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SOBRE EL PROYECTO DE GRAMSCI Y EL CRISTIANISMO DE LIBERACIÓN*

Se va cumpliendo el generoso pronóstico con que Norberto Bobbio terminaba su homenaje en Il Vetro con motivo del quincuagésimo aniversario de la muerte de Gramsci: se trata de una obra que sabe envejecer promoviendo nuevos pensamientos; en eso consiste la eterna juventud del clásico, de un clásico del pensamiento político cuya calidad literaria, por lo demás, ya había sido subrayada por Benedetto Croce al reseñar la primera edición de las Cartas de la cárcel. Creo, por tanto, que, a pesar de las apariencias que puedan darnos los tiempos que corren, volver a ocuparse de Gramsci, como lo hace Rafael Díaz-Salazar, no es solo la actividad felizmente extemporánea que siempre apreciaremos los gramscianos, sino también y, sobre todo, ratificación de este saber envejecer suscitando nuevos pensamientos, del que hablaba el viejo profesor italiano. Si El proyecto de Gramsci es obra extemporánea o no, habrá de decirlo el lector. Lo que a mí me toca explicar es por qué considero una circunstancia feliz la publicación de este libro. Tengo dos razones, y espero que de peso.

La primera es que el estudio realizado por Díaz-Salazar nos aporta la reconstrucción más completa del pensamiento de Gramsci que se ha hecho en España hasta la fecha. La segunda es que en lo que el libro tiene de pensamiento en continuidad con el proyecto de Gramsci, en este «pensar con Gramsci pero más allá de Gramsci», según la expresión de su autor, se nos propone a todos los interesados en la sociología y en la filosofía moral y política, gramscianos o no, un reto enormemente sugestivo: el de una sociología de la contemporaneidad formulada en términos y con categorías gramscianas, pero que, al mismo tiempo, vuelve a plantearse de un modo radical el dificilísimo asunto de las relaciones establecidas y por establecer entre las razones de la razón y las razones del corazón en el movimiento liberador o emancipatorio de final de siglo [...] En El proyecto de Gramsci hay tres aportaciones muy precisas en tres planos distintos.

En primer lugar, la caracterización de la crítica de la religión en el joven Gramsci influido por Renan, Sorel y Croce, así como por el colectivo francés de Clarté (con el que colaboraron Barbusse y Rolland); este es un aspecto poco estudiado hasta ahora y, como muestra Díaz-Salazar, confusamente interpretado a partir de la posterior evolución de Gramsci.

En segundo lugar, el lector atento agradecerá en este libro la aclaración y contextualización de conceptos tan centrales en la obra de Gramsci como los de reforma moral e intelectual, bloque histórico, hegemonía, revolución pasiva, transformismo, etc., todos los cuales, al haber entrado ya a formar parte del instrumental teórico habitual en varias ciencias sociales, están perdiendo progresivamente el sentido original que tuvieron en el corpus gramsciano.

Por último, hay que llamar la atención sobre la propuesta que aquí nos hace Díaz-Salazar en el sentido de interpretar con categorías gramscianas algunos de los aspectos más relevantes de los movimientos religiosos de liberación que hoy existen en el mundo, particularmente de los de tradición cristiana; una tentativa esta que choca inevitablemente con la crítica marxiana y gramsciana de la religión, pero que, por otra parte, prolonga no pocas sugerencias de la misma referidas al proceso de institucionalización de las iglesias. Se desemboca así en el capítulo final, dedicado al análisis del cambio sociopolítico y del factor religioso en la estructura social y, con ello, en lo que he llamado el reto que aquí nos deja Díaz-Salazar.

Como suele ocurrir tantas veces, es ahí, en este comparar el pensamiento del clásico con la realidad presente o con las tendencias que parecen esbozarse en ella, y, mediante la comparación, en este medir la orientación resultante con lo que fueron las previsiones de futuro hechas por un pensamiento que ahora suscita y provoca el nuestro, nuestro pensamiento propio sobre este mundo que no es ya el del otro, es ahí —digo— donde se entrelazan principio y fin de una investigación cuando es sentida, no meramente académica o de oficio.

