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El santón alquimista

En un pálido borbollón de fantasías caleidoscópicas que promete 24 imágenes maravillosas y 240 revelaciones trascendentes por segundo, un Ladrón intemporal con figura de Cristo (Horacio Salinas) resucita para vivir aventuras blasfemas al lado de un enano en muñones; presenta en las plazas públicas una escenificación brutal de la Conquista de México con sapos e iguanas de armadura que terminan quemados o ahogados en pintura roja, usa como quiere la Basilisca de Guadalupe, pone a bailar entre sí a soldados mexicanos para que los elimine la censura nacional, y luego sirve como molde para producir en serie artesanales cristos de pasta, que también acaban flambeados. Finalmente el ladrón vagabundo es izado por una de las triangulares Torres de Satélite, hasta una oquedad cilíndrica en donde hay que moverse en cámara lenta, estilo Orfeo de Cocteau (1950), y donde mora el Gran Alquimista (Alejandro Jodorowsky), santón con túnica blanca de mago Merlín y barba tibetana de Horizontes perdidos (Capra, 1937), en cien posiciones yoga (¡Qué posición más incómoda!) y flanqueado por una esclava negra en cueros y un caballo albino.

El maestro toma solemne el excremento de su nuevo Discípulo instantáneo y lo mete en aparatitos de película de El Santo para volverlo oro freudiano. Acto seguido, conduce al apantalladísimo individuo a una sala circular cuyos muros dan vueltas, mientras los habitantes uniplanetarios de El principito (Donen, 1974) que se hallan adosados a ellos, evocan hazañas en imágenes de Julieta de los estúpidos (Fellini, 1965). Todos esos extraterrestres están embriagados de su propio Poder: el Magnate fabrica úteros gigantes para orgasmos electrónicos, el Artista produce pinturas impresas por asentaderas coloreadas, el Arquitecto planifica urbes futuras con casas-sarcófagos, el Ministro Gubernamental ordena el exterminio sin apelación de cuatro millones de ciudadanos, y el Jefe de Policía condiciona mentes infantiles a base de historietas y juguetes bélicos (fusiles-guitarra para jóvenes roqueros, rifles-candelabro de siete brazos para judíos) con el objeto de sembrarles el odio nacionalista.

Reclutados todos como discípulos, el maestro santón los guía, cual Don Juan de Castaneda, por los vericuetos del Camino de la Purificación y la Renunciación. Van renunciando al dinero, al yo, al cabello. Entre enormes peligros imaginarios, ascienden por la Montaña Sagrada, en cuya cima vegetan los Siete Inmortales, que les comunicarán su Secreto, si saben hacerse dignos de él. Pero esos siete señorones sentados a la mesa son túnicas vacías. Carcajeándose, el santón alquimista le ordena un zoom back a la cámara; él y sus seguidores han recuperado la Realidad. Ya no necesitan la Ilusión del cine.

Tercer largometraje del teatrista pánico de origen chileno Alejandro Jodorowsky, ya consagrado como fenómeo artístico por el big-business internacional, La montaña sagrada (The Holy Mountain, 1973) forma parte de la última vomitada de la Vanguardia, que no es más que la “última carcajada de la cumbancha budista”. Entre bestiarios teratológicos, seudosacrílegas buñueladas y fellinismos ornamentales; entre reptiles extraídos del bulbo raquídeo, multitudinarias orgías homosexuales en un foso, desnudos amantes supinos viendo seis televisores en forma de cruz, estudiantes masacrados por granaderos para que broten florecillas de las panzas de los cadáveres reventados, y misérrimos indígenas que resultan epítome de lo Sagrado; entre ese popurrí de simbologías, que van de la Historia de las Religiones a las mitologías freak inventoras de su propio ocultismo, el cineasta aún se da tiempo para citar un corto musical camp de Arcady Boytler de los treintas, con música de Agustín Lara, donde una danzarina semidesnuda se tapa las partes pudendas accionando sensuales abanicos de plumas.

