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El nomadismo perdedor

Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis)

Estados Unidos, 2013

De Ethan Coen y Joel Coen

Con Óscar Isaac, Carey Mulligan, F. Murray Abraham

En Balada de un hombre común, conmovedor décimo sexto largometraje de los juguetones y ya legendarios hermanos judioamericanos Ethan y Joel Coen regresando a los 54 y 55 años hasta su mejor onda retratista irónica de seres marginales vueltos nómadas urbanos (la de Barton Fink, 1991, e Identidad peligrosa, 1998), con guion y edición por supuesto suyos, el mediocre cantante folk ascendido a perdedor nato Llewyn Davis (un sensitivo Óscar Isaac guatemalteco) deambula con su estorbosa guitarra en estuche y una pequeña maleta colgante, más un ajeno / huidizo / mutable gatito Ulises en brazos, por las calles miserables de aquel bohemio sórdido barrio neoyorquino de Greenwich Village hacia 1961, intentando colocarse como solista tras haber dejado funestamente embarazada a la novia de su compañero de dúo, haciendo más bien por caridad algún disco invendible o alguna tocada pinchísimamente recibida en un tugurio, viendo cómo triunfa cantando incluso un soldadito incipiente, quedándose a dormir donde no lo corran, viajando de aventón con misántropos sádicos a Chicago y malinvirtiendo lo ganado en un imposible retorno salvador a la marina mercante. El nomadismo perdedor se estructura como una desesperante desesperada serie de actos vitales fallidos, al azar de un itinerario humano de encuentros con nefastos personajes límite que van descubriendo y acotando diversas dimensiones de ese masoquista sublime, a quien sólo le falta que lo orine un perro, puesto en su nulo lugar por el impávido zar de su género musical (F. Murray Abraham), homologado al padre autista de perpetuo gesto omega en un asilo terminal y duplicado por una misoginia feroz que se sueña gloriosa, con esa mezquina hermana arpía Joy (Jeanine Serralles) casi homofónica de la histérica atroz Jean (Carey Mulligan) dada como abortada antes de tiempo. El nomadismo perdedor pone con lucidez mortecina en acción una época intemporal y hondamente dylanesca, más cercana al vigoroso poeta galés Dylan Thomas (“En mi oficio u hosco arte”) que superficialmente aproximativa a un Bob Dylan (“Como una piedra rodante”) que el lugar común ha querido ver en ella (con base en el sombrío homenaje de la antepenúltima escena), aunque ya desmembrada entre la fotogenia de penumbrosa boca del lobo que parece prolongarse de interiores a exteriores gracias a la invernal fotografía preciosista pese a todo de Bruno Delbonnel y una inefable selección de pastiches cancioneros que va de Peter, Paul & Mary al Réquiem de Mozart con ciertas notas de Chopin / Schumann / Mahler. Y el nomadismo perdedor se da el lujo de partir de una fiera madriza al infeliz trovador por un vengativo marido de negro en un lúgubre callejón y finaliza exactamente con la misma golpiza ahora explicable (por abuchear como última ebria reacción vivificante a una ridícula matrona con salterio queriendo cantar), dando por resultado un sardónico inefable aquí no ha pasado nada y encerrando en una triste y cruel circularidad a la agitación desquiciante del antihéroe y a su sacrificial pasión crística hecha de todas las sartreanas pasiones inútiles cual largo lamento inconsolable, todavía musitando un minitrágico conclusivo “Au revoir” a los taxis que pasan, postrado a la irremediable orilla de la banqueta nocturna y despojado de todo menos de su capacidad de autoirrisión sangrienta, como la película en sí y para sí.

El vacío llenado

La esposa prometida (Lemale et ha’halal)

