Читать книгу: «La parte de bronce. Platón y la economía», страница 4

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A comienzos del Libro IV encontramos un segundo pasaje que va en el mismo sentido del pasaje anterior. En respuesta al descontento de Glaucón con respecto a la suerte poco envidiable de los guardianes, Sócrates apela a una analogía de las partes y de la totalidad de una estatua que sería pintada con el fin de destacar su belleza, y evoca el principio de la especialización individual, precisando que su necesidad aumenta en virtud de la importancia política de la función desempeñada:

Sócrates: No nos orientes en esa dirección, pues si te seguimos, el labrador dejará de ser labrador (421a) y el alfarero, alfarero, y en general, nadie ocupará ninguna de las funciones a partir de las cuales nace una ciudad. A decir verdad, cuando se trata del resto de la población, el argumento tiene menores repercusiones. Porque si son los zapateros los que se vuelven mediocres, pierden su talento y pretenden ser lo que no son, no es nada grave para la ciudad. Pero si los guardianes de la ciudad y de sus leyes parecen guardianes sin serlo, ves que destruyen completamente toda la ciudad, y solo ellos saben reconocer el momento oportuno para organizar bien la ciudad y hacerla feliz79.

Tal y como lo ratifica un último pasaje del Libro IV, que se sitúa en la línea de las consideraciones precedentes, el oficio de la política ofrece el modelo que permite evaluar la pertinencia del principio de la función propia, pertinencia que decrece cuando se pasa de las funciones políticas a las funciones económicas:

Sócrates: Un carpintero que intenta hacer el trabajo de un zapatero, o un zapatero que intenta hacer el trabajo de un carpintero, o incluso el hecho de que intercambien entre ellos sus herramientas o las retribuciones (τιμάς) que se desprenden de su oficio, o si el mismo hombre trata de ejercer estos dos oficios, invirtiendo todo este orden de cosas, ¿consideras que eso producirá un grave daño a la ciudad?

Glaucón: No realmente.

Sócrates: Según creo, cuando alguien que es por naturaleza (φύσει) artesano u hombre de negocios (434b), inducido por su riqueza o por su importancia (πλήθει), sea por su fuerza, sea por cualquier otra ventaja análoga, intenta ingresar en la clase de los hombres de guerra, o cuando alguno de los guerreros intenta ingresar a la categoría de los especialistas en deliberación y de los guardianes, sin merecerlo (ἀνάξιος), y cuando estos hombres intercambian las herramientas (τὰ ὄργανα) y retribuciones (τὰς τιμάς) que se desprenden de sus funciones, o bien cuando un solo hombre intenta hacer todo esto a la vez (ὅταν ὁ αὐτὸς πάντα ταῦτα ἅμα ἐπιχειρῇ πράττειν), considero –tú también estarás de acuerdo– que este intercambio y esta dispersión en las tareas (πολυπραγμοσύνην) causarán la ruina de la ciudad. Glaucón: Así es80.

Este pasaje demuestra claramente las diferentes consecuencias de la transgresión del principio de especialización individual sobre la ciudad, dependiendo del grupo funcional en el que tenga lugar: si el zapatero y el carpintero intercambian sus herramientas, la ciudad no se vería gravemente afectada, contrariamente a lo que ocurriría si un guardián y un productor intercambiaran sus funciones respectivas.

Al presentar inicialmente el principio de la función propia como un principio económico con un fundamento antropológico general, Sócrates emprende y facilita la introducción ulterior de lo que será la justificación y el fundamento de dicho principio: el rey-filósofo. El principio de la función propia justifica su introducción ulterior como el único y exclusivo agente político y exclusivamente político, pero lo que funda realmente este principio es su necesidad política y, en cierta medida, la verdad antropológica del rey-filósofo. En el nacimiento de la ciudad, es ciertamente la economía la que precede a la política, pero es la verdadera política la que confiere su legitimidad al principio de la función propia, a su aplicación económica y a la tesis antropológica que lo fundamenta.

