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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 9

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XVII

Aunque era Martín la misma sobriedad en los días laborables, cuando llegaba el domingo se le reconcentraban los comprimidos apetitos de toda la semana, y su estómago no tenía fondo. La jira campestre era su delicia, o la comilona en casa, con enorme consumo de merluza en salsa, escabeches y fritangas, de añadidura mariscos, angulas, y encima y en medio de todo tomas muy fuertes del chacolí de la tierra. El domingo que le cogió en Bermeo rindió el debido culto a Baco y a Ceres, con espanto y risa de Aura, que se asombraba de ver comer a sus primos, y de ver cuánto chacolí se atizaban sin emborracharse. Ya iba comprendiendo que no era buen bilbaíno el que no supiera banquetear en días festivos, después de haber sido la misma templanza en los de entre semana. Cada cosa en su tiempo: trabajaban con ahínco, hasta con hambre si era menester; pero en tocando a holgar, no había quien les aventajara: así reponían cuerpo y espíritu para volver con más ardor a la faena. Y estos ejemplos no fueron perdidos para la niña de Negretti, en quien se excitaba el apetito cuando sus primos tocaban a refectorio dominguero. También ella iba aprendiendo a comer fuerte y a empinar el codo, con lo que tomaba su faz un color luminoso que ya lo quisieran para los días de fiesta las ninfas de los sagrados bosques helénicos. Total: que con los comistrajes, los paseos marítimos y la vida plácida entre personas que se desvivían por distraerla, se le iban amansando a la enamorada joven las penas intensísimas de su alma. Se divertía viendo el gozo y voracidad de sus primos, que en tales jaranas se ponían como locos, hablando sin término y con donaire, pues el comer les inspiraba, les hacía ingeniosos, a ratos poetas. Y el cascado Valentín, con su medio siglo y su reuma que le hacía ir siempre de bolina, dejábase arrastrar también del vértigo juvenil: él había hecho lo mismo en su mocedad, y estaba dispuesto a repetirlo hasta llegar a la suma vejez, pues no sería buen bilbaíno si no hiciera en cualquier ocasión los honores debidos a un buen plato de bacalao con aquella salsa de bermellón y a una azumbre de chacolí de Somorrostro. Valentín reía con los demás, disparataba, hasta se permitía bailar en mangas de camisa, y hacer un gasto horroroso de vocablos vascuences, de exclamaciones y juramentos de mar. El alborozo de la familia se introducía en el alma de Aura, ensanchando sus pulmones y avivando su sangre. Iba tomando su rostro, por la exposición continua al sol y al aire, un tono tostado caliente, de terracotta, enteramente gitanesco. El negro rabioso del pelo armonizaba con la tez, de un bronceado finísimo con veladuras de rosa. Sus ojos eran una inmensa dulzura con llamaradas. El ejercicio había extremado la flexibilidad de su cuerpo, acentuando sus líneas incomparables, dando mayor delgadez a lo delgado, mayor turgencia a lo carnoso. Hasta la voz parecía más vibrante en las alegrías, más blanda y cariñosa en las tristezas… Un domingo en que Martín no estaba, hicieron tantas locuras Churi y Zoilo a competencia, que Valentín, a pesar de no encontrarse en disposición de severidad, hubo de llamarles al orden. Churi se subía a los árboles como un gato, y luego se tiraba de alturas increíbles; Zoilo le desafiaba a correr, y partían como exhalaciones; luego se enredaban en un partido de pelota, o en gimnasias rudas, dando vueltas de carnero, o saltando el uno a los hombros del otro y de los hombros a la cabeza. La de Churi parecía de piedra. Incitándole a divertirse con menos tosquedad, Valentín dijo a Aura: «¡Qué par de brutos! El mío es un modelo de barbarie, como ves; pero Zoilo no le va en zaga. Con todo, son dos criaturas; son buenos, inocentes, siempre listos para el trabajo. Mi hermano ha tenido suerte con sus tres hijos: cada uno en su género es una alhaja. Ya conoces a Martín, tan finito, tan caballero… chico de gran porvenir. José María vale lo que pesa, y este Zoilo, aunque abrutado como ves, no tiene pelo de tonto y sabe ganar el pan que come. Ninguno de ellos se queja, aunque les tengas trabajando seis semanas seguidas, sin ningún recreo. Vicios no los conocen… Mira ese par de angelones con qué juego tan primitivo se entretienen: así caen luego en la cama, como piedras. No remusganen toda la noche. ¡Qué conciencias! Bendígales Dios. En sus cabezas no ha entrado nunca un mal pensamiento; no les oirás una palabra fea». Esto no era rigorosamente exacto, porque en el ardor del pelotarismo y la gimnasia, las pronunciaban a cada instante sin reparar que les oían mujeres.

