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II. AGOTAMIENTO DE LOS MODELOS DE SOCIALISMO DEL SIGLO XX Y EMERGENCIA DE NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES

Se ha apuntado que el reconocimiento del agotamiento simultáneo de las dos grandes corrientes del socialismo del siglo XX era ya un tópico para la conciencia crítica europea hace veinte años. Se puede ahora precisar un poco más: esta fue la convicción mayoritaria desde el «doble aldabonazo» que, en 1968, en París y en Praga, conmovió a la opinión pública informada tanto en el Este como en el Oeste de Europa. Dos de las reflexiones más notables en la cultura socialista hispánica —la de Sacristán y la de Claudín— arrancan justamente de tal reconocimiento. Fue en estas circunstancias cuando surgieron los nuevos movimientos sociales en Francia, Italia, Alemania, España, los Países Bajos, el Reino Unido, Escandinavia, etc., para ir extendiéndose como una mancha de aceite por toda la geografía europea hasta afectar incluso a aquellos países en los cuales no estaba permitida la libre asociación de los ciudadanos.

Es interesante subrayar que unos pocos años antes de que esto ocurriera la mayoría de los sociólogos y politólogos académicos estaban anunciando ya el final de las ideologías, pues el hecho prueba la escasa capacidad predictiva de las ciencias sociales de la época. En efecto, en vez del final de las ideologías lo que se produjo entre 1968 y 1975 en la mayoría de los países europeos fue una hiperideologización de las generaciones jóvenes como no se conocía desde décadas atrás. Pero es también cierto que esta hiperideologización de entonces (heterodoxamente marxista y heterodoxamente libertaria) no es ajena a la crisis de ideologías más tradicionales y a la sustitución de estas por otras más acordes con la tolerancia represiva que, al decir de Marcuse, pasó a ser el rasgo característico del capitalismo tardío. La sustitución de unas ideologías por otras es en realidad lo que suele ocurrir siempre que se habla del final de las ideologías y del triunfo del pragmatismo sobre el romanticismo de los ideales.

En cualquier caso, se puede decir que la forma actual de los movimientos sociales más activos en la cultura euroamericana tiene ahí su origen: en la crisis final del estalinismo y de la socialdemocracia, en la crisis del marxismo del teorema y del economicismo. Pues en aquellos años nació, como es sabido, el ecologismo político, se fraguó un nuevo antimilitarismo con puntas pacifistas (en el debate sobre la intervención norteamericana en Vietnam) y tomó cuerpo la segunda oleada del feminismo moderno.

No entraré aquí a discutir si aquella conciencia del agotamiento simultáneo de las dos grandes corrientes del socialismo moderno se ha perdido, se ha ofuscado o ha ido haciéndose desgraciada durante estos últimos veinticinco años. Tampoco discutiré hasta qué punto se trataba de una conciencia tardía por comparación con lo que habían escrito ya en los años veinte y treinta precursores como Pannekoek, Korsch y algunos de los autores anarquistas de esa época. Basta con recordar que varias de las corrientes integradoras de los nuevos movimientos, en sus orígenes, trataban de enlazar con gentes como las mencionadas (y con Kollontai, con Trotski y con Bujarin, víctimas todos ellos, en mayor o menor medida, del cesarismo que se impuso en la Tercera Internacional). Para la discusión que ahora interesa seguramente es más conveniente empezar subrayando que el crecimiento de esta conciencia no ha sido lineal y que tampoco ha alcanzado la traducción político-social que entonces se esperaba que tendría, en particular cuando se relacionaba tal conciencia con el emerger de nuevos sujetos (los estudiantes, la intelectualidad crítica, las mujeres emancipadas, los ecologistas) de la transformación social.

