Читайте только на ЛитРес

Книгу нельзя скачать файлом, но можно читать в нашем приложении или онлайн на сайте.

Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 6

Шрифт:

XI

Lo que menos pensaba D. Fernando, al entrar en el cuarto que le dispusieron, era que aquella misma noche y por inesperado conducto había de conocer algunos hechos que le descifraban el enigma de la familia de Idiáquez.

«Señor – le dijo Sabas cuando entró a prestarle servicio de ayuda de cámara, – si no tiene mucho sueño le contaré los chismorreos de la casa de D. Beltrán, que me ha estado refiriendo su espolique Tomé, el cual habla por siete, y se pirra para sacar a relucir las… cosas de sus amos».

– Cuéntamelo, por Dios, aunque ello sea tan largo que no acabes hasta mañana, y procura que nada se te olvide de esas hablillas de tu amigo, sin reparar que sean mentira o verdad.

– Pues sabrá su merced que este vejete salado y su nieto D. Rodrigo están a matar. D. Beltrán ha sido toda su vida un disipador de lo suyo y de lo ajeno; como que no ha hecho más que divertirse y darse buena vida en los Parises y otras tierras de vicio. En cambio, su nieto ha salido tan allegador y de puño tan cerrado, que no hay más que pedir. Vea su merced trocados los papeles: el viejo pródigo y manirroto, como un muchacho que está en la edad del gastar; el chico agarrado a la cuenta y razón, como un viejo que mira por el orden y la hacienda. Me nacieron los dientes oyendo decir que D. Beltrán ha sido y es el primer calavera del Reino, y que se ha pasado la vida en comilonas, cacerías, recreos y larguezas de príncipe, con mucho aquel de buenas mozas, y viajes para acá y para allá. El lujo de su casa y los trenes que tenía daban que hablar, señor. Verdad que otro más generoso y más galán no le hubo: él se divertía; pero lo pagaba bien. Y a su puerta no llegó ningún pobre que se fuera desconsolado. Semejante a D. Beltrán en lo dadivoso, aunque menos caballero, fue su hijo D. Federico, a quien llamaban D. Fatrique o D. Futraque; y entre uno y otro dejaron en los huesos la casa de Urdaneta, tan poderosa antes… la cual quedó hecha polvo; y con los restos de ella, y el caudal no grande, pero limpio, de los Idiáquez, ha podido Doña Juana Teresa, Marquesa de Sariñán, esposa del D. Futraque y madre del D. Rodrigo, amasar una fortunita, que es la que ogaño quieren hijo y madre librar de las manos pecadoras de este vejete… Desde la muerte del D. Federico, la señora viuda y el Marquesito ataron corto al abuelo. Este rezongaba; ¿pero qué remedio tenía más que bajar la cabeza? Cada poco tiempo, gran pelotera en la familia, porque D. Beltrán pedía ocho para sus necesidades y no le daban más que tres. Si corto le ató la señora, más corto hubo de atarle el nieto al llegar a la edad de gobierno, y al hacerse cargo de manejar el caudal. Cada día le daban a D. Beltrán menos de aquí, y el pobre señor, con el aguijón de sus vicios rancios, trinaba y se le comían los demonios. Había venido a ser un niño, el niño de la casa, el señorito juguetón y travieso a quien se dan los domingos unas pesetillas mal contadas para que se divierta. A la postre, viendo que no podían hacer carrera de él, y que cuanto más le daban, más pedía, le privaron de emprender viajes, quitáronle coches y caballerías, y hasta le tasaron el tabaco… Tan desesperado se vio el niño anciano, que fue y quiso despeñarse por una gran sima que hay más allá de Cintruénigo; pero… lo dejó para otro día. Y también se fue una noche hacia el Ebro para darse un remojón; sólo que por estar el agua muy fría, no se determinó.