El éxito de la imaginación congestionada de Jodorowsky, y su propuesta de un cine irresponsable que sincretiza ocurrencias escudándose en un vanguardismo tardío, resulta bastante verosímil si consideramos que buena parte del arte europeo se debate aún en los espejismos vanguardistas, el esnobismo neoyorquino apenas vivió en los cincuentas su dadaísmo como underground y la subcultura mexicana acostumbra alimentarse con la descomposición de los reflejos estéticos del mundo. Los contrasentidos del jodorowskismo son tan patentes como atosigantes; invocan el ascetismo complaciéndose en abigarramientos visionarios, buscan la sabiduría al interior de los filosofemas más arbitrarios, persiguen la iluminación iniciática soñando decadencias culturales, quieren promover la depuración solazándose en un inframundo artificioso, afirman una a-histórica realidad de vaguedades al margen de cualquier misticismo como única certeza absoluta.

Si bien alivianado con 42 cortes por la censura echeverrista, La montaña pasada, pasadísima, resulta un rollazo con mayor agilidad visual que Fando y Lis (Jodorowsky, 1968) y El Topo (Jodorowsky, 1969), sólo que aquí la Historia de las Religiones se ha vuelto escorial de los oscurantismos, y el cineasta santón, un alquimista al revés: transmuta en plomo el oro de las combinatorias instantáneas (rumbo a los videoclips). En las terribles imágenes-choque del esoterismo surrealista de bazar, una madre sebosa embarra el pubis sobre la boca de un hijo enclaustrado, y cierto pene electrónico, manipulado por una fémina, realiza hazañas de feria. Ningún timorato y ningún ondero podrían ya excitarse con las hipócritas agonías de esa religiosidad batida como provocación erótica. No muy lejos del Satánico pandemónium (La sexorcista) de Martínez Solares (1974), estamos ante un Sade taoísta leído por algún Chorrito que estaba exorcizador. ¡Pobre Chorrito, tenía calor!

El santón levantisco

Antes del huerto, durante el huerto y después del huerto, la oración al Via Crucis de Auandar Anapu (El que llegó del cielo) de Rafael Corkidi (1974), muy milagrosa y difusamente antigubernamental, ha de rezarse con música de algún popular corrido hipermachista de los bizantinos cuarentas, Juan Churrasqueado de Ernesto Cortázar (1947) por ejemplo.

Voy a contarles un churrito muy mentado, lo que ha pasado allá en la purépecha región: la triste historia de un Cristo enamorado (Ernesto Gómez carga la Cruz), que fue borracho, milagrero y revolucionador. Auandar Anapu se llamaba y le apodaban “el que llegó del cielo”; era valiente y pajarero en el amor. A la Magdalena más rubita se llevaba (Susan von Polgar), la arrancaba a la infame turba, le lavaba a lengüetazos la cara y se la tiraba junto a la cascada, con los brazos en cruz, al bautizarla como Juan el Bautista.

El volcánico santón había brotado, entre solarizaciones, del Paricutín. Andaba medio pelón, como El profeta Mimí, y vestía overol proletario por los campos de Michoacán. Para dar prueba de sus poderes, era capturado por la tropa y liberado tras exorcizar a un niño aborigen crucificado entre piedras coloniales. Luego, con placidez de bendito, se sentaba a media plaza para oír cancioneros en lengua indígena, resucitaba muertos, recibía recados subrepticios de una doncella (Patricia Luke) que primero se bajaba los calzoncitos para hacer pipí en público; hacía promoción a la Cervecería Cuauhtémoc viendo bailar la Danza de los Viejitos, predicaba ultrapaternalistamente a campesinos tarolas, asesoraba en lo ideológico a una guerrillera zonarrosera (María de la Luz Zendejas) de pantalones acampanados sobre zapatos de plataforma, fornicaba frenéticamente con una zapoteca sofisticada (Aurora Clavel) en escenografías simbólicas de El Topo, y se erguía para predicar su decálogo para la Unidad Obrero Campesina bajo un inspirador retrato de Lázaro Cárdenas.

Un día domingo que se andaba emborrachando, a la Última Cena le llegaron a avisar: “Cuídate, Auandar, que ya por ahí te andan buscando, son muchos 'profesantes', no, te vayan a matar”. No le dio tiempo de cogerse a la hija del cacique, que ya le mostraba sus lúbricos pechos en un almacén; pistola en mano, se le echaron de a montón. “Estoy excitado”, les gritaba, “y soy buen Cristo”, cuando una bala atravesó su corazón. Y aquí termino de cantar este corrido, de Auandar ranchero, el levantisco garañón, que resucitó al tercer día, de las masas consentido, y se fue a encabezar una manifestación con pancartas en la plaza de toros, Ante el cadáver de un líder (Alejandro Galindo, 1973) y aclamado por coros que entonan canciones de protesta.