¿Por qué en estos veintitantos años ha habido que reconstruir tantas veces esta conciencia de la limitación de los socialismos realmente existentes? ¿Por qué se ha producido un desfase tan grande entre la influencia (a todas luces considerable) de los argumentos ecologistas, pacifistas y feministas en la sociedad y la articulación política (tan débil) de los movimientos sociales que hoy configuran la izquierda alternativa? Trataré de contestar con algún detalle a estas preguntas antes de ocuparme de la cuestión cristiana.

III. LA DESNATURALIZACIÓN DE LA IZQUIERDA TRADICIONAL Y LA DESORIENTACIÓN DE LA IZQUIERDA ALTERNATIVA

Empezaré por lo más evidente. Durante estos veintitantos años la izquierda alternativa con base en los «nuevos» movimientos sociales no se ha distanciado suficiente de aquellas corrientes a las que empezó criticando como agotadas en 1968. De manera que, en ciertos momentos, particularmente críticos, esta izquierda alternativa ha contribuido a mantener la duda acerca de tal agotamiento o a relativizar las consecuencias del mismo. Ejemplos de lo anterior: la aproximación de una parte del movimiento feminista, ya en los años setenta, a la socialdemocracia que evolucionaba hacia el liberalismo; las vacilaciones del movimiento pacifista europeo en la década de los ochenta entre viejo y nuevo internacionalismo; la oscilación del movimiento ecologista entre el apoliticismo y el posibilismo (que de hecho conduce a adoptar una posición subalterna respecto de las corrientes sociopolíticas de las que se dice que están agotadas).

La explicación de estas vacilaciones y oscilaciones no es difícil: toda la década de los ochenta ha sido una continuada ofensiva de las fuerzas conservadoras después del éxito de las medidas de reconversión que insuflaron nuevas potencialidades al capitalismo tardío. Esta ofensiva se ha caracterizado en todo el mundo por el paso de la apología indirecta del sistema capitalista a la glorificación abierta del mismo. El eslogan posmoderno, según el cual la vanguardia es el mercado, resume bien esta ofensiva de dimensiones desconocidas desde el final de la primera guerra mundial. Elementos centrales de la misma han sido: un agresivo aumento del gasto militar (que llevó a la Unión Soviética contra las cuerdas en poco más de un lustro) y una defensa decidida de la utilización privada —en realidad oligárquica— de lo público. El instrumento principal de esta ofensiva neoconservadora ha sido el desmantelamiento del Estado asistencial mediante políticas económicas experimentales primero en Estados Unidos y el Reino Unido y aceptadas luego, con algunas variantes, en toda Europa. Requisito elemental de la ofensiva neoconservadora y neoliberal: el debilitamiento de las fuerzas obreras y sindicales en todos aquellos lugares en que estas habían resistido el proceso de reconversión tecnológica.

Hoy sabemos que eso se hizo combinando diversos medios, algunos de los cuales no tienen nada que ver con el consenso democrático de las poblaciones. En algunos países como Alemania e Italia, las fuerzas neoconservadoras utilizaron el miedo al cambio, tan extendido en la izquierda tradicional, y la desesperación extremista de algunas minorías para bordear o conculcar la legalidad democrática con el propósito de hacer imposibles transformaciones estructurales en curso. Las revelaciones recientes sobre la red Gladio, vinculada al mando de la OTAN, son solo la punta del iceberg. Pues en el fondo la teorización de actuaciones así, tan llamativamente subversoras de un orden formal democrático ya antes demediado por otras vías, puede rastrearse (y así lo han hecho numerosos autores desde Noam Chomsky) en el primer documento de la Comisión Trilateral sobre la supuesta «ingobernabilidad de las democracias».