Lo demás que refirió Sabas, repitiendo los anales transmitidos por el cronista de la casa de Idiáquez, Tomé Torres, quedó bien presente en la memoria de Calpena, que con aquellas noticias se durmió, aplacada la sed de su curiosidad. Cuando se veía D. Beltrán en extremas apreturas, porque sus proveedores le fiaban y no hallaba medio de pagar, tomaba dinero a préstamo, pues por artes del demonio su crédito era grande en aquellos pueblos, y la casa no tenía más remedio que pagar las deudas contraídas por el gran niño, para evitar desdoro y escándalos, resultando de aquí mayores disturbios entre los tres, abuelo, nuera y nieto. Últimamente, al tratarse en familia el magno asunto de la boda con la mayorazga de Castro, iniciado por Doña María Tirgo, D. Beltrán no intervino para nada. Mostrose después algo inclinado a la oposición; pero su nieto lo estimó como un artificio para obtener dinero, y se mantuvo en sus trece, dejando al anciano que saliese por donde le dictasen sus marrullerías. El venir a La Guardia con la familia, no fue por acompañarla en las vistas precursoras de matrimonio, ni por gusto de visitar a las niñas y a sus tíos, con quienes tuvo siempre amistad. Era que el noble Urdaneta, cuando los de Cintruénigo le sitiaban por hambre, arrancábase como los lobos en tiempo de nieve. Del primer tirón se iba a Villarcayo a que le sacase de apuros su hija Valvanera, esposa de un ricachón: allí pasar solía grandes temporadas explotando a su yerno, hasta que este y la hija se cansaban, y con buenos modales le reexpedían para Cintruénigo.

Con su servidumbre salieron los tres de la casa señorial y tomaron el camino de La Guardia. D. Beltrán se había procurado algún dinero, no se sabe cómo, y llevaba su tren de costumbre: mula bien aparejada, los criados con las maletas, y cuanto pudiera necesitar un gran señor que viaja por recreo. En La Guardia hicieron alto los Marqueses de Sariñán y el Sr. de Urdaneta, con el objeto que ya se sabe. Alojados en la Rectoral, no faltaron querellas entre el abuelo y el nieto por la eterna cuestión de ochavos; mas todo quedó en la familia, sin que Navarridas se enterara. Instaba este a D. Beltrán a que se quedase por lo menos una semana; pero el prócer, pretextando negocios apremiantes y el deseo ardiente de abrazar a su hija y nietos de la otra banda, dejó los ocios de La Guardia al día y medio de reposo. Cabalgando a los alcances de Calpena por los mismos caminos, reuniéronse en la venta de Trespaderne, donde ocurrió lo que referido queda hasta la noche en que mudaron de cuarto a Fernando para evitarle la desazón de los ronquidos. Durmió tranquilamente el joven, sin que turbase su sueño el sonambulismo de la moza bonita, como anunciado le había D. Beltrán, y por la mañana, cuando Sabas le ayudaba a vestirse, entró Tomé Torres a decirle de parte de su señor que le esperaba para tomar juntos el desayuno.

«¿Y para cuándo – dijo Calpena a su noble amigo, sentado frente a frente en la cocina, tomando chocolate, – para cuándo calcula usted que se verificará la boda?».

– ¿Qué boda?

– La de su nieto con Demetria. Supongo que de las vistas saldrá la conformidad de ambos…

– O no… ¿Usted qué sabe? Podría suceder que el trato determinara una repulsión, un antagonismo de caracteres… Perdóneme querido Calpena; pero no puedo ser más explícito. El respeto que debo a la familia me veda extenderme más en asunto tan delicado… Y si usted no se ofendiera, le diría que nuestra amistad es muy reciente para que pueda yo ponerle en autos de mis desavenencias con Rodrigo. Mi nieto y yo no congeniamos. Su carácter es radicalmente opuesto al mío… En cuanto a la boda, no pienso en intervenir para nada en ella. Allá se entiendan.

– ¿Acaso teme usted que D. Rodrigo no sea feliz?

– Quizás… y puesto a temer, no estoy muy seguro de que Demetria alcance la felicidad al lado de mi virtuoso nieto.

– ¡Oh!, eso es imposible.

– O es usted un inocente, querido Fernando, o se pasa de listo y pretende de mí que le diga lo que sabe mejor que yo.

– D. Beltrán, ignoro por qué me habla usted de ese modo.

– ¿Quiere las cosas claras? Pues allá van las cosas claras. Me equivocaré mucho si no resultara el completo fracaso de los planes de Doña María Tirgo. Soy perro viejo; conozco el mundo, y el corazón de las niñas casaderas no tiene para mí ningún secreto. El fracaso puede venir, o porque Demetria no guste de mi nieto, o porque esté enamorada de otra persona.

