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La autopersecución sensibilizadora

Lore (Lore)

Alemania-Australia-Reino Unido, 2012

De Cate Shortland

Con Saskia Rosendahl, Kai Malina, Ursina Lardi

En Lore, intenso segundo film de la australiana internacionalizada de 44 años Cate Shortland (tras Somersault: como perfume en el aire, 2004), con feminísimo guion suyo y de Robin Mukherjee basado en la novela La habitación oscura de Rachel Seifert, la adolescente de rígida formación hitleriana Lore (Saskia Rosendahl hipersensitiva) debe atravesar peligrosamente la devastada Alemania, en liquidación y repartida en irreconciliables zonas aliadas, desde la Selva Negra hasta Hamburgo en el norte, rumbo a la ansiada casa de la abuela, haciéndose cargo de los cuatro hermanitos: una puberta maternal, dos traviesos gemelitos y un berreante bebé parasitado de brazos, que le endilgaron, en su huida hacia el salvaje castigo merecido, el bruto padre militar (Hans-Jochen Wagner) y la enteca madre exasperada (Ursina Lardi), y entre horrores mil llegará a su destino, en buena medida gracias a la paradójica ayuda del ambiguo joven judío recién liberado de un campo de concentración-exterminio Thomas (Kai Malina) que hace pasar a todos como sus hermanos, logrando así que la chava educada pararracista supere a duras penas el asco visceral y espiritual que le inspira, hasta ser bajado del tren salvador por extraviar su pasaporte y los demás por pequeños puedan proseguir. La autopersecución sensibilizadora trasciende la gratuita metafísica grotesca del horror y la barbarie de los hechos, registrándolos y narrándolos siempre de manera subjetiva e impresionista, diseminados en sensaciones y visiones parciales, sin por ello prescindir de la pesantez y la gracia envilecida y la fuerza objetiva del conjunto, trátese de la hornacina de documentos comprometedores en el traspatio, del progresivo trueque de joyas por comida durante la travesía, del engañoso-asesino pago con cuerpo a un aldeano abusivo, del acribillamiento de un gemelito por emboscada soldadesca soviética, o de la revelación del robo del pasaporte por el otro gemelillo, para que no pudiera abandonarlos su angélico protector, luego descubierto como un impostor falso judío. La autopersecución sensibilizadora se afirma como una ficción femenina histórica políticamente incorrecta al estilo de la otrora vapuleada Alemania madre lívida de Helma Sanders-Brahms (1979), con la entronca y a la que desborda en su discurso antinazi de posguerra, al envenenar un sarcástico paralelo con el cuento de hadas de Hänsel y Gretel, al volver del revés el Holocausto judío o comunista, ahora vivido de modo idéntico por derrotados alemanes en fuga, y al trastocar la cultura Blubo (de Blut-sangre y Boden-suelo) que preconizaban los aberrantes pensadores hitlerianos, dándole una enorme importancia shocking a los cadáveres ensangrentados, a las piernas con huellas de violación, a las llagas, al lodo y a la suciedad del camino inlavable en el río de las rechazadas y cercenadas pulsiones amatorias. Y la autopersecución sensibilizadora experimenta el primer proceso de desnazificación realmente vivencial que ha ofrecido la hipócrita-omisa historia del cine alemán, como una gesta interior / exterior, un duro aprendizaje de la rebeldía sagrada contra el autoritarismo, la rigidez, el abuso y el lastrante prejuicio criminal; una profunda reeducación que impulsa a destrozar el atesorado cervatillo-fetiche materno de porcelana y, como reto a la abuela tiránica (Eva-Maria Hagen), atragantarse el desayuno en su carota.

