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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 20

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XXXIX

Pisó tierra Espartero en la orilla derecha, y con él las tropas que de refuerzo llevaba. Delante de todos marchó el General a caballo, y pasado con precaución el puente famoso que había de inmortalizar su nombre, subió el primero hacia el monte de San Pablo, encontrando a su paso cadáveres dispersos, sobre los cuales blanqueaba ya el sudario de la nieve últimamente caída. Empezó por disponer que las tropas de refuerzo relevasen a los infelices que se habían batido toda la noche a la desesperada, con los pies insensibles, clavados en el suelo. Obligado por los accidentes del terreno a echar pie a tierra, departió D. Baldomero con la tropa, contestando con expresiones fraternales a los vítores y gritos de entusiasmo con que fue saludado. Conferenció con su jefe de Estado Mayor, el General Oraa, y acordaron suspender el ataque para organizarlo con toda la fuerza útil disponible y relevar al instante los puestos avanzados. O la casualidad o un imprevisto accidente produjeron hechos contrarios a lo que la rutinaria lógica de los caudillos disponía.

Sucedió que Oraa dispuso que se diera el toque de alto, y el corneta de órdenes, sin saber lo que hacía, distraído o alucinado, ebrio quizás del frenesí batallador, tocó ataque, y lo mismo fue oír el estridor guerrero, lanzáronse unos y otros monte arriba con ordenado y rápido movimiento, rivalizando en ardor los que el General traía con los que allí encontró. Quiso Oraa contenerles y que se cumpliera su mandato, mal interpretado por el corneta; Espartero, con mejor instinto y rápido golpe de vista, se aprovechó de aquel felicísimo arranque de la tropa, y con llama de inspiración, vio que era llegado el momento de seguir el impulso de los inferiores, de la gran masa bélica. Esta tomaba la iniciativa; esta, en un fugaz espasmo colectivo, dirigía y mandaba. Procedía, pues, favorecer este arranque, dirigirlo, extremarlo, y no permitir que desmayara. Blandiendo su espada, se puso frente a una columna, y con aquella voz sonora, con aquel tono arrogante y fiero que electrizaba a las multitudes, adoptando formas de lenguaje muy enérgicas y al propio tiempo fraternales, les dijo: «Adelante todo el mundo, y arrollemos a esos descamisados… ¡Coraje, hijos, coraje!… Ahora verán lo que somos. Delante del que de vosotros avance más, va vuestro General, que quiere ser el primer soldado… ¡A la bayoneta… carguen! ¡Coraje, hijos!… Por delante va esta espada que quiere ser la primer bayoneta… Que mueran ahora mismo esos canallas, ¡coraje!, o abandonen el campo, que es nuestro. ¡Viva la Reina, viva el Ejército, viva la Libertad!».

Y comunicado este furor a toda la división, avanzaron monte arriba con estruendo que hizo enmudecer los bramidos de la tempestad. Oraa se puso al frente de otra columna por la izquierda. Al llegar a la trinchera enemiga, oyeron rumor de pánico. Muchos carlistas huían, otros se defendieron con rabia heroica; pero la embestida era tan fuerte, que no pudo ser larga ni eficaz la resistencia. Ensartados caían de una parte y otra. La voz del General, no enronquecida, siempre clara y vibrante, les gritaba: «No hacer fuego… Bayoneta limpia… ¿No quieren libertad? Pues metérsela en el cuerpo… Adelante: arriba todo el mundo. ¡Hijos, coraje!… Bilbao es nuestra, y de ellos la ignominia. Nuestra toda la gloria. Que vean lo que somos. Arriba, arriba… Ya huyen. ¡Firme en ellos!».