Yendo al caso: la preocupación vital por el factor religioso en los movimientos liberadores que se desarrollan en el mundo de hoy, que empezó siendo móvil principal de este trabajo intelectual de Díaz-Salazar, se hace luego ejercicio de filología e interpretación gramsciana (a lo largo de cuatro capítulos) para volver por último a la preocupación central del principio y dejarnos, desde ella, un pensamiento propio que, evidentemente, va más allá del pensamiento de Gramsci. Un pensamiento propio que se puede resumir así: a diferencia de lo que Gramsci creía, el factor religioso puede actuar también en la historia como fuente impulsora de la reforma intelectual y moral, en la medida en que, en determinadas circunstancias, dicho factor invierte el sentido institucional en que ha actuado preferentemente y se transforma en elemento de articulación de la resistencia de las clases subalternas e incluso en configurador de un bloque contrahegemónico en la sociedad civil.

Este cambio de función es, desde luego, un fenómeno sociológico de nuestra época. Un fenómeno innegable, que el pensamiento laico tiene que aceptar distinguiendo con precisión diversos planos del hecho religioso, diferenciando —de salida— lo que se entiende por religión en general y lo que son en realidad movimientos de radicalización de la conciencia religiosa en un sentido favorable a la lucha contra la injusticia y en favor de la igualdad. Esta distinción es importante, porque la crisis de la cultura socialista que estamos viviendo en el mundo actual (crisis observable en todas y cada una de las distintas corrientes en que se dividió aquella cultura durante el último siglo) favorece la apología indirecta de la religión en general y la ideologización de la fe cristiana en particular como sustituto de las grandes cosmovisiones en declive, empezando por el materialismo dialéctico. Manuel Sacristán y José María Valverde han denunciado ese riesgo durante los últimos años desde ángulos distintos, pero con una misma preocupación: la de favorecer el diálogo y el entendimiento práctico entre cristianos y comunistas manteniendo la identidad de cada uno, sin desnaturalizarse. Y esta es también la positiva intención de Díaz-Salazar al advertirnos de la conveniencia de distinguir entre el término genérico de «religión» y un tipo de mentalidad religiosa alternativa y actual, que no es la única pero sí la por él mejor conocida, a la que habitualmente hace referencia: el cristianismo de liberación.

Pero ya la alusión al reemplazo o sustitución de unas cosmovisiones por otras nos pone en la pista de la crítica que aquí se hace a la aproximación marxista y gramsciana al fenómeno religioso. Aduce Díaz-Salazar numerosos datos de la función tendencialmente emancipatoria que tiene en el mundo actual la religiosidad laica del cristianismo liberador (por emplear una fórmula que Valentino Gerratana ha rescatado recientemente** de la obra gramsciana, en polémica, precisamente, con el laicismo como cinismo): el cambio de orientación de la Acción Católica desde la época de Gramsci, la decidida actividad de los cristianos en la lucha pacifista de la última década, el papel decisivo que esta religiosidad laica ha tenido en varios de los movimientos de liberación de los países pobres, en particular en el subcontinente americano. Se objeta a veces, al discutir este tema, que la mayoría de los datos aducidos por los defensores del papel positivo de la religiosidad laica proceden de movimientos y corrientes que tienen su origen en países atrasados y se vincula esta objeción a un cada vez más frecuente desprecio por el llamado «tercermundismo». Hay que decir, sin embargo, que esta objeción no solo es muy pobre a la hora de calibrar lo que en verdad es atraso o progreso, sino que, además, es en lo sustancial falsa.

Puede parecer absurdo o incomprensible para el laicismo entendido como cinismo hiperracionalista, pero es así: la idealidad comunista en la cultura socialista actual está hoy representada en muchos casos por militantes cristianos también en los países económicamente más desarrollados. El que esto sea especialmente patente en Italia, donde durante décadas la tradición católica y la tradición comunista han competido en una interesantísima batalla de ideas, es natural. Pero eso no quiere decir que sea el único caso en el panorama europeo. Algo muy parecido estamos viviendo nosotros en España. Y previsiblemente esta situación nuestra se irá acercando a la italiana (en el sentido de la aproximación entre idealidad comunista y utopía cristiana de liberación) si se confirma la identificación del reformismo con el laicismo como cinismo, que Díaz-Salazar ha advertido —creo que con razón— en las teorizaciones recientes del socialismo hispano.

