ven morir acribillado ipso facto por los secuaces del cacique del lugar; corren tomados de la mano a esconderse entre las milpas, llegan a un campo aéreo, se refugian dentro de una avioneta, logran pilotear dando tumbos, arremeten contra una vaca, esquivan tiros de pistoleros, ingieren tequila en los aires, cantan de felicidad (“Inmensa nostalgia invade mi pensamiento”) y deben lanzarse en paracaídas porque en la nave estalla una bomba de tiempo destinada al cacique. Escogen para caer nada menos que el idílico pueblucho de San Garabato, el de la historieta satírico-política Los agachados de Rius, y ya la beata madrugadora Doña Eme (Carmen Salinas) está viendo aterrorizada el desplome de los dos cuerpos adoloridos pero ilesos (“San Chucho de los Palotes: ¡Milagro, milagro!”). Ahora sí, la trama de Calzonzin inspector (1973), el segundo largometraje del actor-argumentista-gagman-director Alfonso Arau, puede dar principio. Onerosa película de la empresa estatal Conacine, con dos horas de duración y locaciones michoacanas, es la primera película nacional que intenta aprovechar la permisividad de la Apertura Democrática del echeverrismo.

En San Garabato está cundiendo el pánico entre las fuerzas vivas de la localidad, reunidas en la conspiradora oficina de la presidencia municipal. El gobernador del imaginario Estado de Cucuchán ha sido destituido, un inspector federal anda recorriendo la zona y todos temen que los cachen desprevenidos en sus movidas: el administrador de correos Gedeón (Mario Zabadua Colocho), la maestra Nereidas (Celia Viveros), el agente del ministerio público (Edmundo Domínguez Aragonés), el fotógrafo Saúl (Rafael Hidalgo El Conscripto), el abarrotero Don Fiacro Franco (Florencio Castelló), el cura Íñigo (Jorge Guzmán), el inversionista Mr. Gordon (Raúl Serrano), el empresario Don Ticiano Truyé (Raúl Chato Padilla), las piadosas de la Vela Perpetua Doña Mechita (Lina Montes) y Doña Casimirita (María Barber), el periodista rastrero (Héctor Ortega) y un general provecto (Raúl Castel El Pambazo). Para tranquilizarlos, el jefe político de enorme panza y gafas negras Don Perpetuo Pancho Córdova improvisa un encendido discurso (“Y quiero señalar que debemos, como quien dice, hombro con hombro y diente con diente y ojo con ojo, estar unidos ahora que el enemigo nos amenaza”) y todos exaltados deciden tomar precauciones.

Chon, con las ropas quemadas, y Calzonzin, tapado con una cobija, son espiados como “sospechosos” por los despistados policías Arsenio (Willy Wilhelmy), con bigotes de moco a la Hitler, y Lechuzo (Mario García Harapos), quienes acaban de confundirlos con los enviados federales y van sin zumba a comunicarle la noticia a Don Perpetuo. Con un despliegue sin paralelo desde Bienvenido Mr. Marshall (Berlanga, 1952), se echa a funcionar una monstruosa maquinaria de lambisconería política. En breve lapso se decora patrióticamente el pueblito y se organiza un desfile de apoyo para dar la bienvenida al supuesto funcionario Calzonzin y su escolta, en el más rancio estilo electorero del PRI, aunque la acción fílmica finja situarse en los treintas o cuarentas. Se sacan mantas a la calle (“Apoyamos a Juan Calzonzin”), pancartas con el retrato del visitante despistado que les hace el juego, y pendones de la Asociación Nacional de Charros; suenan bandas de música, vivas y piezas de oratoria hueca; las Fuerzas Vivas pasean codo con codo junto a Calzonzin a través del pueblo mugroso recién acicalado, seguidos por una multitud de vitoreantes acarreados. Luego, se conduce al visitante ilustre a los sitios de rigor; conocerá el engalanado hospital con falsos enfermos felices, la escuela burdamente maquillada y la cárcel “modelo” que es una mera escenografía colorida. La farsa política culmina con un regio banquete abierto al pueblo, con derroche de bebida y manjares; mareado por las alabanzas que recibe con sincero agradecimiento y un tanto pasado de copas, el ingenuo Calzonzin aprovecha cualquier ocasión para fajarse tanto a Doña Pomposa (Carolina Barret), la fodongona esposa de Don Perpetuo, como a Enedina (Virma González), la resbalosa hija de ambos.