No esperó el enemigo un segundo ataque, y huyó a la desbandada monte arriba, hacia la segunda línea de trincheras. De improviso, cuando ordenaban proseguir, descargó una tan fuerte lluvia con granizo, que los combatientes tuvieron que detenerse. No veían; el pedrisco les cegaba; el viento furibundo obligábales a guarecerse tras un matojo, al amparo de cualquier peña, tronco o paredón en ruinas. «Mi General, aquí» gritó un alférez, viendo a Espartero azotado vivamente por el temporal, la mano en el sombrero, el capote desabrochado por las garras del viento. Guareciéronse en el socaire de una peña. El caudillo le reconoció al instante: «Ordax… ¿no es usted Ordax? Avise usted al General Oraa dónde estoy. Que venga al momento. Esta racha pasará pronto…». El oficial, que era uno de los que más se distinguieron en el ataque del puente, corrió a cumplimentar las órdenes de su jefe. No tardaron en encontrar a este sus ayudantes, y se agruparon para darle con sus cuerpos más abrigo. En la confusión de aquel momento, surcado el aire y azotada la tierra por los furiosos latigazos del granizo, oíanse gritos, voces, llamadas, nombres que sonaban desgarrados en medio de la furiosa tempestad. Espartero dejó oír su voz imperiosa: «Aquí estoy… ¡Eh! ¡Gurrea… Toledo… aquí! ¡Demonio de tiempo! Ya les llevábamos en vilo… Que venga Oraa… ¡Oraa!… ¿Dónde está Ceballos Escalera?».

– Aquí, mi General – replicó la voz potente del jefe de la segunda división.

– ¿A qué distancia estamos de Banderas? Yo no veo nada. ¿Dónde está Banderas?

– Allí, mi General.

– Ya sé que está allí… ¿Pero a qué distancia poco más o menos? ¿Sabe usted que me encuentro mejor de mis dolores? Me ha sentado bien el sofoco, y encima del sofoco la mojadura. ¡Vaya una noche! Y dicen que en esta noche nace Dios… No lo creo.

– Mi General, estamos a un tiro de fusil de Banderas… Pero aún queda que tomar otra línea de trincheras más arriba.

– ¡Qué trincheras ni qué cuerno! De esas les echaremos también… pero a culatazos… a patadas… Otra racha de granizo. Bueno: venga todo de una vez… Ya, ya para. Que den un toque de atención. No perdamos tiempo. ¿Qué hora es?

– Las tres y media, mi General.

En esto llegó Oraa, y Espartero le dijo: «Escoja usted quince hombres decididos, de los que no creen en la muerte, y un oficial, para que vayan a hacer un reconocimiento en la altura de Banderas. No podemos presumir la fuerza que tienen allí, ni si están resueltos a defender el puente a todo trance. Tiempo han tenido de fortificarse bien. Pero estén como estuvieren, y hayan hecho más baluartes y baterías que tiene Gibraltar, allá nos vamos ahora mismo, con la fresca, a darles la última pateadura».

