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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 8

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XV

Cierta era la anterior referencia. El desgraciado Churi, estimando más la posesión del asno que su propia existencia, embistió a los fieros enemigos que le arrebataron lo que más amaba en el mundo. Alguno de los facciosos le conocía, sin duda, e intercedió para que no le mataran. Le apalearon de lo lindo, dejándole, como observó Sabas, patas arriba. Pero en cuanto los carlistas se desocuparon de él, púsose patas abajo, todo magullado y con los huesos doloridos, y se dejó caer, o se deslizó gateando por un cantil hacia las rocas donde batía la mar brava, y allí estuvo escondido hasta que, asomando una y otra vez la cabeza entre peñas, adquirió la certidumbre de que los bárbaros iban lejos. Andando con los cuatro remos de costado por los cantos resbaladizos, más parecido a un enorme cangrejo que a un hombre, avanzó todo lo que pudo por la costa hacia el Este, pues los carlistas habían seguido hacia Occidente. Le anocheció cerca de la rada de Berrón. Recogido al amanecer por una lancha de Plencia, desembarcó en Algorta, y de allí salvó en otra lancha la barra, desembarcando al fin sus pobres huesos a la siguiente noche obscura en el propio Desierto. Entró en Bilbao por su pie; en su casa le agasajaron sus primos, padre y tíos, que alarmados estaban ya por su demora, y el primer cuidado fue darle friegas con aguardiente en todo el cuerpo y meterle en la cama, donde sólo permaneció horas, porque su viveza era incompatible con el reposo, y no quería más que correr a enterarse de cuanto en la gloriosa villa ocurría. Era la casa una de las de la Ribera frente a la Merced, con tienda famosa de artículos de mar, bien provista de toda clase de aprestos para la navegación de vela. La muestra ostentaba una fragata bastante bien pintada al óleo, navegando a toda vela, sin añadidura de nombre alguno ni especificación de lo que allí se vendía. Los dueños vivían en el entresuelo: el piso bajo estaba ocupado totalmente por el género comercial, hierros, lonas, cabos, y mil objetos tan extraños de forma como de nombre, que la gente de tierra adentro habría creído caprichosos, fantásticos. El olor de alquitrán era como el alma del recinto; y tan connaturalizados con él se hallaban los habitantes de la casa, que les olía mal el aire libre cuando pasaban de la tienda a la calle.

Eran a la sazón dueños del establecimiento los hermanos Vicente, Sabino y Prudencia Arratia, hijos del difunto José María de Arratia, comerciante bilbaíno, que murió el 30, dejando un nombre intachable, y restos de una fortuna quebrantada por malos negocios. Cada uno de los tres hermanos necesita filiación propia, por ser los tres caracteres muy significados y castizos en aquella raza tan inteligente como trabajadora.

Valentín Arratia, el primogénito, con cincuenta y tres años el 36, era piloto de altura, y había pasado lo mejor de su vida rompiendo mares en América y en el Norte. Mandó primero barco ajeno, después barco propio, del cual fue capitán y armador. El 28 se divorció de la mar salada para dedicarse al comercio de tablazón, que hubo de abandonar al principio de la guerra, refugiándose en el establecimiento paterno. Era hombre al propio tiempo duro y dulce, como el turrón de Alicante, aferrado a un corto número de ideas en el orden social y moral, y con gran caudal de ellas en todo lo referente a la náutica y gobierno de naves. Enviudó de su mujer el mismo año en que le hizo la cruz a la mar. Esta le dejó un reuma que le cogía todo el costado derecho, haciéndole andar escorado, y su esposa le dejó un hijo, que es el Churi del burro, y además una ferrería situada en Lupardo, barrio de Miravalles.

Prudencia, a quien se da el segundo lugar por respeto a la cronología, con cincuenta y un años el 36, casó en Eibar con un rico armero. Viuda a los tres años de matrimonio, contrajo segundas nupcias con Ildefonso Negretti, residiendo muchos años en Burdeos y Bayona. Esposa dos veces, nunca fue madre.

Sabino, el más joven de los tres hermanos, estuvo largo tiempo en desacuerdo con sus padres, por haberse casado a disgusto de ellos con una moza de Bermeo, hija de pescadores. Hechas las paces con la familia, vivió algunos años en Bilbao dedicado a la construcción de buques; era un habilísimo carpintero de ribera, y muy fuerte en arquitectura naval, que no aprendió por principios, sino por reglas y módulos de maestros empíricos. De su astillero salieron buques muy afamados, algunos tan veleros, que iban a parar a manos de los tratantes y cargadores de esclavos en el Golfo de Guinea. Era además buen mecánico en todo lo que se relacionaba con el arte naval, y muy entendido en la fundición y forja del hierro. Su mujer, que falleció del cólera, le dejó tres hijos: José, Martín y Zoilo, que el 36 eran unos tagarotes de veintitantos años, y no desmentían la cepa vigorosa de la familia ni su consistente devoción del trabajo.