El escalpelo teórico

Hannah Arendt (Hannah Arendt)

Alemania-Francia, 2012

De Margarethe von Trotta

Con Barbara Sukowa, Heinrich Bluchner, Janet McTeer

En Hannah Arendt, vigoroso drama de conciencia ultradialogado número 14 de la berlinesa septuagenaria Margarethe von Trotta (El honor perdido de una mujer, 1978; Las dos hermanas, 1981), con guion suyo y de Pamela Katz, la filósofa judioalemana Hannah Arendt (Barbara Sukowa sublime) asiste como enviada de The New York Times al juicio del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Jerusalén, pero se sorprende al no ver a un ser monstruoso ni a un Mefisto genial, sino un gesticulante ínfimo burócrata disciplinado, por lo que elabora la teoría de la Banalidad del Mal por la incapacidad para pensar, que le granjea instantánea fama internacional y el repudio de sus congéneres. El escalpelo teórico prosigue una serie de íntimos biopics-retratos-semblanzas de grandes revolucionarias germánicas, por la misma realizadora y con la misma intérprete proteica-prometeica, que ya incluye a la temprana mártir socialista Rosa Luxemburgo (1981) y a la visionaria abadesa compositora de música celestial Santa Hildegarda (Visión, de la vida de Hildegard de Bingen, 2009), con quienes Hannah parece insólita y retadoramente compartir estoicismo, provocación escandalosa y brillantez en éxtasis. El escalpelo teórico se apoya en el envidiable auxilio de los afectos indispensables para un equilibrios personal: el amoroso marido con súbito aneurisma cerebral Heinrich Bluchner (Axel Milberg), la conflictiva novelista incondicional Mary McCarthy (Janet McTeer), el solitario patriarca acobardado Martin Heidegger (Klaus Pohl), pero también el tenaz antagonista inteligente Hans Jonas (Ulrich Noethen). Y el escalpelo teórico se solaza en lo políticamente incorrectísimo de la época para replantear la incomprensión a una apestada Arendt fumando displicente.

El autosacrificio hermético

Bárbara (Barbara)

Alemania, 2012

De Christian Petzold

Con Nina Hoss, Ronald Zehrfeld, Jasna Fritzi Bauer

En Bárbara, recio quinto largometraje del berlinés de 52 años Christian Petzold (Seguridad interior, 2000; Jerichow, 2009), con guion suyo y del trastocador teórico de medios Harun Farocki (también director de Videogramas de una revolución, 1992), la culta doctora-pianista estealemana Bárbara (Nina Hoss dura a morir) guarda en 1980 un rechazo visceral hacia el entorno otoñal socialista que le tocó padecer, tras haber sido encarcelada y luego relegada a un hospital de provincia báltica, como castigo por haber querido fugarse con su prominente novio internacional Jörg (Mark Waschke) a Occidente, si bien aún así se cita clandestinamente con él en un bosque y esconde marcos federales para fugarse pronto en barco, descargando mientras tanto su furia sobre un compañero en ignominiosa condición similar a la suya que la enamora, el seudodelator aunque abnegado y buenaonda André (Ronald Zehrfeld), pero, de manera imprevisible, la mujer no puede evitar decepcionarse de su proyecto cuando toma valoradora conciencia de sí misma y cuando se involucra solidariamente con la jovencísima paciente embarazada candidata a la prisión-huida Stella (Jasna Fritzi Bauer), y con el joven suicida ya mentalmente disminuido Mario (Jannik Schümann), por lo que, pese a conseguir burlar los asedios del pobrediablesco agente de la temible Stasi omnipresente Schülz (Rainer Bock), le cederá autosacrificialmente su sitio en la barca salvadora a la chava, para que ella sí logre escapar del intolerable país concentracionario. El autosacrificio hermético rompe con el tradicional cine de médicos al dictar su altivo drama de conciencia, hipercrítico social y con feroz rencor a un pasado digno de jamás olvidarse, a modo de un ejemplar relato liso, reconcentrado e impenetrable, a imagen y semejanza de su resentida protagonista femenina paranoide y todorrechazante, capaz de consignar y desmontar un orden totalitario entero por medio de mínimos elementos, como un puñado de patéticas criaturas hundidas, una frágil bicicleta y cierto autito negro ominosamente ubicuo. El autosacrificio hermético nada explica al describir, casi en clave, los avances de un paulatino acercamiento amoroso con ese ambiguo médico devoto y sensible, en contraste con los tentáculos de un mundo fincado en la sospecha y el recelo, donde cualquiera puede ser un informante-delator de la policía política secreta y lo único seguro son los pacientes clínicos a la fuerza, los enfermos réprobos y autodestructivos, las escorias demasiado sensibles y vulneradas y palpitantes que produce ese mismo régimen a contradecir y a vencer o a esquivar aunque sea en lo más radicalmente pasional e individual. Y el autosacrificio hermético asiste sin sensiblería alguna pero con profunda emoción inocultable e inoculable al proceso de rehumanización de una mujer bloqueada aunque siempre admirable tanto por el misericordioso ejercicio de su profesión como por su sensible disposición hasta para homologarse de repente con la pobre putilla de hotel para extranjeros Steffi (Susanne Bermann), sorprendida de que alguien de Occidente pueda traerle joyas de regalo y le proponga matrimonio, pero que sin proponérselo hace descubrirse a la refinada doctora en su verdadera miseria y su grandeza irreconocible, también ella, amenazada por una simple frase decisiva-disuasiva-mutiladora-ignominiosa que el novio al rescate ha dejado caer como si nada (“Gano mucho dinero, allá no tendrás que trabajar”), y orillarla a optar, como decisión personal, por la actividad en el ostracismo y el silencio devoto, al lado de un hospitalizado cuerpo doliente y ante el cariñoso ingenuo colega médico por fin aceptado, con la frente en alto y frente a frente, hasta un oscurecimiento elíptico final sin comentarios ni redundancias ni concesiones.