La presentación de la ciudad sana y la de la ciudad enferma confirman que el discurso de Platón sobre la economía se despliega en un horizonte político que orienta su contenido, tanto en lo referente a la organización económica propiamente dicha, como a los corolarios antropológicos destinados a justificarla.

La ciudad sana (370c-372d): una ciudad de necesidades limitadas

La multiplicación concomitante de los agentes económicos, de los objetos y de las funciones necesarias para la supervivencia de la ciudad es la consecuencia inevitable de la combinación del principio antropológico de la multiplicidad de las necesidades con el de la unicidad de las funciones. Observemos, en la parte siguiente del texto, la manera en que Sócrates y Adimanto describen los efectos de esta combinación sobre la ciudad:

Sócrates: En tal caso, Adimanto, se necesitan más de cuatro ciudadanos para procurarse las cosas de las que hemos hablado. Pues, parece ser que el labrador no fabricará su arado, al menos si este ha de ser de buena calidad, (370d) ni su azada ni ninguna de las demás herramientas que se emplean para cultivar; tampoco el constructor, quien también necesita muchas cosas, ni el tejedor ni el zapatero, ¿no es así?

Adimanto: Es verdad.

Sócrates: He aquí, pues, carpinteros, herreros y una multitud de artesanos de esa índole que, al entrar en la comunidad de nuestra pequeña ciudad, aumentarán su tamaño.

Adimanto: Con seguridad.

Sócrates: Mas, sin duda alguna, no sería gran cosa incluso si le añadiéramos boyeros, pastores y otros tipos de cuidadores de rebaño, para que (370e) los labradores tuvieran bueyes para arar, para que los constructores, junto con los labradores, dispusieran de animales de carga para transportar sus materiales, y los tejedores y zapateros de cuero y lana.

Adimanto: Sí, pero una ciudad que tuviera todo eso no sería tampoco pequeña.

Sócrates: Sin embargo, sería prácticamente imposible fundar una ciudad en un lugar de tal índole que no tuviera necesidad de importar nada.

Adimanto: Imposible.

Sócrates: En ese caso necesitará también otras personas que le traerán de otra ciudad lo que hace falta.

Adimanto: Sí, las necesitará.

Sócrates: Además, si el encargado de esos servicios va con las manos vacías, sin llevar nada de lo que (371a) necesitan los que lo abastecen de los productos requeridos por los suyos, regresará también con las manos vacías, ¿no es así?

Adimanto: Así lo creo.

Sócrates: Por consiguiente, ellos producen no solamente lo suficiente para ellos mismos, en calidad y en cantidad, sino también lo que sus proveedores necesitarán.

Adimanto: En efecto, es necesario.

Sócrates: Entonces será necesario un mayor número de labradores y de artesanos para nuestra ciudad.

Adimanto: Un mayor número, en efecto.

Sócrates: Y en particular, supongo, el número de personas encargadas de las importaciones y de las exportaciones de cada producto. Esas personas son comerciantes, ¿verdad?

Adimanto: Sí.

Sócrates: Por lo tanto, ¿también necesitamos comerciantes?

Adimanto: Ciertamente.

Sócrates: Y en caso de que este comercio se realice por mar, harán falta muchos otros individuos (371b) competentes en el sector de las actividades relacionadas con el mar.

Adimanto: Sí, muchos.

Sócrates: Ahora bien, en el seno de la ciudad misma, ¿cómo intercambiarán los productos del trabajo de cada uno? Pues es con vistas a ellos que hemos fundado una ciudad haciendo una comunidad.

Adimanto: Es evidente que por medio de la venta y la compra.

Sócrates: De ahí, por ende, tendremos una plaza de mercado y una moneda, signo convencional destinado al intercambio.

Adimanto: Claro (371c).

Sócrates: Si el labrador o cualquier otro artesano, habiendo llevado al mercado uno de sus productos, no llega al mismo tiempo que los que necesitan intercambiar sus productos con él, ¿se quedará sentado en el mercado y descuidará su propio oficio?