– ¡Oh, no creo…!

– Pues si es usted simple, yo no, a Dios gracias, y ahora sí que lo afirmo resueltamente. Demetria no puede elegir ya. Su corazón pertenece a otro.

– ¡D. Beltrán…!

– ¡D. Fernando! Advierta usted que habla con setenta y ocho años de experiencia, de observación y conocimiento de las humanas pasiones. Me basta una palabra, un gesto; me basta el tono, el acento de una frase, para comprender lo que pasa en el ánimo de quien la pronuncia… He pasado un día en la casa de Castro. Allí me contaron sucesos, escenas, lances, aventuras… las he oído de boca de Navarridas, que las reviste de su candor. Las he oído de boca de las niñas, que en ellas ponían su alma. No he necesitado más. Salí de La Guardia con la impresión de que Demetria espiritualmente no se pertenece. La pobre niña, sin darse cuenta de ello quizás, ha entregado sus pensamientos y su alma toda a un hombre que no es mi nieto… Ea, no digo más: es usted un gran tuno, si persiste en que yo le regale el oído con mis cuentos de viejo corrido. También usted corre que se las pela. A su edad, sabía yo lo mismo que sé ahora o poco menos… Y punto final. Hablemos de otra cosa.

– Hablemos de lo que usted quiera.

Trataron en seguida de la continuación del viaje. Calpena mostró gran impaciencia. D. Beltrán no tenía prisa. Su opinión era que esperaran tres días más, para ir más seguros. Como D. Fernando manifestase el propósito de seguir solo, le dijo quejumbroso: «Lo siento en el alma, porque me inspira usted una gran simpatía. ¡Y yo que iba a proponerle que se pasara unos días en Villarcayo! Verá usted qué agradable familia la de Maltrana. Tengo dos nietas lindísimas».

– No puedo, Sr. D. Beltrán; no puedo detenerme. Créame que lo siento.

– Sí, sí, ya recuerdo: me contó Navarridas que tiene usted su novia en Bermeo, o no sé dónde… que es un compromiso antiguo, un afecto hondo, un lazo indisoluble. ¿Qué es ello? Alguna pasión de estas que nos ha traído el romanticismo. Cuéntemelo usted todo. Siento que mis años, y más que mis años, esta ceguera maldita, me impidan acompañarle… asistirle como amigo, ver y admirar a su amada, que me figuro será muy bella.

– Todo cuanto usted imagine, Sr. D. Beltrán, será pálido ante la realidad de esa hermosura pasmosa.

– Mire usted que yo he visto mucho… por delante de estos ojos, que ahora se empeñan en borrarme los objetos, han pasado bellezas verdaderamente soberanas, bellezas celestiales… sublimes.

– Con todo, si usted viera esta, declararía que antes no había visto nada.

– Hombre, es mucho decir… Me pica usted la curiosidad de un modo terrible.

Y al expresar esto, el rostro de D. Beltrán se rejuvenecía: se le encandilaban los ojos, medio ciegos ya, y se le aguaban los labios.

«Lo que sí estimaré en grado sumo, recibiendo en ello la mejor prueba de su amistad, es que no nos separemos hasta Villarcayo».

– Si no se detiene usted mucho en el camino, para mí será gran satisfacción.

– Gracias… Y yo le compensaré a usted su esclavitud refiriéndole los motivos de mis discordias con Rodrigo de Urdaneta; seré más explícito en mis apreciaciones acerca del probable fracaso de las vistas de La Guardia; aventuraré algún consejo para que se aproveche de ese fracaso quien debe aprovecharse… ya usted me entiende… En fin, ¿se aviene usted a que vayamos juntos?

– Sí señor; pero no accedo a permanecer en Villarcayo más que horas.

– Bueno… ya se verá eso… Hoy pasaremos aquí el día tranquilamente, charlando de nuestras cosas. Pero, voto a Sanes, no sea usted tan callado, ni me reserve sus afectos, sus planes, sus pasiones con tan extremada discreción. La juventud se ha vuelto ahora más taciturna y sombría que la vejez. Volvamos a los tiempos clásicos, amigo Calpena, y pongamos todos los misterios del alma encima de una mesa y entre dos copas de buen vino.

