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Por muchos años, en la mente de muchas autoridades estuvo la idea de hacer de Pisagua una colonia penal, en la cual los reclusos, todos condenados a largas penas, podrían rehacer sus vidas trabajando en actividades relacionadas con la pesca. “Cuando el puerto fue transformado en un campo para prisioneros políticos no existía todavía ninguna industria de este tipo, pero los presos comunes gozaban de plena libertad para circular por las calles, con la única obligación de reportarse en las noches y dormir en el viejo edificio de la cárcel, construcción de madera, vendida, en estos últimos años, a particulares”.

En verdad que el pueblo era una cárcel natural y que aun con mínimas medidas de vigilancia hacía difícil cualquier tentativa de escape. La parte plana, el sector costero, tiene doscientos metros en su parte más ancha. Luego vienen abruptos cerros, como avanzadas de la cordillera de la costa que, en Pisagua, parece querer demostrar que no le teme al mar, o bien, que el océano le concede ciertas licencias, como el aceptar que refresque sus pies en su larga playa, aguijoneada cada cierto tramo por las largas vigas de acero, únicos testigos indicadores que en un momento Pisagua contó con numerosos muelles para el embarque de salitre. Al arribo de los relegados, allí estaban esos fierros, pilares y plataformas, que los pobladores habían numerado de sur a norte, hasta llegar al octavo.

Los presos comunes se sentían allí a sus anchas. Los habitantes del pueblo, cuya cantidad apenas sobrepasaba el centenar, los recibieron sin oponer gran resistencia. Tal vez, a las mujeres fue a las que más costó esta aceptación, puesto que la mayoría de los condenados a largos años eran homosexuales. Al parecer las autoridades carcelarias del país los habían concentrado, ex profeso en Pisagua. Unos pocos pescadores y restos del aparato burocrático y sus familiares constituían la población nativa. Y, por supuesto, un ciudadano chino, dueño del único almacén, último representante de una numerosa colonia, y que aprovechó la ocasión para vender cigarrillos de marcas cubiertas por el olvido, como eran los “43”, “Faro” e “Ideal”.

Restos de una enorme pagoda que resistía los embates del viento, las polillas y los ratones, era clara muestra de la existencia, en tiempos de bonanza, de numerosos hombres de origen asiático que, según algunos investigadores, llegaron en calidad de semiesclavos. Con el correr de las semanas, los relegados comenzaron a ocupar la pagoda, transformándola luego en un gran dormitorio.

La llegada de los detenidos políticos alteró las costumbres y la vida de los pisaguinos. Los presos comunes volvieron a ser recluidos en la cárcel, de donde no se les permitía salir. Se aumentó la dotación de carabineros en forma apreciable y se instaló, en forma permanente, un batallón de militares, cuyo personal de conscriptos era cambiado todos los meses. Solo permanecían largo tiempo los oficiales.

En los primeros meses de aplicación de Facultades Extraordinarias, que permitía, utilizando solo la vía administrativa, trasladar de un punto a otro a cualquier ciudadano. Más de mil relegados llegaron, en los últimos meses de 1947 y primeros de 1948, a este pequeño puerto salitrero. En los comienzos los agruparon en el hospital, en el edificio del antiguo mercado, en el derruido cuartel de bomberos, en la pagoda y en las antiguas casas del ferrocarril, ubicadas estas últimas en la parte norte del pueblo.

A nuestra llegada ya habían sido construidas en la playa norte, cercanas al muelle 6, barracas de madera, donde los relegados se fueron agrupando de acuerdo a las zonas geográficas de donde procedían. Estas eran 8 en total, con capacidad para 80 personas cada una, ubicadas en literas de madera de dos pisos.

