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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 7

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XIII

«Vamos, D. Beltrán, no se aflija – le decía el joven con sincera y honda lástima. – Sería usted muy desgraciado si fuera esa su única familia. Pero por dicha suya, tiene a su hija Valvanera…».

– Sí, sí… es cierto… – murmuró D. Beltrán sonándose fuerte. – Pero tampoco allá ¡ay!, faltan espinas… No es tanto como en Cintruénigo. Cree que Cintruénigo es para mí un Purgatorio anticipado, donde estoy pagando todas mis tropelías contra la moral, querido Fernando… Pero déjales, que también ellos purgarán sus crueldades conmigo… Sí, me las pagan, me las pagan, y pronto. Dios es justiciero, Dios es vengador, Dios da a cada uno su merecido. Me recreo en mi venganza, en el castigo divino… Tú lo has de ver; no quisiera morirme sin verlo…

– ¿Y qué hemos de ver?

– ¿No caes en ello? Pues las calabazas garrafales que le está preparando la mayorazga de Castro… La chica tiene entendimiento, sabe juzgar fríamente las cosas. Imposible que, después de tratarle un poco, deje de ver la sequedad de aquella alma, aquel villano egoísmo, aquella sordidez repugnante; y viendo esto, es imposible que le ame, mayormente cuando su voluntad se encariña con otro hombre, en verdad digno de ella. Demetria no es de estas que se alucinan: no se dejará coger, no, en las redes candorosas de Doña María Tirgo, ni en las astutas trampas de mi Doña Urraca… De modo que… figúrate mi alegrón si triunfamos… y triunfaremos… ¡Ah!, ese roñica ha entrado en La Guardia pensando que pronto meterá en sus baterías de números las rentas del mayorazgo de Castro-Amézaga… No es flojo chasco el que se llevará… ¡Ay!, si Dios me concede que vuelvan a Cintruénigo corridos, no me quedaré sin ir a presenciar espectáculo tan delicioso… Créelo: pensándolo, me rejuvenezco.

A esta última parte de las quejas y resquemores de D. Beltrán, no prestó Calpena toda su atención, porque le distraía un sujeto harto enigmático que momentos antes se había sentado junto al hogar, y no cesaba de mirarle con fijeza impertinente. No era la primera vez que le veía, pues al entrar en Villacomparada se les apareció por delante caballero en un gallardo burro; luego se puso a retaguardia, y fue siguiendo la caravana, acomodando al paso de esta el andar de su pollino. No era el tal de aspecto desapacible, ni sus trazas las que suelen caracterizar a la gente sospechosa. Representaba veinticinco años lo más, y era su estatura garbosa y aventajada; su rostro más bien hermoso que feo, aunque ceñudo y lleno de obscuridades; su vestimenta y calzado de hombre rudo, huésped de las alturas pedregosas más que de los valles amenos: zamarra y botas altas, boina, todo de un gris terroso. Si llevaba armas, no se le veían. No hablaba con nadie; consumía fuertes raciones de carne y vino, y comiendo y bebiendo, o sin más ocupación que hurgar el fuego con su vara, empleaba casi todo el tiempo en mirar a D. Fernando, haciéndole objeto de un enfadoso y cansado estudio. Naturalmente, viéndose tan mirado, Calpena le observaba también; y como nada advirtiese por donde pudiera descubrir el motivo de aquel examen descortés, aprovechó las cortas ausencias del sujeto para indagar quién era. Los mesoneros no supieron darle razón. Por el habla parecíales vizcaíno: si llevara armas, creerían que era cazador. No le habían oído hablar con nadie más que con el burro, al cual debía de querer como a hermano, pues a menudo daba una vueltecita por la cuadra para verle comer y acariciarle el lomo.