Lo más admirable en los Arratias era la unión y concordia que entre ellos, desde la muerte del padre, reinaba, haciendo de los tres hermanos y de su prole una verdadera piña. Apretados uno contra otro, sin que ninguno mirase al interés individual, aplicándose todos con alma y vida al bien común, ofrecían gallardo ejemplo de la fuerza que, según el proverbio, es producto de la unión. Se agruparon, no sólo por virtud, sino por necesidad o espíritu de defensa, pues cuando perdieron a su padre, los negocios de este iban de capa caída, y no se hallaban en situación más próspera los de cada uno de los hijos. Valentín había tenido desgracia en sus últimas expediciones comerciales, perdiendo en las del Norte lo que había ganado en las de América. El bergantín Aurra (el niño) se le quedó en los hielos de Stettin, y sólo pudo salvar parte de la madera de que estaba cargado, el velamen y los instrumentos. La fragata Victoriana, construida por su hermano, fue vendida a desprecio para cumplir compromisos comerciales, resultado de una operación demasiado ambiciosa en cacaos de Carúpano y La Guayra. Quedábale después de estos desastres un capitalito que empleó en el comercio de maderas de Riga, el cual habría sido de seguros rendimientos si no viniera la guerra a entorpecer y paralizar las transacciones.

Por su parte, Sabino había tenido también reveses: el tráfico de pescado estaba muerto por la falta de comunicación con el interior, y la ferrería de su hermano, que a su cargo tomó, exigía para funcionar con fruto un gasto considerable, por hallarse en mal estado la turbina y toda la maquinaria. A ello se aplicó con ahínco; mas cuando pudo vencer las dificultades y empezó a trabajar, fue menester dar a los carlistas a bajo precio, por vía de canon, la mayor parte de los frutos de aquella industria. En tanto Negretti, que iba medianamente en la fabricación de armas, fue solicitado para poner sus grandes conocimientos mecánicos al servicio de la causa absolutista. Le repugnaba comprometer su apacible neutralidad política; pero de tal modo le deslumbraron con fantásticas promesas, que al fin cayó en la red, y se ajustó con los agentes de Carlos V, contando con la colaboración de su cuñado Sabino; mas este, influido por los patriotas de Bilbao, se asustó y no quiso ir a Oñate. Trabajó Negretti solo, primero con éxito y valiosas recompensas; después con dificultades y contratiempos mil, hasta que le salieron envidiosos y enemigos en número alarmante, y acusado de masón, fue perseguido y encarcelado inicuamente.

El fracaso de aquel trabajador tan inteligente como honrado, produjo verdadera consternación en la familia, y les movió más a todos a estrechar la piña o fraternal agrupación, así para ir a la conquista de la fortuna como para defenderse de la adversidad. Y conviene advertir, para mayor esclarecimiento de la eficacia de la trinca, que el esposo de Prudencia era para Valentín y Sabino tan hermano como la hermana misma; que a falta de hijos a quienes querer como tales, Ildefonso y Prudencia amaban a los de sus hermanos como si fueran de ellos, y que todos, tíos y sobrinos, hermanos y cuñado, padres e hijos, se confundían en un sentimiento amoroso, que era el aglutinante de aquella humana concentración de fuerzas.