Adimanto: De ningún modo, pues hay personas que, al ver esto, asumen por sí mismas este servicio. En las ciudades correctamente administradas, son en general los más débiles de cuerpo y menos capacitados para cualquier otra tarea. Es necesario que permanezcan (371d) cerca del mercado para intercambiar los productos por dinero con los que necesitan vender, y para cambiarlos, del mismo modo, por dinero con los que necesitan comprar.

Sócrates: Esta es la necesidad que da origen a los mercaderes en nuestra ciudad, ¿o no llamamos comerciantes a los que, instalados en el mercado, se encargan de la compra y la venta, y mercaderes a los que van de ciudad en ciudad?

Adimanto: ¡Por supuesto! (371e).

Sócrates: Hay todavía, creo yo, otros tipos de servidores: esos que en lo referente al pensamiento no merecen ser admitidos en nuestra comunidad, pero que poseen la fuerza física necesaria para las tareas duras. Ellos ponen en venta el uso de su fuerza y como llaman salario al precio que reciben, creo que son llamados «asalariados». ¿No es así?

Adimanto: Sí.

Sócrates: Parece ser entonces que los que completan la ciudad son los asalariados.

Adimanto: Así lo creo.

Sócrates: En tal caso, Adimanto, ¿nuestra ciudad ha crecido hasta el punto de estar terminada?

Adimanto: Puede ser81.

La descripción anterior se caracteriza por el crecimiento progresivo de las necesidades. Las actividades artesanales y los servicios suplementarios, requeridos para el desarrollo y la supervivencia de la ciudad, son a su vez solicitados por otras actividades y otros servicios que dependen de ellos: los herreros por los utensilios de los artesanos, los pastores por las ovejas de las que el tejedor depende indirectamente, etc. Las condiciones geográficas, jamás perfectas, (370e) hacen necesaria la introducción de mercaderes y comerciantes; por su parte, estas nuevas actividades llevan a un incremento de la producción de lo necesario y, por ende, de los medios necesarios para la producción de lo necesario…

Pero por el momento este incremento no implica desmesura. La ciudad parecería haber alcanzado su forma final (371e), en tanto lo necesario se encuentra sometido a una norma estable, determinada naturalmente. Si este fuera el caso habría que concluir que la sola economía bastaría para hacer la ciudad, tal y como lo sugiere el retrato, serio y cómico a la vez, que Sócrates elabora de una vida tosca y rudimentaria, reducida a la satisfacción de necesidades elementales, circunscritas a las exigencias impuestas por la naturaleza.

Sócrates: Tal vez tenga razón, y hay que examinarlo sin retroceder. Examinemos entonces, en primer lugar, de qué modo vivirán los que se han organizado de esta manera. ¿Harán algo además de producir granos, vino, vestidos y zapatos? Una vez construidas sus casas, trabajarán en verano, la mayor parte del tiempo, desnudos y descalzos. Y en (372b) invierno, arropados y calzados como se debe. Se alimentarán con harina de trigo y cebada, y tras cocer la segunda, amasarán la primera en forma de bellas tortas y panes (μάζας γενναίας καὶ ἄρτους) que pondrán sobre juncos o sobre hojas limpias; recostados en lechos formados por hojas (ἐπὶ στιβάδων) desparramadas de nueza y mirto, festejarán ellos y sus hijos bebiendo vino y cantando himnos a los dioses, con las cabezas coronadas. Estarán a gusto en compañía y no tendrán hijos por encima de sus recursos (οὐχ ὑπὲρ τὴν οὐσίαν), para preservarse de la pobreza o de la guerra82.

Glaucón: Es aparentemente con una alimentación sin acompañamiento (ὄψου) que les das festines a esos hombres.

Sócrates: Tienes razón. Me olvidaba que también tendrán con qué acompañarla. Es obvio que cocinarán con sal, aceitunas y queso, y hervirán cebollas y legumbres como las que se hacen en el campo. E imagino que les serviremos postres con higos, garbanzos y habas, bayas de mirto y bellotas que tostarán (372d) al fuego, bebiendo con mesura (μετρίως). De este modo, pasarán la vida en paz y en buena salud, y como es natural, morirán a edad avanzada y transmitirán a su descendencia una vida semejante a la suya.

