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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 14

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XXVII

Lisonjera fue la mañana del 27. Cundió por la villa la creencia de que Espartero iba sobre Castrejana, y si conseguía forzar el puente y pasar a la orilla derecha del Cadagua, los sitiadores se verían comprometidos. Valentín Arratia, que conservaba su excelente vista marinera, subió a la torre de Miravilla, y puesto su ojo en buenos catalejos, distinguió los batallones isabelinos desfilando por el valle de Baracaldo. En Bidebarrieta y el Arenal los patriotas difundían la buena noticia de corrillo en corrillo.

«Para mí – decía Valentín Arratia – no pasa de mañana el tener aquí a D. Baldomero. He visto las tropas de la Reina, como les veo a ustedes, marchando en columnas hacia el puente».

– Lo que resultará no lo sabemos; pero que se están zurrando de lo lindo es evidente – dijo Antonio Cirilo de Vildósola. – Lo que fuere, sonará.

– ¡Si ya está sonando! Hemos oído un tiroteo horroroso – aseguró D. Francisco Bringas, rico indiano, exaltado liberal y el primer optimista de la villa. Apuesto lo que quieran a que levantan el sitio esta tarde… ¡contro!…

– Diga usted que convida, D. Francisco, y todos seremos de su opinión.

– Pues me corro, ¡contro!… Aún me quedan dos docenas de botellas de chacolí de Baquio.

– Tanto como esta tarde, no diré yo que nos perdonen la vida – indicó Arratia; – pero mañana temprano… Aquí llega el amigo Arana. Viene de la Diputación, donde habrán llegado gordas y buenas.

– José Blas, ¿qué sabes?

– Sólo sé que no sé nada, como dijo el otro.

– Te lo callas, por no convidar.

El tal José Blas de Arana, uno de los más exaltados corifeos de la defensa, era comerciante en sebo, sardinas de barril, raba y otros artículos similares. En su campechana modestia, permitía que los amigos le llamasen Borra, y se cobraba esta conformidad aplicando apodos a sus conciudadanos.

«¿Convidar yo?… ¿a qué? A metralla, si quieren. Con todo, si se confirma que renuncian generosamente a la mano de Leonorita, como dice Guzmán en La Pata, convido. Poseo una bacalada y hasta medio ciento de galletas mohosas».

Acercose Tomás Epalza, rico por su casa, banquero, como los anteriores perteneciente a la Junta de Armamento. Era hombre jovial, satisfecho en toda ocasión y circunstancias, de una fe ciega en la resistencia de Bilbao, dispuesto a dar cuanto tenía si de ello dependiera el completo apabullo de la Pretensión.

«Estos no piensan más que en comer – dijo riendo. – Bueno anda ello… A lo que parece, Espartero viene y nos trae pan de trigo».

– Y si no nos lo trajere o se perdiera en el camino – apuntó Arana, – aquí están los ricos de Bilbao, los más ricos, dispuestos a comer borona y gato estofado hasta que San Juan baje el dedo.

– Los ricos de Bilbao – afirmó el indiano Bringas con jactancia de buena sombra, que no ofendía – tienen su dinero para gastarlo en la defensa ¡contro!, y en su mesa siempre hay un plato para todos los Borras, que no se rinden al yugo servil. Ya sabes… en la calle del Perro tienes la mesa puesta… ¿Te has comido ya todas las velas de sebo?… Pues en casa hay de todo, verbigracia, cacao en grano y nueces… Con que, sepamos, ¿qué se cuenta?

– Que cansados de obtener victorias – dijo Vildósola, el cual se ponía muy serio para bromear, – se van a ponerle sitio a la peña de Orduña, donde está el tesoro escondido.

El indiano expresaba su regocijo rascándose la sotabarba, con cerquillo o carrillera de pelos grises, y dando pataditas para entrar en calor.

«Compañero – le dijo Epalza, – si tiene usted ganas de bailar el aurrescu, aquí viene Ostolaza, que no desea otra cosa, para celebrar la venida de Espartero».