Aunque ya se sabe también, bueno es repetir que antes de establecerse Negretti en el Real de D. Carlos como maestro armero y constructor de proyectiles para la artillería, fue a Madrid llamado por un amigo a quien respetaba, y de aquel viaje se trajo una sobrinita, llamada Aurora, que confiaban a su tutela y protección. Sábese que mientras Ildefonso trabajaba en Oñate o Durango, la niña residía en Bermeo con su tía Prudencia, alternando en acompañarla Valentín, Churi y los hijos de Sabino. Alguien creerá que al agregar a la familia la persona de Aura, mujer de excepcional hermosura, de educación harto distinta de la de los Arratias, algo anárquica en sus pensamientos, antojadiza, nerviosa por todo extremo y poco dispuesta a la subordinación, se introducía en ella un principio disolvente, un disgregador poderoso. Así lo creyó Prudencia en los primeros días de su tutela, que fueron en verdad penosos por el desorden mental y el desenfreno imaginativo en que Aurorita se encontraba. Poco a poco se fue adaptando esta al modo de ser de los Arratias, y la realidad, el roce continuo con los parientes de su tío, efectuaron en ella como una segunda educación. Algunas molestias ocasionó a Prudencia, en los comienzos de la temporada de Bermeo, el cuidado y disciplina de la joven, y no porque esta hiciese o pensase cosas malas, sino porque todo lo que pensaba y hacía era extrañísimo, perteneciente a otro mundo, a otro planeta… También consideraba Prudencia como una calamidad no floja la belleza, no ya humana, sino divina, de la hija de Jenaro Negretti. Hermosuras tan extremadas, cuyo semejante se encontraba sólo en las pinturas, en las imágenes de santos, o en las estatuas mitológicas, eran, según ella, una aberración dentro de la humanidad. ¿A qué conducía, Señor, que las mujeres fuesen tan rematadamente guapas, más que a producir mil quebrantos y desdichas? Cuantos hombres veían a la moza se volvían locos por ella. Un general carlista que la vio a las dos de la tarde, le escribió a las tres una carta amorosa, y a las cuatro fue a pedirla en matrimonio. Los muchachos no cesaban de rondarle la calle. Los más atrevidos acosábanla en el paseo con requiebros fastidiosos; otros disparaban contra la casa un fuego nutrido de cartitas y amorosos mensajes. Verdad que la hechicera niña, lejos de favorecer estas demostraciones, a todos ponía cara de pocos amigos, y fiel a la devoción sagrada de su amor primero y único, no hacía cosa alguna por donde se la pudiese acusar de liviandad, de inconstancia ni aun de coquetismo. Falta decir que Aura correspondió al cariño de sus tíos con una adhesión intensa, y aunque este sentimiento no llenaba ni con mucho el vacío de su alma, servíale de gran consuelo para soportar la dolorosa ausencia, forma sensible de la muerte, como esta silenciosa, con lentitudes de tiempo que daban la impresión de la eternidad.

Desde los primeros días de convivencia, lo mismo Ildefonso que su mujer y los hermanos y sobrinos de esta, respetaron en Aura el conflicto misterioso que la joven se traía consigo, aquella pasión, aquel drama no bien conocido, y del cual el mismo Negretti no tenía más que vagas impresiones o referencias. La niña se había dejado en Madrid a su enamorado, que era un príncipe o cosa así; un joven a quien muchos tenían por hijo de potentado, quizás de un Rey, quizás del propio Napoleón. La familia de este nobilísimo joven había gestionado la separación o el destierro de la enamorada. ¡Qué drama, qué hermosa poesía! Había, pues, traído la niña de Madrid su leyenda, y con ella un inmenso duelo, que respetaron con singular delicadeza los Negrettis y Arratias. Ninguno de ellos trató de desvirtuar la leyenda ni aplicar al dolor los emolientes vulgares. Nadie le dijo: «Olvida eso, que es un delirio, un sueño, una idea…».

XVI

Seguramente no se equivocaba la niña al pensar que gente mejor que aquella no existía en el mundo. ¡Qué diferencia de Jacoba! No podía desconocer que el cambio de tutela había sido felicísimo, aunque se hubiera efectuado en las circunstancias más tristes de su vida. Había pasado del infierno al cielo: verdad que era un cielo sin Dios, porque este se le había quedado por allá, en regiones desconocidas, perdido en lontananzas tenebrosas. La temporada de Bermeo fue relativamente grata para la joven, porque allí recobró la salud y adquirió un gran amigo que le rehízo el alma, no combatiendo de frente su dolor, sino suavizándolo con tristezas calmantes, después con melancólicas dulzuras; arrullándola con acentos de vaga poesía; entreteniéndola con juegos y ejercicios muy saludables; templando sus nervios y regalando su imaginación con espectáculos plácidos o sublimes; asustándola a veces un poquito, como para fortificar su innata valentía: este amigo era el mar.