Israel, 2012

De Rama Burshtein

Con Hadas Haron, Yiftach Klein, Irit Sheleg

En La esposa prometida, debut como autora total de la judía exneoyorquina de 45 años Rama Burshtein, la linda joven ultraortodoxa jaredí de 18 años Shira (Hadas Haron tan supersensitiva cuan llenita de cuerpo) se ilusiona con llegar a desposar, previa autorización del todopoderoso incuestionable rabino, a un guapo chico de su edad apenas vislumbrado entre los lácteos de un supermercado de Tel Aviv, pero sufre a la vez la muerte de su hermana mayor con embarazo de 9 meses Esther (Renana Raz) y el repudio impaciente de los padres del prometido, por lo que, ante la religiosa abstención de su sometido padre omniaquiescente Aharon (Chaim Shariv) y la presión de su cariñosa madre manipuladora Rivka (Irit Sheleg), se siente moral pero también enigmáticamente obligada a considerar la opción de casarse con su dulce aunque firme excuñado Yohai (Yiftach Klein), para evitar que el bebé huerfanito de madre crezca en Bélgica (de donde el viudo ha recibido una oferta matrimonial) y llenar el vacío doble, renunciando tácitamente a seguir buscando marido y deslizándole finalmente al rabino (Maleh Thal) el tradicionalista recadito aquiescente. El vacío llenado exhala autenticidad por sus cuatro costados al situar su esbozo de drama potencial dentro de la comunidad hebrea más cerrada sobre sí misma y centrada con mayor rigor en la obediencia de la ley religiosa y la férrea tradición, como únicos absolutos y nexos posibles, sin posibilidad alguna de cuestionamientos, en contraste de rabiosas películas irónicas como el formidable Sagrado-Kadosh (Amos Gitai, 1999) situados fuera de ella, para que la heroína oscile sin término aparente entre el admirable estoicismo de su solterona tía sin brazos Hanna (Razia Israely) y las ansias siempre renovadas por casarse de su amiga Frieda (Hila Feldman) ya medio pasadita (“Que seas la próxima”), en el trascurso de las celebraciones litúrgicas del purim, esa especie de ritual mercado interno de esclavas sexuales con devotos cánticos en off de la comunidad. El vacío llenado se estructura sobre una cadena casi exclusiva de close-ups de los personajes, acercamientos invariables y palpitantes, encuadres cada vez más cerrados que apenas permiten planos medios o generales, en escalas de planos a jump-cuts donde el acercamiento es la piedra de toque y la base de establecimiento de los planos abiertos y no un detalle, como es lo habitual, sino todo lo contrario. Y el vacío llenado inspira la profunda severidad afable de una cinta intimista atípica en más de un sentido, en la que la emoción no fluye ni circula, sino que se atasca en el rostro casi convulso y la mirada apenas mutable de los protagonistas, el viudo y la cuñadita, porque todos sus comportamientos parecen estar regidos por el titubeo, un titubeo a flor de piel e inasible, el crucial titubeo insaciable y misterioso pero esencial que prefiere ir orando durante el aventón en taxi y que se atreve a contradecir desilusionadoramente a los galanes en las permitidas encerronas a solas, un discurso sobre el titubeo que culminará en la más bella, ambigua y perturbadora imagen de film, en la que Shira ya vestida como la más hermosa y sensible novia de su comunidad se mece dentro del cuadro, se balancea, se acuna con un extraño movimiento entre la alabanza religiosa (¿al Señor, a su señor?) y una especie de histeria a medias, que semeja culminar una recóndita gama febril de calladas emociones encontradas y por fin halladas, expresadas antes del desconcierto de los novios disparejos pero amoroso en su noche de bodas.

El antimartirio sidoso

El club de los desahuciados (Dallas Buyers Club)