Por la noche, mientras cenaba, observó Calpena que el del asno, sentado a la mesa pequeña con otros dos, persistía en mirarle, como si le estuviera retratando. Ya le cargaba tanto aquel tipo, que estuvo a punto de acercarse a él y pedirle explicaciones. Pero consultado el caso con D. Beltrán, advirtiole este que lo más propio de personas principales era no parar mientes en tal hombre, ni cuidarse de él para nada. «Porque ahora resultará que él puede quejarse de la misma impertinencia por parte tuya, pues mirando a ver si miran, ello es que los dos se provocan, y confunden en una sola necedad sus necedades respectivas. Cambiemos de asiento, y así le tendrás a la espalda… Pues a mí también me mira… Voy a echarle un saludo con la mano… ¿Sabes que más que de cazador tiene trazas de chalán o de tratante en caballerías? Verás cómo después de tanto mirar, se sale con la gaita de que le compremos su burro».

Al siguiente día, caminando los viajeros hacia la sierra, pues por alejarse de Medina de Pomar, donde andaban a tiros cristinos y facciosos, tuvieron que dar un largo rodeo, se les apareció de nuevo el caballero del borrico, que casi juntamente con ellos entraba en la venta de Villalomil. «Oye – dijo Don Fernando a su criado, – hazme el favor de llegarte a ese hombre, y con cualquier pretexto averigua quién es, qué demonios busca por aquí, y cómo se llama; y si consigues entrar en confianza con él, le preguntas que por qué me mira». Cuando cenaban los señores, entró Sabas a manifestar a su amo el resultado de sus investigaciones, el cual, contra su voluntad y diligencia, era enteramente nulo. Preguntado había, sí, todo cuanto preguntar puede un hombre que sabe su oficio de preguntón; pero el otro no respondía más que un marmolillo. «Es mudo, señor». Observó a esto Calpena que él le había oído hablar con su burro y con el mesonero de Villacomparada. «Pues entonces, señor, sordo es – afirmó Sabas: – más gritos que yo le he dado, no le daría el pregonero de mi lugar, y no se enteraba ni chispa».

Riéronse, y no se habló más del asunto hasta dos días después, hallándose en los altos de Medina, con un tiempo horroroso de agua, viento y nieve, que les obligó a guarecerse en unas cabañas de Recuenco. Despejado un poco el cielo, aprovecharon una clara para seguir su camino en busca de mejor pueblo donde alojarse, y no habían andado media legua cuando divisaron burro y caballero, por vanguardia, saliendo de un bosque. Como a distancia de un tiro de fusil anduvo toda la tarde el desconocido, y al llegar al llano que hay cerca de Valmayor empezó a dar carreras muy lucidas de una parte a otra, cual si quisiera ofrecer a los caminantes una verdadera función de jineta borriquil. Admiraban aquellos las airosas carreras del asno, sus desplantes y corvetas, y celebraron la destreza con que lo manejaba su extravagante caballero. Más adelante viéronle parado junto a unos pastores. Como era indudable que hablaban, ya fuese con palabras, ya por señas, mandó D. Fernando a su escudero que se adelantase para pedir informes de sujeto tan extraño.

«Y que le proponga que nos venda el burro – dijo D. Beltrán, – que bien merece se le dé diploma de nobleza, elevándole a la categoría de caballo de orejas grandes».

Volvió Sabas al poco rato con las referencias que le dieron los pastores. No sabían más sino que el tal era bilbaíno y que solía venir por aquellas tierras a tratar de cortas de maderas para las ferrerías. A consecuencia de una enfermedad de la cabeza, se había quedado sordo; y aunque no era mudo, como lo decía todo en vascuence o en un castellano de perros, costaba Dios y ayuda entenderse con él. Le llamaban Churi.

