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El 11 de Septiembre y los días siguientes

Los días posteriores al golpe de Estado, los viví con una familia amiga, extremadamente amiga, aquella la que me brindó su apoyo, todo su apoyo en ese tratar de trance. Mientras se estaba haciendo efecto el toque de queda, mientras reposábamos el horario de las onces; mientras escuchábamos las noticias y, mientras algunas genuflexiones rondaban por ahí, comienzan los inalterados radios receptores a difundir el bando por el cual se obligaba a los personeros de la Unidad Popular entregarse o presentarse en el Cuartel de la VI División de Ejército. La lista era encabezada por Freddy –de hecho siempre fue así- siempre encabezó la lista de los personeros. La lista de los que por causa y consecuencia de unas bien llevadas convicciones, tendrían que pagar cara su osadía. La osadía de defender las posiciones y los derechos de los más necesitados y marginados de la sociedad. Sociedad que estaba siendo extirpada de sus privilegios más viles y pecaminosos, en esos hombriles-viriles momentos de audacia política; cruciales, para la enajenante historia política chilena, vivificadas, por el Gobierno de la Unidad Popular.

Esta lista acopiadora, esta lista con los nombres más típicos y representativos de este inusual proceso chileno, que aquí en esta larga faja de aguas y de algas, de arenas y de bosques, de piedras y de almendros se testimoniaba, era transmitida continuamente. Posteriormente vendría una con 24 nombres más. Recuerdo al del abogado Julio Cabezas Gacitúa; Juan Antonio Ruz; Luis Morales Merino; Nelson González; Oscar Pavelic Sanhueza; y, entre ellos el mío: Héctor Taberna Gallegos.

Mayúscula fue la sorpresa de escucharme en ella, toda vez que mis responsabilidades políticas latían en unas salidas a mitines, en unas salidas a pegatinas, en unas salidas a rayados, y nada más. Toda vez, que lo anteriormente expuesto, estaba más ligado a la vida rutinaria de un modelo rústico de convivencia en época de fenecer; que estaba íntimamente ligado a la otra, que floreciente aun, nacía. Es decir, se estaba viviendo el ocaso de un modelo de democracia burguesa; se estaba viviendo el verdadero despertar de una democracia más que superficial; popular, con sabor a restauración de derechos perdidos.

Honesta y patrióticamente que lo mío podría haberse tratado de un chantaje político, en lo imposible; puesto que, de no prosperar la virtual –según ellos- entrega de Freddy o su inmediata detención, se me tendría como un modo de coacción, como una manera nada difícil de presionar su posible entrega. Amén que a esas alturas ya estaba también detenida Jinny, su esposa; Jinny, mi cuñada. Por eso pienso que patriótica y honestamente lo mío pudo haberse tratado de un artero chantaje político. Así lo creo, así lo he creído, así lo creeré luego de racionalizarlo muy bien. De otra manera, no se explica mi estúpida e inútil detención.

La señora Alicia, dueña de la casa, madre de mis queridos amigos, me aconseja: “…Entréguese Pichoncito, mejor será…”. “Podemos tener problemas con su presencia…”. Lógico sentimiento de protección familiar. Máxime que en forma previa y reiterada a la lectura de bandos, se decía y se proclamaba que: “…Todas aquellas personas que den refugio o alberguen a los buscados, serán puestos a disposición de los tribunales militares por desacato a las ordenanzas establecidas…”. Legítimo temor, valedera razón, aunque lo haya dicho entre medrosa y medio asustada. Como medio medrosa y medio asustada se encontraba también mi madre. Quien mediante recado verbal, me dice: “…Entrégate, Tito… Anda a presentarte, no vaya a ser cosa que…”, dando por argumento, el hecho que yo nada malo había protagonizado, que no fuera el de haber simpatizado con un partido político determinado.

Así, lo hice. Temprano salí ese día. Fui a casa. Cambiéme de ropa. Besé a mi madre y despedíme de los míos. Vestía vestón cuadrillé; camisa manga larga, de riguroso color negro; pantalones claros, clarísimos y, bototos de bien hilvanada seguridad, regalo de mi tío Vicente. Estos plantígrados de cuero y acero, fueron como un regalo caído del Hades o de Nirvana, puesto que se comportaron excelentemente bien conmigo, ya que me salvaron de unas cuantas en el Campo de Concentración de Pisagua.