De pronto le dio a Churi la ventolera de tirarse al mar. Hallábanse en un patio emparrado, cerca de la dársena, y en tres minutos se fueron todos a la punta del muelle a ver nadar al sordo. Pronto se procuró éste traje de baño, el mejor posible, y se arrojó de cabeza, levantando un gran espumarajo. Salió a flor de agua muy lejos, y se le vio enfilar afuera y perderse en la inmensidad, braceando. La mar estaba serena, en pleamar viva, y daba gozo mirar en la escarpa del malecón el agua verde y profunda. Multitud de pilletes, desnudándose en las piedras más avanzadas de la escollera, se arrojaban al agua como Dios les echó al mundo; se veían luego sus cabezas, sus mofletes hinchados de soplar, y los cuatro remos en constante brega con el agua. Algunos salían tiritando y pasaban mil fatigas para enfundarse la camisa; otros, ya medio vestidos, se volvían a desnudar, por estímulos y competencias entre ellos, y se reñían por la palma de la habilidad natatoria, se pegaban, al vestirse, porque uno se había puesto los mojados calzones del otro. Aunque Prudencia había dicho a Zoilo que no nadara, porque estaba sudando y sofocadísimo, el chico se permitió en aquella ocasión desobedecerla, ganoso de no ser menos que su primo; y ansiando mostrar que este no le aventajaba en resistencia de pulmones ni en fuerza de brazos, fue por un traje y vino ya en pergeño de bañista, con su formidable tórax y sus piernas estatuarias al aire. Aura y sus tíos no le vieron llegar. Arrancándose silencioso junto a ellos en el borde del abismo, se lanzó de golpe, describiendo una airosa curva en el aire hasta romper el agua con las manos enfiladas sobre la cabeza. Aura dio un grito al ver de súbito el rápido salto y la violenta caída del cuerpo, como si rompiera un cristal, levantando astillas mil, espumas y latigazos de agua que todo lo enturbiaron. La cortada superficie hervía y se llenaba de desgarrones blanquecinos. «¡Qué susto me ha dado! – dijo Aura. – Este Zoilo es de la piel del diablo». Y miraban al fondo sin ver nada. La pleamar era tan viva, que daba una profundidad de treinta pies. «¡Pero no sale, no sale! – exclamó Aura, explorando la inmensidad líquida; – ¿o es que va a salir allá lejos, como Churi?».

– No temas, que ya saldrá – dijo Valentín, sonriendo, y Prudencia lo mismo.

– Pero tarda mucho… ¿Cómo se puede estar tanto tiempo sin respirar? De pensarlo sólo siento yo una opresión…

Pasó tiempo. Imposible precisar los segundos…

Por fin distinguió Aura, en medio de la opacidad cristalina del agua, una forma movible, que a medida que subía se determinaba mejor. Era un cuerpo de verdosa blancura, con movimientos de rana. Avanzaba subiendo… hasta que asomó la cabeza de Zoilo, que soplaba y escupía. Brazos y piernas seguían moviéndose para mantener el cuerpo en postura casi vertical.

«No seas bestia; no te aguantes tanto – le dijo Valentín. – Podrías pasarlo mal».