La justicia inalcanzable

La lucha de Ana

República Dominicana-México, 2012

De Bladimir Abud

Con Cheddy García, Antonio Zamudio, Miguel Ángel Martínez

En La lucha de Ana, internacionalmente multipremiada ópera prima del joven dominicano Bladimir Abud (entre su corto patriótico Un joven llamado Juan Bosch, 2010, y el largometraje satírico sobre superhéroes Los super, 2013), con guion suyo y de Alfonso Rodríguez y Jorge Núñez, la humildísima pero esperanzada vendedora de flores en el mercado nuevo Ana (Cheddy García) sufre el homicidio de su mulatico hijo modelo estudiante de pintura a manos del opulento júnior drogadicto mitad mexicano Esteban (Antonio Zamudio) a quien consiguió grabar con su celular en el confuso momento del tiroteo, ante la impotencia del amigo narcomenudista Raúl (Esmaylin Morel), por lo que la desesperada mujer, aconsejada por una coma(dre) y contando con esa prueba y el testigo oculto, recurre a un insumiso viejo abogado de la tele para enfrentarse al intocable padre político omnipotente Joaquín (Mario Lebrón) y a su atrabiliario matón uniformado capitán García (Miguel Ángel Martínez), creyendo poder vencerlos, estrellándose con pavor y provocando una mortandad, aunque sin sucumbir del todo en el intento. La justicia inalcanzable retrabaja el melodrama latinoamericano de manera desconcertante y contradictoria, a conciencia y abrupta, finísima y burdota alternativamente: por un lado, ese uso del hiperrealista plano fijo muy abierto con certera interacciones al off en el más revolucionado estilo del portugués João Canijo (Sangre de mi sangre, 2011), esa sobriedad límite en la heroína madura por completo desglamourizada, esas expeditas muertes a granel de salvaje modo indirecto sin complacencia alguna, y por el otro, esas ineptas hiperfragmentaciones tremebundistas amorperrunas, esos abalances en cámara lenta hacia el difunto querido, esa chafísima musiquilla telenovelera con atronadores tamborazos y dolientes intermezzi cursilíricos, esos demasiados personajes esquemáticos para escenificar explicaciones obviables, esa caída del celular del brassier a un agua de carcajeante pena ajena y así. La justicia inalcanzable magnifica con discreción y sin sublimarlo el sufrimiento central de la madre en lucha y la ostentación de su vida destrozada, radical y temerario en su desafío contra los representantes más feroces del establishment; un sufrimiento más corporal que otra cosa: mi cuerpo contra el mundo, hasta pagar con sexo la adquisición de un arma al expresidiario pretendiente frutero aprovechado, hasta la patiza inmisericorde o la bárbara quema de tu vagina para el hospitalizable escarmiento. Y la justicia inalcanzable culmina en un inusitado elogio al linchamiento, macroajusticiador del heredero de la clase política y del sádico secuaz mayor, gracias a una fuenteovejuna barrial medio sacada de la manga solidaria por dramática sorpresa; un linchamiento anómalo incluso en aquel violentísimo país supermachista donde es perfectamente legal andar armado hasta los dientes y se considera corriente el abuso institucional, un linchamiento que rompe en tumulto de uno con la zarandeada resignación de las cintas del mismo tipo (hindús y demás) sobre la necesidad de hacerse justicia por la propia mano en vista de la corrupción clasista de la justicia, un linchamiento que procurará el sabroso final feliz de un distinto amanecer libertario a base de sombríos cadáveres sanguinolentos en la vía pública miserable para contrarrestar aquella alucinante iconografía de velas y veladoras al infinito en una pintoresquista calle entera.