Habiendo cesado el chaparrón, salió Don Baldomero de su escondrijo, y encareció a los soldados lo fácil que era subir hasta Banderas. Probablemente, el enemigo no tendría ya malditas ganas de ver caras isabelinas por allí, y saldría escapado en cuanto se enterara de la visita. Restablecidas las líneas que desbarató el temporal, trajéronle al General su caballo, y se le unió Carondelet, mientras Ceballos Escalera se alejaba a escape para cumplimentar las últimas órdenes. Los quince soldados y el oficial que se brindaron a ir de descubierta, marcharon silenciosos monte arriba. ¡Infelices, cuán grande era su abnegación! Iban tan sólo para probar el grado de fuerza que en Banderas tenía el enemigo. Si este les recibía con intenso fuego, señal era de que la elevada posición quería y podía defenderse. En tanto, las columnas avanzaban con orden de no hacer ruido, callados los tambores y cornetas, calladas también las bocas. Como a la mitad del camino, entre el punto de partida y Banderas, los quince tropezaron con una cabaña en ruinas, infestada de facciosos, los cuales, por los huecos de los tapiales destruidos, rompieron el fuego. El General y sus adláteres observaban esto desde una distancia inapreciable por la obscuridad; mas no veían gran cosa. Roto el silencio por la estruendosa voz de Espartero mandando ataque, retumbó el trueno en la masa de tropas, y allá se fueron las columnas como un ventarrón furibundo, barriendo cuanto encontraban por delante. En las ruinas, más de la mitad de los quince rodaban por los declives cubiertos de nieve. En la primera embestida a las trincheras altas no pudieron los de acá desalojar al enemigo. El retroceso fue corto. No necesitaron ser jaleados para volver con ímpetu nuevo. Espartero y sus ayudantes picaron espuela en busca del sitio de mayor peligro. Esto fue de grande eficacia para alentar a los soldados, que, despreciando la muerte, volvieron a desafiarla cara a cara; y al tercer achuchón, los carlistas que no quedaron tendidos salieron por pies. A la izquierda, en la falda de San Pablo, la columna mandada por Oraa pudo avanzar con menos obstáculos. Espartero no la veía. Sólo por el ruido de tambores y las imprecaciones humanas que aventaba el temporal, podían apreciar los de la primera columna que sus compañeros les llevaban alguna ventaja. Situándose más arriba de las ruinas de la cabaña, pudo Espartero distinguir las masas carlistas en el alto de Banderas, moviéndose de flanco. ¿Iban en retirada? ¿Iniciaban un movimiento envolvente? Sobre esto hicieron cálculos más o menos aventurados Carondelet y el General en jefe. «Para saberlo con certeza – dijo este, – vámonos arriba… yo el primero. No hay que darles tiempo a nada… ¡Hijos, coraje! Más valemos muertos arriba que vivos abajo».

A medida que avanzando iban, veían más claro. Del cielo descendía escasa luz, aumentada por el reflector blanquísimo y lúgubre que cubría todo el monte, la nieve, cuya limpia y cándida superficie cortaban los montones de cuerpos humanos. La cabeza del carlista muerto asomaba por entre los brazos del liberal inerte. La obscuridad les agrandaba: creyéraseles cuerpos de gigantes alados, caídos de un espantoso combate en las nubes pardas, siniestras; estas corrían también, embistiéndose, y esparcían por el cielo turbio sus desgarrados vellones. En la porfía de tierra un horroroso estruendo de tambores, cornetas, gritos, vivas y mueras marcaba el paso de la nube humana, que se deslizaba sobre nieve, bramando como el trueno, hiriendo como el rayo. En la eminencia, el choque rudo produjo instantáneo retroceso. No se veía más que un trágico tumulto, confusión de cabezas y brazos, y entre ellos el centelleo de las bayonetas. No lejos de la columna de vanguardia, Espartero les decía: «¡Duro, hijos, duro, que ya estamos en casa!… No hay quien pueda con nosotros… Allá vamos todos, yo el primero…».

No tardaron los absolutistas en desbandarse por la vertiente Norte. Iniciado el abandono del fuerte, los de acá pusieron en la cúspide sus manos, luego sus rodillas. El ejército de Isabel dio por fin en ella la furibunda patada que estremeció y quebrantó para siempre el inseguro reino de Carlos V. Serían las cinco cuando el caballo de Espartero tocaba el himno con su vigorosa pezuña sobre el suelo de la plaza de armas del fuerte. El noble animal no podía sofocar con sus relinchos la gritería de los soldados, ebrios de gozo.