La izquierda tradicional (desde el social-liberalismo al eurocomunismo) trató de capear este temporal aceptando todas, o casi todas, las imposiciones básicas del capitalismo a la ofensiva: dejó de llamar capitalismo a la explotación capitalista de la fuerza de trabajo asalariada; dejó de llamar militarismo a la política militar de la OTAN; dejó de llamar imperialismo a la más imperial de las políticas de gran potencia de las últimas décadas; y trató de convencerse y convencer a las gentes, con motivos electorales, de que, aun así, aun desnaturalizada por completo y ya sin identidad propiamente dicha, seguía siendo «izquierda» por el solo hecho de que, mientras tanto, todo el mundo se había ido desplazando considerablemente hacia la derecha. A partir de ese momento, que se puede fechar en los inicios de la década de los ochenta, la izquierda tradicional redefinió de hecho la noción misma de izquierda social y política: ser de izquierdas no era ya proclamar —y luchar en favor de— los ideales de libertad, igualdad, justicia social, solidaridad e internacionalismo, sino casi exclusivamente estar a la izquierda de Reagan y de Thatcher (o de Fraga Iribarne, o de Giscard d’Estaing) compartiendo con ellos todo lo esencial para el mantenimiento del sistema. Ser de izquierdas pasó a ser para la izquierda tradicional proclamar que el capitalismo es el menos malo de los sistemas existentes en el mejor de los mundos posibles.

Quienes reducen la iniciativa cívica y la participación consciente de la ciudadanía en los asuntos públicos que habitualmente se llamaba política al mercadeo de votos y prebendas o al espectáculo en que suele dar ahora la realpolitik, acaban arguyendo que este estar ligeramente a la izquierda de la derecha social en asuntos secundarios es hoy en día la única política efectiva, y que la izquierda del final del siglo XX tiene que ser, como el final del siglo mismo, pragmática y posibilista. De acuerdo con esa parodia de argumentación —cada vez más extendida, por cierto— el lugar de la izquierda política en el mundo vendría ya determinado por el dictamen de los poderes económicos internacionales sobre lo que realmente se puede hacer. De modo que la izquierda pragmática así concebida es en realidad la mano izquierda de la derecha política.

Pues bien, como consecuencia de la crisis cultural del socialismo y por efecto del desplazamiento hacia la derecha de todo el arco político en Europa, la izquierda alternativa o transformadora, la «nueva izquierda», pasó a ocupar el espacio que estaba dejando vacío la izquierda tradicional. Y así, en los años ochenta, una parte del ecologismo, el más conservacionista y menos alternativo se desplazó también hacia el realismo posibilista; una parte nada despreciable del pacifismo que luchó contra el peligro de guerra nuclear en Europa fue en realidad el encuentro de las izquierdas nueva y vieja, sin duda descontentas ante una situación cada vez más intolerable, pero también muy perplejas en lo que concierne a las implicaciones más generales de lo que E. P. Thompson llamó «la fase exterminista» (sintomático es en este sentido el caso de Václav Havel, interlocutor privilegiado del pacifismo europeo occidental en los ochenta y ahora defensor de la OTAN como alianza militar para toda Europa); por último, una parte del feminismo reaccionó en esos mismos años ante la reducción de puestos de trabajo que afectaba sobre todo a las mujeres mediante la táctica del «entrismo» en los partidos políticos con mayor representación parlamentaria, o retirándose a los cuarteles de invierno de la lírica.

En suma: aunque la izquierda alternativa, roji-verde-violeta, empezó a constituir una verdadera realidad social en algunos países de Europa central y occidental a principios de la década pasada [años ochenta del siglo XX] —hasta el punto de superar ya en votos, en varios sitios, a la izquierda comunista—, la verdad es que hasta ahora tampoco ha conseguido elaborar programas de acción que sean a la vez unificadores de los movimientos de un solo asunto (de los que ha nacido esta izquierda nueva) y suficientemente diferenciados de los programas de los varios liberalismos, los cuales están usando cada vez más, con fines electorales, motivos y reivindicaciones pacifistas, feministas y sobre todo, ecologistas.