La calle Prat, que corre de sur a norte, era/es la calle de la ciudad. Se puede decir que comienza en el hospital por el sur y finaliza frente al retén de carabineros por el norte. Allí se bifurcaba: hacia la playa donde se encontraban las barracas y hacia el este o los cerros, en cuyo camino se iban agolpando casitas que solo mantenían intactas sus fachadas faltándole, en la mayoría de los casos, puertas y ventanas. Al final, en la parte más alta, tres casas que habían servido de residencia a los jefes del antiguo ferrocarril salitrero (que aun hacía un viaje mensual). Estas se encontraban en buen pie, demostración de que su abandono había sido reciente. Había, por supuesto, otras calles perpendiculares a Prat, pero que eran muy cortas y no sobrepasaban los 150 metros. Hacia los cerros, a la altura del retén de carabineros, sobre unos roqueríos se levantaba una delgada construcción de madera en cuya cúspide había un reloj que aun funcionaba. De esa altura podía controlarse, finalmente, el ir y venir de todos los habitantes.

En la parte sur, cercana al mar había una cancha de básquetbol, donde se efectuaron múltiples campeonatos por regiones. Más arriba de la cancha se ubicaba el rancho, lugar abierto con una ramada de cañas por techo, donde se repartía el café por las mañanas, el almuerzo y la comida, servicio que estaba a cargo de personal militar. Muchas páginas se necesitarían para describir que tipo de alimentación se proporcionaba a los relegados, cuantos incidentes se produjeron por la calidad de ellos, pero fáciles de comprender para todo aquel que alguna vez debió verse privado de libertad. Han pasado los años y solamente se nos vienen a la mente hechos anecdóticos.

En el centro del pueblo, en la casa mejor tenida, funcionaba lo que pudiera llamarse el casino de los oficiales, al cual también concurrían funcionarios civiles, desde el gobernador hasta la telefonista, pasando por la funcionaria del registro civil.

Para nosotros aquella casa ejercía una gran atracción, especialmente al anochecer. En aquella época, al igual que en el resto del país, en Pisagua las casas tenían mamparas, colocadas a cierta distancia de la puerta de la calle, la que permanecía abierta hasta que los comensales se marcharan del “casino”. En un peldaño que daba hacia la vereda, todos los días, minutos antes de las 21 horas nos sentábamos dos personas. No nos animaba ninguna pretensión de fisgonear, ni espíritu masoquista alguno para contentarnos con sentir el olor a comida. Nuestra atracción estaba motivada porque los contertulios escuchaban, noche a noche, el noticiario “Esmaltina” (un antiguo dentífrico), que transmitía una radioemisora de la capital. Nuestra obligación era escuchar atentamente -escribir en la oscuridad resultaba tarea casi imposible- y una vez finalizado el programa marchar hacia una de las barracas (casi siempre la N° 6), donde esperaban los escribientes de las noticias que les íbamos entregando. Demás está decir que la memoria nos provocó una que otra mala jugada, pero durante largos meses en las puertas de las barracas, todas las mañanas se encontraba el boletín noticioso escrito a mano, a pesar de lo cual, con un poco de buena voluntad, era posible leerlo. El interés por la lectura de dichos boletines crecía notoriamente cuando el Congreso Nacional debía discutir la prolongación de las Facultades Extraordinarias que cada seis meses solicitaba el gobierno. Una vez conocido el resultado, siempre favorable a la petición de palacio, el interés decrecía, pero ello debía seguir apareciendo. Posteriormente, la introducción, por uno de los relegados de un pequeño receptor, alivió enormemente la tarea.

En Pisagua, había cuatro o cinco periodistas profesionales, todos provenientes de provincias. El gobierno de la época no utilizó la política de clausurar órganos de prensa. No se le puede acusar de ello. Se limitó a aplicar una fuerte censura, que debilitaba el caudal informativo de las publicaciones y, de cada cierto tiempo, con cualquier pretexto, apresaba al personal que trabajaba en ellos, los relegaba a lo largo del país y, así de este modo, el diario, semanario o revista disminuía su circular, para finalizar muriendo en la inanición económica.