La gastronomía absorbente

18 comidas

España-Argentina, 2010

De Jorge Coira

Con Luis Tosar, Esperanza Pedreño, Pedro Alonso

En 18 comidas, microsegmentario opus 3 del TVserialista gallego de 39 años Jorge Coira (Entre bateas, 2002; El año de la garrapata, 2004), sobre un trabajadísimo guion suyo con Araceli Gonda y Diego Amexeiras, ensarta un incontable haz de episodios al hilo sobre preparaciones y degustados de comida, en donde habrán de agitarse y absorberse el extrotamundos músico callejero ya calvo Edu (Luis Tosar) que es invitado a comer por la otrora amor de su vida vuelta aburrida esposa de nuevo embarazada Sol (Esperanza Pedreño) que por calientachiles lo mete en un conflicto existencial del que sólo podrá sacarlo el alegre consuelo solidario de un macedonio ladronzuelo de chorizos, el abuelo patriarcal (José María Pérez) con abuela esclavizada en la cocina (María del Refugio Pereveira Pena) que pasan todo el día juntos sin apenas dirigirse la palabra, el actor bonito Vladi (Pedro Alonso) que se afana aderezándole manjares a una ligue soñada que lo plantará por teléfono en cada comida mientras es invadido por los gorrones colegas crudelios con quienes acabará reuniéndose en una fiesta descomunal, el profe de gimnasia Víctor (Víctor Clavijo) que oculta al irascible hermano conservador su condición como gay de clóset con tarzanesco novio hacendoso (Sergio Pérez-Mancheta) hasta que su ridículo engaño salga a la catastrófica luz, la ingenua cantante obesita en busca de horizontes Rosario (Nuncy Valcárcel) que es forzada a participar en el desgarrador drama de un viejo restaurantero infartado, y muchos bípedos abismados más. La gastronomía absorbente apenas entrecruza o entrelaza tangencialmente estas historias cuya estructura dramática, si bien multifragmentada y entreverada, va creando un mural costumbrista de excentricidades postsaineteras, escrúpulos ya absurdos, cobardías cotidianas y crueldades por hipocresía consigo mismas cuya primera víctima será quien las cometa, un corpus sinfónico de satíricas situaciones antitelenoveleras, erizantes por embarazosas e irritadas sin término y burlonas a rabiar, trátese del trovador pobrediablesco asumiendo su fracaso vital, de los viejillos tragones ya sin nada que decirse, de los dionisiacos derrotados por su oralidad, o así. La gastronomía absorbente hace comparecer al añorado virtuosismo coral clásico tipo Berlanga, para escalonar sus historias, distribuyéndolas entre el desayuno, la comida propiamente dicha y la cena, que corresponden al planteamiento, nudo y desenlace de cada una, más alguna sorpresiva e instantánea, e ir cambiando de tono al film globalizador, alternativamente desenfadado, jubiloso y melancólico inconsolable, siempre ostentando como homenajeables telones de fondo tanto a la populosa ciudad mágica de Santiago de Compostela como a la lengua de Galicia en sí, cual chispeantes paisajes y verba distintiva, inigualablemente jocundas porque siempre “están de coña”, pese a una falsa impresión de aspereza. Y la gastronomía absorbente se hace profundo y gozoso eco de quienes generalizan abusivamente que los españoles son criaturas elementales que no comen para vivir, sino viven para comer, obsedidos, fascinados y abatidos por los abundantes platillos que ellos mismos, con malsano esmero y entusiasmo cuidadoso, gozan en preparar y de los que nunca pararán de hablar, aunque la arrepentida convidada en ausencia siga tocando a la puerta del depto vacío en busca de alguna comida deleznada.