Con esto, que no era poco, hubo de contentarse D. Fernando, creyendo que el señor aquel no estaba bueno de la cabeza. En Valmayor encontraron los viajeros mejor acomodo, y no les vino mal, porque arreció el temporal de duro toda la noche, y fue una suerte que no les cogiera en despoblado. Tres o cuatro días tuvieron que permanecer allí, pues los caminos quedaron intransitables, y la glacial temperatura convidaba a no abandonar la proximidad del fogón. Reíase D. Beltrán de ver a su amiguito tan descontento, y gozoso le decía: «No te apures, hijo, que ya llegaremos, ya llegarás a donde te llama tu locura. Te advierto que no siempre estriba nuestra felicidad en llegar pronto a donde queremos ir, como dice un refrán; que yo sé por experiencia cuán venturoso es llegar tarde en multitud de casos, tarde, sí, y cuando ya las cosas no tienen remedio». No sólo sentía Calpena contrariedad y disgusto por los entorpecimientos de su viaje, sino tristezas hondísimas, motivadas por causas que no sabía desentrañar. Encontrábase ya demasiado lejos de la señora invisible; veía muy agrandado el espacio entre su persona y la desconocida y amante deidad protectora. Tantos días sin saber de allá le inquietaban, le entristecían, ennegreciendo horrorosamente la impresión de su soledad en el mundo. Una noche de espantosa ventisca, aburrido y desalentado, sin que lograsen sacarle de su melancolía los cuentos galantes y las festivas anécdotas de D. Beltrán, llegó hasta sentir miedo de seguir avanzando hacia Vizcaya. Casi delirante, pensó que debía volverse. ¿A dónde?, ¿a La Guardia, a Madrid? Ni él mismo podía determinar a dónde le llamaban sus recónditos anhelos. La mañana calmó su confusión, y despejado su cerebro, volvieron a dominar los antiguos planes y propósitos. Adelante, pues, con la orgullosa divisa: A Bilbao por Aura.

Estaba de Dios que en vez de disminuir acreciesen los estorbos que así la Naturaleza como los hombres oponían al generoso anhelo de D. Fernando, porque no bien abonanzó el tiempo y se secaron los caminos, viéronse detenidos los viajeros por un tropel de gente que en dirección opuesta corría: aldeanos, mujeres, familias enteras, con sus animales, carros, provisiones y aperos de labranza. Eran meneses fugitivos, que abandonaban sus hogares amenazados por la facción. El pánico de que venían poseídos no les permitía precisar las noticias que daban. A muchos interrogó D. Beltrán, sin sacar en limpio más que el hecho indudable de que los carlistas ocupaban parte del valle de Mena, y seguían avanzando, como con intento de cruzar la provincia de Burgos. Quién afirmaba que componían la expedición seis batallones mandados por Zaratiegui, con muchos caballos y artillería; quién que eran la mitad de la mitad, pero los bastantes para asolar y revolver toda la comarca. Entre tanta gente, hubo algunos que conocían a D. Beltrán, y le dijeron: «Señor, vuélvase, y no piense en ir a Villarcayo. Su familia se ha refugiado en Espinosa de los Monteros».

No necesitó Urdaneta saber más para volver grupas, siguiéndole Calpena de malísimo talante. Desandado el camino, como a unas dos leguas encontraron tropas cristinas, las cuales les anunciaron que en Medina de Pomar no había ya facciosos, y que allí podían refugiarse con toda seguridad, añadiendo que no tardaría mucho la tropa liberal en despejar todo el valle de Mena hasta Valmaseda, guarneciendo el puerto de los Tornos y Sierra Salvada, a fin de cortar el paso del enemigo a la provincia de Burgos. Si intentara correrse por las Encartaciones hacia la de Santander, también se le pondrían buenas compuertas en Ramales y Guardamino. Con tantas contrariedades y las repetidas tomas de resignación, había llegado ya Calpena a un estoicismo torvo y displicente. «¿Qué remedio tienes, hijo – le decía D. Beltrán, – más que bajar la cabeza ante el destino, o hablando cristianamente, ante la voluntad de Dios? Bien podría suceder que esto que juzgas adverso fuera todo lo contrario: el principio de tu felicidad».

Y he aquí que Medina de Pomar, histórica villa, les recogió y agasajó rumbosa, pues allí tenía Urdaneta amigos y parientes; y no llevaban cinco días de aquella cómoda residencia, que para D. Beltrán era un descanso y para Calpena una esclavitud, cuando vieron llegar buen golpe de tropas cristinas. Sucedíanse los batallones, que se iban escalonando en los pueblos del valle hasta Villasante; la división de Alaix llegó la primera, con numerosa caballería y trenes de batir; siguió la de Oraa, y, por fin, una tarde vieron llegar, con su lucido Estado Mayor al General en Jefe del ejército del Norte, Don Baldomero Espartero, que se alojó en el Palacio del Condestable.