Esa había sido mi experiencia. Trabajaba en la capital, cuando a fines de 1947 se me propuso viajar a Antofagasta a reemplazar al personal directivo que había sido enviado a Pisagua. Lo hice con satisfacción y entusiasmo veinteañeros pues ello me permitía volver a mi ciudad natal, a reconocer playas, pasear de nuevo por la Plaza Colón, reencontrarme con amigos y amigas de mi infancia y juventud, simultáneamente con el cumplimiento de mis tareas profesionales. Todo esto duró muy poco. Diez días después de asumir el cargo, fuerzas policiales uniformadas y de civil, donde había muchos antiguos amigos y conocidos irrumpieron una mañana de febrero en el taller donde se imprimía “El Popular”, procediendo a detener a todas las personas que se encontraban presentes. Después de esto, la empresa propietaria decidió vender algunas maquinarias, guardar otras, cerrar sus puertas y a esperar el arribo de tiempos mejores. Nadie clausuró el diario, pero éste dejó de aparecer.

El poblamiento de Pisagua por los relegados comenzó en los primeros días de noviembre, cuando numerosos dirigentes, regidores y alcaldes de ciudades y pueblos nortinos fueron conducidos en camiones hasta este lugar. Luego, a bordo del “Araucano”, nave de guerra de la armada, llegó un grueso contingente proveniente de lo que ahora se conoce como octava región. Eran obreros de la zona carbonífera y de Talcahuano, Penco, Concepción. Posteriormente, a bordo de la barcaza “Bolados”, arribaron los detenidos de Valparaíso, Quillota, Limache y Taltal. Después y por mucho tiempo hubo lo que pudiera llamarse un goteo de nuevos relegados. Siempre en grupos pequeños.

Muy pronto lograron organizar el diario vivir: desayuno a las 8 horas, cursos de cultura general y de materias políticas de 10 a 11:30 horas. A mediodía, al rancho a recibir el almuerzo. En las tardes, “chipe libre”, hasta las 17:30 horas en que volvíamos a recorrer el camino de las barracas hasta el rancho a retirar la comida. Después de comida, muchos relegados participaban en los ensayos de las obras que se representaban en el viejo teatro de Pisagua, el cual, según algunos, había sido diseñado por el arquitecto francés Eiffel. El teatro, como todas las construcciones del lugar era de madera. En su interior, con capacidad para unas 600 personas, aún quedaban algunas butacas de madera en la platea y los palcos. Un viejo plano, quizás con cuantas historias a cuestas, había logrado sobrevivir a los avatares económicos. Desafinado y todo prestó una gran utilidad. Durán, un gordo lotino, antiguo músico de cabaret, era su virtual administrador. Lograba que el artefacto se comportase de manera correcta, ya sea cuando interpretaba la “Cumparsita”, como cuando servía para acompañar “La Internacional”. Tal vez para oídos finos el sonido haya sido horrible, pero lograba entretener a la mayoría y nadie se daba por aludido si había o no confusión de notas. Al piano luego le llegaron acompañantes musicales. A base de peinetas y papel celofán, Olivares, un gigantón de origen haitiano, obrero de Chuquicamata, organizó una orquesta bastante “suis generis”, la que denominó “PisaguanBoys”.

También se constituyó un coro donde primaban, más que las buenas voces, la buena voluntad de los participantes. Allí escuchamos, por primera vez, el nuevo himno de la Unión Soviética, ese que decía “el temple de Stalin nos dio fortaleza…”. El coro dirigido por “Carucho”, espléndido compañero, muerto posteriormente, en el exilio en Bulgaria.

Demás está decir que los cursos políticos, que se efectuaban día por medio, no pasar con más allá de estudiar “Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS”, con excepción del capítulo cuarto, que hablaba del materialismo dialéctico, y analizar pequeños documentos sobre la actualidad chilena.