Estados Unidos, 2013

De Jean-Marc Vallée

Con Matthew McConaighey, Jennifer Garner, Jared Leto

En El club de los desahuciados, excéntrico séptimo largometraje del canadiense de 50 años Jean-Marc Vallée (Crazy, una familia disfuncional, 2005; La reina joven, 2009), con guion de Craig Borten y Melisa Wallack sobre hechos reales, el machista homofóbico texano artista de rodeo Ron Woodroof (Matthew McConaughey estragado al máximo) es contagiado de VIH por sodomizar a dos vaqueritas fans en un burladero, rechaza por prepotencia el diagnóstico del retrógrada Dr. Sevard (Dennis O’Hara) que le depara sólo 30 días más de vida, se administra por la libre el acaso mágico o quizá mortífero fármaco experimental interdicto AZT adquirido en forma clandestina, es sujeto de bullying adulto por sus antiguos cuates cowboys, viaja a México para someterse al avanzado tratamiento reforzador de defensas / reductor de toxinas sin atacar directamente al virus epidemiológico del prohibido Dr. Vass (Griffin Dunne irreconocible desde la scorsesiana Después de hora), funda con ayuda del providencial socio travesti drogadicto Ragon (el marciano rockstar bisexual Jared Leto decidido a robarse la película) un club para proporcionar “gratis” cocteles de alternativos remedios salvadores a sus miembros por 400 dólares mensuales, se enfrenta reiteradamente al acoso de emperrados agentes federales, es auxiliado in extremis por la doctora Eve (Jennifer Garner) cuyo respeto admirativo se ha ganado como investigador y, mientras su socio muere por la promiscuidad y la droga degradante, él logrará sobrevivir siete años a su prefijada esperanza de vida. El antimartirio sidoso concatena de muy inteligente y emotiva manera varias historias a la vez: la gran historia épico-trágica de la lucha contra el VIH en los heroicos ochentas, la desconocida historia biográfica del insólito sobreviviente Woodroof (comparable con el activista gay Harvey Milk reseñado por aquella abrumadora bio-pic Milk: un hombre, una revolución, una esperanza de Gus Van Sant, 2008, en las antípodas de la ambivalente intensidad de Vallée) a modo de bitácora cotidiana o a saltos de 2557 días, la oculta historia clave de los experimentos en cobayos humanos con el crucial AZT hasta reducirlo a mínimas dosis milagrosas, la desgarradora historia de una amistad mutuamente redentora entre la pareja dispareja Ron / Ragon, la íntima historia de un amor imposible vuelto restaurantero y de recetas robadas entre Eve / Ron, y la brutal historia de un contagio genital con subsecuente impotencia viril al fin vengada y curada en cierta enigmática secuencia digresiva quasi gratuita. El antimartirio sidoso diversifica, atesora y glorifica la ambigüedad moral de un emprendedor pillo perfecto que sigue siéndolo aun cuando ayude piadosamente a los demás, un irritante visionario que transgrede todos los límites lícitos y éticos, un rebelde nato contra la criminal estulticia autoritaria de los médicos miopes y una prueba viviente de la necesidad de mantenerse en la frontera entre la legalidad y el delito para hacer progresar hoy a la ciencia cuando la academia médica se convierte, al mismo nivel que la policía, en represora fuerza viva de la derecha. Y el antimartirio sidoso evoca con terca pasión las inasibles aventuras desventuradas pero rebasando cualquier sentimentalismo de un insoportable zumbido interior, ese maldito zumbido que remite a traumáticos flashes mentales, arrebata soliloquios latinistas ante las veladoras rojas del antro, noquea en el baño de un aeropuerto e iguala con el ser antes despreciado de súbito más que digno, ese zumbido metafísico a la vez sacro y carnal de todos tan temido porque persigue, martillea, taladra y sólo podrá ser vencido en el trance de la muerte benignamente aplazada y prolongada pero jamás conjurada en la totalidad de sus dimensiones intolerables.

La esclavitud rampante

12 años esclavo (12 Years Slave)

Estados Unidos-Reino Unido, 2013

De Steve McQueen

Con Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong’o

En 12 años esclavo, poderoso opus 3 del artista plástico afrolondinense de 44 años Steve McQueen (Hambre, 2009, Shame: deseos culpables, 2011), con guion de John Ridley basado en el remoto recuento autobiográfico homónimo del protagonista verdadero, el fino violinista-ingeniero canadiense de raza negra con esposa e hijos neoyorquinos Solomon Nothorp (Chiwetel Ejiofor) es engañado por dos falsos contratistas estadunidenses (Scoot McNairy y Taran Killam) que lo drogan, lo hacen amanecer con grilletes y lo ceden a un tratante de esclavos irónicamente apellidado Freeman (Paul Giamatti), por lo cual el hombre nacido libre padecerá la situación de una esclavitud rampante entre 1841-1853, al ser rebautizado Pratt a la brava, trasladado en bote, vendido al dueño de una plantación en Louisiana, William Ford (Benedict Cumberbatch), y obligado a permanecer allí, y revendido, pasando del amo desbordable Tibeats (Paul Dano) al amo sádico Epps (Michael Fassbender el prodigioso invento imprescindible mcqueeniano), destinado sin reposo al corte de la caña o la pizca del algodón y subsistiendo sometido a las peores humillaciones y brutalidades. La esclavitud rampante filma en los virulentos límites de lo humano / inhumano un trágico descenso a los horrores infernales del trabajo forzado y una epopeya de la resistencia interior, sus respectivas estrategias y sus contradicciones, al mostrar vivencialmente a su héroe sufriendo el alevoso cautiverio, no desde una perspectiva retórico-histórico-legalista como el patriotero Lincoln de Steven Spielberg (2012), sino en carne propia, sin sensacionalismo maniqueo ni melodrama sentimentalista, con dureza antiCabaña del Tío Tom, imposibilitado para huir, castigado con semiahorcamiento o tortura por cualquier rebeldía (“Tendré tu piel”), manifestando o escondiendo sus habilidades, pero altivamente decidido a preservar la dignidad de su conciencia (“Sobreviviré, no caeré en la desesperación”), aunque sea traicionado por el algún ambiguo abolicionista visceral Armsby (Garret Dillahunt) o encargándose de los desolladores latigazos a su adorada compañera Patsey (Lupita Nyong’o) en la secuencia más impactante, hasta lograr de un providencial benefactor Brass (Brad Pitt) la entrega de una carta y la azarosa liberación, plasmada en libro por el propio afectado un año después. La esclavitud rampante documenta y desquicia de distintas maneras la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, del amo como reverencial tratamiento obligatorio al esclavista y del prefabricado eslavo víctima de una doble injusticia (la producida por secuestro sumada a la inherente condición en sí de la esclavitud), a razón de un desvío dinámico-conceptual por cada uno de los dueños, animados por el irrefutable derecho adquirido, la justificación bíblica, el usufructo seudocompartido, la rabiosa voluntad de dominio, o por la compasión en pugna con los celos, tan bien fundados como los del ama aberrante Mary (Sarah Paubon), aunque sin resentimientos ni piedad por parte de ese inolvidable Solomon omnipresente y desafiante cual enérgico monstruo sensible del estoicismo lúcido. Y la esclavitud rampante funda también sobre las tiernas muñequitas de hoja de maíz, sobre la metáfora edificadora de un kiosco blanco y sobre el regreso a casa pidiendo perdón, su requisitoria en favor de la esperanza y del inalienable derecho a la libertad.