«En todo ha de tener suerte este Baldomero – dijo D. Beltrán a su amigo, a poco de verle pasar. – Por traer consigo todo lo bueno, hasta el buen tiempo trae. ¿Cuántos días llevábamos sin ver la cara del sol? Lo menos diez. Pues lo mismo es llegar mi hombre que se abre un gran boquete en la panzaburra de las nubes, y los rayos del sol salen a juguetear en los entorchados del afortunado caudillo. ¿No advertiste que cuando entraba en la plaza se despejó el cielo y nos vimos inundados de claridad y de un dulce calor? Pues es la suerte, hijo, la suerte de este hombre, que vino al mundo en el signo de Piscis, los Peces, por donde ha resultado que es un pescador formidable. Ya le tienes hecho un Tenientazo General, y no por chiripa, sino ganando sus grados en acciones de guerra, batiéndose con arrojo y con éxito; y no es esto sólo, pues en aguas muy distintas de la milicia ha demostrado que es gran pescador. Aquí, donde me ves, soy su víctima, querido Fernando; víctima de la loca estrella de este hombre, que no pone mano en cosa alguna que no le colme de ventajas. ¿Quieres que te lo cuente? Antes de ir a visitarle… ya me vio al pasar… notarías que me saludó muy afable, sonriendo… pues antes de subir a su alojamiento, quiero satisfacer tu curiosidad, y al propio tiempo ofrecerte una saludable enseñanza que espero te sea provechosa… El año 26 vino Baldomero de América con reputación de valiente soldado, y le destinaron a Pamplona, donde yo residía entonces. Pronto nos hicimos amigos. Él y otros jefes militares, con diversos señores y señoritos de la aristocracia navarra, matábamos el ocio de la tediosa vida de aquella ciudad en la agradable mansión de un amigo nuestro, segundón de Ezpeleta, donde teníamos una trinca… hombres solos…».

– Y allí se entretenían en verlas venir… pasatiempo muy de militares más o menos gloriosos, y de nobles más o menos arruinados.

– Tú lo has dicho. Ya me había prevenido Ezpeleta: «No juegues con ese ayacucho, que ha traído de América, con la pérdida de las colonias, una racha espantosa para perdernos a los de acá». Pero yo no hice caso. Dominado por el maldito vicio, una noche nos pusimos a matar el tiempo… En menos de dos horas y media me ganó cuatrocientas onzas… cuatrocientas onzas, querido Fernando, que todavía me están doliendo… Ya ves qué a pelo viene la moraleja. Hijo mío, no juegues, no te dejes dominar de ese vicio insano… Ten mucho cuidado con los héroes; que los afortunados en la guerra no lo son menos en el naipe.

XIV

– Mi desgracia, lejos de enfriar la amistad con Baldomero, la hizo más firme y cordial. Y en vez de mostrarme vengativo, aproveché la ocasión que me presentó el acaso para prestar a mi desvalijador un gran servicio. Nada, que el chico de Granátula me debe su felicidad, la mayor y más bella victoria que ha ganado en el mundo. ¿Recuerdas el consejo que te he dado a ti? Pues hallándose Espartero en una situación de perplejidad semejante a la tuya, le dije: «Hijo mío, cuando encuentres un árbol de grata sombra y cargado de fruto, etcétera, etcétera…». Como tú, el buen ayacucho había encontrado el árbol, y como tú vacilaba, perdido el seso por una hermosura tras de la cual corría sin poder atraparla, una visión ideal… Pero yo, que gusto de encaminar a la juventud por las buenas vías que no supe seguir, no le dejaba de la mano, y en nuestros paseos por la Taconera, o charlando en la casa donde teníamos la timba, le enjaretaba a cada instante mi sermón fastidioso: «cuando encuentres un árbol, etcétera…». Pues el hombre, al contrario de lo que haces tú, se penetró de la sabiduría de mi consejo y se sentó a la sombra. El árbol riquísimo es Jacinta Sicilia, rica heredera de Logroño que se hallaba de temporada en Pamplona con su padre, grande amigo mío. Tuve la satisfacción de apadrinarla en su boda con Baldomero, lo que era un doble padrinazgo, porque la saqué de pila: es mi ahijada… Con que ya ves: pensé darte ahora una sola lección, y te he dado dos: la del juego y la del árbol. Mírate en ese espejo; mírate en ese general de fortuna, que hoy tiene cuanto puede apetecer un hombre: la gloria militar y la felicidad doméstica. ¡Qué mujer se ha llevado! No le echa Demetria el pie adelante en lo honrada y hacendosa, y en hermosura se queda a la zaga de Jacintita, que es, para que lo sepas, una preciosidad.