A partir de datos como estos, innegables, Rafael Díaz-Salazar concluye, en primer lugar, la insuficiencia de la crítica marxista y gramsciana de la religión y, en segundo lugar, la necesidad de una reconceptualización del hecho religioso. Esto último viene siendo aceptado por el marxismo abierto al menos desde Bloch, quien escribió premonitoriamente que «el auténtico marxismo» tiene que tomar en serio al «auténtico cristianismo», y que hay que pasar del simple diálogo a la renovación de la alianza entre cristianismo y revolución que se produjo durante las guerras campesinas. Más difícil de aceptar para el gramsciano ateo es el radicalismo con que Díaz-Salazar critica lo que considera causa principal de la insuficiencia de Gramsci en estas cosas: su racionalismo, su «incapacidad para captar la importancia de lo simbólico y de lo que es no-racional». Pues en este punto se entrelazan ya de una forma tan inmediata como sutil juicios de hecho, valoraciones, creencias individuales y expectativas colectivas tan arraigadas y sólidas que las palabras mismas nos traicionan.

En efecto, el gramsciano ateo, que aprecia la religiosidad laica y ha asumido la enseñanza de Bloch, que coincide con el militante cristiano de los movimientos de liberación en la necesidad de una nueva aproximación al hecho religioso (no solo más allá de Gramsci y del marxismo clásico, sino también más allá del «porvenir de una ilusión»), sigue aspirando, sin embargo, a un pensamiento y a una práctica emancipatorios no-ideológicos. Díaz-Salazar ha visto con mucha lucidez, en un paso del capítulo final de su libro, cómo el marxismo de origen gramsciano, precisamente por sus exigencias cosmovisionarias, tiene que hacer frente a dificultades mayores que las que plantea el marxismo cientificista o el marxismo como praxeología racional. El viejo Korsch estaba convencido —hoy me parece que razonablemente convencido— de que ya en los años cuarenta era una utopía irrealizable volver a construir el edificio del marxismo como concepción general del mundo y de la sociedad. Desde entonces se han añadido a las de Korsch otras razones, unas de tipo práctico (son demasiadas las proposiciones de aquella concepción general del mundo que han quedado refutadas por la historia) y otras de tipo teórico o lingüístico que no fueron tenidas en cuenta en su momento, y que hablan de la imposibilidad material de construir una concepción general del mundo. Por eso el gramsciano ateo prefirió desvincularse de la reivindicación positiva de la ideología que hay en los Cuadernos de la cárcel; y por eso, para solventar al mismo tiempo positivismo y cientificismo, inició una sensata retirada hacia el marxismo como praxeología racional.

Pero este justificable repliegue teórico no tiene por qué implicar para el gramsciano ateo una renuncia a la fundamentación racional de la pasión milenaria de los de abajo, de los gritos del corazón de los oprimidos, que es una de las consecuciones de la cultura socialista moderna todavía en construcción. Es interesante —por significativo— que a mi amigo Rafael Díaz-Salazar le cueste menos trabajo desprenderse del término «ideología» (en la acepción positiva gramsciana) cuando habla de movimientos religiosos de liberación que al tratar del proyecto marxista de reforma moral e intelectual. Coincidido con él en el enfoque general y, sobre todo, en la necesidad de una reconceptualización de lo religioso que no se quede en la «profanación» secular, pero mi tendencia en esto de la valoración de las ideologías difiere. Creo que hay que hacer un esfuerzo por mantener y clarificar la diferencia entre fe y creencia cuando lo que está en juego es la relación entre política y religión. Y desde esa perspectiva sugiero que el pensamiento socialista del fin de siglo debería esforzarse —lejos de ver en Marx el fin de la moralidad, como hace a veces— por hacer visibles las diferencias entre ideologías e ideales, ilusiones y utopías. La obra de Gramsci todavía puede ayudar a eso, pues desde su juventud este tuvo claro algo que la mayoría de los marxistas de su generación no vieron, a saber: que el camino que conduce de la utopía a la ciencia no es un camino sin retorno, ni una vía de dirección única, sino una senda de bosque que vamos rehaciendo perdiéndonos en ella muchas veces. Cuando al final miramos hacia atrás, nos damos cuenta de que las pisadas son de gentes muy distintas.