Segundo largometraje del realizador-fotógrafo Corkidi (Ángeles y querubines, 1971), sin ritmo ni medida, con técnica de diletante en 16mm e imaginación sincrética, Auandar Anapu mezcla el documental folclórico michoacano con un coctel político-sacrílego muy chistoso. Con diálogos en castellano y en tarasco, esta sensualista santería insurreccional constituye una obra maestra naïve del humor voluntario / involuntario. De rodillas ante los desmanes de ese santón telúrico a nivel regional, con mucho de Niño Fidencio sexualizado, el machismo-leninismo es un eufemismo. Ya instalados en la regresión futurista, la Tierra hablará por él. Pero Buda, me quedó una duda: ¿la Naturaleza es muda?

El santón lumpen

Érase una vez un Rey de Reyes, con corona dorada de hojalata y persuasiva túnica blancuzca (“Soy la luz y la antorcha eterna”), las manos muy juntitas y bondadosa barbita encanecida; venía del norte y se llamaba Reynaldo Olmos (Jorge Martínez de Hoyos), el Rey Olmos para sus fieles. Había cantado en una iglesia episcopal aún no integrada en lo racial, había sido bautizado mediante una purificadora zambullida en el río, había merecido el comprometedor obsequio de una Biblia por las manos de un pastor menonita y había sido despedido con música de armónica en una desértica estación de ferrocarriles, a 1,818 km del D. F. y sólo 213 de El Paso. Decidido a catequizar a los paganos que todavía no conocían el Evangelio verdadero, el Suyo, había aterrizado en una colonia periférica de la Ciudad de México que era asentamiento ilegal de paracaidistas ignorantes (“¿Cuál misionero? Es puro pinche loco”).

El sitio que le había concedido el Señor para fundar el templo de su Reino en el Tercer Tiempo, vendría a ser nada menos que la peluquería recién inaugurada de su ñero Bulmaro (Ernesto Gómez Cruz), un exobrero tuerto que ya soñaba con independizarse, gracias a su nuevo oficio, desde que sudaba la gota gorda junto a la caldera de una fábrica de textiles. Pero el designio divino debía cumplirse y poco importarían, pues, las protestas de Bulmaro, aunque ya se hubiese aficionado a quemarle la faz con toalla hirviendo a su cliente más obesa / obsesa (Lina Montes); en nombre de la Nueva Fe, Olmos expropia el local, colgándole un letrero que lo acredita como “Doctor, graduado en Estados Unidos y en el Espíritu Santo”.

Los milagros del Rey Olmos fueron incontables. Nadie en el vecindario lumpen los recuerda; pero empezó por rescatar en un lupanar cercano a su traqueteada esposa Chabela (Ana Luisa Peluffo), la encueró a media calle (“Pégame, mi señor, tú eres mi hombre y puedes hacer conmigo lo que quieras”), le lavó por la noche la mugre del cuerpo con fétidas aguas del desagüe, ante los ojos atónitos de la comunidad, y la declaró su primera Hija Espiritual, tras autoentronizarse con corona dorada de tres picos; luego, para ganarse fama de curandero prodigioso, sanó con palabras acariciantes a la joven histérica Martina (Maritza Olivares), ungiéndole en seguida los pezones con aceite santo, para que ella acabara escapándose de su casa y lo siguiera como segunda perra faldera, con derecho a cama.

A su celebridad como curandero, el Rey Olmos hubo de sumar la de milagrero socializante. De análoga estirpe agitadora a la de Auandar Anapu, azuza a la huelga a los trabajadores de una ladrillera para apoyar sus demandas salariales (“Eso, Brothers, así quiero verlos contra el pulpo que los extorsiona”); pero no titubea en expulsar de su iglesia a un obrero que osó mancharla con “ideas comunistas de organización”. Desanima con su pecho inmortal las fuscas ya desenfundadas de un burgués maligno y sus pistoleros, conjura con ecuanimidad la verborrea de un politiquillo de la “nueva generación” (Gastoncito Melo) que prometía afiliar a los huelguistas a la CTM (¡buh!) y, siempre incorruptible, sale airoso en la difícil prueba de encerrarse con cuatro putas en un baño de vapor al lado del untuoso patrón de la ladrillera (Mario García González), pues según nuestro santón lumpenizado “la mujer es para el amor con fruto y el hombre para el trabajo con producto”.