Tres días a la semana se dictaban cursos de historia, matemática y castellano, los que contaban con personal idóneo, vista la gran cantidad de profesores exonerados que compartían la relegación. En uno de los cursos de alfabetización se produjo una situación bastante especial, la que fuera después musicalizada por Ángel Parra. Había un dirigente, presidente de un importante sindicato textil de la zona de Concepción que solo había aprendido a dibujar su firma y nada más. Sin embargo, “leía” con la mayor naturalidad las cuentas anuales de su organización. ¿Cómo lo hacía? Otros compañeros redactaban dichos documentos y luego se los leían innumerables veces hasta que éste se los aprendía de memoria. En los primeros meses no le preocupó mayormente su condición de analfabeto. Un compañero de su antiguo trabajo, su “Compadre”, relegado con él, le escribía las cartas que enviaba a su esposa, como también le leía las respuestas. Era un secreto que ambos mantenían. Pero un día cualquiera los “Compadres” se disgustaron y nuestro personaje quedó incomunicado de sus familiares. Fue entonces cuando acudió a los cursos de alfabetización, en los cuales se utilizaba una suerte de silabario popular que, junto con enseñar el conocimiento de las letras y la articulación en las palabras, iba también contando la historia de un campesino que, en 1938, simpatizaba con la causa del Frente Popular. Sin embargo, de pronto ocurrió un percance que costó enormemente superar. El protagonista central de la historia, con motivo de una elección, procede, en un capítulo del silabario, a aceptar que su patrón lo coheche. Allí mismo se detuvo nuestro dirigente. No quería tener ninguna relación, ni seguir sabiendo de un ser tan poco conciente que vendía el voto al mejor postor. Finalmente, la situación se superó cuando sus maestros les leyeron lecciones siguientes, en las cuales el campesino reaccionaba positivamente y procedía a votar por quien le dictaba su conciencia.

El analfabetismo de este dirigente pronto fue cosa superada y en el transcurso de años alcanzó la presidencia de la Federación de Trabajadores Textiles.

Un hecho que causaba bastante extrañeza era que se nos pasaba lista regularmente, sin embargo, pronto nos dimos cuenta que los administradores del campo de concentración no necesitaban hacer eso. Había un sargento, de subido color que se apostaba en la mañana y al mediodía, en los inicios de la calle Prat, lugar, de paso obligado de los relegados que concurrían al rancho. El uniformado tenía una excelente memoria. Había logrado conocer nuestros nombres y por ellos nos saludaba cada mañana. Era frecuente escucharlo decir: “Buenos días señor Fernández, que le sucede al señor Pino que hoy no bajó a tomar desayuno, ¿está enfermo? Los nombres y apellidos cambiaban, pero el moreno sargento se las arreglaba y de repente las autoridades se dieron cuenta que faltaban cuatro relegados. Vanos fueron los encuentros por ubicarlos. Cuando el sargento preguntó por ellos y no obtuvo respuesta, los fugados ya estaban muy lejos.

Desde entonces, cada ciertos días nos encerraban en el patio del ferrocarril, donde procedían a pasarnos lista. Innumerables fueron las ocasiones en que escuchamos gritar: Irazoqui, Irazoqui, Mario; Araya Arnao, Florentino; Díaz López, Víctor; Donaire Cortés, Uldarico; Rivera Concha, Manuel; Viciani Araya, José y tantos otros. Sospecho que no son muchos los sobrevivientes. Los años no han pasado en vano, especialmente estos últimos 16, lapso en el cual muchos fueron detenidos y desaparecieron para siempre.

Pisagua, como campo de concentración duró desde noviembre de 1947 a febrero de 1949. Fueron 16 meses en que se vivieron muchas vidas. Vinieron al mundo nuevos seres. Otros, como Ángel Veas y Félix Morales, murieron. Se forjaron sólidas amistades y muchos comenzaron diversos tipos de reflexiones que permiten ver esta etapa con criterios más amplios y comprensivos. Como recuerdos valerosos están dos huelgas de hambre (septiembre 1948 y enero 1949) y sobre todo el descubrir que en las condiciones más difíciles es posible seguir viviendo con dignidad, requisito indispensable para afrontar lo que venía al abandonar Pisagua, por Ley de la República y por más de 9 años, fuimos hombres y mujeres sin derechos. Integrábamos parte de los 16 mil ciudadanos afectados por la Ley de Defensa de la Democracia, candidatos a las listas negras e inhabilitados para ejercer cualquier profesión o empleo.