Instaladas en la casa de Sabino, fue a vivir con ellas Valentín. Los primos alternaban; no había igualdad en el turno, pues José abandonaba muy de tarde en tarde la ferrería, y Martín apenas se apartaba de la tienda, en la cual ninguno podía sustituirle sin quebranto. Los que más gozaron de los pasatiempos de la villa marítima fueron Churi y el hijo menor de Sabino, a quien pusieron Zoilo por su madre, Zoila Maruri. El hijo único de Valentín se llamaba lo mismo que su padre; mas todo el mundo le conocía por aquel apodo. Le vino del nombre de un balandro que tuvo su abuelo, en el cual pasó el chico toda su adolescencia, por desmedida afición a la mar. Fue bautizada la embarcación con el nombre de Choria (el pájaro) convertido por el uso popular y las bocas marineras en Churi. Era el chico de una rudeza tal, que no pudieron aplicarle a ninguna profesión ni oficio, y se pasaba la vida entre los chochos de la ría, remando en chalanas de cuatro tablas podridas, o lanzándose a prodigiosos ejercicios de natación. Resistía largas horas en el mar, braceando o tendido de espaldas; y cuando se ofrecía bucear, ninguno de aquellos vagabundos anfibios aguantaba más tiempo en las profundidades. Jamás se logró meter en la cabeza dura de Churi ni una fórmula aritmética ni un concepto gramatical. Toda su geografía estaba comprendida entre Machichaco y Quejo; toda su ciencia en el gobierno de una pequeña embarcación de vela, que manejaba con arte singular, gallardísimo, en días de Nordeste frescachón. Taciturno y medio salvaje, su vocabulario era muy escaso; sus ideas no debían de ser luminosas ni abundantes, como no las guardara para mejor ocasión; su voluntad no tomaba otras formas que la de la contumacia en su vivir independiente, y la de una completa inacción en tierra firme. Viendo que no podían hacer carrera de él, la familia se resignó a dejarle en aquel salvajismo y rudeza, tratando de utilizarle en menesteres bajos de los buques de la casa cuando estos se hallaban en puerto. A los diez y ocho años contrajo unas calenturas tíficas que le tuvieron entre la vida y la muerte. Decían que esta le tenía ya cogido, y creyéndole pez, le había soltado con media vida en alta mar. Al sanar había perdido el pelo y la memoria, quedádosele la cabeza como un cudón totalmente limpio, sin ninguna aspereza por fuera ni ideas por dentro. Recobrado el cabello al contacto del agua salada, contrajo nueva enfermedad del cerebro, y al término de ella encontrose con que le había vuelto la memoria y se le había quedado por allá un sentido. Su sordera era como la de una campana que pierde el badajo y cae en los hondos abismos del mar. Churi no volvió a oír ningún ruido.

Con el don de oír se le fue también la palabra; pero esto temporalmente, porque a los tres meses de quedarse como una tapia, empezó a sacar de su cabeza términos y frases vascuences. Diríase que pescaba con ganchos las voces una por una, extrayéndolas como restos de un naufragio. A duras penas reconstruyó una lenta y torpe expresión, mitad euskara mitad castellana, que usaba para comunicarse con el mundo, reforzándola con señales muy parecidas a las marítimas, y movimientos de maniobra velera, que él solo y sus compañeros de mar entendían.

Lo más extraño en Churi fue que la transformación traída por la sordera le hizo menos insociable; la familia pudo retenerle en la casa más tiempo, y aun emplearle en comisiones que nunca había querido desempeñar, como la estiba de maderas en el almacén, y el transporte de mena y carbón en Lupardo. Al año de la sordera, ya se pasaba Churi meses enteros sin salir a la mar y aun sin verla, y a los dos años había tomado tanto gusto a la ferrería, que no sabía salir de ella. De la índole de los trabajos que allí se hacían provino la mudanza de sus aficiones, el cambio de lo que hoy llamamos sport y entonces no tenía nombre: se aficionó locamente al balandro vivo de cuatro patas; y si el primer día que montó en él estuvo a punto de desnucarse, pronto su terquedad vizcaína venció los rudimentos de la equitación, y al poco tiempo era un centauro asnal. Varios jumentos tuvo, que vendía para comprar otro mejor, y en ellos hacía excursiones a los montes próximos y lejanos para tratar cortas de leña y partidas de carbón vegetal, alimento de la industria ferrera. De este modo el vagabundo había llegado a ser un brazo más, aunque el menos útil ciertamente, en aquella familia de obreros incansables.