Volteando sobre la cintura, Zoilo se zambulló de nuevo. Se le vio descender con las zancas de rana funcionando hacia arriba pausadamente. El segundo cole fue más breve que el primero, y el tío, al verle salir, repitió sus gruñidos: «Que no juegues, pedazo de atún. Ea, lárgate afuera con descanso a encontrar a Churi, que debe de estar de vuelta».

– No se le ve – dijo Aura. – Este ejercicio me pasma, me maravilla. Gran mérito es nadar así.

– Esto no es mérito – indicó Prudencia. – ¡Si desde que gatean se echan al agua estos diablillos! Ya el mar les conoce y hasta parece que se divierte con ellos sin hacerles daño.

– Y es la verdad – agregó Valentín, – que adquieren una fuerza y una robustez que en ningún otro ejercicio se logra, amén del valor, de la serenidad que nos vemos obligados a sacar de dentro. Todo lo que ves hacer a esos, lo he hecho yo cuando tenía su edad. Mi Churi es un verdadero pez; y en cuanto a Zoilo, no hay quien le saque ventaja en ningún elemento, porque en tierra es una fiera para el trabajo. Así tiene esa naturaleza que le asegura una vida de salud y de poder para las luchas por el pan. El día que este chico se case, ¡vaya unos hijos que traerá al mundo! Será una generación de Hércules chiquitos, que después serán Hércules grandullones…

– Ya no se ve a Zoilo – dijo Prudencia: – al menos, yo no le distingo.

«Ya parecerán los dos. Como se vayan muy lejos, no podrán volver tan pronto, porque la marea antes de media hora tirará para afuera, Churi es muy capaz de ir a tomar tierra en cualquier playazo y volverse a la noche, cuando suba el agua». Mirando con ojo experto a la inmensidad, creyó distinguir un punto: era un nadador. «Zoilo vuelve. Por mucho que presuma, no resiste como su primo. Ea, vámonos al pueblo».

A poco de regresar a casa la familia, entró Zoilo con la cara y manos extraordinariamente lavadas, húmeda la ropa de haberse vestido sin secarse el cuerpo. No podía ocultar su mal humor por no haber alcanzado a Churi, y si no siguió tras él, no fue por falta de poder para ello, sino por obedecer a la tía Prudencia y a la prima Aura, que le mandaron volver pronto.

En aquellos días anunció Negretti en una misma carta la toma de Arlabán por los cristinos, la salida de Oñate para Durango, y el encuentro con el Sr. de Calpena, noticia esta última que fue para la señorita como el estallar de un furibundo trueno. Quedose al oírla como atontada, y luego prorrumpió en llanto y alabanzas al Señor por haber escuchado su ruego. La fuerza del gozo le ponía triste, temerosa de que tanta ventura se desvaneciera súbitamente con nuevas desdichas. ¡D. Fernando en Oñate, a cuatro pasos de allí! ¿Vendría pronto? Seguramente era cuestión de un par de días. No tardó el mismo Ildefonso en referir de palabra todo lo que había escrito, añadiendo que el Don Fernando le había parecido un caballero de excelente educación y sentimientos honrados.

Algo dijo después que enfrió el júbilo y los entusiasmos de la pobre joven: D. Fernando, según informe del señor italiano que con él vino de Madrid, había ido hacia Vitoria la misma noche de la evacuación de Oñate, acompañando a unas muchachas y a un señor enfermo escapado del hospital. Lo natural y lógico era que volviese cuanto antes. Consternada se quedó Aura al saber esto, y mil cavilaciones lúgubres y conjeturas pesimistas la desvelaron aquella noche. ¿Por qué retrocedía Fernando cuando estaba tan cerca? ¿Qué mujeres eran las que acompañaba? ¿Y el enfermo quién sería? Se atormentaba imaginando sucesos absurdos, personas monstruosas; y comunicadas sus inquietudes a Prudencia, esta le recomendaba, entre severa y burlona, que tuviese calma, pues la verdad de aquellas idas y venidas se sabría cuando llegase D. Fernando… y si no venía pronto, sus fines no eran buenos, sus intenciones no eran limpias.