Pero un mal día, saliendo desafiante de su baño de Temazcal Sagrado con la Martina, el buen Olmos sobrevalora sus poderes, iluminado por la luz de las antorchas de los obreros, y se enfrenta a las balas del amante despechado de su joven feligresa (“A mí ningún profeta me quita la vieja”). Como cualquier perro muerto, su cadáver será arrojado al Gran Canal; en cambio su mirífica guitarra, asombro de las beatas, ocupará su lugar en el féretro y será velada en Su Templo, ante el frustrado peluquero Bulmaro, heredero y sucesor, ya autoproclamado Nuevo Elegido, sentado en el rústico trono y escoltado por su obediente amasia Chabela. Generoso, el recién estrenado santón extiende su bendición hacia la cámara.

De plausible antipatetismo y obvia ironía, pero abrupta, sin densidad sicológica ni dramática algunas, buscando muy deliberadamente el registro del humor barbaján (en la onda iniciada por Fons en El quelite, 1970), poblada por pasmadas creaturas en el linde de la caricatura, La venida del rey Olmos (1974) es el segundo largometraje del actor-realizador Julián Pastor (La justicia tiene doce años, 1970) y parece no perseguir otro objetivo que volver disfrutables las excéntricas vicisitudes lumpen de su personaje central. Embaucador, crédulo iluminado, predicador de exóticas religiones futuras, Elmer Gantry (Brooks, 1960) de Neza, exorcista de las aguas negras, erotómano solapado, alegado sucesor de Moisés y Jesús, relevo de la fe cansada, anticristo cogelón que logra agotar las precarias alternativas de un cinturón de miseria, irresponsable mesías, agitador loco, provocador político: es la figura de santón más compleja, coherente en su esquizofrenia, explícita en su inserción social, que consiguió delinear el cine de Churubusco.

En un prurito de fidelidad a lo real, la cinta ha tomado como modelo a un Rei (sic) de Reyes auténtico, con su túnica pobretona y su contundente palabrería: un tal Leonardo Alcalá, confucionista Iniciador del Tercer Tiempo, que recibía en su clínica de almas de la avenida Canal del Norte a fines de los cincuentas. Se hacen, incluso, muy precisas referencias a esa época, a esos municipales años de nuestra megalópolis: faje alcohólico con letra y música de Aventurera (Gout, 1949), lucha libre por TV, revistas Vea infaltables en la peluquería, chistes del Panzón Panseco por la radio, Ruiz Cortines consolidando cada semana el progreso del país a ocho columnas en El Nacional, y siga los tres movimientos de FAB en su cerebro. Eco distorsionado y contraparte de todo ello, con claras saetas anticetemistas y sin orgazmoñería alguna, el Rey Olmos se llena de vanidad y sucumbe. Los dioses querían destruirlo. Nadie es profeta en tu tierra.

El santón patibulario

Medio guarura desalmado, medio cómplice solapador de criminales y narcotraficantes, el supercorrupto agente policiaco Miguel (Alejandro Parodi) debe sacrificarse por sus compañeros, sorprendidos en una delicada transa, y va a dar a la cárcel, para purgar una condena tan breve como sea posible. Pero allí lo esperan nuevas corrupciones y antiguos delincuentes a los que había perjudicado; lo golpean, le desfiguran el rostro, lo hacen enloquecer, le cambian la personalidad. Fanático lector de novelas policiacas de brutalidad barata tipo Mickey Spillane, al egresar de la prisión cree firmemente que él es el hostilizante detective Mike Hammer en persona (“No me llamen Miguelito; ése es el ratón; llámenme Mike”). Ahora se dedica a moralizar golfas en desgracia (Sasha Montenegro), se enfrenta a los colegas (Carlos Cerdán, Víctor Alcocer) a quienes había ayudado a encubrir la desaparición de droga confiscada, persigue traficantes en embotellamientos de tránsito y, de escalada en escalada, le declara una guerra personal y logra derrotar al zar del narcotráfico capitalino (Juan José Gurrola), que se precipitará desde las alturas para estamparse en el pavimento. Pero Mike no ha concluido su misión; sigue su monólogo desvariante en la banda sonora, imparable, mientras camina retador por la selva del asfalto, pues se ha encomendado la tarea de exterminar la Amenaza Roja, para salvaguardar los valores del Mundo Occidental.