Era el llamado Ostolaza uno de los más valientes patricios, comerciante en las Siete Calles, tan aficionado a la danza euskara que no perdía coyuntura de armarla por cualquier motivo que hiciera vibrar la fibra patriótica.

Antes de que el tal hablase, retumbaron terribles cañonazos.

«Ostolaza, ahí los tienes – le dijeron. – ¿No querías aurrescu? D. Nazario quiere bailarlo contigo».

– Bonita música, compañeros – replicó el bailarín gozoso, restregándose las manos. – Yo sé por qué tiran… Es miedo; se les van las aguas de puro canguelo, y creen que tirando nos engañan, para que no hagamos una salida.

– Como les embista esta tarde el amigo Espartero, señores – dijo Bringas, – y dispongamos aquí una salidita con gracia, no se escapa ni una rata.

Acercose al grupo D. Juan Durán, el valiente coronel de Trujillo, que venía de casa del gobernador San Miguel, y les dijo: «Nada, nada: esto es claro. Quieren gastar las municiones para hacernos todo el daño posible antes de retirarse».

– ¿Está en Castrejana D. Baldomero?

– Y arreando de firme, según parece.

– Pronto saldremos de dudas. Señores, a comer la puchera el que la tenga.

– La tengo yo para todos – dijo Bringas, – con cecina superior, ¡contro!

– Ea, señores, a comer. Cada cual a su borona… A las tres, junta.

– Y a las cuatro, aurrescu.

– Y a las cinco abrazos… ¡Espartero!… ¡Arriba Bilbao!

Al dispersarse, tomó Valentín la dirección de San Nicolás, donde tenía que dejar una orden de la Comisión de Guerra, y no había andado veinte pasos cuando vio venir a Churi con otros corriendo a todo escape. En el mismo instante sonó vivo tiroteo hacia San Agustín. Llegándose a su padre, el sordo, con aterrada expresión, hablando más con el gesto que con la palabra, le dijo: «En San Agustín, ellos… visto yo… Fuego mucho… Por bajo entraron… Corra; veralos piso alto… fuego». Otros que venían de allí decían lo mismo con distintas expresiones. La noticia cundía con rapidez eléctrica… Valentín se plantó detrás de San Nicolás, vacilante… La curiosidad y el patriotismo empujábanle hacia San Agustín; el miedo le mandaba retroceder. Casi sin darse cuenta de ello fue arrastrado por un tropel de paisanos y nacionales que hacia la Cendeja corrían. Entre ellos vio a Churi, y cogiéndole por un brazo le llevó consigo. «No te separes de mí… Vamos al fuego. Si hace falta gente, aquí llevo un sordo y un cojo: no tengo más».

Habían hecho los carlistas sigilosamente una excavación, por donde penetraron en la alcantarilla del convento; de ella subieron al piso principal, dominando la portería y claustros bajos. Sorprendida la tropa que guarnecía el edificio, se defendió con bizarría entre paredes, en las crujías bajas, viéndose obligada a retirarse ante la superioridad dominante de las posiciones del enemigo. Diose una batalla disputando el paso a la sacristía. Ganada esta por los facciosos, empeñose otra acción por el paso de la sacristía a la iglesia. Los valientes de Trujillo hubieron de retirarse, dejando media compañía prisionera. Aún intentaron defender a la desesperada el paso al coro, y el de este a la próxima casa llamada de Menchaca; pero sucumbieron ante el número. En aquella serie de acciones breves, terribles, dentro de un laberinto formado por murallones ruinosos y tapiales medio destruidos, aprovechando unos y otros las ventajas de un ángulo, de un boquete, de un escalón, desarrollaban instintivamente los mismos principios estratégicos que en un gran campo de guerra, donde hay río, colinas, desfiladeros y otros accidentes. ¡Espantosa miniatura! Todo lo que disminuía el tamaño del escenario, aumentaba el horror de la tragedia; y los combatientes eran más grandes cuanto más chico el campo de su encarnizada porfía. Quedaron al fin los carlistas dueños del edificio y casa próxima; desde las altas ventanas dominaban las baterías que antes fueron segunda línea de defensa, y ya eran primera línea. En el frente de esta podían leer la lúgubre inscripción: Tránsito a la muerte.