El ejército que tal hazaña consumó era un gran ejército; mas para que luciera en toda su grandeza el santo ardor patriótico y el militar orgullo que le inflamaban, era necesario que tuviese caudillos que supieran cogerle de un brazo y llevarle a las cumbres estratégicas, que simbolizan las altas cimas de la gloria. Sin tales pastores, no puede haber rebaños tales. Pastoreaba las tropas cristinas, en aquella noche terrible, un soldado de corazón grande, que supo infundirles el sentimiento del deber, la convicción de que sacrificando sus vidas mortales salvarían lo inmortal de la patria, el honor histórico de las banderas. El tiempo, en vez de amenguar la talla de aquellas figuras, las agiganta cada día, y hoy las vemos subir, no tanto quizás por lo que ellas crecen como por lo que nos achicamos nosotros; y aún lloramos un poquito, ya con todo el siglo dentro del cuerpo, viendo que gérmenes tan hermosos no hayan fructificado más que en el campo de la guerra civil. Creíamos que aquello era el aprendizaje para empresas de superior magnitud… Pero no era sino precocidad infantil, de las que luego salen fallidas, dándonos tras el muchachón de extremado vigor cerebral, hombres raquíticos y sin seso.

No debe mostrarse aislado el ejemplo de Espartero en la gloriosa Navidad del 36; que unido a otros ejemplos y memorias de aquel caudillo, resplandece con mayor claridad y nos permite conocer toda la grandeza de los hombres que fueron. Antes de la liberación de Bilbao, los suministros del ejército andaban como Dios quería. El Gobierno pedía victorias para darse tono, ¡victorias a soldados descalzos y hambrientos! Todo el mando de Córdoba fue una continua lamentación por esta incuria. No fue más dichoso Espartero, y en su afán de emprender vivamente las operaciones, ardiendo en coraje, atento a su decoro y a la moral de sus tropas, resolvió el conflicto de un modo elemental, casi inocente. Sin duda por ser del orden familiar, no se ha perpetuado en letras de oro, sobre mármoles, la carta que con tal motivo escribió a su mujer, la bonísima, hermosa y sin par Jacinta Sicilia. Decía entre otras cosas: «Empeña tu palabra, la mía, la de los amigos; empeña tus alhajas y hasta el piano; reúne todo el dinero que puedas, y mándamelo en oro». Tan diligente anduvo la dama, que con el mismo mensajero portador de la carta remitió a su esposo mil onzas. El General dio de comer a sus soldados, y a los pocos días, postrado en cama con mal de la vejiga, y viendo a sus queridas tropas en el grande aprieto del Monte Cabras y Monte San Pablo, salta del lecho, con una temperatura glacial, y hace lo que se ha visto… Desgraciada era entonces España; pero tenía hombres.

XL

Al apuntar el día, que como de los más chicos del año no empezó a despabilarse hasta las siete, ayudando a su pereza lo turbio del celaje, vieron los vencedores a los vencidos desfilando a toda prisa por los senderos que conducen a Erandio y Derio. Otros tomaban presurosos los caminos de Deusto, para pasar a la orilla izquierda por los puentes de barcas que tenían en San Mamés y en Olaveaga. «¡Lástima grande – dijo Espartero, viendo la desbandada del enemigo – no tener caballería disponible para que se fueran con todos los sacramentos!». Tomado también, sin disparar un tiro, el Molino de Viento, y dejando este bien guarnecido, así como el fuerte, siguió Espartero hacia el caserío de Archanda, donde ocupó la misma casa en que habían celebrado la Navidad, con espléndida cena, los jefes carlistas Eguía y Villarreal. Aún encontraron la mesa puesta, y en ella restos de manjares, todo en desorden, como si los comensales hubieran tenido que salir escapados, mascando aún, y con las servilletas prendidas. Invadida la casa por la Plana mayor y ayudantes, Espartero tomó asiento en el comedor y les dijo: «Ya ve España que he cumplido mi palabra. Salí para Bilbao, y en Bilbao estamos; al menos tenemos la llave de la puerta».

– Mi General – dijo Gurrea, que no cesaba de dar órdenes referentes a provisiones de boca, – he mandado que nos hagan café.

– Para ustedes. Yo sabes que ahora no lo tomo. Algo caliente tomaría yo… No he traído nada… No me dio tiempo a llenar la fiambrera… Oye, que me hagan unas sopas de ajo… Vino caliente quiero.