Propuso Calpena dar un paseo; pero como el cariz del tiempo anunciaba lluvia, quedáronse, después de una corta salida, al amor del fogón, en la cocina hospitalaria, acompañados de gatos y perros, viendo a Sabina y Gervasia mover cacharros y atizar la leña crujiente.

«Amigo mío – dijo D. Beltrán, refrescando memorias de su mocedad borrascosa, – mi experiencia cree prestar a su juventud un gran servicio enseñándole con mi ejemplo a poner frenos a la imaginación, a no abandonar lo cierto por correr tras lo dudoso. ¿No me entiende? Pues oiga un poquito de historia personal mía, que se relaciona con la historia del mundo. El año 795 me fui a París en persecución de una hermosura sorprendente, de esas que parecen hechas por Dios para trastornar a la humanidad, para quitarnos el poquito seso que nos queda después de las revoluciones y degollinas que armamos por las ideas, por el pan o por el poder…».

– Dispénseme, D. Beltrán. Ha dicho usted el 95. Me había contado Navarridas que estuvo usted en París de secretario de la Embajada el 89, y que presenció parte de la Revolución francesa.

– Es verdad. Lo tomaré desde más arriba. Yo me casé el 87 con una ilustre dama, sobrina del Duque de Granada de Ega; enviudé el 88, al mes de haber nacido mi único hijo Federico; deseando aventar mis penas, pedí a Aranda que me destinase a una Embajada, y en efecto, fui nombrado segundo Secretario de la de París. Todos los sucesos de la Revolución, desde los Estados Generales hasta Junio del 91, en que el Rey fugitivo con su familia fue detenido en Varennes y llevado prisionero a París, los presencié. Retirose la Embajada, y casi todo el personal volvió a España, y en España y en mis Estados permanecí yo hasta el 95… Como no es mi objeto contarle a usted aquel incendio terrible, la Revolución, voy a mi cuento, y lo sigo repitiendo que el 95 me fui a París en persecución de una hermosura sobrehumana, a quien conocí en Zaragoza en casa de mis primos, los Condes de Bureta.

XII

– Adelante. Loco de amor fue usted a París…

– En pleno Directorio, hijo mío. ¡Qué distinto de aquel París del 88, tan aristocrático, tan tónico y elegante, en medio de los sustos que ya ocasionaba la Revolución incipiente!… Pero ¡ay!, querido, se me ha olvidado un detalle, y tengo que volver un poquito atrás.

– Volvamos… Salió usted de Zaragoza…

– Despreciando un partido de segundas nupcias que me arregló mi buen padre…

– ¿Y era hermosa, D. Beltrán?

– Agradable, esbelta, mayorazga riquísima, de familia noble, bien educadita, hacendosa. En fin, una alhaja, querido, incomparable para una vida de descanso, de opulencia prosaica, con probabilidades de larga sucesión, y mucha labranza, recreos de campo y caza… Pero yo no estaba por la prosa. Mi padre quiso sujetarme. Yo me escapé a París, como digo, y aquí viene la moraleja…

– ¿Tan pronto? Según eso, la hermosura ideal que usted perseguía…

– Era un fantasma, y los fantasmas hacen la gracia de no dejarse coger. A los tres meses de revolver todo París buscándola, pues la vida y las circunstancias especialísimas de aquella mujer la rodeaban de misterios, la encontré, sí… En una palabra: la que para mí más que mujer era una diosa, la que en España me juró amor eterno, se había casado con un jefe de policía, protegido de Barras.

– ¡Demonio! Pues con la policía parisiense no jugaría usted, D. Beltrán, si es que persistió en perseguir a la beldad fantástica.

– Persistí: soy navarro. Cultivando mis antiguas relaciones, y mariposeando de salón en salón, llegué a ser uno de los predilectos en el de Madame de Beauharnais. Por cierto que… No, no olvidaré la noche en que vi entrar por primera vez a un joven militar, melenudo y pálido, de menos que mediana estatura.

– Ya le veo, ya…

– Era un chico que prometía. Al poco tiempo, la dueña de la casa, que era una gran coqueta, para que usted lo sepa, una coqueta saladísima, y temible, atroz, enloqueció al chico de Córcega. Barras no influyó poco para que se casaran… Pues sigo mi cuento. Conté mi triste historia a Josefina, y Josefina se la contó a Napoleón. A poco de salir este para mandar el ejército de Italia, la generala Bonaparte dio en protegerme, interesándose vivamente en mi causa amorosa. La hermosura fantástica no tardó en aparecer en los salones de Josefina.