Cuando llegaban Valentín y Churi a la calle de la Esperanza, el fuego era horroroso. Las baterías carlistas cañoneaban sin cesar. Considerado el espacio entre San Agustín y el Arenal como llave de la plaza, el sitiador no tenía más que alargar la mano, alargar el pie para franquear aquel breve terreno, cosa en verdad muy fácil si allí no estuviera el corazón bilbaíno. Y este se apresuró a obstruir el paso con tanta celeridad como bravura. Acudieron todos los jefes militares, todos los nacionales que no hacían falta en otros puntos, los paisanos que se hallaban en disposición de tomar un fusil. Mucha carne hacía falta para cerrar aquel boquete. Allí se jugaban los bilbaínos la suerte de su querida villa: un paso más de los facciosos, y Bilbao les pertenecía.

Toda la tarde duró el formidable duelo: uno de los primeros heridos fue el Gobernador de la plaza, D. Santos San Miguel, y a poco cayó también el brigadier Araoz: ni uno ni otro tenían heridas graves; pero quedaron inutilizados. Urgía elegir otro jefe de la defensa. Reunida en San Nicolás la Comisión permanente de guerra, nombró al brigadier Arechavala, que mandaba en Larrinaga. Fue a buscarle Valentín Arratia, ansioso de ser útil, ya que no se creía apto para la lucha, pues ningún arma sabía manejar. Maquinalmente, sin darse cuenta de lo que hacía, entregó a Churi el fusil y los cartuchos que le habían dado momentos antes, y se fue corriendo hacia Larrinaga. No bien se vio el sordo armado y con pertrechos de guerra, corrió a donde con más ardor hacían fuego nacionales y tropa. Él también tiraba; su puntería no era mala. Del cañoneo y estruendo del combate no percibía más que un mugido y trepidaciones hondas; ¿pero qué le importaba? En un momento gastó los cartuchos que le había dejado su padre, y pidió más, y se los dieron, y sin cesar hizo fuego, con vivo deleite de su alma ruda, solitaria. Habría querido poseer un arma que de un solo tiro lanzase infinidad de balas para matar a muchos de una vez, no importándole gran cosa que al caer los facciosos cayera también alguno de los de acá. Estimaba en poco las vidas humanas, y pues él no era feliz, ni podía serlo por carecer de un precioso sentido, extendiérase por el mundo la infelicidad, y reinara la muerte donde debía florecer la vida. Ignoraba absolutamente el por qué fundamental de la guerra, y no había sabido discernir el motivo de que la causa de una Isabel fuera mejor que la de un Carlos. Participaba, eso sí, sin darse cuenta de ello, de la fiera terquedad bilbaína. ¡Defenderse a todo trance! Esto era una causa, una razón, una bandera.

Corrió, pues, Valentín al cumplimiento de su misión, como individuo de la Junta, y en la calle de la Ronda se encontró a José María, que venía del hospital con un convoy de camillas, llevadas por viejos del Hospicio y algunas mujeres. «Corre, hijo, corre, que buena falta hará todo esto… ¡No es mal chubasco el que hay por allá! Pero antes que las camillas, harán falta buenos tiradores… Antes que pensar en heridos, pensemos en matar… Oye, oye. Si no te dan un fusil, ayuda al acarreo del agua… Llévate todas las mujeres del barrio… y señoras llévate… que trabajen a la hormiga. Cubos hay en San Nicolás… Hoy perece Bilbao, si no echamos el resto…».

Partieron en dirección contraria. Al regreso de Larrinaga, pasando por la calle de Ascao, multitud de mujeres, así del pueblo como del señorío, refugiadas en tiendas y portales, querían detenerle con sus clamores, con ansiosas preguntas. «¿Es cierto que también atacan por el Circo? ¿Y de la Cendeja qué sabe, Valentín? ¿Hay muchos heridos?… ¡Qué horror de día! ¿Se acabará pronto?… ¿Entrarán?… ¡Como no entren!».