En la calle, ya camino a mi encarecido destino, me encontraba con amigos que sabían ya de mi situación; que habían escuchado el huracanado bando. Me pregunto. ¿Quién no, si era obligación escuchar la voz oficial de la dictadura en ciernes?, patentizada, por las radios emisoras locales. Aquellas que fueron y son instrumentos de la genocitura aún no terminada. Aquellas que materializaban esa impostación cómplice del locutor, aquel, que leía con sumo agrado y con sincera felicidad el inocultable carácter clasista de esas listas que: “…Tan solo a ocho meses estaban siendo pre-establecidas, pre-fijadas, estructuradas. Cuando por precedencia, se estaba gestando el pronunciamiento militar…”, palabras cruciales y altaneras del mismo general Pinochet.

Mis amigos me deseaban toda clase de suerte, decían:

- Solo son rutinas… ¡Rutinas!, como si ellos ya hubiesen vivido los momentos que experimentaba yo en esos instantes… Muchos especulaban… Muchos maldecían… Muchos también solidarizaban.

- Ándate tranquilo…

- Buena suerte…

- Que nervioso vas…

Fuera de la VI División de Ejército se encontraba reunida una gran cantidad de personas mirando quienes iban al comparecimiento. Quienes entraban. Quienes salían. Quienes no acudían. Quienes no salían. Por lo pronto, mimetíceme entre la gente allí reunida, como deseando inconscientemente saber de qué se trataba todo aquello; como queriendo desear que un rayo de inspiración me alumbrara la existencia, me iluminara esa ebullición que bullía a lo largo y ancho de mi querido y desvencijado Chile. Y como nada anormal sucedía –que no fuera de otro mundo-, nada anormal acontecía, decidíme y presénteme; entrégueme, al cabo de guardia…

- Buenos días, mi cabo… Soy Héctor Taberna Gallegos… Me han llamado por bando y vengo a presentarme.

- Su carné… Lo busqué y no lo tenía.

- No lo tengo, mi cabo.

- Debe andar trayendo sus documentos joven… Para el caso, a quién le importarían unos documentos, cuando de - allí hacia adelante, se perdería irremediablemente la libertad.

Me conduce donde un oficial y me hacen esperar en una sala. En ese sitio veo a más detenidos. Estaban silenciosos, cabizbajos, ordenados de uno en uno hasta llegar a nueve; mirando la insultante pared de la pretoriana guarnición. No conozco a nadie de los requeridos. Todos esos rostros eran desconocidos para mí. No los dejaban sentarse por ningún motivo. No nos dejaron sentarnos por nada del mundo. Al rato aparece Juan Antonio Ruz. A hurtadillas nos saludamos. Traen a Haroldo Quinteros. El, que siempre usó lentes, viene sin lentes: él, que siempre uso barba, viene sin barba. Lo han detenido fortuitamente, al decir de su propia confesión:

- Me sorprendió una patrulla militar, aquí cerca del Cuartel General… Me han exigido detenerme y así lo hice… Me obligaron a mostrarles mi carné de identidad y se los mostré. Luego, me comparan con una lista que ellos andaban trayendo y… aquí estoy… y, efectivamente en esa lista estaba él, era uno de los más buscado junto a Freddy. Fue un hecho más bien accidental que de trascendental laboriosidad, llena de sagacidad, su detención… Con posterioridad llegaría el abogado don Julio Cabezas Gacitúa, portando una pequeña bolsa de nylon con anillas de alambre galvanizado, que le hacía las veces de neceser. En esta bolsa traía ropas y útiles de aseo personales. En sus manos, un sobre de tamaño mediano, con un recurso de amparo en su interior. Se mostraba infinitamente inquieto, errabundo. El sí, que sabía, que intuía más bien, de que se trataba esa maraña que estaba siendo tejida por manos militares.

De esta peculiar forma de asentir las cosas, es como se nos vienen los minutos encima, es como transcurren las horas vencidas ya por el inexorable tiempo. Y siguen llegando más y más compañeros. Unos detenidos. Otros voluntarios. A eso de las 11:30 horas se escuchaban atronadores gritos, infatigables voces. Hacía su entrada en gloria y majestad, al reino, a su palacio real, él, el General, el Virrey de la naciente república, señor Carlos Forestier Haegnsgen. Sus peroratas se escuchaban por doquier. Se dirige a donde estábamos de pie, a ese lugar de las insultantes paredes, al monasterio de la guarnición heroica, de las fulgurantes e inevitables sombras de la felonía subsidiada para latigarnos con unas inciertas e inexplicables invocaciones al buen sentido de la civilidad ya castamente deshonrada y, finalizar con un:

- ¡A partir de estos momentos deben considerarse prisioneros de guerra!.