– ¿Qué tal se encuentra usted, mi General? – le preguntó Carondelet. – ¿Apostamos a que el julepe de esta noche le sienta bien?… La gloria, entiendo yo, es buena medicina.

– Hombre, sí… Yo creí que estaría peor. La misma excitación nerviosa me ha sostenido… Hubo un momento, lo confieso, en que los ánimos querían marchárseme. Fue cuando pregunté: «¿Dónde está la Guardia?». Y de un montón de cadáveres blanqueados por la nieve salió una voz moribunda que me dijo: «Aquí está lo que queda de la Guardia Real». Al oír esto, sentí ese frío mortal que me sale de los riñones, y por el espinazo me sube a la nuca… ¡Pero qué demonio! Di algunas patadas, para soltar el frío y el miedo por las suelas de las botas… vamos, que eché un nudo a todos los recelos, y también a los dolores que me atenazaban las entrañas, y me dije: «No fastidiar ahora… A la obligación; a reventar aquí, o a vencer. Dios nos ha favorecido: mandó a los truenos que tocaran el himno…». No crean: cuando me eché de la cama, me daba el corazón que íbamos a cargarnos a toda la ojalatería habida y por haber… ¡Y eso que la noche, compañeros, ha sido de las que llaman a Dios de tú!

– Mi General – dijo D. Marcelino Oraa, entrando presuroso y risueño, – tengo una gallina asada, y me parece que después de lo que hemos hecho, bien podemos comérnosla tranquilamente.

– Sí, hombre, sí; venga: nos la comeremos entre los dos… Pero mande usted que la calienten.

– Ya están en ello. Los señores desocupantes nos han dejado la cocina encendida.

– ¿Y hay fuego?

– Magnífico. Y ahora lo estamos atizando más.

– Pues vámonos allá… Estoy helado… A la cocina, señores.

Y camino del fogón, D. Baldomero, apoyado en el brazo de Carondelet, pues su dolor de riñones le molestaba más de la cuenta, decía: «¡Esos pobres soldados muertos de frío, al raso!… Que todos los cuerpos se provean de leña, que aquí la tendrían abundante los ojalateros… Que hagan hogueras… Y de rancho, que se les dé lo que haya, a discreción… Otro día se tasará; hoy no se tasa nada, pues ellos han dado a tutiplén su sangre y el fuego de sus corazones… Lo que yo digo: ‘En días como este, debiera Dios hacer también algo extraordinario por los pobres soldados; y como es fiesta de Navidad, ¿por qué no manda caer una buena lluvia de pavos, pero asaditos, y de añadidura capones?’. Hombre, todo no ha de ser granizo y balas. Yo, señores, estoy que no puedo ya con mi alma. Y si a ustedes les parece, después que me haya comido mi parte de gallina y las sopas de ajo, si me las dan, descansaré un rato. Oraa, ¿a qué hora entramos en Bilbao?».

– Sobre las once me parece la mejor hora – dijo D. Marcelino con la boca llena. – Allí no se han enterado todavía. No tardarán en subir bandadas de patriotas. El cuento es que de nutrición están peor que nosotros, y tendremos que darles de lo nuestro.

Con estas bromas comían unos y otros, ofreciéndose recíprocamente y aceptando lo que cada cual tenía. Sin cesar entraban oficiales y paisanos más o menos armados, de los que se agregaron al Cuartel general.

«¡Hola, Uhagón! – dijo Espartero. – Ya hemos salvado a su pueblo. Ya estará usted tranquilo. ¿Ve usted cómo no hay plazo que no se cumpla?».

– Locos de contentos están mis pobres chimbos. Ya se oye el repicar de todas las campanas de Bilbao.

– ¡Pobrecitos, qué ganas tendrán de vernos! Y yo a ellos también… Hola, Fernando: pase, pase. No creí que se hubiera usted atrevido a subir a este piso principal… bajando de las nubes. ¿Qué tal? ¿Presenció usted la locura de anoche? ¿Vino usted a retaguardia?