De un grupo de señoritas y muchachas del pueblo, en deliciosa confusión, vio salir a Aura, pálida, desordenado el pelo, los ojos echando chispas. «Tío Valentín, ¿están allí Zoilo y su hermano? ¿Sabe algo de ellos?».

– Hija, no es ocasión de dar noticias… ni puedo detenerme… No sabemos cómo acabará esto. Apretada anda la cosa.

– ¿Entrarán?… ¿Pero entrarán?

– ¿Quién, ellos? ¡Nunca!…

Irguiéndose en medio de la calle, soltó el registro más ronco de su voz para gritar: «¡viva Isabel II, viva la Libertad!, y sepan que donde está Bilbao está la bravura española…».

Las exclamaciones que respondieron a estos gritos atronaban la calle.

«Niñas, mujeres, señoras, ser valientes… Que los hombres no os vean cobardes… Si vosotras sois bravas, el chimbo no cae, ¡qué ha de caer!… Ánimo, y que desde allá os oigan reír, no llorar… llorar no. Hoy no se llora aquí… Y si os mandan llevar cubos de agua para refrescar los cañones… ¡hala con ellos, a la hormiga!».

Los desplantes que tuvo que hacer al largar los vivas recrudecieron su dolor crónico, y se fue renqueando, mas no por eso menos presuroso, aunque le molestaba horrorosamente su antigua avería en la aleta de estribor. Oíase en toda la calle el coro, con diversidad de voces, cantando las animadas estrofas del himno compuesto en aquellos días por los milicianos Zearrote y Casales:

 
Entre ruinas, valientes bilbaínos,
vuestras sienes ceñís de laurel,
y en estruendo marcial sólo se oye
libertad y que viva Isabel.
 

Soldados de Trujillo y Toro, y algunas compañías de Nacionales, defendían la Cendeja, llave del Arenal y de Bilbao, con un tesón de que sólo se encontraría ejemplo en las épicas jornadas de Zaragoza y Gerona. Decididos a que los dueños de la posición de San Agustín no dieran un paso fuera de ella, juraron hacer con su carne y sus huesos una compuerta que no abriría el sitiador sin desembarazarse antes de las vidas que la componían. Tan firme voluntad, entereza tan grande, produjeron en el curso de la tarde estupendas hazañas particulares y colectivas y lastimosas muertes. Cada instante el número de heroicos bilbaínos mermaba dolorosamente. Antes que resignarse los vivos a una muerte segura, discurrieron un arbitrio que les permitiría fortificar sus posiciones y redoblar su esfuerzo. Para que los carlistas no pudieran hostilizarles con tan terrible insistencia en las formidables posiciones que habían conquistado, era menester proporcionales ocupación distinta del tiroteo de cañón y fusil. Pensaron algunos combatientes de la Cendeja que si lograban pegar fuego a San Agustín y a la casa de Menchaca, el enemigo tendría bastante que hacer con apagarlo. Esta idea se fue condensando en las cabezas calientes que allí había, y al fin tomó cuerpo de eficaz resolución en la cabeza principal, en el jefe de la defensa, el brigadier D. Miguel de Arechavala. Propúsolo en la cruda forma propia del apretado caso: «Muchachos, ¿os atrevéis a incendiar el convento?». Respondieron que sí. Y el jefe de Nacionales, D. Antonio de Arana, gritó: «El enemigo quiere fumar: ¿hay quien se atreva a llevarle candela?». No se oía más que «¡yo, yo, yo!».