También Zoilo había sido de niño aficionado a la mar, como Churi, y buceaba en la ría, y se iba lejos, mar afuera, con sus amigos, en una zapatilla, sin miedo a los peligros que en costa tan brava ofrece la Naturaleza. Pero su inteligencia, su amor a la familia y el deseo de ser hombre y de ganarse la vida, le moderaban en aquellas infantiles vagancias. Estudió algo de pilotaje; era aplicadillo y muy formal; practicó la carpintería de ribera con su padre; servía también para el comercio, y tenía mucho tesón, amor propio, vagas ambiciones de riqueza y poder. Sano y vigoroso, dotado de un temple acerado y de una naturaleza a prueba de inclemencias, no conocía el cansancio. A los veintidós años gustaba de mostrar su fuerza hercúlea en cuantas ocasiones se le presentaban. En el trinquete era un prodigio; en el trabajo del hierro no tenía igual. Su terquedad vizcaína tomaba en él a veces formas de una paciencia dulce, con la cual soportaba las más rudas tareas sin quejarse, siempre alegre y decidor. A su pujante vigor muscular correspondía su intachable conformación corpórea, de líneas estatuarias, y un rostro atezado, de serena expresión, toda lealtad y nobleza sin pulir. Cuando se reía, hacíalo con alma y vida, sacando enterito el corazón al semblante; no conocía ningún arte social de aquellos que tienen por instrumento la palabra; no usaba el disimulo, ni las perífrasis, ni la ironía. Expresaba con bárbaro candor todo lo que le apuntaba la mente, siendo a veces tan cruda su sinceridad, que la familia tenía que reprenderle y hasta castigarle. En el ardor del trabajo del hierro sus negros ojos echaban chispas, y los resoplidos de su nariz, que se hinchaba respondiendo al énfasis interno, armonizaban con la música del fuego atacado por los chorros de aire. Tenía conciencia de su fuerza física, y esta era su mayor gala; teníala también de su valor indomable, que también le enorgullecía; pero no sospechaba que era hermoso siempre, y más cuando tiznado y cubierto de sudor domaba la dureza de un metal menos consistente que su voluntad.

Su tío Valentín le llevó a Bermeo para que estuviese al cuidado de la casa y de sus moradoras mientras él pasaba un par de días en Lupardo, y tanto Zoilo como Churi, que iba cuando le parecía y se marchaba sin despedirse, se lanzaron a divertimientos de mar. Ambos consideraban a la niña de Negretti como un ser superior, y sentían junto a ella cortedad y hasta miedo. En los primeros días, tuvo Aura más de un acceso nervioso con gran disloque muscular, llanto interminable, gemidos y otras manifestaciones de desorden cerebral o de histerismo. Los dos chicos, que no habían visto nada semejante en las muchachas que trataban, creían que era aquella dolencia signo de principalidad, achaque propio de los seres de exquisita y refinada complexión, y viéndola sufrir, casi la admiraban tanto como la compadecían. A las dos semanas de esto, y cuando Aurora se iba calmando, Zoilo la incitaba a salir con ellos a la mar, donde podría arrojar todas sus penas para que el agua y el viento se las comiesen. Churi no le decía nada: no hacía más que mirarla, sin hartarse nunca; la sordera le aumentaba el uso y los goces de la vista. Cuanto Aura decía producíale a Zoilo unos accesos de risa no menos bulliciosos que los traqueteos espasmódicos de la hermosa doncella. El otro no se reía nunca. Era por naturaleza refractario a la demostración facial del gozo del alma, y cuando lo sentía, expresábalo cantando, pero muy serio, y desentonando horrorosamente por la falta de oído.

Por nada del mundo dejaría Prudencia que Aura saliese a la mar con aquellos tarambanas. No, no: la niña se embarcaría (pasatiempo muy indicado para su salud) con el tío Valentín. Debe indicarse que Aura, al poco tiempo de residir en Bermeo, llamaba tíos a los hermanos de Prudencia, y a los cuatro muchachones, primos. Pues sí: el tío Valentín, que no quería más que complacerla, en cuanto vino de Lupardo preparó una lancha de las mejores, arreglándola de velamen y de todo lo preciso. Lo que gozó Aurorita en sus excursiones cantábricas, no es para dicho. Más intrépida que los marinos que dirigían la gallarda nave, cuando las mares gruesas con su hinchazón y el viento con su mugido les ordenaban volver, ella pedía que fuesen más allá, siempre más allá. Miraba el rostro impasible de Valentín, viejo amigote del Océano y de las tempestades, y como no advirtiera en él alteración, quería que el paseo se prolongase. Rara vez dejaba Valentín a su hijo la caña del timón no por falta de confianza, sino porque retirado de aquellas luchas y otras mayores, todavía gustaba de hacer gala de su pericia. Zoilo llevaba la escota. Entre los dos primos arriaban e izaban la vela en las bordadas, y si a la entrada del puerto era forzoso empuñar los remos, desplegaban en ruda competencia cada cual su vigor de puños, y callados bogaban, atentos a las órdenes del patrón, en quien veían un dominador infalible de todas las fierezas de la mar. Allí no se conocía el miedo: Aura, viéndoles tan animosos, tampoco temía nada. Un día de temporal duro habló Valentín, antes de decidirse al paseo, lenguaje de prudencia. No convenía salir. Asombrose Aura, y más aún al oír que los dos chicos apoyaban el dicho del veterano. Creyó que tenían miedo. «Como es por recreo – indicó Zoilo, – y no por necesidad, hoy no salimos. Si padre te deja ir sola conmigo, te llevo… Yo te respondo de que nos mojaremos, pero no nos ahogaremos».