Se trata de Llámenme Mike (1979), el insólito segundo largometraje industrial del ex-superochero Alfredo Gurrola (Descenso del país de la noche, 1974, La sucesión, 1978). Apoyada en la formidable performance de Alejandro Parodi y en un espléndido guion muy astuto del cuequense Reyes Bercini (escrito en colaboración con el destajista Jorge Patiño), la blandura de la realización no deshace por completo el dramatismo de este juego mortal con datos típicos de la serie negra, ni su regusto por las situaciones extremas, en las fronteras de la farsa civilizada, muy por encima de copias beatas de la subnovela negra hispánica (Días de combate y Cosa fácil de Alfredo Gurrola, 1982, El crack 1 y El crack 2 de José Luis Garci, 1981 y 1982).

Con ferocidad y en el vértigo del Ser y la Apariencia, Mike existe. A medio camino entre el Taxi Driver de Martin Scorsese (1976) y la última metamorfosis patibularia del santón mexicano, es un personaje límite. La vileza de su expresión inicial ante el cadáver de la prostituta asesinada, del que hay que deshacerse al amparo de la nocturnidad en descampado, denota una frialdad nada acentuada; la transformación de su rostro al salir de su temporada en el infierno carcelario, sorprende y corta el aliento; en adelante hemos de habituarnos a su nuevo gestual, más duro, menos elocuente, excedido a veces hasta un devaluado vacío esperpéntico, tanto si irrumpe derribando la puerta del departamento de su puta protegida, como si se roba una ambulancia para huir del manicomio con estatua de Freud en el jardín, o si concita con su reconcentrada convicción a los pasajeros de un autobús que lo animan a proseguir la captura de un evasivo delincuente como show al ras de la bocacalle atiborrada de automóviles. Los preceptos derivativos han caído en fango fértil.

Más allá de la “crónica sórdida de las tropelías de unos agentes de la secreta”, que “deriva en una crítica a la ineficacia de unos tiras huevones y transas”, y de cierta actitud ultrapoliciaca de El vengador anónimo (Winner, 1974 y 1982), indignada porque “un ciudadano común nos pone el ejemplo” (G. García en el suplemento Sábado, 27-111-82), la santería mexicana del personaje consigue imponer un malestar físico que se siente y hiede, una atmósfera de lobreguez deseante, un silencioso escalofrío: la moral apocalíptica de un triste producto de la subcultura masiva y su turbiedad pesadiilesca. He ahí una paranoia feliz, o casi.

La santona alucinógena

Como si hubiesen sido convocadas por el lejano cántico de la octogenaria santona zapoteca con dulcísima voz cascada María Sabina, las nebulosas neblinas del Origen han descendido de la perpetua intemporalidad, desde el cerro del Fortín hasta el caserío de Huautla de Jiménez, en la agreste sierra mazateca. Una lenta panorámica secunda a ese portento cotidiano, mientras un agudo sonido de alientos (música de Mario Lavista) funge como lívido coro resonante y ámbito acogedor a la aparición de la encanecida cabeza de María Sabina, mujer espíritu (Nicolás Echevarría, 1979), una anciana aborigen de pequeña estatura y cuerpo frágil, cuyo perfil surcado por infinidad de arrugas y ya enjuto se recorta sobre la blanca inmensidad de las nubes omnipresentes, a nivel de la tierra.

Vuelta descripción subjetiva, se escucha la letanía del cosmos primordial (“Soy la mujer águila dueña, soy la mujer águila sagrada, soy la mujer luna, soy la mujer constelación guarache, soy la mujer constelación bastón, soy la mujer nadadora, soy la mujer que mira hacia adentro, soy la mujer que examina, soy la mujer trompetista, soy la mujer violinista, soy la mujer arrancada, soy la mujer que cae, soy la mujer tlacuache, soy la mujer gavilán, soy la mujer reloj, soy la mujer sabia en medicina, soy la mujer que chifla, soy la mujer espíritu porque puedo entrar y salir del reino de los muertos”). Descubierta a la luz internacional a fines de los cincuentas por el micólogo estadunidense Gordon Wasson, que llamó la atención de los curiosos hacia los sagrados rituales alucinógenos de los mazatecos, y visitada por “experimentadores” viajeros y celebridades provenientes de todo el mundo durante los sesentas y setentas, fallecida en 1985, la Hechicera de los Hongos practicará ante la cámara del cine directo sus curaciones ancestrales, a lo largo de varias “veladas”. Con humildad, en su hábitat genuino, como si no fuese la santa patrona de los jipis acampados en las calles invadidas del pueblo terregoso de Huautla. Es la sabiduría del conócete a ti misma en el co-nacimiento del mundo, en la Sabinatividad. La coherencia multifragmentada del monólogo en lengua autóctona de la Mujer Espíritu equivale a un simple atisbo, un inacabado registro de la vivencia primigenia, una enumeración programática de lo informulable.