XXVIII

Muy pronto lo dijeron; pero una vez dicho, no había más remedio que ejecutarlo. José María Arratia, que había hecho fuego sin cesar, agregado a los Cazadores Salvaguardias, fue de los primeros en traer de San Nicolás cantidad de paja en haces; otros acarreaban jergones, brea y alquitrán. Ya tenían la candela. ¿Quién era el guapo que al enemigo se acercaba para brindársela? El teniente de Nacionales D. Luciano Celaya dio el ejemplo de temeridad loca, dirigiéndose a la puerta de la casa de Menchaca con un jergón debajo del brazo, como quien lleva un libro, y una tea encendida en la otra. Los carlistas abrieron la puerta, y la volvieron a cerrar azorados; entre tanto, dos salvaguardias y un chico nacional trepaban por montones de escombros hasta ganar una ventana, y arrojaron dentro del edificio paja encendida. El nacional, que no era otro que Zoilo Arratia, se guindó aún a mayor altura, descalzo, y metió por donde pudo, despreciando la lluvia de balas, listones dados de azufre y ardiendo, que le alargaban otros no menos atrevidos, aunque no tan ágiles para trepar gatescamente, agarrándose con una mano y llevando el fuego en la otra… Tras de Zoilo subieron dos más: uno se cayó a la mitad de la ascensión, estropeándose una pierna; el otro, agarrado a una reja, cayó muerto de un disparo que le hicieron a quemarropa. En tanto, subieron dos más por la cortadura de la casa de Menchaca. Llevaban botes de alquitrán, haces de paja y mechas de pólvora. Felizmente, Zoilo consiguió ganar el tejado, y poniéndose panza abajo en el alero, logró coger de manos de sus camaradas las materias combustibles y arrojarlas por una bohardilla medio deshecha; todo con tal rapidez y habilidad, que cuando acudieron los carlistas ya estaba él descolgándose por un canalón, en el cual no pudo realizar todo el descenso porque se desprendió la mohosa hojalata, y con ella vino guarda abajo el animoso chico. Por suerte, todo el daño que se hizo fue en la ropa, y la sangre que echaba de un pie era de un rasguño sin importancia.

Repitiose la tentativa de incendio con increíble arrojo, perdiendo mucha gente. La mitad de los incendiarios se quedaba en el camino, a la ida o a la vuelta; el fuego de la fusilería enemiga era horroroso, apoyado por el cañón de los fuertes de Albia, Campo Volantín y Uribarri. A la caída de la tarde, el baluarte de la Cendeja hallábase atestado de muertos y heridos, que no era ocasión de retirar todavía, ni había quien lo hiciese; los vivos seguían batiéndose en ese paroxismo del coraje que no da espacio a la flaqueza ni tiempo a la reflexión, y el convento con la casa inmediata ardía como un infierno. El objeto estaba conseguido: los facciosos tenían dentro de casa un enemigo más, favorecido por furioso viento del Noroeste, que había venido a ser partidario de Isabel II.

Contuvo la quemazón a los carlistas y salvó a Bilbao. Llegada la noche, los héroes de la Cendeja, no molestados ya por la fusilería facciosa, pudieron recoger sus heridos y retirar los muertos. Pero nadie descansó aquella noche, porque toda fue empleada en reparar los destrozos del baluarte, reforzando la cortadura de la primera línea desde Quintana a la Cendeja, y estableciendo otras dos de caballos de frisa. Además, se engrosó la batería por el costado que miraba al cañón de Albia; se dio mayor consistencia a los merlones en la parte del muelle, y, por último, se prepararon las casas de la calle de la Esperanza para incendiarlas en caso de grande aprieto. Todo el vecindario que no estaba sobre las armas, ayudaba en esta operación. Si el enemigo lograba conquistar en combates sucesivos el palmo de terreno radicante entre San Agustín y la Cendeja, se encontraría ante una inmensa barricada de fuego, que luego lo sería de escombros. El tenaz bilbaíno, por defender a todo trance el recinto de su villa sagrada, cogía una casa y se la estampaba en los morros al fiero sitiador; y si no bastaba una, allá iban dos, tres y más. ¡Fuego y piedra en ellos!