– Y allí…

– Sí; pero ya el espectáculo del libertinaje parisién me había arrancado toda ilusión. La prodigiosa hermosura se me deshizo en humo… no sé cómo expresarlo. La sociedad del Directorio transformó completamente mis gustos. ¿Quiere usted que lo cuente todo? Pues Josefina me agradaba extraordinariamente, y acabó por enloquecerme.

– ¿Y se atrevió usted, D. Beltrán?

– ¿Que si me atreví? A fe que era la niña asustadiza. Créalo usted: Napoleón era celosísimo, y algunos, no diré muchos, algunos motivos tenía para ser tan escamón… Y ya no le cuento nada más, porque es usted un niño, y los malos ejemplos no convienen a las imaginaciones juveniles, exaltadas. Basta, pues, basta…

– Corriente. Respeto sus escrúpulos. Pero debo decirle que la lección que ha querido darme no encaja en el caso mío: no hay paridad.

– Eso, usted lo verá… Mire, hijo, cuando el destino nos pone al pie de un árbol de buena sombra, cargado de fruto, y nos dice: «siéntate y come», es locura desobedecerle y lanzarse en busca de esos otros árboles fantásticos, estériles, que en vez de raíces tienen patas… y corren… Yo desobedecí a mi destino, y por aquella desobediencia no he tenido paz en mi larga vida. Créalo: donde no hay raíces, no hay paz. Ea, doblemos la hoja.

– Doblémosla. Un momento, D. Beltrán… ¿Y no volvió usted a ver a Napoleón?

– Le vi entrar en París victorioso después de Austerlitz. Años después, cuando la guerra de España, volví allá con mi primo Pepe Villahermosa, con Lorenzo Pignatelli y otros. Era entonces Embajador mi primo Diego Frías, que hizo entonces la tontería de afrancesarse. Don José I le mandó allí representando a la España napoleónica… ¡triste papel! Gran empeño tuvo mi primo en presentarme al chico de Córcega en el apogeo de su grandeza. ¡Y yo le había conocido ciruelo, es decir, novio de la viudita Beauharnais!… Me resistí heroicamente a saludar al verdugo de mi patria.

– ¿Y a Josefina?

– Emperatriz, no la vi nunca. Después del divorcio, que, entre paréntesis, le estuvo muy bien empleado, fui un día a la Malmaison a ofrecerle mis respetos. Pero no se dignó recibirme. Era muy lagarta. Murió a los tres meses de mi visita. Fui a su entierro.

Otras anécdotas de su borrascosa vida galante contó D. Beltrán a su amigo, cuidando siempre en sus relatos de poner de relieve lo que sugiriese alguna enseñanza útil al joven Calpena, y esquivando los ejemplos de depravación o cinismo. Terminaban casi siempre las historias con sabios consejos, mandándole que aplicara a su gobierno ciertas enseñanzas, y que en otras pusiese todo su estudio en no tomarle por maestro, en hacer todo lo contrario de lo que el biógrafo de sí mismo había hecho. Así demostraba el Sr. de Urdaneta el afecto que con el trato continuo iba tomando a su compañero de viaje, y este, quedándose a media miel en algunos pasajes interesantísimos de la vida del prócer libertino, agradecía el móvil honrado de las frecuentes omisiones históricas.

«No, hijo, no – le decía D. Beltrán, al segundo día, permitiéndose ya tutearle. – Yo he hecho locuras, y no quiero que tú las hagas, no. Eres un chico excelente y muy agudo y entendido. Mereces una vida pacífica y ordenada, por más que sea obscura, y no una vida de ansiedades y tropezones como la mía. Placeres sin fin he gustado; pero grandes amarguras he tenido que tragarme, y heme aquí al fin de la vida, malquistado con mi descendencia… Esto es muy triste, Fernandito, y no lo deseo para ti».