Es bajo estas degradantes circunstancias que don Julio Cabezas Gacitúa intenta un ademán de hacerle comprender el beneficio del sobre jurídico que portaba, ese sobre de tamaño mediano con un recurso de amparo en su interior. Forestier estalla encolerizado, en incendiadas constelaciones:

- ¡Esos procederes debe guardárselos para otras ocasiones!... ¡Ahora está a disposición de la Justicia Militar, bajo la tutela de una justicia de guerra…!. ¡Yo no acepto esos oficios contaminados de la Justicia Ordinaria… Me oyó bien su…!.

Pienso, que don Julio Cabezas Gacitúa en este breve, pero selvático lapso de guarismos empostillados, comprendió a lo que tendría que enfrentarse en el futuro. Acentuóse mucho más su nerviosismo. Acentuóse su inmaculada incertidumbre, dada su eminencia y excelencia de excelente abogado, por esa calidad de saber en el acto, el latente peligro que se avecinaba. El comprendía ya, muchas cosas, que nosotros o algunos, por inmadurez política o por falta de información, ignorábamos. Él sabía, que estaba de lleno y en pleno, entregado a la complacencia de una guerra hipócritamente mal declarada. Sometido al arbitrio conjurado de una declaración de guerra; de una catadura, firmada solo por “manu militari”, solo por “manu engrifari de metralletus”.

- “Más vale ignorar que saber” …, eso lo aprendí viendo a don Julio Cabezas Gacitúa tomarse con sus dos manos –una nívea y la otra alba- el cielo de su alborada cabeza. Frotando angustiosamente sus letrados lentes conjeturales, en el fragor de su cándida chaleca de lana, después.

El cuartel de la VI División de Ejército, fue un centro de reclusión momentánea. Más bien, de sala de estar, valga el término para refrendar esas vicisitudes pecaminosas. El preguntar datos personales. El de confeccionar las fichas identificatorias de los prisioneros, fue su revolucionaria misión; pero, en ningún caso un centro de interrogatorios mortales de interrogamientos salpicados de artimañas y de estocadas, por lo menos, hasta cuando estuve allí detenido por impropia voluntad. Solamente se caratulizaron unas acusaciones poco serias. Como las de un enano maldito que pretendía envenenar el agua de la ciudad y que esperaba vaciar cantidades invulnerables de bencina por las señoriales alcantarillas locales, para Neronear por debajo al neo Iquique dictatorial. En su oportunidad, supimos que el tal Enano Maldito en cuestión, era el Compañero Marcelo Guzmán Fuentes, correcto funcionario del Hospital Regional. Pero las acusaciones carecían de veracidad, por cuanto, fue más humano y solidario que un pan rebanado en miles de ticket, para ser repartidos entre miles de rebanadas bocas. Esa es, en suma, la actitud sentida, la actitud ínfima a la impresión recibida en ese bastión militar.

Apresuradamente llega un camión tremendamente ermitaño, tremendamente camuflado de místicidad errante, para llevarnos luego, al Regimiento Telecomunicaciones, institución a la cual pertenecía ese labriego terraplén de delirios infantiles. Este cerril regimiento cumpliría las veces de “Oficina de Recepción”, a los cientos de prisioneros políticos. Se convertía según pasaban los días, en un inexpugnable lugar de amedrentamiento –tanto moral como físico- aquellos que pisaban por tan primera vez esas arenosas arterias revestidas de porotadas y chicharrones, como fue el caso también de aquellos jóvenes socialistas traídos desde la oficina Victoria acusados de sabotaje a la “Casa de Fuerza”. Como también lo fue para el profesor de la mencionada oficina salitrera, acusado de dinamitar -intentar, por lo mínimo- la distante escuela en donde él las activaba de director. Bacián, creo que era su apellido. Maldonado, Carmona, Cautín el de tres de los cinco jóvenes insertados a esa región salinatronada de salitre, tres de los cinco apellidos socialistas acusados de saboteadores. Llegaron de noche. Y de noche fueron y eran telecomunicacionalmente torturados. Eran cinco jóvenes y un profesor. La juventud y la experiencia unidas a un mismo dolor. Al dolor que engendran la vesanía y la ceguedad. El absurdo y lo ilógico. Lo irrazonable y lo disparatado. De lo aberrantemente sistemático que se puede convertir el hombre a veces, cuando materializa con manos propias preceptos ajenos. Fueron noches de terror. Calcinadamente de terror tanto para ellos como para nosotros. Para ellos, que las sufrían en carne propia. Para nosotros, que escuchábamos sus gritos de desesperación y de destemplanzas. Juventud y experiencia unidas a un mismo temor, a un mismo sinsabor: a estos redobleces del odio y de la traición.