Por otra parte, la alianza o la colaboración con organizaciones políticas social-liberales, a las que se critica genéricamente pero con las que se entra en gobiernos municipales o regionales (casi siempre sin elementos de control de la gestión), tampoco favorece por el momento la diferenciación necesaria. Más bien al contrario: esto último retrotrae a la izquierda alternativa a la vieja forma de hacer política y favorece la interiorización de la idea según la cual la burocratización, el clientelismo y el electoralismo son rasgos permanentes e inevitables de toda organización política en crecimiento. Esta situación se ha hecho aún más insatisfactoria con el final de la segunda fase de la «guerra fría» y el comienzo del nuevo conflicto entre Norte y Sur en el golfo Pérsico. Pues en las nuevas condiciones se ha hecho muy evidente que no puede haber ecologismo, feminismo y pacifismo consecuentes sin autocrítica del etnocentrismo euroamericano, lo que traducido a palabras pobres quiere decir: sin reducción drástica de los privilegios en el Norte para favorecer a los hambrientos y desposeídos del Sur.

IV. CAUSAS DE LA IMPOTENCIA Y DE LA INEVITABLE INTEGRACIÓN EN EL SISTEMA

El reconocimiento veraz de que la izquierda alternativa con base en los movimientos sociales llamados «nuevos» no se ha distanciado suficientemente de la izquierda tradicional conduce a veces a conclusiones precipitadas. Una de estas conclusiones precipitadas es, en mi opinión, hacer depender la ausencia o la debilidad de los programas de acción alternativos de la inevitable integración en el sistema de todo aquello que empieza moviéndose en sus márgenes interiores. Cierto nihilismo apolítico nace de ahí. Sería ingenuo pasar sobre ello como sobre ascuas y comportarse como si uno ignorara la relación causal existente entre esta sospecha y el índice, ya importante, de abstencionismo juvenil (y no solo juvenil) en los procesos electorales que tienen lugar en todos los países en los que las limitaciones de la democracia indirecta se han unido a la manipulación generalizada de la opinión pública. Pues tal abstencionismo lleva en su seno precisamente la serpiente de la contradicción: es a la vez protesta contra ciertos aspectos político-culturales del sistema capitalista e integración resignada. Solo que un punto de vista que, siendo crítico de la política al uso, aspire a la dignificación de la actividad pública de los ciudadanos y se oponga, por tanto, a la monopolización de la «política» por profesionales de la misma (los cuales se hacen elegir cada cuatro o cinco años) está en la obligación de aclarar qué hay detrás de la tan repetida «integración inevitable».

Tras esta sensación de impotencia e «integración inevitable» en el sistema, que tanto está condicionando el comportamiento de los más jóvenes, hay, al parecer, básicamente tres cosas: el descrédito de los modelos de sociedad que la izquierda ha estado presentando como alternativos todavía décadas después de que empezara a ser patente su ambigüedad y contradictoriedad; el papel —en tantos aspectos decisivo— que hoy en día están jugando los medios de desinformación y manipulación de masas; y los efectos socioeconómicos y, más en general, culturales, del proceso de mundialización del mercado capitalista (que ahora afecta ya a los cinco continentes).

El primer punto apenas sí necesita de argumentación en este momento. Me he referido al descrédito del modelo ruso desde 1977, primero al introducir la nueva constitución soviética de la era brezneviana (en la revista Materiales**) y más tarde al razonar la necesidad de una rediscusión del ideario comunista (en la revista El Viejo Topo***). Añadiré solo que el dramático final de casi todas las experiencias de modernización industrializadora no-capitalista, realizadas en nombre del socialismo, refuerza una ya muy extendida desconfianza respecto de sociedades cuyos vicios eran conocidos; una desconfianza que había ido aumentando entre los trabajadores europeos en las últimas décadas y que ahora está salpicando a todas las versiones y corrientes del socialismo (incluidas, desde luego, las corrientes comunistas que criticaron desde hace tiempo el despotismo sobre el proletariado ejercido en aquellos países).