No deja de ser paradójico, en este sentido, que consumada la fase del marxismo cientifista, sea de la fe religiosa de donde vienen muchas veces la fuerza y la inspiración para seguir luchando contra el mal social. Pero tal vez sea una paradoja solo a medias, pues eso que llamamos marxismo —así, en singular— ha pasado a ser, como el cristianismo, parte de la cultura general de muchas gentes. Tanto es así que sería difícil hoy en día encontrar movimientos religiosos de liberación sin mezcla. En tiempos de dogmatismos el contacto, el diálogo, el intercambio de ideas y la fusión de las creencias y las fes solía definirse como «infiltración». Así se expresa hoy todavía el cardenal Ratzinger cuando se refiere a las obras de Leonardo Boff o Gustavo Gutiérrez.

Tal vez la revitalización del laicismo pase ahora precisamente por dar una oportunidad a la actitud contraria: propugnar la mezcla, el acercamiento entre tradiciones liberadoras distintas, sin olvidar de dónde viene cada cual, ni ocultar que tales tradiciones tienen además otra historia, una historia de dominación y de opresión en nombre de los mismos ideales que apreciamos.

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* Fragmento del prólogo a mi libro El proyecto de Gramsci, Anthropos, Barcelona, 1991, pp. 14-20.

** Valentino Gerratana, «Laicità e comunismo»: Critica marxista, 1 (1990), pp. 139-149.

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MOVIMIENTOS SOCIALES, IZQUIERDA ALTERNATIVA Y CUESTIÓN CRISTIANA*
I. LA CRISIS DE LA CULTURA SOCIALISTA

El punto de partida de las consideraciones que siguen es el reconocimiento de la crisis de la cultura socialista en las sociedades actuales, señaladamente en las sociedades de base capitalista o poscapitalista con un importante desarrollo técnico-científico. Por «cultura socialista» se entiende aquí el socialismo moderno en un sentido amplio, el cual incluye las varias corrientes en que este se ha dividido durante el último siglo, principalmente la corriente comunista y la corriente socialdemócrata. Por tanto, lo que se quiere afirmar es que la crisis actual afecta tanto a los comunismos que tuvieron su origen en la Tercera Internacional como a los socialismos de la Segunda Internacional.

Este punto de partida era cosa generalmente admitida por la izquierda europea hace veinte años, y seguramente no tendría interés mencionarlo aquí si no fuera porque, mientras tanto, el discurso ideológico ha conseguido ofuscar a muchas personas que siguen considerándose «de izquierdas». Piezas separadas aunque complementarias, de este discurso al que hay que llamar ideológico con toda propiedad, son: de un lado, la práctica habitual consistente en denominar «socialismo real» a lo que en realidad ha sido (en la URSS, en China y en otros países) una vía poscapitalista, o no capitalista, hacia la industrialización y modernización social; de otro lado, la costumbre, también muy extendida, consistente en seguir llamando «socialdemócratas» y hasta «socialistas» a programas y a partidos que hace ya mucho tiempo que dejaron de ser tales cosas para convertirse en apologetas de alguna forma de capitalismo actualizado (genéricamente definido ahora como economía de mercado).

Precisamente porque son ideológicas y propagandísticas, las dos prácticas mentadas tapan o velan la profundidad de la crisis de la cultura socialista en toda Europa, tanto en la Europa del Este como en la del Oeste, en la del Norte y en la del Sur. Conviene, por consiguiente, levantar este velo ideológico por sus dos lados: si el denominado «socialismo real» no podía considerarse socialismo en ninguno de los sentidos modernos (marxista o no) del término, tampoco las actuaciones de los partidos que forman parte de la Internacional llamada «socialista» tienen ya gran cosa que ver con lo que durante un siglo la izquierda social entendió por socialismo. Aunque esto último es muy patente para los estudiosos del socialismo histórico, vale la pena subrayarlo porque la propaganda y la ideología, como en tantas otras oportunidades, están cambiando la significación propia de la palabra.