– Contesto lo mismo que antes, Sr. D. Beltrán… No hay paridad. Este D. Baldomero es el hombre de la suerte…

– Nació en Piscis: por eso ha pescado.

– Pues yo debí nacer en Escorpión, signo de la desgracia: todo se me dispone al revés de como lo deseo.

– Ríete de cuentos. Es que haces siempre lo contrario de lo que ordena la lógica.

– Dígame: ¿le ordenaba a usted la lógica ponerse a jugar con Espartero?

– En el juego no hay lógica; no hay más que suerte. Y que Espartero la tenía favorable, no puede ponerse en duda. Oye este golpe que me ha contado él mismo. Hallábase prisionero en no sé qué plaza de América y a punto de ser fusilado, cuando por intercesión de una hermosa dama, a quien obsequiaba el gran Bolívar, consiguió que le perdonasen la vida. Escapó como pudo, y estando en Quilea, en espera de un buque que le trajese a España, encontrose mi hombre sin ropa, sin alhajas, sin dinero, en situación absolutamente precaria…

– ¿Y qué?… ¿le deparó Dios un árbol?

– Precisamente. Según ha contado más de una vez, encontró en su camino árboles grandísimos que le convidaban a ahorcarse… Pero no lo hizo… Dios le deparó un alemán, sí, un alemanote rico, que iba también buscando barco. Hospedáronse en un caserío, donde no había nada que comer. Buscando por aquí y por allí, encontraron una baraja, y por matar el tiempo y engañar el hambre se pusieron a jugar. ¡Cuando te digo que nació en Piscis!… En un par de horas, Espartero le ganó al alemán ¡diez y seis mil duros! Ya ves: ¿es eso suerte o lógica?

– Es lógica, porque al alemán le quedaría otro tanto, y bueno era partir para que el otro pobre se remediara.

– Puede que estés en lo cierto. En fin, me voy a darle un apretón de manos. Ya habrá pasado todo el barullo de la recepción de autoridades. Espérame aquí, que no pienso entretenerme mucho.

Fuese D. Beltrán a visitar al General en jefe, y Calpena le aguardó en la plaza charlando con algunos oficiales que conocía. Enterose de que los carlistas se cernían sobre Bilbao, lo que le puso en grande inquietud, aunque sus amigos, con optimismo juvenil muy propio de la raza, aseguraban que sería cuestión de días el hacerles levantar el cerco. Espartero no se andaba en chiquitas: hombre de formidable empuje, poseía el don divino de infundir a las tropas su bravura y llevarlas como a rastras a la victoria. No era un general de estudio, sino de inspiración, chapado a la española, hombre de arranques, de cosas, con el corazón en la cabeza. Las propias ideas le expresó D. Beltrán al regreso de su visita. Los facciosos se disponían a sitiar a Bilbao en toda regla, decididos a perecer o tomarla. Por segunda vez ponían sus ojos y su alma toda en la valerosa villa, esperando domarla al fin y hacerla suya. Pero el hueso era demasiado duro, y Espartero había jurado que allí se dejarían los dientes. Por de pronto tenía que atender a cortar los vuelos a los facciosos mandados por Sanz, que merodeaban ya en el valle de Mena y querían pasarse a Castilla la Vieja. Desbaratada la expedición, llevaría todo su ejército contra los sitiadores de Bilbao. Los elementos con que contaba eran el valor de sus tropas, su buena estrella y la ayuda de Dios.