En contraste con la fealdad plástica del cine documental mexicano y del cine mexicano a secas, las imágenes de María Sabina pueden parecer rebuscadas o “demasiado hermosas”; pero no hay mácula de esteticismo en ellas. Cercano a la humildad de experiencias flahertianas como las de Burns (Juan Pérez Jolote, 1973) y Groulx (Santa Gertrudis, 1976), el primer largometraje del cineasta místico Nicolás Echevarría es un modesto retrato en cine directo, lleno de afabilidad y respeto, que se sustrae a cualesquiera facilidades, traiciones o degradaciones de lo real. Un perfecto atisbo vital anti-Rigo (Vio, 1978). No persigue la espectacularidad; antes bien, la desarma hasta con el voto de pobreza de un rodaje que parece de one-man team. No busca el sensacionalismo; si bien su estreno en la Ciudad de México (julio de 1979) sirvió como pretexto para pasear a la célebre chamana por la megalópolis, vilmente exhibida, cual monito de organillero, por los delirios espiritistas oficiales de la funcionaria Margarita López Portillo en persona. No se pretendía un tratado de etnomicología-pop, ni aspiraba a ilustrar, confirmar o refutar ninguna tesis cientificista, religiosa o mágica. No duplicaba ni amplificaba las cualidades vejatorias banalizadoras del reportaje televisivo. No hay coctel de estilos documentales; predomina una misma técnica de aproximación atenta.

El film ha hecho caso omiso de toda la literatura —docta, propagandista, divulgativa, distorsionadora— que sepulta al fenómeno María Sabina. Más allá de las apariencias y de los intermediarios, el film va a las fuentes; va en busca de la mujer, para restituirle su concreción. Descubrir, como una realidad contigua, su corporeidad, su dimensión humana, al margen del mito y el alucine jipioso. En aras de una mayor severidad no-dramática y no-etnográfica, la mirada de Echevarría controla hasta su regusto por las fulguraciones expresionistas, como aquellas con que rendía cuenta de la Semana Santa Cora en su deslumbrante cortometraje Judea (1973), verdadero incendio de cuerpos pintarrajeados, bélicas embestidas rituales y atardeceres flamígeros. Incluso ha reducido al mínimo, a lo más íntimo, sus tendencias hacia la crónica exhaustiva, como en la cacería del peyote de su peregrinante mediometraje Hikuri-Tame (1975-1977), donde escenas insólitas de niños y ancianos mascando la cactácea narcótica debían coexistir con fotofijas que completaban algunos episodios.

Con base en cintas grabadas in situ y traducidas del zapoteca por Álvaro Estrada, se ha elaborado un texto muy sintético y vivo en el que habla la sabia en primera persona, confesando su ejecutoria autobiográfica (“Mis dos maridos, mis hijos muertos de enfermedad o asesinados, mi primera toma de hongos, mi afición por el cigarro puro para fumar el corazón de Dios, mi pobreza, mi resignada espera de la muerte”). Mezclado con las invocaciones de la curandera: las dos dimensiones del discurso de María Sabina son leídas en off por el escritor oaxaqueño Andrés Henestrosa, con voz neutra, pausada, al compás del ritmo general del film, sin énfasis, modulando con sutileza, a un tiempo, la fascinación por la palabra y el distanciamiento reverente: una poética en primera y última instancias.

Más en ruptura con el documental tradicional, las charlas entre vecinos y las veladas ceremoniales se reproducen con su propio sonido, en lengua aborigen, sin subtítulos invasores ni empobrecimientos explicativos. Luego, avergonzada por la pérdida de dientes, apesadumbrada por la miseria y los robos de que ha sido víctima, enfundada en un huipil con listones azules y rosados, María Sabina deja que sus nietecitas le peinen con gran suavidad los largos cabellos encanecidos. Es la otredad indígena como sujeto irreductible. María Sabina posa junto a su choza, lamenta la extinción de los hongos (sus “niños santos”) a partir de las oleadas de extranjeros.