En las actuales circunstancias hay que decir también que este descrédito, evidente y generalmente admitido hoy, no puede ocultar o poner sordina a otro descrédito: el producido por el repetido fracaso de los modelos socialdemócratas en tanto que experimentos de transición al socialismo; un fracaso que empezó con la gestión, en nombre del «socialismo», del capitalismo realmente existente en cada uno de los países, y que ha terminado, hace ya tiempo, con el reconocimiento sin crítica de todas las instituciones capitalistas importantes (económicas, militares y políticas) tanto en el plano internacional como en el ámbito estatal. Desde los inicios de la década de los cincuenta este poner sordina al fracaso de los modelos socialdemócratas en Europa se traduce en el monótono alternarse de las variantes del doble lenguaje en el plano político: matizadamente críticos del sistema capitalista cuando se está en la oposición y abiertamente apologetas de ese mismo sistema en los períodos en que las mayorías electorales permiten su gestión.

La referencia a los medios de confirmación de la opinión pública era ya obligada cuando empezó a hablarse de la prensa como cuarto poder. Ahora dichos medios tienen un papel decisivo al haberse convertido en correas de transmisión de las principales ideologías dominantes, esto es, de los poderes oligárquicos que de hecho compiten en nuestras sociedades. Hasta la apariencia de objetividad en las formas se ha ido perdiendo a medida que avanzaba este carácter oligopolítico de las cadenas de periódicos, de las cadenas de radio y de la televisión. La colonización cultural que esto supone en tiempos de paz se ha hecho todavía más visible a partir del comienzo de la crisis en el golfo Pérsico. Por el momento el único límite con que topa la competición oligopolística son las fronteras del supuesto «mercado libre» que garantizan precisamente la continuidad de los oligopolios. Es natural, por tanto, que centenares de miles de personas en todo el mundo se sientan nepantla****, indefinidos y perplejos culturalmente ante la colonización del americanismo, como se sintieron en el siglo XVI los indios del Perú ante la colonización española.

Una de las consecuencias más desastrosas del principal de los medios de intoxicación de masas es la destrucción acelerada de la continuidad lógica del discurso de los humanos. Pero este efecto solo empezará a notarse en toda su dimensión dentro de algunos años. Por el momento, y de las varias funciones que los medios de comunicación están desempeñando, hay una a la que no se ha prestado la suficiente atención y que es, sin embargo, fundamental a la hora de explicar este proceso que algunos llaman de «integración inevitable». Se trata de la obnubilación de la memoria histórica por el procedimiento de trivializar tanto ideales persistentes en las gentes como reivindicaciones que en su tiempo fueron originales, al presentar aquellos y estas como si se tratara de meros antecedentes de lo que hay, del desorden social al que dichos medios llaman orden.

Esta operación, sistemáticamente realizada en todos aquellos países en los que hubo movimientos de protesta amplios durante los años sesenta y setenta, equivale a la fabricación ad hoc de la historia oficial por los oligarcas de otros tiempos. Borrar las huellas de la resistencia a los poderes establecidos ha sido siempre el movimiento previo a la consecución del consenso social después del uso de la fuerza, o cuando esta no resulta ya necesaria. Y de hecho lo que hoy hacen los medios de comunicación más importantes es una reproducción ampliada y tecnológicamente perfeccionada del trabajo de los cronistas y memorialistas contratados por el poder para sugerir a los súbditos que el desorden reinante no es tal, sino, como se dice, «el mejor de los mundos posibles» o, en su defecto, «el menos malo de los mundos existentes».