De día también se torturaba, pero se torturaba en lejanía, con lejanía. En lugares donde los ¡ayes! No se sometían con tanta facilidad y con tanta liviandad a nuestros orfandos oídos. Era una sesión de tortura con más apego a la civilidad a esas horas de la mañana, a esas horas de la tarde. Mientras que una tortura enquistada de guerra y de fanatismo se esparcía en las horas de entrecejo y de tinieblas, en horas de empequeñecerse el sol. Es aquí, en este extramuro de la ciudad deshojada, que conozco a dos cubanos que estaban organizando el deporte por medio del Plan Masivo, Torrados y Battle; a Mario Morris del DIA –Departamento de Investigación Aduanera, venido desde Valparaiso en comisión de servicio- Hernán Muñoz Oteiza, administrador de la industria aceitera “Indus”; Alberto Palenque, abogado boliviano, precursor de los Almacenes Francos en Iquique, etc.

Por intermedio de esos y muchos otros compañeros más, supimos que en horas de la mañana habíanse trasladado al puerto de Pisagua al “Chico” Luis Lizardi, al Ángel Prieto, al Pancho Bretón, a Humberto Lizardi, en fin, a un total de 36 camaradas que marcharon con sus petacas al hombro a enfrentarse con una incostumbrada forma de vida que ninguno se esperaba, que ninguno siquiera sospechaba. Fueron los primeros “relegados” por acoso y amaño de la usurpante militarización otoñal. Nos dan de comer un plato de porotos, pan y un tazón de té. Nos entregan sacos de dormir a algunos y frazadas a otros. Esposado llegó Mario Esteban, comerciante, ex alcalde de Huara, de militancia comunista. Lo dejan tal cual llega. Maniatado, con un enjambre de dolores adormecidos en sus muñecas de pampa añorada por muchísimo, infinito tiempo. Tiempo imposible, irrisorio para poder alimentarse por si mismo. Pero encontró a su ángel de la guarda, el “Chicora” Espinoza -morrino- quien se preocupó de alimentarlo mientras aquel permanecía sumido en su angustia de chivo expiatorio. Era el 14 de septiembre.

El día 15, en horario militar, comienza a efectuarse una lenta y pausada liberación de detenidos. Lenta y pausada; pero, liberación al fin. Iban dejando el regimiento gradualmente, a medida que sus interlocutores, sus interrogadores comprobaran por enésima vez, la nula participación, la nula implicancia de las atribuciones políticas en “atentados terroristas” de los innumerables aprehendidos por “glorificacioni militari”. Muchos, demasiados, tuvieron la suerte de dejar atrás aquella pesadilla de hastío, aquel recurso de inseguridad inhospitalaria. Partirían también los hermanos Espinoza Godoy, “Care Cuchillo”, “Ceballos”, “el Gato”, “Féliz Rojas”, todos amigos de mi entrañable y tempranero Barrio “El Morro”. Otro grupo, ya estaba esperando ansioso su partida a las puertas del “Tele”, cuando apareció él, el Virrey de las mil cosas perdidas, de las mil cosas cabalgadas, de las mil saturadas cosas, don Carlos Forestier Haengsgen:

- ¡Y estos, dónde creen que van!

- ¡Están libres, mi General!.

- ¡Por orden de quién!.

- ¡De mi Comandante de guardia, mi General!.

- ¡No señorrrr!...¡Envíelos inmediatamente a la cuadra!...¡En adelante nadie más se retira sin mi consentimiento!.

Y colorín colorado y en donde manda capitán no manda marinero, los compañeros tuvieron que echar disciplinadamente grupas adelante con el sabor amargo de la incomprensión comprendida en sus desfaccionadas bocas. Luego, ya, todos nos olvidaríamos de una pronta restitución de nuestras anatomías a las andanzas por los cauces de una libre circulación, que se circunscribían a las calles casi simiales que adornaban el nuevo Iquiquitar. Luego, ya, nadie quedaría libre ni por si, ni por no.