Vagaba Churi inconsolable por las inmediaciones de San Nicolás, viendo el tráfago incesante de los que entraban y salían con herramientas, sacas de lana y demás material de ingeniería militar. Le habían quitado su fusil para darlo a un combatiente más útil; mandábanle a veces cosas que al revés entendía, y por fin, ordenáronle salir, pues allí no era más que un estorbo. Incitado por José María, que se le encontró sentado en el quicio de una puerta con la cabeza apoyada en las manos, oyéndose a sí mismo, ayudó al transporte de heridos, y desde las diez de la noche hasta el amanecer estuvo cargando camillas, sin más descanso que el que se tomó en San Antón para comer un poco de pan y bacalao crudo. Su padre se agregó también al servicio sanitario, rivalizando en actividad con ilustres mayorazgos y comerciantes ricos. En el hospital, Sabino Arratia asistía con entrañable amor y piedad a los heridos, y consolaba a los moribundos, asegurándoles que de par en par se les abrían las puertas del Cielo, y que en este encontrarían el eterno galardón por haber cumplido con su deber. «Allá, digan lo que quieran, no se distingue entre absolutistas y liberales, y Dios les mira a todos como hijos, sin fijarse en que peleen por estas o las otras causas. Esto de las causas y de los derechos es cosa de los hombres, con un poquito de mangoneo de Satanás». Dicho esto, iba por el Viático, que para los más era ya la única medicina.

También había hospital de sangre en Santa Mónica, con asistencia caritativa de señoras y mujeres, sin distinción de clases. A poco de amanecer arrimose a la puerta Prudencia Arratia, con mantón, acompañada de la criada, que llevaba una cesta al brazo como si fuera a la compra. Necesitaba procurarse carne, aunque fuese de la peor, para dar a Ildefonso algo de substancia, pues estaba el buen hombre perdido de la cabeza. Salió de la casa de Vildósola, y antes de dirigirse a Belosticalle, donde esperaba encontrar cabra y siquiera un par de huevos, llegose a Santa Mónica por ver a su sobrina, que allí, entre el mujerío principal y plebeyo, prestaba a los heridos asistencia. No se determinaba a entrar la buena señora, temerosa de que la obligaran, mal de su grado, a funcionar de enfermera, y esperó a que recalara persona conocida que la comunicase con Aura. Ella tenía su enfermo en casa, su herido grave, y del cerebro, que es lesión peor que cualquier pérdida de pata o brazo, y cuidándole bien cumplía con Dios y con Bilbao. Llegaron en esto Doña María Epalza y la viudita, y de ellas se valió Prudencia para transmitir a la niña la fausta nueva de que Martín estaba bueno y sano. «Me hará el favor de decírselo en cuanto la vea, señora Doña María… que estará la pobre muerta de ansiedad… No ha sido flojo milagro que escapase el chico en medio de aquel horroroso fuego. La Providencia, señora. Dios protege a los buenos».

– Pues bien bueno era Fernando Cotoner – dijo la viudita prontamente, arqueando las cejas y frunciendo la boca, – y está si vive o muere.

Convinieron las tres al fin en que debían abstenerse de cargar tales cuentas a la Divinidad, y sentir las desgracias y alegrarse de las venturas, dando gracias a Dios por estas sin meterse en más dibujos. Como dejara traslucir Prudencia el objeto de su salida, le dijo la señora mayor que no se cansara en buscar huevos, porque difícilmente los encontraría. Ella había comprado el día anterior los últimos que había en casa de Gorriti (calle de la Ronda), al precio exorbitante de veinte reales la media docena. Con un gesto de resignación se despidieron, y Doña María Epalza y su hija entraron en Santa Mónica. No tardó la viudita en tropezarse con Aura en medio de aquel barullo, y le soltó las albricias, maravillándose de que no las recibiese con tanto júbilo como ella esperaba. Fueron las dos a la cocina en busca de tazas de sopa para los heridos, las cuales recogieron de manos de las ilustres cocineras señoras de Orbegozo, de Arana y de Mac-Mahon. También las pobres enfermeras tenían que mirar por su vida; y una vez cumplida su obligación, se fueron a un ángulo de la cocina a tomar un sopicaldo.

«¿Sabes? – dijo a su amiga la viudita, que era muy despabilada y un tanto maliciosa. – Anoche nos quedamos en casa de mis tíos los de Arana. Llegó esta mañana Antonio Arana, ¿sabes?, el comandante de la Milicia, y nos contó las heroicidades de tu primo… creo que Martín; pero no estoy segura. Él llevó el primer fuego a la casa de Menchaca y al convento, y toda la tarde fue el número uno en el peligro… en fin, que ha sido el asombro de todos…».