En las horas subsecuentes, Calzonzin deberá acostumbrarse a que los pobladores misérrimos de la región se acerquen también para adularlo, con regalos de granos y animalitos o con ofrendas florales; tratan de ganarse sus mercedes, pues representa para ellos la última esperanza en su lucha por librarse de la explotación y la miseria. Al darse cuenta de los compromisos que ha contraído, Calzonzin empieza a ingeniar excusas. De repente, pide la mano de su hija a Don Perpetuo y, durante los preparativos de la rumbosa boda que tanto honra al pueblo de San Garabato y a los orgullosos padres de la novia, el indio envuelto en su frazada sale huyendo. Sólo dejará una carta que, al ser interceptada como de costumbre por el administrador Gedeón y leída en público, sume a los Notables en la mayor confusión, durante una fiesta donde se metamorfosean en animales, y unos fuegos artificiales, debidamente saboteados, los insultan con ominosos letreros (“Don Perpetuo ladrón'').

La expedición punitiva que organizarán Mister Gordon y el presidente municipal tendrá éxito; todavía con la llave de la ciudad como si fuera sable y haciendo sus necesidades, Calzonzin será atrapado (“Como el Tigre de Santa Julia”) haciendo sus necesidades en la cima de una cuesta. Pero todo se solucionará en forma de farsa absurda dentro del marco de una corrida de toros, en el transcurso de la cual Calzonzin será obligado a ofrecer una sesión de toreo bufo con una cobija roja, los terroristas dinamiteros del pueblo harán de las suyas en la función de juegos pirotécnicos para hacer estallar la plaza, el verdadero Inspector llegará en el último minuto, y Don Perpetuo, seguido por todas las Fuerzas Vivas, irán tiznados a su encuentro, en actitud más servil que nunca, hechos una desgracia, pero tratando de recomponer la figura (“Por favor, compañero, no me hunda; somos un pueblo en marcha y se resolverán los problemas emanados de las necesidades; por favor, tengo hijos, hágalo por ellos, no por mí”). Calzonzin le comenta a Chon en tarasco, son subtítulos en español: “Esto no tiene fin”. La palabra FIN es salpicada con pintura verde, blanca y colorada, hasta terminar explotando como fuego de artificio.

El cine cómico mexicano de altura tuvo su última oportunidad en Alfonso Arau, y la perdió. Por atrabancamiento, por exceso de ambiciones, por egolatría, por mercantilismo, y por un caos de invenciones sin cohesión. Con guion de Juan de la Cabada, Eduardo del Río (Rius), Héctor Ortega, y suyo propio, Arau se apoya ahora en una triple estructura, para que no le falle como en El Águila Descalza (Arau, 1969): la estructura de los viejos Supermachos de Rius (precursores de Los agachados y menos didácticos que éstos), la estructura de El inspector de Gógol y una estructura derivada de El brazo fuerte (la sobrestimada cinta independiente de Giovanni Korporaal, 1958). Antes los desiguales gags se lanzaban a la deriva; ahora hay una miríada de anotaciones y personajes característicos que obedecen a una idea central, ordenadora. Antes Arau, con frescura de principiante, se burlaba de lo inocuo: supermanes del subdesarrollo, patrones buenos y malos, vampiresas, gánsters posorolianos; ahora se aspira a la sátira política a nivel nacional: la corrupción de las fuerzas vivas de San Garabato son a la vez el reflejo, el indicador, la dinámica, el detonador y la reducción al absurdo esencial de la corrupción social mexicana en su conjunto, incluyendo a la pirámide del Poder. El núcleo está enfermo y la vida nacional reproduce el esquema provinciano, su mentira institucionalizada (“Claro que, sin mentir un poco, no se puede lanzar un discurso”).

Como resultado, si a El Águila Descalza se le acababa la cuerda en dos minutos (suspense del asalto chusco y presentación del antisuperhéroe), a Calzonzin inspector la cuerda le alcanza para los cuarenta minutos de la apoteótica bienvenida al falso inspector, cuarenta minutos de ancianos militares en patines y orfeones escolares entonando canciones prostibularias, cuarenta minutos de burla sangrienta a las autoglorificantes ceremonias priistas, cuarenta minutos donde el molto agitato se identifica con una especie de paroxismo nihilista. Pero la liberalidad aperturista pronto se agota y la trama empieza a divagar en sandeces (“Ay má, si lo traigo loquis; si viene mi conquis, dile que no tardo”) y enfila sus baterías en contra de racismos que no vienen a cuento (“Si por lo menos fuera una gente de apariencia respetable, pero indio, flaco y prieto, para acabarla de amolar, con esa colchoneta parece grillo entumido o taco de flor de calabaza”).