– No tan a retaguardia, mi General – dijo Calpena – que dejara de ver los milagros del soldado español.

– Milagro ha sido… bien dicho está. Vea usted, vea usted, señor madrileño, cómo aquí sabemos cumplir.

– Ya lo he visto, y si no lo viera, nunca lo hubiera creído. Nunca, digo yo, ha sido la verdad tan inverosímil.

– Ya tiene usted que contar… Siéntese donde pueda, y busque un plato, que quiero obsequiarle con un alón de gallina.

– Muchas gracias, mi General. Uhagón, Ordax y yo, merodeando en el Molino de Viento con otros amigos, hemos tenido la suerte de descubrir nada menos que un cordero asado, y una bandeja de arroz con leche.

– ¡Hombre, qué suerte! ¿Y no ha quedado nada?

– Mi General: todo nos lo hemos comido.

– Bien: hay que tomar fuerzas para entrar en la plaza. Ya tiene usted a Bilbao libre, a Bilbao abierta. Y allí las muchachas bonitas esperando a la juventud. Entrarán ustedes conmigo.

– Si vuecencia nos lo permite, Uhagón y yo nos iremos por delante, a la descubierta, mi General. Los dos tenemos aquí familia.

– Enhorabuena: váyanse ahora mismo si gustan… y digan que a las once entraré con mi Estado Mayor a saludar a las autoridades de ese heroico pueblo, al pueblo todo, a la valiente guarnición, a la intrépida Milicia.

Anunció a la sazón un ayudante que por el camino de Deusto subía mucha gente, comisiones de la Diputación y Ayuntamiento, y medio pueblo detrás. No esperaron más Uhagón y Calpena, y se fueron monte abajo salvando trincheras; pero como por los mismos vericuetos subía bastante gente, y entre ella muchos conocidos de Uhagón, a cada instante habían de detenerse. Entre saludos aquí, abrazos allá, y el contestar a los vivas, y el dar noticia sintética de los combates de la noche anterior, emplearon cerca de dos horas en llegar a Deusto. Ardiendo en impaciencia, Calpena tiraba de su amigo como de una impedimenta fastidiosa y necesaria. Cuando llegaban a la Salve, Uhagón hubo de contener el paso vivo de Fernando, diciéndole: «No corras, que aunque volaras, no habríamos de llegar tan pronto como deseas. Afortunadamente, al entrar en mi pueblo, no necesitarás hacer averiguaciones para encontrar lo que buscas. Conozco a los Arratias, Sabino y Valentín; conozco la casa de la Ribera. Lo que siento es no poder acompañarte: ya comprendes que he de ir inmediatamente a mi casa, y antes de llegar a ella encontraré parientes, familia, que me cogerán y me secuestrarán. Si no quieres venirte conmigo a casa, yo buscaré persona que te llevará a la Ribera… No puedes perderte… Sigues por esta orilla del Nervión. Ves el paseo del Arenal, y adelante siempre, junto a la ría; ves el teatro, y adelante… Y ya estás allí… Miras las puertas de las tiendas, y donde veas una fragata a toda vela… una muestra con un barco pintado… allí es».

A poco de decir esto el bilbaíno, cayeron en un grupo entusiasta, frenético, en el cual más de veinte individuos abrazaron a Uhagón porque le conocían, a Calpena sin conocerle, y que quieras que no hubieron de detenerse a cantar odas y elegías ante los ahumados muros de San Agustín. Calpena no pudo ser insensible ni a las demostraciones de aquel patriotismo delirante, ni a la simpatía y afecto con que los desconocidos le llevaban de un lado a otro, enseñándole las gloriosas ruinas, los escenarios de muerte, trocados ya en históricos monumentos.