Glaucón: Sócrates, si organizaras una ciudad de cerdos, ¿los engordarías con otra cosa?

Sócrates: Pero Glaucón, ¿cómo hacereso?

Glaucón: Como se acostumbra (ἅπερ νομίζεται): que la gente se recueste en camas, pienso, para no sufrir, y coman sobre mesas (372e) manjares y que tengan los mismos acompañamientos y los mismos postres que hoy en día (νῦν).

Al deseo de tener siempre más, y sobre todo más que los demás (pleonexia), que, de acuerdo con Glaucón y Adimanto, anima a la mayoría de los hombres83, Sócrates opone la que él considera como «la verdadera ciudad sana, por así decirlo» (372e). Como lo veremos posteriormente, la imposibilidad de realizar esta ciudad no implica, sin embargo, que su descripción sea inútil, o que deba ser considerada como un simple pretexto para introducir el principio de especialización individual84. Esta ciudad irrealizable, que Glaucón califica de «ciudad de cerdos» (372d), revela el objetivo que el buen político debe perseguir para lograr la unidad de la ciudad: enseñarles a los hombres a limitar sus necesidades, lo que implica, asimismo, enseñarles a educar sus apetitos.

Para comprender el papel de este pasaje en la argumentación de Sócrates y sus implicaciones sobre el lugar de la economía en la ciudad, es necesario precisar ciertos aspectos. El primero es que en este relato Sócrates es serio y cómico a la vez. Cómico en el sentido de que el relato no podría ser leído como una evocación nostálgica de un estado natural pasado85, puesto que ¿qué valor podría tener para Sócrates una ciudad desprovista de filosofía, en la que el intercambio de palabras no es ni siquiera mencionado? Lo cómico reside igualmente en el contenido polémico de la crítica dirigida contra Atenas que, en la supuesta época del relato y de la redacción, es la ciudad más poderosa del mundo griego en el plano económico, pero, en el plano político, se está convirtiendo en la más frágil. Sin embargo, esta intención cómica invita a tomar el relato con seriedad. Sócrates no se entrega aquí a un relato satírico que, como los de Antístenes, exaltan una vida salvaje y frugal86. Para Sócrates, esta ciudad rudimentaria y poco atractiva «es la verdadera ciudad (ἡ ἀληθινὴ πόλις), ya que es sana» (372e). En los Diálogos de Platón, el adjetivo ἀληθινὸς hace referencia al carácter auténtico de una cosa, a diferencia de las imitaciones y de las falsificaciones, las cuales intentan usurpar su título y su función a las cosas auténticas. Platón utiliza este adjetivo para designar, por ejemplo, a un verdadero gobernante (R. I, 347d), un verdadero legislador (R. IV, 427a), el régimen auténtico, en oposición a los que lo imitan (Pol. 301a), o incluso, los verdaderos agricultores, que no se ocupan más que de la agricultura (Crit. 111e)87. En esta línea, una cosa verdadera es una cosa que es «realmente», en sentido «esencial» u ontológico88, puesto que responde a las exigencias del discurso verdadero sobre lo que ella es. Esta conformidad representa la garantía de la rectitud del nombre que la designa. Así pues, al calificar a la ciudad de «verdadera ciudad», puesto que es sana, Sócrates propone a Glaucón un doble modelo. Primero que todo, se trata de un modelo antropológico, por lo menos en lo que respecta al cuerpo. Para Glaucón, la humanidad es distancia con respecto a la naturaleza, ya que ser hombre significa experimentar necesidades más variadas y más numerosas que los animales, así como obedecer a las reglas que imponen las costumbres y no a las que impone la necesidad natural. Y como lo veremos, Sócrates concede la razón a Glaucón, por la idea de que, contrariamente a lo que se observa en los demás animales, la necesidad humana no es una pura determinación natural ni una carencia que cesa a partir del momento en que es satisfecha, y que renace a intervalos regulares sin sobrepasar jamás los límites impuestos por la naturaleza. Ella se expresa siempre bajo la forma de deseos insaciables a los que cada sociedad confiere sus formas y sus expresiones singulares, en función de sus costumbres y de sus valores (νομίζεται, 372d)89.