A solas Prudencia y su marido, desahogó aquella el mal humor que la noticia del encuentro con D. Fernando le produjo. La repentina aparición del señorito de Madrid, cuando se creía que le habían llevado muy lejos los vientos del olvido, desbarataba sus planes de mujer práctica y allegadora. La señora de Negretti, que físicamente era corpulentísima, bigotuda, recia, de palabra viva y cortante, en lo espiritual atesoraba una voluntad firme, constancia en los afectos, más aún en los caprichos y manías; además un ardiente amor a la familia, y un sentido calculista y aritmético, que ya lo quisieran para los días de fiesta los Arratias masculinos. Desde que fue a sus manos la sobrinita de Ildefonso, pensó que aquella joya, en uno y otro sentido inapreciable, debía ser para la familia. ¿No era tristísimo que una niña tan bella, dueña de un capital no menos bonito, fuese pescada por un aristócrata madrileño, que quizás era un silbante, un hambrón, un mala cabeza? Cierto que Aurora tenía clavado muy en lo hondo el dardo de aquella pasión, y no era prudente arrancárselo tirando de él muy fuerte: lo mejor sería que el tal D. Fernando se quedase para siempre en los limbos de la ausencia. El tiempo, gran milagrero, iría curando a la niña de afición tan desatinada, puro mimo, cosas de chicos, y despertaría en ella inclinación más conforme con su clase, nacida al calorcillo de la familia con quien moraba, y que la había hecho suya, rodeándola de cariños y atenciones.

No era la primera vez que Prudencia dejaba traslucir a Negretti la prodigiosa concepción de su genio doméstico. Aquella noche la reveló completa con cierto orgullo y vanagloria, como si se tratara de un invento mecánico, para mover mejor el ánimo de su marido, entusiasta de las invenciones. La maquinaria de Prudencia era que Aurora y su capitalito quedaran definitivamente en casa. Bien por ella y bien para la familia. Modo de conseguir esto: casarla con uno de los sobrinos. El más indicado para tal objeto era Martín, por su educación, por su finura, por la respetabilidad que iba adquiriendo en el comercio. Era la gala y la honra de los Arratias, y uno de los jóvenes más guapos y decentitos que a la sazón había en Bilbao. Claro que esto no se haría forzando las voluntades, sino amañándolas con destreza hasta que ellas mismas quisieran acoplarse… Dejáranla a ella sola en el manejo de Aura; quitárase de en medio el fantasmón de Madrid, y ella respondía de que la niña habría de comprender bien pronto el mérito del primo, y todo iría como una seda.

Reconoció Negretti la bondad del invento de su mujer, y lo tuvo por cosa excelente; mas no veía manera de llevarlo de la teoría a la práctica, porque el amor de la niña era muy fuerte, y viniendo el galán con buen fin y propósitos de matrimonio, sería locura pensar en desunirles. Ni por todo el oro del mundo, ni por los intereses todos que hay de tejas abajo, haría él cosa contraria a lo que su conciencia, su idea firmísima del bien y del mal, le dictaban. Sólo resultaría práctico el invento en el caso de que el compromiso entre los amantes quedase desbaratado y nulo por sí mismo, por cosas de ellos, cualquier incidente o sesgo inopinado del drama de amor. Sin este desenlace previo él no haría nada por desviar las cosas de su dirección natural. Su conciencia antes que todo. Y lo que él no haría, no consentía tampoco que lo hiciera su mujer. Dejar a Dios lo que es del alma… ver venir serenamente los hechos humanos, mirando siempre a la verdad, a la rectitud.