Los movimientos sociales «nuevos», o que, hablando con más propiedad, han tomado una nueva forma en los últimos veinte años, y la izquierda alternativa que se ha ido perfilando a partir de ellos, afrontan el propio pasado en situación muy desventajosa: hasta ahora solo han podido oponer la historia crítica (en circuitos muy limitados) y la reconstrucción veraz de sus antecedentes (casi siempre ocasional, con motivo de la conmemoración de algunas fechas que fueron importantes) a la deformación cotidiana, por parte de aquellos medios, de los principales jalones e ideales de ese mismo pasado. El denigrante espectáculo que fue la representación, en 1988, de los hechos de 1968 (incluyendo el oportuno aprovechamiento del asunto por los que «tanto amaron la revolución») ahorra otros comentarios sobre lo mismo.

Los efectos de esta desventaja tampoco son difíciles de captar: a pesar de las nuevas disponibilidades técnicas, aumentan las dificultades para transmitir de generación en generación experiencias que fueron notables. Esto es hoy en día un obstáculo de importancia con el que hay que contar al tratar de hacer de la historia de los propios movimientos sociales elemento educativo de los nuevos adherentes, afiliados y militantes. Hasta tal punto esto es así que la ruptura o el corte con la propia historia y la fragmentación en grupos separados y dispersos (cosas ambas que por lo general suelen ser imposiciones oligárquicas logradas precisamente a través de los medios de comunicación) acaban siendo aceptadas en los movimientos como rasgos positivos, sin crítica. De este modo triunfa la forma contemporánea del divide e impera: la fragmentación impuesta o inducida en los movimientos de un solo asunto se confunde —haciendo a veces de la necesidad virtud— con el sano y necesario pluralismo en cuanto a las ideas y a la organización. Esta es otra forma contemporánea de integración indirecta, puesto que, una vez instalados en la fragmentación, el debate sobre organización y programas se convierte en la historia interminable, en una historia repetida: péndulo y noria de las ideas. No es ajeno a esto el que una parte de la izquierda alternativa lleve años hablando de la «urgencia» de «abrir un debate» sin llegar a encontrar los medios elementales para la expresión de las distintas opiniones.

Tan importante como el descrédito de los modelos tradicionales de la izquierda política y la intoxicación continuada de las masas a través de los medios oligárquicos de conformación de la opinión pública es el tercero de los factores que entran en este proceso que conduce a la aceptación resignada del sistema de explotación y de opresión del final de siglo. Me refiero a la mundialización del mercado capitalista. Esta opera en doble sentido. En primer lugar, obliga a incluir en un mismo sistema de producción, intercambio y consumo todo el mundo conocido, los cinco continentes. En segundo lugar, aunque no por su importancia, convierte en objetos mercantiles no ya solo la fuerza de trabajo humano directo (como ocurría en el capitalismo del siglo XIX) y las más importantes de las producciones simbólicas del hombre, sino también el conjunto de los bienes naturales que hasta hace poco tiempo eran de libre uso público, así como una parte de las especies animales y de los más íntimos flujos y humores del Homo sapiens (que hoy son ya objeto de patente en países como Estados Unidos, Japón y Alemania).

En un debate acerca del malestar que produce la modernidad, Wallerstein ha recordado recientemente que la tendencia hacia la mercantilización de todo lo existente es la sustancia del capitalismo, pero que, precisamente, la mercantilización de todo lo divino y lo humano es, a la vez, el límite interno del sistema. Está por ver si el límite coincide o no con los límites naturales del planeta Tierra y si, por tanto, la mercantilización de todo lo existente coincidirá con un nuevo colapso ecológico. Pero sabemos con seguridad, en cambio, que esta tendencia desvía y frena otras potencialidades del desarrollo humano. En efecto, aunque la aceleración del ritmo histórico y de la enorme rapidez de las actuales comunicaciones entre los hombres en el planeta podrían ser elementos para una mejor conformación de la conciencia crítica, lo cierto es que la mundialización de la economía capitalista, al ir unida al expolio generalizado de los bienes naturales y a la mercantilización progresiva de la ciencia (en beneficio, además, de los ricos de los países ricos y de los no tan ricos que dominan en los países pobres), contrapesa negativamente aquellas expectativas. En los países pobres porque, al superponer el desastre ecológico con la miseria económica, deja a las poblaciones literalmente sin defensas; y en los países ricos porque, al profundizar la brecha de separación entre desarrollo y miseria, contribuye a adormecer muchas conciencias.