En el seno de las sociedades empíricas, que Platón y Sócrates consideran imperfectas, la norma que regula los apetitos es la desmesura que las caracteriza. Moldeados por las determinaciones históricas y culturales en las que afloran, que no hacen más que transmitir su tendencia natural a proliferar, los apetitos sensibles confieren a las relaciones entre los hombres la impronta de su insaciabilidad. Es por ello que si Glaucón acierta en su apreciación sobre los hechos, Sócrates considera que su interlocutor incurre en un error al erigir en norma el hecho presente (νῦν, 372e), ya que esa actitud conducirá a la ciudad a la enfermedad. Si se quiere hacer del hecho presente la norma destinada a asegurar la salud de la ciudad, es necesario cambiar la norma, es decir, modificar las costumbres de la sociedad en relación con la extensión de los apetitos humanos. Si para Sócrates la existencia humana no se limita al modo de vida de los cerdos, esta es sin embargo la condición propia del modo de vida humano en lo que se refiere a los apetitos ligados al cuerpo. La verdadera humanidad, esto es, el buen uso del pensamiento, solo es posible cuando limitamos nuestros apetitos a lo estrictamente necesario, lo que supone la previa determinación de una norma destinada a regularlos, una norma cuyo modelo es paradójicamente la vida animal. Así se explica la inversión del valor simbólico del cerdo: contra-modelo en boca de Glaucón, quien se refiere implícitamente a la connotación negativa de dicho animal (emblema de la estupidez de los beocios y símbolo de la negación del hombre desde el infortunio de los compañeros de Ulises en el palacio de Circe), el cerdo es, hasta cierto punto, un ideal o un modelo para Sócrates90. Para este último, la bestialidad no significa, como para Glaucón, distancia con respecto a las costumbres, sino desarreglo patológico de los apetitos y proliferación ilimitada de las necesidades. Por consiguiente, la regularidad y el carácter limitado de los apetitos de los animales representan paradójicamente el modelo del comportamiento para el hombre. Pero si en el caso de los animales esta limitación y esta regularidad son naturales, en los seres humanos no son más que el resultado de la educación y de la política, salvo en el caso de una divina excepción. En lo que se refiere a sus apetitos, todos los miembros de la ciudad sana deberían ser tan moderados como Sócrates91, cuya tendencia a proclamar su pobreza y su desinterés por el dinero destaca el carácter limitado de sus necesidades92.

Esta es la razón por la cual la ciudad sana representa igualmente un modelo económico a imitar. Será pues necesario organizar la economía de la ciudad justa, de suerte que los apetitos se limiten a lo estrictamente necesario, evitando de esta manera el surgimiento de los conflictos internos y externos que se presentan en la ciudad enferma. Más adelante veremos que las medidas económicas tomadas por Platón en la República y en las Leyes van en esta dirección.

Por deseable que parezca, la ciudad de los cerdos no es más que un horizonte inaccesible para el hombre. La ciudad sana es una ciudad pura y exclusivamente económica: sin que sea necesario recurrir a una instancia política que le dicte sus reglas, la economía basta por sí misma para regular las relaciones sociales93. Sin embargo, para que una ciudad humana de este tipo llegara a ver la luz, el hombre tendría que estar completamente animalizado. La lección del pasaje parece incontestable: el deseo de poseer siempre más (la pleonexia) es también una necesidad natural, de la que ni siquiera las mejores naturalezas están exentas. Al reivindicar, con las mejores intenciones, la diversidad de los apetitos humanos bajo la forma aparentemente anodina de los platos cocinados y del mobiliario (372c-e), Glaucón da vía libre a la desmesura económica y a la enfermedad en la ciudad.

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