– Nada de eso sabía – dijo Aura sintiéndose orgullosa, y orgullo debía de ser el ardor que le salió a la cara: – ahora lo oigo por primera vez; pero si alguno de mis primos ha hecho valentías, créete que no es Martín, sino su hermano.

– ¿El pequeño?

– ¿Pequeño? Es un hombre como hay pocos, con un corazón tan grande, que casi da miedo. No hallarás ninguno tan valiente, ni que sepa, como él, poner toda su alma en lo que mandan el honor y el deber.

– Y es guapo, más guapo que Martín.

– Ea, vámonos, que estamos haciendo falta.

Todo el día estuvo Aura pensando en lo que le contó la viudita; y como por diferente conducto llegaran a ella noticias de las hazañas de su primo, sentíase muy satisfecha por la honra que en ello recibía la familia, y deseaba ver al héroe para darle la enhorabuena. Por la noche, cuando vino Sabino a recogerla para llevarla con las señoritas de Gaminde a casa de este, hablaron de lo mismo. Al padre se le caía la baba repitiendo las alabanzas que en todo el pueblo se hacían del inaudito arrojo del chico. «Se ha portado como un valiente, y ha subido hasta las estrellas el nombre de Arratia. Dicen que van a proponerle para la cruz de San Fernando, y también puede ser que de golpe y porrazo me le hagan teniente o capitán. Esto lo sentiría… porque como es así, de un genio tan fogoso, podría tomar afición a la milicia… y los militares no son de mi devoción. Estoy por lo civil, por lo comercial, por lo pacífico…».

En casa de Gaminde contaron que aquella mañana, después de la brava respuesta que dio la plaza a la intimación del general carlista Eguía, reuniéronse Arana y otros jefes de la Milicia en el café del Correo, y convidaron a Zoilo, que por allí pasaba. Largo rato estuvieron brindando y cantando coplas, y victoreando a Bilbao y a la Libertad. El uno improvisaba discursos, el otro nuevas estrofas del himno. En un rapto de alegría, Zoilo se soltó su brindis, en el cual las ingenuidades y las bravatas chistosas sonaban a militar elocuencia: «Él no era valiente sino terco… No le mataban porque se moría de ganas de vivir… Todo lo que el hombre quiere lo consigue cuando hay voluntad firme, que por nada se tuerce ni se dobla… Los carlistas no entrarían en Bilbao; quedaban en la villa muchas piedras, mucho fuego, las pelotas de los trinquetes, los puños de los hombres… y los corazones de las mujeres, de donde salía toda la fuerza…». Tanto se entusiasmó Arana al oír estas frases ardorosas, que, después de abrazarle, le regaló una magnífica pistola que llevaba al cinto. Un señor muy anciano, bilbaíno, D. Calixto Ansótegui, veterano de la guerra del Rosellón, se llegó a Zoilo, y estrechándole en sus brazos, le besó en la cabeza y le dijo: «en nombre de mi pueblo, te beso y te bendigo». Estas y otras escenas y sucesos de aquel día despertaron en la mente de Aura ideas bélicas, de militar grandeza, y toda la noche se la pasó soñando, entre dormida y despierta, con héroes legendarios y con maravillosas hazañas. Los que había conocido humildes se crecían a su lado, y eran ya grandes capitanes, caudillos, reyes… ¡qué delirio! Y Bilbao era el pueblo sagrado, intangible, gracias al valor de sus hijos, que lo defendían y lo ilustraban con sus hazañas para luego hacerle rico y próspero entre todos los pueblos de la tierra. Se reía con lágrimas pensando esto y deseaba vivir para presenciar tantas grandezas. Y cuando Zoilo le contara sus actos de heroísmo, ella disimularía su admiración, y se haría la indiferente, pues no era discreto ni decoroso que la viese tan entusiasmada… ¡Qué diría, qué pensaría!…

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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