La subversión tiernita

¡Somos lo mejor! (Vi ar bast!)

Suecia-Dinamarca, 2013

De Lukas Moodysson

Con Mira Barkhammar, Mira Grosin, Liv Lemoyne

En ¡Somos lo mejor!, microcarismático opus 8 del también poeta sueco heterodoxo aún estrenando estilo por película a los 44 años Lukas Moodysson (Las alas de la vida, 2002; Un hueco en mi corazón, 2004), con guion suyo inspirado en la novela gráfica Nunca medianoche de su esposa Coco, la desmadrosa rubita anteojuda de 13 años Bobo (Mira Barkhammar) y su aprovechada amiguita con peinado mohicano Klara (Mira Grosin) se identifican tan tardía cuan tiernamente con la subversión punk en el Estocolmo de 1982, por lo que usan atuendos estrafalarios, aporrean bestialmente una batería y un bajo, ensayan a la brava, forman una banda de dos, componen baladas con declaraciones de odio a lo inmediato, incorporan al grupo a la desdeñada cristiana sectaria y guitarrista clásica Hedvig (Liv Lemoyne) que les enseñará a medio tocar sus instrumentos antes de aceptar tuzarse a semejanza de ellas, contactan por teléfono a una famosilla banda de la periferia y caricatura de los Sex Pistols de la que ya sólo quedan dos miembros con los que flirtean descaradas a placer, disputan subrepticiamente por los favores sentimentales del punketo dobleteador Elis (Jonathan Salomnsson), riñen con acritud y se reconcilian para presentarse por fin en un escenario, aunque éste sea de bajísimo perfil y merced al apoyo de la banda adulta de tautológico rock duro Iron Fist. La subversión tiernita presenta cual lindo caramelito narrativo y visual lo que en otras épocas, como la evocada en el film por ejemplo, hubiera sido un pócima explosiva o un culto prestigioso vaso de veneno baudelairiano, por el rechazo visceral a cualquier forma fresa o codificada de la feminidad para generar tres curiosos e inasibles duendes intersexuales si bien hipererotizados, la burla al ridículo de los abominables adultos balconeados en sus actitudes mezquinas y pueriles esenciales aunque permisivas, el cómplice consuelo en su ruptura romántica extraconyugal a la envejeciente madre promiscua, el escándalo de la nórdica sociedad del bienestar hipócrita por ponerse a mendigar en el metro para adquirir otra guitarra, o ese ateísmo un tanto instintivo de las chavas que sin embargo les sirve para desmontar las chantajistas manipulaciones de la sectaria progenitora redentorista al intentar la conversión religiosa de ambas a cambio de no denunciarlas a la policía por la tuzada abusiva a su hija. La subversión tiernita adopta un estilo espontáneo y encantador que parece rescatar lo mejor de su creador, tipo la deserción dulce pero férreamente antifamiliarista de Amor rebelde (1998), el melancólico gusto autonómico por aquella añorada comuna jipi anacrónica de Juntos (2000) y el estallido moral dentro del negocio pornográfico nuclear de aquel archiperturbador Container (2006), para que baste con un teléfono abierto para denunciar los absurdos hogareños y el castigo de dar vueltas a la cancha de basquetbol para inspirar cantos de odio al deporte como forma de opresión escolar. Y la subversión tiernita sólo podría concluir con la descomunal trifulca causada por nuestra provocadora banda femenina supersegura al debutar en público injuriando tan ofensiva / defensivamente como puede a la navideña concurrencia del gimnasio de una Ixtapalacra sueca y con las chicas huyendo con sus adultos y clamando “¡Somos lo mejor!”, pésima traducción del grito en efecto desafiantemente juvenil “¡Somos lo máximo!”, al límite de una euforia tónica y contagiosa, sin frivolizar ni trivializar bobamente nada.