«Después de lo que me ha dicho Baldomero – añadió D. Beltrán, – conceptúo, querido Fernando, que no hay locura comparable a la tuya si te empeñas en ir a Bilbao».

– Pues téngame usted por rematado – replicó el joven. – Antes que los carlistas establezcan su línea, he de intentar penetrar en ese pueblo glorioso que ya rechazó un sitio formidable, y rechazará también el segundo… Emprenderé mi caminata hoy mismo; y si no puedo entrar por el valle de Mena, intentaré correrme a la parte de Santander para escurrirme por la costa.

– Por una y otra parte encontrarás peligros invencibles. Ya me aflige la pena, el presentimiento de que no volveré a verte, si persistes en tu disparatado empeño. Yo que tú, me agarraría a los faldones del afortunado General, y correría la suerte del ejército de la Reina. Si este rompe el cerco, entraría con él, y si no, me quedaría tan fresco de esta otra parte, viendo venir los acontecimientos, que es la gran filosofía.

Objetó Fernando que aguardar a que Espartero entrase a socorrer la plaza, era diferir por tiempo indeterminado su empresa. Decíale el corazón que no debía perder ni un día ni una hora. Al juicioso consejo de que esperara siquiera los días necesarios para recoger en Villarcayo las cartas que de Madrid le escribirían, replicó que si Dios le favorecía en su empresa, tardaría poco en volver satisfecho y triunfante, y que entonces recogería las cartas. Estrechándole más, anunciole Urdaneta irremisible perdición si emprendía el viaje a caballo con su escudero, en el pergenio de señorito rico que viaja por recreo; y a esto contestó Fernando que él y su criado dejarían los caballos en Medina al cuidado de los servidores de D. Beltrán, y emprenderían su caminata a pie, disfrazados magistralmente. Aún no había agotado el tenaz viejo sus argumentos, y por la noche, cenando, volvió a la carga con estas marrullerías: «¿No sabes, Fernandito? Hablé de ti a Espartero, y me dijo que te conocía… No, no; no te conoce personalmente. Tanto él como Jacinta han recibido cartas de Madrid, rogándoles que se interesen por ti y que no te permitan hacer locuras. Esto sí que es raro. ¿Quién les ha escrito esas cartas? No ha querido decírmelo. Yo quedé en presentarte a él».

– A la vuelta, D. Beltrán. Por más que usted crea lo contrario, volveré pronto. Al amanecer me pongo en camino. Pasado mañana estaremos Sabas y yo en Bilbao.

– Te apuesto lo que quieras a que no.

– Lo que usted quiera.

– Has dicho que me dejas tu caballo. Pues si antes de tres días estás de vuelta en el Cuartel General, pierdes.

– Y se queda usted con el caballo. Pongo cien onzas encima.

– Cierro.

– Cerrado. Y si dentro de ocho días estoy en el Cuartel General trayendo conmigo lo que voy a buscar, ¿qué me da usted?

– No puedo darte onzas, porque no las tengo. Tuyos son mis dos mejores caballos.

– Cerrado. ¿Gano también la apuesta en el caso de no traer conmigo lo que voy a buscar?

– ¿La hembra…? No, no: si no la traes, pierdes. Venga la niña, pues no hay otra manera de acreditar que has entrado en Bilbao. A no ser que traigas su cabeza o siquiera su cabellera. Retratos no valen.

– Pues sostengo la apuesta. Tres días para volverme si no puedo entrar.

– Pongamos ocho días para el pro y para el contra. Si vuelves sin ella, pierdes. Si la traes, mis caballos son tuyos, y de añadidura seré tu padrino de boda, siempre y cuando tus ideas sean matrimoniales.