Aunque Prudencia no practicaba el culto de la verdad con esta devoción suprema, que hacía de Negretti un carácter excepcional, no tuvo más remedio que acatar lo que él decía y ordenaba. Y pues D. Fernando venía como primer ocupante, con indiscutible derecho, y Aura le esperaba y le quería, dejarles su bien, dejarles su paz. «Ya sabes – le dijo Ildefonso al partir – que mi tema es: a cada uno lo suyo, y a Dios siempre lo divino».

XVIII

Zoilo y Churi se fueron a Lupardo, recorriendo el largo camino con la escasa comodidad que les ofrecía un solo burro para los dos. Aunque Zoilo llevaba siempre el salvoconducto que le permitía franquear sin tropiezo las regiones ocupadas por carlistas, la seguridad de aquel documento (amplio favor que Sabino Arratia debía a su grande amigo el cabecilla Sarasa) no era absoluta, y más de una vez hubieron de esquivar con grandes rodeos o veloces marchas el encuentro con la gente armada de Carlos V. Todo esto solía ser diversión para los dos muchachos, y motivo para desplegar en competencia su pasmosa agilidad y bravura. Alegres empezaban la caminata, y alegres la concluían. Llegó un tiempo ¡ay!, en que de sus caminatas debía decirse lo contrario: enojados y displicentes la comenzaban, furiosos la concluían.

Antes de la dichosa o infeliz (pues no era fácil discernirlo) aparición de Aura en la familia, Zoilo y Churi vivían unidos por una hermosísima fraternidad. Sus viajes eran un continuo juego con emulaciones que terminaban en bromas afectuosas; sus bienes terrenos, comida, moneda de plata o cobre, eran comunes, como las armas y herramientas; comían en el mismo plato, en el mismo vaso bebían, y se tumbaban en el mismo rincón de la choza donde les cogía la noche. Zoilo suplía en Churi la falta del oído, comunicándole con signos de su invención, sólo de ambos comprendidos, los hechos materiales más difíciles de exponer sin palabra, las cosas del espíritu que aun con la palabra son de dificilísima expresión. Se entendían con mugidos, con muecas y patadas, con grotescas contracciones faciales, con rápida telegrafía de manos y dedos.

Pero llegó el día fatal, y aquel amor recíproco trocose en recelo, y el libre lenguaje que los dos idearon para comunicarse su cariño, sólo sirvió para arrojarse el uno al otro centellas de rivalidad, dicterios y amenazas. La causa de este que bien puede conceptuarse como uno de los mayores desórdenes de la Naturaleza, fue la presencia inopinada de una mujer en la familia. A las dos semanas de tal suceso, Zoilo y Churi dejaron de quererse. Como los dos disimulaban instintivamente ante la familia, la rivalidad que les desunía no se reveló hasta que se hallaron solos, camino de Lupardo. Iban por la cuesta de Unzaga: Churi, sombrío, taciturno; Zoilo, con alegría febril, cantando, divirtiéndose en pegar brincos para arrancar a tirones las ramas de los árboles. De pronto le cogió Churi por un brazo, y le dijo con desabrimiento, en vascuence: «No me lo negarás: tú quieres a Aura… Aura te gusta, pillo». Más sorprendido que asustado, respondió Zoilo que sí, y todo espontaneidad y efusión, agregó que Dios había pegado fuego a su alma, y que mientras podía conseguir que la prima le quisiese, se consolaba con amarla a su modo, pensando en ella siempre… diciéndole cosas de las que se piensan más que se dicen. ¿Cómo se había enterado el sordo de este secreto que la misma Aura no conocía? Era Churi un observador prodigioso; veía en la mirada, en el gesto, en los actos y en la abstención de los mismos, la verdad de los fenómenos del alma. Su penetración era el contrapeso de su sordera.