Observada con la ternura y la cercanía con que Flaherty veía al esquimal Nanook (1922) o a la familia de pescadores irlandeses de El hombre de Arán (1934), María Sabina no interpreta para la cámara; simplemente es, está. Se mueve con libertad en su constreñido ámbito de mazorcas y leña, azadones y olías. Rastrea hongos, los arranca, los coloca cuidadosamente en una jícara; de acuerdo con su particular animismo cósmico, están vivos. Alude, como algo normal, al Hombre Sagrado de las montañas, dueño de las milpas. Sapiente interroga y cariñosa conforta a la vecina María Roberta, quemada de un pie: la cura en el transcurso de dos largas, pormenorizadas veladas alucinógenas, que constituyen la parte medular del film, ambas muy semejantes, pero con variaciones significativas, pues jamás podrían existir dos ceremonias idénticas, siempre dictadas por especificidades medicinales. Ajena a cualquier escándalo, al margen de todo demonismo o angelismo, María Sabina viaja a los infiernos y renace en el paraíso de la Naturaleza. Cose un ropón, borda una camisa, limpia al chorro de agua una lámina en el patio y tiende amorosamente una colcha multicolor sobre su enorme camastro. Es una indígena particularmente dotada para recrear costumbres ancestrales en extraño sincretismo de dominante precristiana, una viejuca analfabeta cuya máxima deidad es un Libro intangible que “sólo dice Verdades”, una diminuta campesina encogida que todo lo transforma en tarea doméstica, una santona capturada en su intimidad: la intimidad última de una magia rezandera y sicotrópica en apuesta de permanencia contra la muerte.

Como en los mejores trabajos documentales del argentino Jorge Prelorán, sobre el imaginero mapuche Hermógenes Cayo (1975) o sobre el cantor araucano Cochengo Miranda (1976), María Sabina, mujer espíritu es una película donde la imagen es inseparable de la palabra vivida. Acaso el film en su conjunto ya estaba dentro de la chamana. Existía en ella, pues los hongos le hablan, ella les canta durante las veladas, mientras hace liberarse a sus enfermos por medio de las palabras. Dando palmadas hacia uno y otro lado, entabla un verdadero combate de innovaciones, como si se tratara de la pugna simbólica entre judíos y fariseos, centuriones de machete y enmascare dos con estandarte de Judea. La malignidad de los trece tlacuaches que se habían apoderado del cuerpo de la enferma debe vomitarse en bolsas de polietileno, bajo la acción de la Palabra, estando la paciente en estado de purificación total, sin contacto sexual en los días previos a la primera velada y a la segunda, sin asistir a ningún velorio para evitar el contagio de los muertos, como los huicholes preparándose a peregrinar a Wirkuta en Hikuri-Tame.

Durante las dos crisis de alucinogénesis con psilocibina natural y sus curas por la palabra, la cámara escucha. Apenas una ligera ebriedad oscila entre los rostros en rictus gozoso, ante las veladoras del altar, y la música experimental de Mario Lavista alterna parcamente con la seductora orquestación del sprechgesang schoenbergiano de la santona. Pronto la oscuridad servirá de fondo a lo que adivina la vista, al redescubrimiento de lo real; aquí, la única salud, más allá de las frotaciones en la frente con Tabaco de San Pedro y, sobre la herida, el depósito de huevos sahumados con copal.

De lo oscuro se desprende la Natividad (de nativo, de nacimiento) del mundo. Es el esplendor de la sabiduría indígena. Raíces gigantescas, un árbol-acantilado, hojas traspasadas por la luz, amarillenta vegetación, un riachuelo que centellea entre percusiones electrónicas, un torrente espumoso, helechos licuados en neblina, una caída de agua como estela prehispánica en movimiento, rocas resecas por el sol, una cabeza resplandeciente, un mínimo bosque en negro contra la visión en blanco. Agitación y permanencia, averno y cielo. Un ensombrerado toca su rústico violín ante un caserío y las florecillas rojas que el cambio de foco difumina, los pies de unas niñas botadas de risa bailan descalzos, una octogenaria evoca la paz del Reino donde ve juntos a Dios y a Benito Juárez, la desvencijada puerta rechina y se cierra para devolver el rayo de luz al reposo

(“¿Cómo fue que brotó tu raíz?”).

382,08 ₽
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831 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9786073009232
Правообладатель:
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