– Lo son… Ya verá qué árbol, D. Beltrán.

– Árbol que va y viene, no tendrá muchas raíces.

– Lo veremos. Tenga presente que el padrinazgo es parte integrante de la apuesta.

– Que cerrada entre los dos es como escritura pública. Mis dos mejores caballos y padrino de boda. No hay más que hablar.

– Mi caballo y cien onzas encima.

– ¡Cerrado!

A la mañana siguiente, hallándose Calpena con Sabas en un caserío próximo a Medina tratando de la adquisición de unos vestidos para disfrazarse, vieron al sordo que aparejaba su borrico majo para montar en él. Al verles llegar, dejó el animal atado a un árbol y entró presuroso en la casa; Sabas fue tras él, y le vio de rodillas junto a un arcón, muy atento a lo que con dificultad escribía con lápiz en un arrugado papel. «Señor – dijo el escudero a su amo, – está haciendo palotes, y le cuesta, le cuesta, sin duda porque son palotes vascuences». Al poco rato viéronle montar en su pollino y partir a la carrera sin mirar atrás. Una mujer se llegó a Calpena, y dándole un papel le dijo que Churi había dejado para él aquella escritura, la cual era tan tosca, que a duras penas pudo descifrar Fernando sus groseros trazos. Con dificultad pudo interpretar este concepto: «Señor Don Fernando: bayga sarri sarri Bilbo». «Ese tonto – dijo Calpena – me recomienda que vaya a Bilbao, y pronto, pronto, pues cosa de prontitud creo que significan las palabras sarri, sarri. Ha querido decírmelo en castellano; pero a la mitad le ha faltado la suficiencia». Discutieron amo y criado si aquella misteriosa indicación era de amigo o de enemigo, inclinándose D. Fernando a lo primero. Opinó Sabas que debían andarse con tiento en hacer caso de tal advertencia, que bien podía ser reclamo de ladrones o de facciosos para armarles una celada en las revueltas del camino. A esto hubo de objetar D. Fernando que no sabía que en ningún tiempo empleasen los bandoleros tales añagazas. Obra de un pobre demente, más que de un malvado, era el tal papelejo, que ni le quitaba las ganas de ir a Bilbo, ni a darse prisa le estimulaba.

Cerca de la Nestosa volvieron a encontrarle, sin que mediara entre unos y otros manifestación alguna, y más adelante, mucho más, próximos a Ontón, en la costa cantábrica, cuando se vieron detenidos por una imponente banda de carlistas, apareció de nuevo el sordo. A la ligereza de sus pies debieron Calpena y Sabas, con otros trajinantes que les acompañaban, salvar la pelleja en aquel conflicto, y mal lo hubieran pasado si no buscaran pronto refugio en una estrecha garganta por donde salieron a las Encartaciones. En su veloz huida pudo Sabas advertir que al sordo le quitaban el jumento. ¿Perdió también la vida? Esto no trataron de averiguarlo, atentos a poner en seguro la propia. Tenaz hasta la temeridad loca, intentó D. Fernando tres días después atravesar la línea por Valmaseda, y allí, con mayor riesgo de perecer, hubo de darse por vencido, retrocediendo al valle de Mena con el pesar de ver frustrado su audacísimo intento. «¡Cómo se va a reír mi amigo Urdaneta cuando nos vea llegar! – decía recorriendo con Sabas veredas y atajos, temerosos aún de ver salir tras de cada mata el odiado fusil del guerrillero carlista. – ¡Y cómo se alegrará de haberme ganado la apuesta, pícaro viejo!… ¿Querrás creer que no puedo apartar de mi pensamiento al maldito sordo? ¿Le mataron? ¿Pudiste observar si escapó como nosotros, o si acabaron allí sus correrías?». «Señor – dijo el escudero, – cuando le quitaron el pollino acometió a los facciosos. O es loco rematado, o más valiente que el Cid, pues solo la emprendió a patadas y mordiscos con un tropel de ellos. Juraría que en pelea tan desigual le vi caer patas arriba».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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