Es por la tarde que llega Freddy. Llega de color celeste acompañado del Capitán de Servicio de Inteligencia Militar –SIM-, Martín. Vestía chaqueta de cuadrillé de lanilla, casi café. Habíase cortado sus largos y Cristófilos cabellos. Habíase rasurado su Baustistiana barba. Hacíase muy difícil su identificación. De hecho, los cientos allí detenidos, ignoraban extrañablemente quien era aquel, ese hombre tan insólitamente aislado, tan peyorativamente vigilado fuera de un empotrado container, moviendo sacos de dormir, moviendo bultos, porquerías porque a más de alguien se le ocurrió que los moviera porque a otros les molestaba que los moviera: -Es mi hermano, digo… Muchos no creyeron… Ni yo mismo me creía.

La subida a Pisagua

El día 17 de septiembre agonizando las 17 horas, notificaron que un nuevo contingente de prisioneros partiría esa tarde a Pisagua. Eran listas de 25 personas. A medida que íbamos siendo nombrados, íbamos a su vez, ocupando pequeños espacios al interior del regimiento cerril, cara a cara, al galpón que servía de cárcel o frontón para ir siendo separados por grupos. En esa misma medida, íbamos firmando un certificado, el cual, constaba de nuestra partida; el cual, estampaba en su parte más medular: “La buena forma. La excelente religiosidad de nuestros músculos”, como queriendo justificar de antemano algo totalmente inesperado para nosotros, totalmente esperado para ellos. Ese algo imperceptible, que solo ellos sabían, que solo podían saber: muertes súbitas e inescrupulosas. Una premeditabilidad a prueba de errores.

Firmados estos certificados, el teniente a cargo de la centinelada, nos ordena que vayamos a buscar las pertenencias: ropas, frazadas, útiles de aseo, etc. Todo aquello que nos habían mandado de nuestros hogares. Todo ese acervo de límpidos recuerdos, que habíamos logrado amasar en esos tres quejumbrosos días de injustificada detención.

Tito Espinoza, el “Negro Palmatoria”, morrino de cepa y nepa, comunista de vocación y por devoción, antes de salir en libertad me favoreció dejándome amablemente su parca. Su confección era de infantes de marina. Esta chaqueta, posteriormente me acarrearía muchos e incalificados problemas, por cuanto, una vez en Pisagua, arriba el mercante “Maipo” de la Sud-Americana de vapores, transportando compañeros desde el puerto de Valparaiso. Aquel que fuera sorprendido portando elementos de las Fuerzas Armadas, se le acusaba de ser un infiltrador al sistema militar en formación. Se le golpeaba con inusitada brutalidad, sin miramientos. Otro peculiar salvajada de ir mermando la personalidad, la vitalidad, la moral del detenido. Se golpeaba por el deseo de golpear. Se golpea con el deseo de desear golpeando. La orden era. “Golpear y golpear… Aniquilar para aniquilar… Torturar para avasallar…”.

La chaqueta propiamente tal, pasó todo el tiempo escondida, en el baúl del miedo, mientras los marinos estuvieron presentes en Pisagua. Tan solo por las noches y en las noches hacía un nocturnífico uso de ella. No era un miedo patológico aquello, vitral; ¡No!. Más bien era un artero escozor, era como una itinerante caldera a punto de nacer en mi interior. No estaba dispuesto a pasar por la experiencia de ser golpeado, torturado, aniquilado –como lo fueron cientos y cientos-, si toda vez que esta intemperada experiencia podía ser perfectamente evitada, perfectamente neutralizada.

En nuestro grupo de los 25, viajaban: Juan Antonio Ruz; Julio Cabezas Gacitúa; Andrés Daniels; Alberto Palenque –combatiente boliviano, que compartió luchas al lado del Che Guevara, en la sierra de ese país altiplánico-; Mitchel Nash –santiaguino, que cumplía con su obligación de conscripto en el Batallón Blindado y de Caballería N° 1, Granaderos-; Luis Araya Galleguillos. Con todos ellos, ocupamos la parte posterior del camión, que nos trasladaría a esa cárcel tan colocada como la mano por la benemérita naturaleza, a orillas del Pacífico. Estábamos casi seguros, por no decir completamente seguros, que Pisagua se convertiría en nuestro segundo hogar y no en un lugar de calvario. Más bien, estábamos completamente seguros, por no decir casi seguros, que ese lugar sería como algodón de esparcimiento, una jungla de divertimientos… Que ingenuo es a veces el hombre, no… Que imberbe, no… Universalmente era un ordenamiento de planes y orientaciones al interior del vehículo transportador de utópicos… Saldríamos a nadar, a pescar… Trabajaríamos para saldar las penas y las no tan penas. En efecto, un canto pletórico de confianza y de gratitud a nuestras Fuerzas Armadas, era todo aquello, por desgracias mil.