El fraude viviente

El lobo de Wall Street (The Wall Street Wolf)

Estados Unidos, 2013

De Martin Scorsese

Con Leonardo DiCaprio, Margot Robbie, Jonah Hill

En El lobo de Wall Street, desaforado eternometraje 25 del neoyorquino de 71 años Martin Scorsese (de Calles peligrosas, 1973, a La invención de Hugo Cabret, 2011), con guion totalizador de Terence Winter basado en la megalomaniaca autobiografía homónima del expresidiario superfamoso Jordan Belfort publicada en 40 países y traducida a 28 lenguas, el fraudulento corredor de bolsa titular (Leonardo DiCaprio) evoca a ritmo vertiginoso y comenta sin lamentaciones, aunque corrigiéndose audiovisualmente sobre pantalla, su fundación de la compañía de inversiones basura Stratton Oakmont con empujoncito de Forbes para amasar a los 26 años una fortuna de 49 millones de dólares, su catastrófico reemplazo afectivo de la mezquina esposa Teresa (Christina Miliotti) por la castrante sofisticada bella a cortar el resuello Naomi (Margot Robbie), su conversión en abyecto delator al ser investigado por el gobierno federal en vista de sus escándalos y su efímera caída elíptica en la cárcel. El fraude viviente canta una trepidante e incontenible loa al vacío de los excesos, pero en el fondo haciéndoles el juego y regocijándose con ellos, tanto en su relieve pintoresco de época (con magna fotografía del mexicano-cececiano Rodrigo Prieto y archinventiva edición exaltante de Thelma Schoonmaker), como en sus alcances épicos, simbólicos, poswellesianos (pobre Ciudadano Kane degenerado), tóxicos, humorísticos e inmoralistas al final más que moralinos, pues de hecho se está haciendo un demencial elogio ambiguo a la decadencia capitalista salvaje en una fase actual cuyas únicas opciones y compensaciones existenciales pueden ser ya tan adictivas como la ambición desmedida, el ultrapromiscuo sexo duro exhibicionista incluso en la oficina y el consumo a toda hora de diversificadas drogas gruesas, en especial el descontinuado fármaco hindú Ludus más bien psicotizante. El fraude viviente traza una espesa red de tentáculos y referencias voraces, empezando por la irresistible ascensión antibrechtiana hipercatártica del divo en do de pecho perpetuo DiCaprio reivindicando y prolongando alardes histriónico-hughesianos de El aviador (Scorsese, 2004), confundidos con carismáticos desplantes mitológicos de Gran Gatsby cual Infiltrado dentro de sí mismo en su exclusiva Isla siniestra verbalmente arrasante (Scorsese, 2006 / 2010), hasta esa contratación de cierta dominatrix para humillarlo con gozosa vela encendida en el trasero, o ese reptante truene mental inducido que precipitará el declive, y ensartando una bufonesca zarabanda de peleles de la riqueza instantánea, en rápidos perfiles minimonográficos que incluyen al patriarcal modelo de amoral discurso imparable Mark Hanna (Matthew McConaughey), al apóstol obeso que lo deja todo para seguirte en tu evangelio sarcástico Donnie Azoff (Jonah Hill), al insobornable agente resentido social irlandés del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler), o al puritano padre contador rebautizado Mad Max por anticipado fatalismo apocalíptico (el también realizador Rob Reiner), entre muchos otros. Y el fraude viviente ha trastocado los géneros estallados hollywoodenses para que la gozosa bio-pic imaginaria y la comedia financiera cínica se fundan en un híbrido agridulce de frenética andadura malvada, para culminar en un eterno retorno del redentor delincuente cuya esencia exitosa se apoyaba en crear falsas necesidades y confianzas (“Véndeme este lápiz”).

382,08 ₽
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931 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073009225
Правообладатель:
Bookwire
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