Allá se las compuso Zoilo como pudo para expresarle que no admitía su injerencia en aquel asunto; que él (Churi) no tenía nada que ver con que él (Zoilo) adorase a la niña por el aquel de adorarla, y que en las soledades de su conciencia se casase con ella, y fabricara su felicidad con suposiciones o cálculos de cabeza, con un tremendo fuego de amor en toda su alma… «Lo que tú tienes que hacer – le dijo, expresando las ideas con lenguaje verdaderamente epiléptico – es no meterte en lo que no te importa. ¿Qué entiendes tú de esto? ¡Amarla tú! No puedes. Eres sordo, y ¿cómo va a querer Aura a un hombre que no oye?». Este argumento no tenía réplica, y Churi se lo tragó entre amarguras, quedándose un buen rato sin saber qué decir. De pronto saltó con una retahíla, acompañada también de gesticulación epiléptica, mezcla de torpes cláusulas castellanas y euskaras, que reducidas a un solo idioma eran así: «Pues eso es un pecado muy grande, Zoilo, y ya verás cómo se ponen los tíos y los primos cuando lo sepan… Y aunque te volvieras otro de lo que eres, aunque Dios te diera un mundo de méritos, sin fin de cosas, Aura no te querría, porque ya tiene su corazón entregado a otro amor, a un novio más guapo y más fino que tú…».

– ¿Quién? – gritó Zoilo con furia, enarbolando una estaca que arrancado había de un árbol próximo.

– Madrilgo gizona (el hombre de Madrid).

Lanzó Zoilo carcajada burlona, y doblando por la mitad la fuerte rama, como si fuese junco, sin cuidarse de que Churi entendiera o no lo que decía, hablando solo más bien, exclamó: «¡Madrilgo gizona! Ese no viene, se ha muerto; y si vive y viene, ya verá Aura que debe quererme a mí, y no a él; y si así no lo hiciera, si se aferrara a querer al otro… entonces, ¡ah!, le mato, me mato… mato a todos, a ella, a mí, a ti…».

Viendo tal decisión, aunque los términos en que Zoilo la expresara no le resultaban inteligibles, se recogió en la tristeza de su mente, en aquella bóveda sin ecos, pues el verbo humano sólo producía en ella sonidos ideales, y largo rato estuvo sin articular palabra, mientras el primo, que continuaba poseído de su furor de elocuencia, hablaba con los árboles: lo mismo podían ser para estos que para Churi sus ardientes expresiones. «Mía, mía tiene que ser… para mí, para mí… o se sabrá quién es Zoilo. Aunque no le he dicho nada, conozco yo… esto se conoce… que sabe que la quiero; y yo sé que si ahora no me quiere ella, me querrá después, cuando vaya viendo… Pues cuando hay muchos en casa, al que más mira es a mí, y cuando dice algo que es de reír, me mira a ver si me ha hecho gracia… y a los demás no les mira… Y cuando llego, conozco yo que se alegra un tantico, y aunque a cada instante me llama bruto, lo dice como diciendo… ‘bruto, te quiero… pues…’».

– Ven acá – le dijo Churi tras largo rato de silencio. – Cuando los tíos y tus hermanos sepan eso, verás cómo no te perdonan la desvergüenza. Porque Aura espera que venga el de allá, y si no viniere, bien puedes estar seguro de que no será para ti… Yo no oigo, pero veo, y veo más que tú, y nada de lo que piensan nuestros tíos se me escapa… siento en mí los pasos que dan los sentires, los pensares de ellos cuando andan pasando por sus almas; lo siento todo, Zoilo; dentro de mí retumba… Pues te diré una cosa para que se te quite la esperanza. La tía Prudencia, que es la que manda en el tío Ildefonso, hace ascos al novio de Madrid y quiere que no venga, porque está en la idea de casar a la niña con tu hermano Martín, que es el señorito de la familia y el que vale más, porque nosotros, tú y yo, somos unos grandes gaznápiros, y él es fino, como quien dice, ilustrado. Pues sí; esta es la idea de la tía Prudencia; yo se la he sacado por la manera como mira a Martín cuando viene, y por el modo de mirar a Aura cuando habla de tu hermano… ¿Y ahora qué dices, ganso? Porque a tu hermano no le has de matar… ¡Estaría bueno eso: matar a un hermano!… ¿Qué dices, qué piensas?