Calzonzin inspector semeja un globo de sátira política que se infla, se infla, se infla, y en vez de estallar, se desinfla en la más deprimente de las mistificaciones (“La H. Junta de Festejos de este Municipio, a beneficio de los damnificados por el impostor, invita a todos los ciudadanos al festival taurino; no falten, o ya saben”). Intervienen las babosadas de El Águila Descalza y hasta las viejas Locuras felices escénicas del primer Arau, para el supuesto lucimiento personal. Así, la megalomanía del “autor cómico” se convierte en precursora de la India María en Sor Tequila (Rogelio A. González, 1977), donde la dicharachera Sor María Nicolasa hacía aparecer una estatua de San Francisco entre cohetes para que los feligreses lo consideraran un milagro y cooperaran para restaurar la iglesia. En el pecado lleva la penitencia: Calzonzin se electrocuta para bailar como Piporro, rinde honores a los símbolos patrios como chicuelo beato, empelota a dos humildes extras para sentirse realizado al manosearlas, denuncia a los hipócritas de San Garabato disfrazándolos de animales con gruñidos de zoológico, imita en grotesco el jubiloso toreo cantinflesco de Ni sangre ni arena (Galindo, 1941), hereda el burdísimo slapstick de Capulina, Speedy González (Alfredo Zacarías, 1969) y termina acogiendo con irrisiones redentoras el arribo del verdadero inspector (Arau con traje y corbata), un Don Sexenio del Rosal, honesto representante del nuevo paternalismo echeverrista, a cuyos pies se tira la ficción implorando perdón por tantas audacias. El núcleo corrupto será rescatado por la más abrupta “protesta permitida”. Chotéame desde tu lentitud de entendederas y de tu cobija indígena con enchufe eléctrico, en los festejos de un tianguis perpetuo; pero no me cuestiones ni me niegues la posibilidad de salvación desde “arriba y adelante”.

El camino de la sátira política “permitida”, concebida como caricatura “de izquierda” ensañándose contra el núcleo corrupto, estaba señalado. Para degradarse y en seguida desaparecer de los programas fílmicos gubernamentales, sólo le faltaba una ligera vuelta de tuerca: hacia la derecha, hacia el autoescarnio, hacia la calumnia histórica. Estos tres giros serían efectuados, sin demasiada ostentación ni eco popular, pero con total autoconvencimiento, por Las fuerzas vivas (1975), el décimo quinto largometraje de Luis Alcoriza (Tlayucan, 1961, Tiburoneros, 1962, Tarahumara, 1964), con base en un libreto original del propio realizador y del simpático cuentero comunista Juan de la Cabada, cuya trama corre de la siguiente manera.

Durante los últimos días apacibles de la dictadura porfiriana, en la plaza principal de un pueblito queretano con boina vasca, ante una multitud de sumisos acarreados y rodeado por los notables del lugar, el jefe político del partido conservador Héctor Lechuga se dispone a leer un discurso demagógico, priista avant la lettre, para después proceder a develar una estatua a la memoria de su propio padre, patricio benemérito de la región. Pero la ceremonia es abucheada y refutada por un grupo de artesanos disidentes, miembros del partido liberal, a quienes comanda el profe precantinflesco Héctor Ortega. El pintoresco discurso oficial queda a medias, el encendido orador deserta y la estatua será inaugurada a toda carrera por el lagartijo puntiagudo Gastón Melo, un vil achichincle administrativo. Ha estallado la Revolución de 1910 en todo el país, y sus ecos ya trastornan la vida pública de ese pueblucho perdido en la serranía.

Aislada del resto del país y ayuna de noticias, la población se conmociona inútilmente. Sólo se entera de lo que sucede en el mundo exterior gracias a los mensajes que recibe (y amaña) el acomodaticio telegrafista liberal Sergio Ramos, o por los cachos de periódico con que envuelve su fayuca el burrero Noé Murayama. Aterrados, los privilegiados del partido conservador reaccionan contra la posibilidad de cambio. El ejército federal, integrado por cuatro analfabetas soldados de leva, al mando del cobarde coronel Chucho Salinas, dimite en masa y luego se ofrece al mejor postor. Los oportunistas miembros de la oposición liberal obligan al herrero vociferante David Reynoso a que la haga de Pípila en la heroica toma del Palacio Municipal, sólo respaldado por un matrimonio de temblorosos ancianos indefensos. Y el cura gigantón Víctor Junco, siempre a punto de ser agredido por el zapatero jacobino Héctor Suárez, se las ingenia para intervenir en todas las situaciones, en beneficio del statu quo.

382,08 ₽
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9786073009232
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