Andrés Daniels, militante del Partido Socialista, locutor de “Radio Esmeralda”: La Trinchera del Pueblo, se apresuraba en su ensimismamiento. Deseaba instalarse con una estación radial allá: “Para hacer más amena nuestra estadía”, decía. Pensaba en la conformación, para él tan rutinaria de organizar shows, espectáculos revisteriles. De antemano se estaban formando los núcleos de convivencia transitoria, puesto que se tenía la creencia que nos acomodarían en las casas del poblado, que nos dejarían relativamente libres, a nadie se le ocurrió por ejemplo, que Pisagua se convertiría para algunos, se convertiría para otros, en su granítica tumba… Que ingenuo es el hombre, no… Que imberbe, no.

El ánimo a medida que nos largábamos carretera adentro, era el mejor. Por lo menos, así se desprendía de esas enseñoraciones poéticas y casi retóricas de los Compañeros. El ánimo era el mejor, mientras visualizábamos los bigotitos de galán afuerino, los ojitos celestiales del oficial. Mientras ganábamos carretera adentro; mientras éramos visualizados muy de cerca por esos bigotitos cinematográficos, por esos ojitos encielados del oficial, que nos precedía con su escolta gladiadora.

Salimos del regimiento cercanas las 18:30 horas y como era de esperarse no se divisaba una esencia simbolizadora de humanidad por las calles de Iquiquitar -regía el toque de queda desde las 15:00 horas- solo patrullas motorizadas y patrullas andariegas ocupaban las ciudadelas. El Iquique antiguo era mansamente desvirginado, estaba siendo arteramente mancillado. Los estamentos del Iquiquitar estaban heroicamente ocupados. En esas condiciones cruzamos la población “Baquedano”, población eminentemente militar. Aquí, si que vimos rostros ocultos tras las cortinas mimétricas de las ventanas. Tendríamos un testimonio más que verídico de nuestra involuntaria situación. Por muy esposas, por muy hijos de militares que fueran se trascendería a pesar de todo. Toda vez que es imposible ocultar una caravana llevando prisioneros políticos. Por más que unas esposas, por más que unos hijos de sagaces militares la hayan visto pasar. Partíamos quizás, con un dejo de ensoñación por los nuestros; pero con la inmensa convicción que estaríamos mejor. Era el pensamiento colectivo, mientras nos maniataban la libertad. Mientras la carretera era velozmente devorada por la rauda caravana en guerra. Lo pensábamos de esta forma dada nuestra total inocencia a acusaciones algunas. Dada nuestra ninguna responsabilidad política. Lo más que se pudo haber hecho fue cometer acciones legales en contra de una sociedad capitalista de capa caída. Verdades tanto habladas, gritadas o escritas en contra de las Fuerzas Armadas, puede que haya habido. Ataques frontales en contra de ellas, no… Estábamos juramentados bajo la más absoluta seguridad de nuestra buena fe, de nuestras buenas actuaciones cometidas, lo que nos hacía inmunes, -pensábamos, nos imaginábamos- a malos tratos por parte de nuestros aprehensores. El hecho está, que mientras nos movilizábamos por el camino de tierra, lejos ya de la Panamericana, entrando ya a la recta final que nos conducía a Pisagua, comienza a levantarse una insensata polvareda, inmensa, magistral. No se divisaba nada. No se veía nada. Nos alejamos tanto del jeep guerrero que solo esporádicamente oíamos el ronroneo bocinar, debilucho, invitaminado. Mediante este vociferar de señales débiles, el conductor del pequeño transporte trataba de avisarle al conductor del gran transporte que le antecedía su manifiesto desagrado por lo que ocurría.

Si hubiésemos tenido el don de premonizar y de admonizar los hechos. Si hubiésemos sabido lo que nos esperaba, más que una intrepitud se hubiese intentado hacer en esa secana poltronería: huir, escapar. Toda vez, que éramos considerados unos rufianes de mal gusto, unos marxistas perversos, unos malvados, unos vende – patria. Con estos apostolados a nuestro favor, nada nos hubiese costado apoderarnos del convoy transportador de utópicos; pues, las condiciones estaban dadas para el guerrillero… Pero no, infinitamente no… Éramos gente pacífica, idealistas en todo caso; respetuosos de las ideas de los demás, de la vida de los demás. Tal vez haya sido por esto que fuimos tonta y conspiradamente derrotados.

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9789567628452
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