Y cuando iban de camino (pues al fin se arrancaron del mesón de Trespaderne, después de dos y medio días de parada) platicando al paso de la pacífica mula de D. Beltrán, repitió este la parábola del árbol: «No me cansaré de decírtelo, hijo. El que en su camino encuentra un árbol de grata sombra, cargado de fruto, es tonto de capirote si no se planta allí… Si lo desprecias y sigues andando, te expones a no encontrar más que paisajes fantásticos, efecto de eso que llaman miraje. Corres, corres… ¿y qué ves?… pues un magnífico plantío de cardos borriqueros».

En Villacomparada hicieron otra paradita, que hubo de ser más larga, porque el paso por Medina de Pomar era peligrosísimo. Renegaba Calpena de estos plantones, y a pesar del afecto que iba tomando al viejo, se proponía dejarle y partir solo, arrostrando con su criado los peligros de la facción. Mas Urdaneta, con el poder de su razonamiento, ya grave, ya jocoso, pero siempre sugestivo y cautivador, le aplacaba los fuegos, reteniéndole junto a sí. La confianza, que rápidamente crecía, le fue quitando los escrúpulos de descubrir sus interioridades domésticas, y por fin, una noche, hallándose en la cocina de Villacomparada, se arrancó a decir: «Este nieto mío no sale a los Urdanetas, donde no hubo nunca roñicas. Su madre, que es noble por los Idiáquez, procede, por la línea materna, de los Rodríguez Almonte de Tarazona, que hicieron un gran capital con la usura, y dejaron fama por la miseria con que vivían. A estos sale mi nieto, en quien verás algo de lo que en la opinión corriente se llama virtud; cualidades buenas en principio, pero que dejan de serlo practicadas con abuso y aisladamente. Sabrás que mi nieto mostró desde chiquitín una extraordinaria capacidad para el arreglo: a los veinte años era un prodigio; a los veinticuatro una calamidad. Si le dejaran, arreglaría el cielo y la tierra, y pondría cuenta y razón hasta en los dones de la Naturaleza. Figúrate que tiene veintiséis años, y ya es calvo… sí, hijo mío: se le cae el pelo de tanto cavilar haciendo números, y enfilando largas baterías de reales y maravedises. Su calvicie procede también de la sordidez, de la sequedad del entendimiento, donde no han entrado más que los números. Su cabeza es hermosa; su rostro correctísimo, con una expresión glacial. La fantasía no existe en él. Es una máquina de hacer cuentas: no se tuerce, no imagina, no sueña, no teme, no desea… Dime: ¿en conciencia crees tú que el no tener ningún vicio equivale a tener todas las virtudes?».

– ¡Oh!, no seguramente. Pero no me pida usted opinión sobre un personaje que no conozco, pues la pintura que usted me hace, con ser muy buena, es pintura, y entre un retrato y su original hay siempre un abismo.

– Es verdad. No quisiera yo decir nada malo de mi nieto… ¡Oh, no!… Quisiera decir mucho bueno… y lo diré, sí; te lo diré, aunque me violente un poco. Rodrigo administra su hacienda como un matemático. Rodrigo es religioso, devoto de la Virgen; cumple con la Iglesia; jamás ha salido de sus labios una blasfemia, ni una palabra mal sonante. Enredos de mujeres nunca los ha tenido… es la misma castidad. Rodrigo no ha tomado nunca nada que no sea suyo: sobre su conciencia no pesa un solo maravedí de propiedad ajena. Rodrigo no dice una mentira ni que le maten; no trasnocha, ni pierde el tiempo en vanas tertulias de holgazanes. Rodrigo no fuma; Rodrigo no bebe; Rodrigo no escandaliza… Con esta pintura, querido, creerás que mi nieto es un santo.

– ¡Oh!, nunca. Veo cualidades negativas. Todo ser humano tiene su reverso.

– Y el reverso es muy feo… Si te empeñas en que yo desdore mi casa dándotelo a conocer, lo haré… Rodrigo desconoce la compasión; para él la caridad es muy semejante a las funciones administrativas, y se reduce a ir juntando ochavos toda la semana, para repartirlos metódicamente el sábado a los pobres que llaman a la puerta de la casa. ¿Quieres que me alabe un poco? No me gusta alabarme; pero lo haré para que me salga el argumento. Si tuviera yo en este instante las rentas que he perdonado a mis caseros cuando se veían apurados por las malas cosechas o por otra desgracia, ¡los pobres!, sería hoy el primer ricachón de España.