Viéndose separado de Uhagón, que en el barullo fue arrastrado lejos de su amigo, los que rodeaban a Calpena dijéronle con cariñosa urbanidad: «Ya encontraremos a Celestino. Usted se vendrá a mi casa». Y todos se brindaban a llevársele en cuanto vieran entrar al General victorioso. Agradecido, se excusó el madrileño cortésmente, y sin darse cuenta del tiempo que engañoso transcurría, se dejó querer, se dejó llevar. Llegados a la Cendeja, el gentío les estorbó el paso. Quisieron retroceder, y se encontraron frente a otro tumulto y vocerío más grandes. Espartero se aproximaba con todo su Estado Mayor para entrar solemnemente en la plaza como libertador glorioso. En los remolinos del gentío para abrir calle, viose Calpena separado de los desconocidos que le acompañaban; buscoles con la vista; pero ni ellos ni Uhagón aparecían entre las mil caras de la muchedumbre, las cuales por la unidad del sentimiento que expresaban parecían pertenecientes a un solo ser. Imposibilitado de avanzar, arrimose a un paredón, y vio al General a pie, avanzando con marcial gallardía por delante de San Agustín, y atravesando después por el paso que al efecto abrieron en la Batería de la Muerte. La exclamación popular en aquel hermoso momento; el estallido de la muchedumbre, confusa mezcla de entusiasmo, de gratitud, de duelo, de amor, fue como un llanto inmenso. Engranado en el conjunto, y partícipe de la total emoción, Calpena lloraba también con gritos de alegría.

Mientras Espartero abrazaba en el Arenal a los jefes de la Milicia, los remolinos de gente llevaron a D. Fernando de una parte a otra. No podía sustraerse al delirio del pueblo; sentía con él el júbilo de la victoria y el dejo amargo de los pasados sufrimientos. La ola humana, que reventaba en cánticos, en vivas y clamores diversos, le arrastraba. Se sintió ciudadano de la valerosa villa; se sintió sitiado, hambriento, moribundo, redimido al fin por el propio esfuerzo y el del héroe que en aquel instante confundía su legítimo orgullo con el del vecindario, y su fe con la fe bilbaína.

Hasta que fue pasando lo más fuerte de la emoción popular, no se vio Calpena fuera de la ola… Pensó en orientarse. Reconociendo el punto por donde había entrado, y observando el curso de la ría, restableció su rumbo. «Por esta orilla, siempre adelante», le había dicho Uhagón. No tardó en reconocer el Teatro, y hacia él se encaminaba, cuando se inició un movimiento de la multitud en la propia dirección. Vacilaron un instante los grupos delanteros. Aquí decían que el General iba al Ayuntamiento; acullá, que a la Diputación. Pero debieron de estar en lo cierto los que indicaban el primer punto, porque la masa de bilbaínos, ardiente, bulliciosa, entonando patrióticos cantos y enarbolando trofeos militares, corrió hacia la Ribera.

«Hacia allá vamos todos», se dijo Calpena, dejándose arrastrar nuevamente por la ola y arrimándose todo lo que pudo al pretil de la ría para no perder su derrotero. Miraba una por una las casas fronteras, y antes de que terminara la curva que en aquella parte describe la línea de edificios, obediente al curso del Nervión, vio encima de una puerta una hermosa fragata navegando a toda vela… ¡Allí era!… La multitud llenaba por completo la vía desde las casas hasta el río. Sobre el mar de cabezas en movimiento navegaba la fragata en dirección contraria, embistiendo con su gallarda proa la corriente humana. Así lo vio Calpena, observando al propio tiempo que en los balcones inmediatos al barco no había gente y que la puerta de la tienda estaba cerrada.

Agarrose al pretil para zafarse de la ola, como el náufrago que se agarra a la peña. Realmente, trazas de náufrago tenía. El fango le llegaba a las rodillas; temblaba de ansiedad, de frío…

FIN

Santander (San Quintín), Enero-Febrero de 1899

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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