2. Temas observacionales
El estigma liberador

Pecados de mi padre

Argentina-Colombia, 2009

De Nicolás Entel

Con Juan Pablo Escobar / Sebastián Marroquín, Pablo Escobar, Rodrigo Lara

En Pecados de mi padre, segundo largometraje documental del argentino de 34 años Nicolás Entel (entre Orquesta típica, 2006, y La difunta, 2010), narra la historia del legendario narcotraficante colombiano Pablo Escobar Gaviria, su encumbramiento millonario al convertirse en el glorioso proveedor del 80% de la cocaína mundial exportada hacia Estados Unidos (1978-1981), sus regias estancias en hoteles de Miami con esposa e hijito adorados, su erección en el benefactor a lo Chucho el roto más querido del pueblo que transformaría basureros en unidades habitacionales para menesterosos, su ambiciosísima incursión en la política como fundador de un exitoso Nuevo Partido Liberal, la empecinada persecución personal de que lo hizo blanco su antiguo correligionario vuelto ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla a quien mandaría acribillar en su auto, el asesinato en pleno mitin de su archienemigo el candidato Luis Carlos Galán a punto de ser electo Presidente de la República, su falsa rendición espectacular al traidor mandatario sucedáneo César Gaviria, su residencia en una cárcel modelo-hotel de cinco estrellas llamada La Catedral de donde se fugaría cuando se le vino en gana hacia 1988, el cerco por los sicarios unidos Pepes (¿o eran los Zetas?) y la cacería federal a que fue sujeto hasta su desalmado destripamiento en 1993 y su multitudinario entierro con varias aperturas y cierres del féretro para satisfacer el desbordamiento del fervor popular. El estigma liberador hace que todo sea visto y bien valorado a través de los ojos (y los archivos, profusos videos, grabaciones con esa acezante voz telefónica del acosado minutos antes de sucumbir) del hijo del delincuente, el arquitecto-diseñador industrial Sebastián Marroquín (antes Juan Pablo Escobar), físicamente idéntico a su padre cuando joven, desde el refugio donde vive con su aún bella e inteligente madre en Argentina. El estigma liberador se asume como el exacto contrario de una cínica epopeya del ascenso, el auge y la caída de un contradictorio capo de capos poderoso y admirable, sino como el seguimiento de la trayectoria insólita, una especie de íntimo revelador de la vida pública colombiana, enfocando a su prominente e inclasificable personaje alternativamente desde adentro y desde afuera, yendo y viniendo de la gran historia a la pequeña historia, rompiendo esquemas, sin externar otro juicio que el armado en redondos, perfeccionistas segmentos expositivos, pero muy dolorosos para el narrador, que invariablemente culminan en puntos suspensivos emocionales, con la pantalla en negro y una sacra alabanza criolla como leitmotiv. El estigma liberador traza paralelamente, en subjetivo objetivo filial, la huida, el escondite perpetuo, el escamoteo y el Vía Crucis (a veces carcelario, por el intento de chantaje de un abogángster) del pacífico narrador, bien decidido a jamás seguir los pasos de su padre, incluso enfrentándose a los viejos cómplices, y a quien, en sus momentos cruciales, la cámara-catalizador sorprende en trance de enviarle por internet una conmovedora por sincerísima carta de reconciliación al vástago homónimo de Rodrigo Lara y a los cuatro hijos de Galán, los descendientes de los antiguos políticos liquidados por su padre, para confraternizar simbólicamente con ellos, recibiendo la respuesta inmediata del primero (quien vuela a Buenos Aires a corresponder y abrazar al hijo del asesino de su padre) y la colectiva, de los demás, durante un temerario regreso entrañable de Sebastián / Juan Pablo a la Colombia de su niñez. Y el estigma liberador se integra finalmente como un salmo penitenciario del hijo sin culpas vagando por las grises playas de Cartagena, resuelto a no repetir la historia, mientras un escéptico letrero realista nos informa que la lucha a muerte por la sucesión del narcotráfico en la narcodemocracia colombiana continúa aún hoy sin posible remedio.

382,08 ₽
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931 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073009225
Правообладатель:
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