– ¿Y su nieto de usted no ha perdonado nunca?

– ¡Perdonar!… ¡él! Primero se hunde el firmamento. En fin, querido, permíteme que no diga más. No es decoroso para mí sacar a pública vergüenza los defectos de personas de la familia. Yo he sido un disipador, un pródigo, lo reconozco; pero soy el jefe de una casa ilustre; soy un pobre viejo, un glorioso árbol caído, y merezco, si no que se me ame, al menos que se me respete. Juana Teresa me odia porque siempre he sabido ser noble, y ella no, porque los inferiores, los humildes me llaman a mí D. Beltrán el Grande, y a ella Doña Urraca. Es tan corta de alcances, que no ha enseñado a mi nieto más que tres cosas: rezar de carretilla, contar dinero y aborrecer a su abuelo… Dos años llevamos de guerra sorda: el pasado rumboso y el presente cominero son incompatibles. Entre la madre y el hijo, rivalizando los dos en crueldad y sordidez, me han reducido a una estrechez humillante… y lo peor es que ponen a prueba mi dignidad, obligándome a pedirles lo que necesito. De aquí las cuestiones, el choque inevitable entre mis apremios y sus negativas… entre mi carácter de noble en decadencia y el de ellos, plebe enriquecida… Yo no puedo menos de ser gran señor… Noble nací, noble moriré… ¿Ver yo una necesidad y no socorrerla? Imposible. ¿Escatimar yo las recompensas a quien me sirve? Imposible. Soy así; me glorío de serlo, y creo que mi piedad es el contrapeso de mis faltas. Me presentaré ante Dios, y le diré: «Señor, he sido un tal y un cual… pero vea Su Divina Majestad estas cositas buenas que aquí traigo en mi haber…». Yo, poniéndome en lo razonable, Fernandito, comprendo que se me tase, que se me sujete a cierta medida, ahora que soy viejo; pero no tanto, no. Ni paso porque mi nieto me trate con esa sequedad administrativa que me envenena la sangre, ni por que trastorne de un modo monstruoso la ley de naturaleza, tratándome como a un niño mal criado, y erigiéndose él en viejo autoritario. Esto es absurdo, esto es repugnante, esto clama al Cielo. ¡Yo un niño calavera… él un viejo regañón!… ¿Has visto…? Tanto él como Doña Urraca se me suben a las barbas, y me riñen con cierta suavidad más cargante aún que el desabrimiento, con cierta monita y caída de ojos propias de mojigatos… Un día se escandaliza mi nieto porque, no pudiendo desmentir mi natural obsequioso, digo cuatro chicoleos de buen tono a las muchachas bonitas que van a casa. Otro día se me remonta Doña Urraca porque he ido tarde a misa, porque me escabullo a la salida de la procesión, o porque digo que nuestro capellán es un bendito alcornoque… Y luego me atacan los dos juntos, porque me quejo de la poca variedad de las comidas, o porque no se me dispone toda la ropa blanca que exige mi costumbre de mudarme diariamente; porque hablo de París, o porque sostengo que lo más bello que Dios ha creado es la mujer; porque me río de los que se mortifican y se dan disciplinazos, y sostengo que Dios no nos ha puesto en el mundo para que nos destrocemos las carnes, sino para que nos demos la mejor vida posible y seamos dichosos; porque doy mi ropa en mediano uso al veterinario, al maestro de escuela, o porque me miro un ratito al espejo; porque no quiero arrinconar los retratos de algunas hermosas damas que fueron mis amigas, o por otras mil y mil cosas inocentes, propias de mi edad, de mi hábito noble, de mi condición generosa… ¿Verdad, querido Fernandito, que soy muy desgraciado en mi vejez, y que merezco otra familia? ¡Ay… la entereza me falta!… Me siento decaer horriblemente; creo que el perder la vista es una forma física de la pérdida de la dignidad… Que me muera pronto es lo que me conviene. ¿Verdad que debo morirme, para no ser humillado, para no padecer…?

Terminó el pobre anciano sus quejas poseído de viva emoción, que se manifestaba en cortados suspiros, en la humedad de la nariz y de los ojos tiernos, la cual llegó a ser tanta, que hubo de acudir a ella con el pañuelo.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

С этой книгой читают