Pisagua en los tiempos de Pinochet

Héctor Taberna Gallegos

Los días previos

Singulares y chapoteados recuerdos harán de éstos, una corta –pero, incompleta-, inalienable –pero, pero insatisfecha- historia; más, por eso pido perdón. Mitigarán toda una época negra, de negros recuerdos. Recordarán esa historia que hoy por hoy muchos no quisieran recordar. Y será ésta, como una historia porfiada y forzada, en rebeldía ante la magnanimidad de la no recordancia de estos muchos. La historia se debe recordar porque es historia marcada, o si no, dejaría de ser historia. Una historia por muy dolorosa y caprichosa que haya sido debe ser consecuentemente recordada. Recordada sin temores, como fiel testimonio de vivencias personificadas, como acerados látigos encarnándose en aquellos laberínticos recuerdos de aquellos que hoy por hoy quisieran olvidar… y, siento algo así como un zumbido prolongado. Intento ver, pero sin embargo, retrocedo. Y en ese mismo instante, una bomba lagrimógena estalla, golpeando el vértice de la graznida cornisa. Estábamos sitiados por Carabineros de ¿Chile?

Yo estaba perfectamente apostado tras una de las tantas ventanas que daban al segundo piso del Partido Socialista de Chile, ubicada a espaldas del melifluo Teatro Municipal, por calle Gorostiaga. Todo sucedía de manera alocada y rápida. Las piezas estaban atiborradas, abarrotadas por ese expelido y lacerante gas. Compañeros y compañeras cubrían sus rostros con pañuelos, con pañoletas en son de protección. Las figuras de Elmo Catalán, el Che, del Mazo –símbolo más que pétrico del Partido- se constreñían por entre las paredes. Las órdenes emanadas por las directrices no se hicieron esperar: “… a replegarse, ubicarse. Podemos ser allanados…”.

Reflejados en tal asombro de allanatitud ad-portas, quise recoger no se qué de ese escabullante piso para ser lanzado a quienes tan premeditadamente lanzan bombas hacia unos graznidos vértices, hacia unas dilapidadas cornisas. Al verme Freddy –mi hermano- me enrostra tal proceder enfrente de y, enfrentándome a todos los allí reunidos. La iracundia confrontada a mi frenética cordura o confrontada a mi flemática incordura, se debate y contesta por si sola. “¿Tenemos derecho a una legítima defensa, o no?”. Expulso, entonces, no se que –eso que pude haber tomado minutos ha-, liberando mis manos para ir posteriormente a tomar posición a un lugar muy cercano al teatro, a ese invertebrado techo del Partido.

Paulatinamente, comenzaron a congelarse los ánimos, llegando sobria y calmadamente la calma. Se da inicio a las protocolares conversaciones de protocolo entre los representantes del gobierno legalmente constituido y soberanamente elegido, con las fuerzas más representativas de la oscuridad y del oscurantismo. De dichas –protocolizaciones se revierte el extempóreo ataque, en una retirada con treguas fraguadas por esas verdes antorchas que encienden para sí, el hito de la malignidad, de la desfloración y del asedio. Dicha tregua treguada revela tras su paso, revela la huella de sus acciones en aquellos hinchados ojos; en aquellos llorosos ojos; en aquellos, aun, como carcomidos, de los estoicos militantes. Esa noche también, como una manera muy seria y semental tuvieron que efectuarse, los casi míticos turnos de vigilancia para salvaguardar imagen y fachada de nuestra casa política. Era recién el día 9 de septiembre.

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9789567628452
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