Claro que Valentín no había de permitir tan loca aventura. Churi, que falto de oído se enteraba de cuanto se hablaba, reprendió a su primo por fachendoso. No se atrevía, no, ni era hombre para tanto. Él sí se atrevía, y en embarcación pequeña, mejor: una mano en la caña y otra en la escota… «Lo mismo lo hago yo – dijo Zoilo riendo, – y si quieren verlo…». Aura les aplacó cuando la cuestión iba rayando en disputa, proponiéndoles que el primer día que estuviera buena la barra saldrían los cuatro a pescar, a lo que asintió Valentín, mandando a Zoilo que preparase los mejores aparejos que en el pueblo, famoso por sus pesquerías, se pudieran encontrar. Pero aconteció que el primer día bueno hubo de salir Zoilo para Lupardo con un recado urgente, y no pudo el pobre chico disfrutar de los goces de la pesca, que fue un recreo divertidísimo para la niña. Al tercer día de este entretenimiento llegó Martín, el hijo segundo, que ordinariamente regentaba la tienda. Era el más afinadito de los tres; el que parecía más espiritual, sin duda porque no ostentaba formas atléticas, como José María y Zoilo, ni desarrollaba la muscular energía con la espléndida brutalidad de sus hermanos. Era, sin género de duda, el más civil, el que más se adaptaba a la vida urbana de la capital vizcaína por los vínculos de sociabilidad propios del comercio. Hablaba Martín castellano correctísimo, usando frases atildadas y finas, al uso corriente. De los tres, de los cuatro, contando con su primo, fue el que menos zapatos pudrió en playazos y arenales, el que menos tiempo conservó las manos callosas del ajetreo de los remos. Poseía bastante instrucción, distinguiéndose en todo lo comercial; hablaba unas miajas de inglés, y sabía las reglas usuales de la decencia y aun de la elegancia. En aquellos tiempos, la confraternidad de toda la juventud bilbaína era un hecho lisonjero, del cual tomó la villa su tesón incontrastable para resistir los asedios carlistas. El entusiasmo político la estrechó más, haciéndola invencible; el buen humor, propio de la raza, la refrescaba dándole más vida; el trabajo en la paz la vigorizaba, y el común esfuerzo en guerra la elevaba a superior virtud. Partícipe de los sentimientos que daban un vigor homogéneo a la juventud bilbaína, Martín Arratia se afilió en la Milicia Nacional desde el primer sitio, y aún continuaba satisfecho y confiado en aquel cuerpo, esperando que la patria, es decir, Bilbao, pidiera a sus hijos nuevos sacrificios para su defensa. Tal era Martín, pieza bien concertada en aquel formidable organismo comercial y guerrero que supo hacer de Bilbao un baluarte inexpugnable contra el absolutismo y un emporio de riqueza. Pasaba en la familia por el de más talento; en la villa le alababan tanto como merecía por sus excelentes prendas, y no hay para qué añadir que en el comercio se distinguía por su severa honradez, pues siendo general esta cualidad en tales tiempos y en tal raza, es ocioso señalarla y hacer de ella un rasgo característico.

Dos días muy agradables pasó allí Martín, entretenido también en la pesca y en paseos por el mar, que le agradaban con buen tiempo. Aura se reía en sus barbas viéndole palidecer cuando eran fuertes las cabezadas de la lancha, y él, sin temor de parecer cobarde, aseguraba que cada día era más terrestre, añadiendo que en tierra no faltan ocasiones de mostrar un valor heroico. Si terribles son las olas embravecidas, no es menos pavoroso en ciertos casos el cumplimiento del deber, así en la guerra como en el comercio. Todo es navegar; todo es una continuada lucha, un gran derroche de esfuerzos, arte y valor para no ahogarse.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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