Por lo menos desde los años cuarenta del siglo XX, la palabra «socialismo» ha sido asociada (en su aspecto crítico o parte destructiva, por así decirlo) al final de la división social fija y clasista del trabajo, a la desaparición de la apropiación privada de los medios de producción, de las crisis comerciales y de la competencia, al fin del paro forzoso y a la disolución de los ejércitos permanentes. En su aspecto positivo o constructivo la palabra «socialismo» denotaba: regulación de la producción de conformidad con las necesidades sociales, usufructo colectivo de los instrumentos de producción, simplificación del aparato administrativo y judicial, educación política de los ciudadanos, asociación de hombres iguales socialmente, libres en tanto que librados del yugo que supone el trabajo asalariado, generalmente emancipados en la medida misma en que la parte doblemente oprimida de la especie, las mujeres, se hayan liberado ellas mismas. Es obvio que una sociedad con tales rasgos no se ha alcanzado en ninguno de los países donde rigió o rige lo que se ha llamado «socialismo real». Las causas por las cuales, a pesar de la voluntad de algunos, el llamado «socialismo real» se fue alejando cada vez más de aquellos rasgos generalmente asociados a la palabra «socialismo» no es cosa que pueda analizarse en este contexto. Bastaría con decir, como se ha repetido tantas veces desde Rudi Dutschke, que en el «socialismo real» todo era real menos el socialismo.

Tampoco se entrará ahora en el análisis de los motivos por los cuales los partidos que componen la Internacional llamada «socialista» han ido dando a la palabra «socialismo» un significado que nada tiene ya que ver con lo que fue su sentido propio. Hoy en día la única nacionalización que la mayoría de estos partidos admite es la de las pérdidas de las grandes empresas privadas; la competición mercantil ha pasado a ser para ellos un equivalente de la libertad en los ámbitos nacional e internacional; los procesos económico-sociales, reducidos a mera crematística; el desempleo de masas apenas es visto como simple consecuencia marginal del inevitable proceso de modernización; la consolidación de los beneficios bancarios y empresariales se les aparece como intocable motor de la iniciativa económica que fomenta el bien de todos; el mantenimiento de los ejércitos permanentes y el apoyo a la principal alianza militar existente, datos inamovibles de una situación incambiable; la venta de armas a los tiranos de todo el mundo, parte del sapo que hay que tragarse para ocupar un lugar bajo el sol en el capitalismo imperialista; las nuevas alineaciones y enajenaciones relacionadas con la atomización y flexibilización de la fuerza de trabajo o con el trabajo precario, efecto tangencial del necesario saneamiento de las industrias. A la pregunta: ¿qué tienen que ver estos partidos (para los que dinero y mercado son los valores más apreciados) con el socialismo de la regulación de la producción en función de las necesidades sociales de la ciudadanía, con el socialismo antimilitarista que postula la disolución de los ejércitos permanentes, con el socialismo de la desalienación y de la superación de la división social clasista del trabajo? La respuesta es sencilla: nada, absolutamente nada.

Puede haber dudas acerca del significado profundo y las implicaciones del mal momento electoral de partidos aún llamados, con impropiedad, «socialdemócratas», pues la crisis de un ideal y de unos valores no tiene por qué coincidir de forma necesaria y mecánica con el debilitamiento de las instituciones o de los partidos políticos que se han apropiado del nombre que nombra tal ideal o que resume tales valores. En esto la historia enseña: una de las funciones de la ideología es precisamente enmascarar, desviar y utilizar de manera conveniente la perplejidad que produce en las gentes el desacuerdo entre ideal y realidad. No hay, en cambio, ninguna duda razonable acerca del carácter no-socialista de la política internacional, de la política económica y de la forma de hacer política de esos partidos en Europa. Hablando con propiedad estas políticas son liberales, y, en algunos casos, hasta de un liberalismo demediado por los prejuicios etnocéntricos y las concesiones hechas a la potencia principal del Imperio.

Es significativa, por su veracidad, la definición de «socialista» que dio hace unos meses, en el transcurso de una entrevista televisada, el secretario de estado de Hacienda, Josep Borrell [1990]: «ser socialista hoy en España quiere decir poder enriquecerse y no hacerlo». La perversión real a la que tácitamente alude esta definición del socialismo —más allá de los clichés ideológicos— hace todavía más evidente la crisis de la cultura socialista. Y el carácter exclusivamente moral de la definición —sin implicar siquiera igualitarismo social— está apuntando a algo que hay que decir también: hoy en día la cultura socialista no es un dato, sino más bien un ideal que obliga, a quienes lo consideran apreciable, a volver a empezar argumentándolo de nuevo, razonándolo plausiblemente. No es extraño, por tanto, que cuando la palabra «socialismo» aparece ahora en contextos que no son ideológicos, ni propagandísticos ni electoralistas, cobre resonancias que traen a la memoria formulaciones de los primeros socialistas premarxistas.

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