Zoilo no pensaba sino que el firmamento se le venía encima, y alzó las manos como para detenerlo antes que le aplastara. «Eso no es verdad – dijo; – tú me engañas, Churi; tú eres un envidioso… Pero conmigo no juegas». Momentos después, en gran abatimiento, lloraba como un niño. Puestos de nuevo en marcha, no hablaron más en todo el camino. Alojados en un caserío humilde, no se acostaron en el mismo montón de paja de maíz. Metiose Churi en el lugar más escondido, con la cabeza apoyada en un yugo, y allí se pasó la noche en triste monólogo, oyendo la respiración de su primo que profundamente dormía. «Yo también la quiero – decía entre otros mil peregrinos conceptos. – ¿Cómo no, si es tan preciosa como los ángeles, o más?… ¡Que no me digan a mí de ángeles ni ángelas!… Donde está ella, que se quiten todos… ¿Pero qué caso ha de hacer de mí?… ¿Cómo ha de querer a un sordo… a quien no le oye su voz?… Pues si yo oyera, Dios, ¿quién me la quitaba? ¡Ay, no hay mujer bonita ni fea que quiera al hombre falto de oído!… pues aunque se puede ser buen marido sin oír nada, no quieren ellas, no quieren… y yo me pongo en lo justo… Pero si para mí no es, para este bestia de Zoilo tampoco… ¡Estaría bueno! ¿Qué ventaja me lleva mi primo? Que oye… ¿Y quién me asegura que a él no le falta también algo? ¡A saber!… Y si no le falta nada, le sobra fatuidad… No, no será suya, sino del caballero de Madrid… ¡Ojalá viniera mañana, para que se la llevara, y nos quitáramos todos de este suplicio!… ¡Cómo me reiría yo de este tontaina, fantasioso, fullero!… Echa roncas porque oye; que a lo demás no me gana, porque yo puedo más que él, y soy más valiente, y hasta más guapo… ¿Qué tiene Zoilo de más guapo que yo? Nada. Los ojos que le brillan… ¡Vaya una gracia! También me brillaban a mí antes de venirme el silencio… pero ahora… con el silencio, todo se le apaga a uno. Y Zoilo es un descarado que se está siempre riendo, enseñando los dientes… Pues eso no debe de gustarle a ninguna mujer… Que venga, que venga pronto ese caballero de Madrid… ¿Y el tal cómo será? Seguramente que silencioso no es… Pero será elegante, y tan fino, ¡arre allá!, que se meterá por los ojos de las mujeres… ¡Mundo maldito! Debiera uno morirse para no verte».

A los pocos días de esto, hallándose Zoilo en Lupardo y Churi en Bermeo, se enteró este del encuentro del tío Ildefonso con Calpena, y le faltó tiempo para ir a contárselo a su rival. En aquel viaje llegó el pobre burro lleno de mataduras; tanto le arreó el jinete para llegar pronto. Y llevando aparte a su primo, le soltó la tremenda noticia. «Ya está; ya pareció… ya viene… ¿No caes en ello? Zopenco… ¡Madrilgo gizona!… Habló con Ildefonso en Oñate… Ya viene… mañana… verás».

– Es mentira – replicó Zoilo blandiendo las tenazas. – No viene… Y si viene, sin ella se volverá. Juro que no se la lleva…

Al día siguiente fue Churi a las Encartaciones a contratar leña, y los dos primos estuvieron dos semanas sin verse. Pasó en este tiempo Zoilo algunos días en Bermeo, donde tuvo la satisfacción de ver que fallaban los anuncios de la próxima llegada del señor de Madrid, príncipe o archipámpano. Observó en Aura tristeza, duelo, reproducción de los arrechuchos nerviosos, y viéndola llorar se decía: «Llora, llora, que lo que es a ese no le verás más… Aquí está el hombre que ha de consolarte, tu Zoilo, a quien has de querer, porque él se lo merece… y si no, pruébalo y verás… Este que te mira sin atreverse a decirte nada, por cortedad, te tiene guardado un amor como el de todos los corazones que hay en el universo… de todos juntos en uno. El corazón mío es de un tamaño como de aquí al sol, o un poco más allá, según voy viendo… Llora, llora, que tras mucho llorar, vendrá el olvidar… Con tanta lágrima se te lava el alma del amor viejo, y vendrás a tu Zoilo, a quien has de querer y adorar como él te adora y te quiere, que así lo manda la Divinidad».