De este modo las potencialidades positivas contenidas en la automatización y robotización de los procesos productivos esenciales (y en la generalización de la instrucción que se deriva de la liberación de fuerza de trabajo humana) han quedado bloqueadas, y aun separadas, por la aparición de nuevas alienaciones. La miseria psíquica resultante de la conversión del desempleo en fenómeno estructural en crecimiento, así como de la manipulación del ocio, se añade ahora a la permanencia de las viejas alienaciones en la mayoría de los continentes. En suma: la indefensión y la impotencia frente al poder se ven momentáneamente reforzadas por el rechazo voluntario del compromiso colectivo; el cinismo excedente supera en el mundo de los ricos la esperada conciencia excedente que preconizaban Richta y Bahro en la década de los setenta.

Formas evidentes de este rechazo del compromiso activo con los desheredados de la tierra y de aquel cinismo excedente son los nuevos etnocentrismos que ahora arraigan en el americanismo y en lo que Borges llamaba las «japonecedades». El positivo relativismo cultural que reemplazó al eurocentrismo de los colonizadores de los años cincuenta y sesenta, justo cuando muchos pueblos americanos, africanos y asiáticos luchaban por su independencia, ha sido seguido, en la última década, por un nuevo centralismo primero encubierto y luego, finalmente, formulado sin ambages; de tal manera que hoy en día se sigue empleando una distinta vara de medir y valorar lo que pasa en el Norte y lo que pasa en el Sur de nuestro mundo, y ello en función de intereses y categorías que siguen siendo los de la cultura euroamericana. El comportamiento de la mayoría de los gobiernos que integran las Naciones Unidas ante la crisis del golfo Pérsico es significativo de lo que se nos viene encima. Pero no es este el único dato que revela la existencia de una laceración cultural muy profunda: ya antes de que se produjera la crisis del golfo Pérsico el racismo y la xenofobia estaban invadiendo las principales capitales europeas.

Se puede decir, por tanto, que la mundialización de la economía capitalista ha frenado momentáneamente el proceso de configuración de una nueva izquierda transformada y emancipadora en Europa. Pues, al dar lugar a la aparición de un ejército mundial de reserva y a enormes diferencias económicas y demográficas regionales, está impulsando corrientes migratorias intercontinentales como no se habían visto desde hace mucho tiempo, y estas contribuyen, a su vez, a cambiar de forma muy notable el comportamiento de sectores importantes de las clases trabajadoras europeas. Es por ahí por donde empieza a verse el límite del sistema, como han denunciado con precisión los ecopacifistas de la última década: el capitalismo no puede seguir valorizando el trabajo humano y, en última instancia, tiende a prescindir del hombre mismo al sustituirlo por robots; el capitalismo no puede sostener ya el ritmo civilizatorio expansivo de los tres últimos siglos al chocar con los límites naturales de mantenimiento de la vida sobre el planeta y, en última instancia, no tiene otras soluciones que la guerra y el salto a la colonización del cosmos. Pero, por el momento, los cambios que comportan el proceso de mundialización y la desvalorización del trabajo humano son vistos por los trabajadores de los países privilegiados como una amenaza y por los parias de los países pobres como una imposición externa. De ahí que el choque cultural y los sentimientos nacionalistas hayan pasado a primer plano en estos años. Con el aumento de espíritu xenófobo y con la extensión del racismo se introduce otro factor de división entre los nuevos y los viejos sujetos de la emancipación, otro elemento de división que se superpone a la fragmentación y a la segmentación que conllevan la nueva división internacional del trabajo y la reorganización en curso de los procesos productivos.

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