Tales eran sus mudas declaraciones siempre que junto a ella se veía. En esto llegaron las tristes noticias del disfavor de Negretti, de las acusaciones con que la ignorancia o la perfidia le denigraron, de su prisión y de la causa que por infidencia o masonismo le formaban. Fácilmente se comprenderá la desazón que estos hechos causaron a toda la familia, particularmente a Prudencia, que adoraba a su esposo. Valentín rugía de cólera, Sabino ponía el grito en el Cielo. Y esta es la ocasión de referir que el buen Sabino era el único de los Arratias que sentía inclinaciones hacia el absolutismo, siquiera fuesen platónicas, determinadas por móviles religiosos más que políticos. Hombre piadoso, formulista y un tanto santurrón, disentía de su hermano Valentín, algo dañado de volterianismo, lo que no impedía que, profesadas una y otra opinión con tibieza y en el terreno ideológico, viviesen los dos en armonía perfecta, sin significarse públicamente por uno ni otro partido. Nunca llevó a mal Sabino que sus hijos perteneciesen a la Milicia Urbana, pues sus ideas retrógradas en ciertos y determinados puntos cedían ante la suprema devoción de la ciudadanía bilbaína. Pero si nadie podía tacharle de carlista, tampoco él podía negar sus grandes amistades en el campo enemigo, de las cuales supo obtener alguna ventaja para los negocios de la casa de Arratia. El comandante general de la división de Vizcaya, Sarasa, era su íntimo y cariñoso amigo desde la infancia, y amigos eran también Guergué, los coroneles Urréjola y Altolaguirre, el brigadier Tarragual, de la división navarra, y el jefe de la división cántabra, Don Cástor Andéchaga. A estos conocimientos debía el paso franco por la zona comprendida entre Bilbao y Bermeo, y el favor inapreciable de que le permitieran trabajar en la ferrería de Lupardo, con la obligación de ceder a la Maestranza de Vizcaya cierta cantidad de hierro a precio bajo, forma indirecta de canon o impuesto de guerra.

Fiado en sus excelentes relaciones, corrió Sabino al interior del reino carlista, y ni en Durango, donde estaba el Rey, ni en Tolosa, donde sufría Negretti la prisión, pudo conseguir nada en pro de su hermano político, el cual no habría concluido en bien sin la decidida protección del ilustrado Príncipe don Sebastián. Y en tanto que esto ocurría, la familia continuaba agobiada de pesadumbres, pues para que nada faltase, ni parecía el D. Fernando, ni de los motivos de su tardanza se tenía noticias, dando lugar este singularísimo caso a que se le creyera muerto en alguna escaramuza o lance de guerra. Mientras Aura languidecía, mostrándose al fin como fatigada de tan larga espera, con habilidad trataba su tía de infundirle el convencimiento de que el galán de Madrid había pasado a mejor vida, y era locura aguardarle más tiempo y subordinar una lozana juventud a las idas y venidas de un fantasma. Bien podía la niña excusarse de llorarle más, pues todo lo que suspirado había por la ausencia se le tomaría en cuenta por el fallecimiento. Que este debió de ser glorioso no podía dudarse, siendo Calpena un noble caballero esclavo del honor. A pesar de que esto pensaba y decía, Prudencia, consecuente con su nombre, no se lanzaba a determinaciones radicales, y esperaba la eficaz ayuda del tiempo para proponer a su sobrina, resuelta y gozosa, los desposorios con Martín Arratia.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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