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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 13

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XXV

Consternada oyó Prudencia estas apreciaciones, que no hacían más que confirmarla en su pesimismo, y comunicando este a su sobrina, departieron ambas acerca del mejor modo de distraer al enfermo y apartar su espíritu así de la tenebrosa cavilación del sitio como de los malditos cálculos de mecánica, capaces de secar el cerebro más jugoso y firme. Aura entraba en el cuarto algunos ratitos, y procuraba, con grata conversación risueña, llevar su pensamiento a regiones apacibles. Desgraciadamente, la situación de la plaza sitiada, que en aquellos días de Noviembre se agravó con nuevos desastres y quebrantos, no favorecían los deseos de la joven. El tiroteo era continuo; a cada instante llegaba noticia de hundimientos de techos o de estropicios semejantes en diferentes puntos, y no había medio de ocultar a Negretti la verdad de tantas desdichas. Entró José María cuando menos se pensaba, con la triste certidumbre de que los facciosos habían tomado el fuerte de Banderas, y que también Capuchinos estaba al caer. Faltó poco para que Aura se echase a llorar de pena y rabia.

«No atribuyamos esto a negros ni a blancos – dijo Sabino con unción, que en aquel caso no era muy pertinente: – Dios es el que todo lo dispone. Ni ellos deben envanecerse, ni nosotros afligirnos demasiado. Los designios del Señor sobre todo… Si dispone que muramos, será porque nos conviene».

No pararon en esto las desdichas, pues al día siguiente se rindió San Mamés, tras una defensa briosa, y la misma suerte cupo a los fuertes de Luchana y Burceña.

«Ni nosotros ni ellos hemos de decidirlo – decía Sabino a su hijo Martín, que entró abatidísimo por la pérdida de casi toda la línea exterior, con lo que se debilitaba sensiblemente la defensa. – Con la conciencia tranquila acataremos lo que resulte».

«Pues yo no acato – gritó Valentín furioso, dando puñetazos. – Con fuertes o sin fuertes, Bilbao no se rinde; Bilbao perecerá, y que vengan por los escombros de las casas y por los huesos de los vecinos».

La opinión de Zoilo no se sabía, porque no aportaba por allí; continuaba peleando como un león en la batería nueva de la Cendeja. Martín, engranado espiritual y físicamente en la máquina de la opinión general, aseguraba, como su tío que Bilbao se mantendría firme, siempre batallador, siempre glorioso y grande. El comedido Arratia no se tenía por héroe; pero sabría ocupar el puesto que se le designara, fuese o no de peligro, y obedecería ciegamente las órdenes de sus jefes. Nadie le superaba en el cumplimiento estricto del deber.

En una nueva entrevista que tuvieron Negretti y Valentín, aquel le dijo: «Llevo cuenta aproximada de lo que va consumiendo el enemigo. Balas rasas de las que yo hice, han tirado como unas trescientas de a 24 y ochenta de a 36. Mis bombas de 14 pulgadas se van agotando… Usarán pronto otras, que ojalá estén peor fabricadas que las mías. De las de 7 mías han hecho gran consumo… Los botes de metralla de 36 y de 24 no me pertenecen: lo declaro en descargo de mi conciencia…». Más desesperanzado y pesimista salía cada vez Valentín de aquellas pláticas con su hermano, y al punto comunicaba sus impresiones a Prudencia para ver si entre los dos discurrían algún remedio. «Figúrate tú – le decía – si estará trastornado el hombre, que hoy, después de darme cuenta de las balas que arrojan los serviles, me ha largado más explicaciones de sus proyectos, sosteniendo que los barcos no se harán ya de madera, sino de hierro… todos de hierro… tú figúrate. Cierto que un casco metálico flota mientras esté vacío; pero échale a una embarcación de hierro de cuatrocientos pies máquina en proporción, y luego ese molinillo que él dice, de ciento ochenta pies… ¡Qué cosas discurre un cerebro desquiciado! Yo no he querido contrariarle, porque D. José Caño recomienda que se le deje en el pleno goce de su chocolatera, pues si le escondiéramos los papeles o se los quemáramos, tendría quizás accesos de furor… No, eso no: el tratamiento, ya sabes, es darle de comer todo lo que se pueda; estibarle bien, aunque sea de borona, y evitar que se le remonte el genio… Y cuando se acabe el sitio, si vivimos, te le llevas a Francia, que allí bien puede ser que el hombre despliegue con más tino sus invenciones. España no es país para eso: aquí inventamos guerras y trapisondas. Cosas de maquinaria, siempre vi que venían del extranjero… de donde deduzco que lo que aquí es locura, en otra parte no lo será».

Ni dentro ni fuera de España veía la buena mujer enmienda para el trastorno cerebral de su pobre marido, víctima, según ella, de su puntillosa rectitud y delicadeza… No, no debían ser los hombres tan rematados en la honradez. Prueba de las desventajas del excesivo puritanismo era Negretti, que se había pasado su vida trabajando, explotado por este y por el otro, con escasísimo provecho suyo y desgaste de sus notorias energías. Pensando en esto, Prudencia se aprestó a recabar dentro del matrimonio la autoridad que hasta entonces había ejercido su esposo, el cual, consultando a veces a su costilla, determinaba por sí y ante sí, conforme a su rígida conciencia. Ya esto no podía ser: hallábase Ildefonso incapacitado para el gobierno; ella, pues, asumía todos los poderes, disponiéndose a resolver cualquier asunto pendiente, aunque fuese de los más graves. Ciertamente, sus resoluciones serían menos rigoristas que las de Negretti, pero más prácticas, inspiradas siempre en el bien de todos, y en las eternas leyes del sentido común. Pensaba esto Prudencia, por encontrarse frente a un problema doméstico muy delicado; y después de mucho vacilar entre someterlo al dictamen y sentencia de Ildefonso o resolverlo por sí, se decidió por este último temperamento, como más cómodo y expedito. Sobre sí tomaba la responsabilidad y la gloria del caso.

Y que el problema era delicadísimo se mostrará con sólo enunciarlo. El 2 de Noviembre, uno de los días que mediaron entre el segundo y el tercer sitio de la valiente Bilbao, llegaron a esta tres correos de Castilla, escoltados por el batallón de Toro y otros refuerzos que fueron de Portugalete, al mando del brigadier D. Miguel Araoz. Recibiose en casa de Arratia, con varias cartas comerciales, una para Ildefonso Negretti. Cogiola Prudencia, y conociendo la letra del sobrescrito, la guardó, con ánimo de no entregarla a su marido mientras se hallase tan lastimosamente afectado del ánimo. Convenía evitarle quebraderos de cabeza, y alguno se traía la tal carta, de puño y letra del señor de Mendizábal. No era su ánimo abrirla, que esto habría sido contravenir la subordinación a su dueño y señor; pero pasó tiempo; Ildefonso no mejoraba; según las impresiones de Valentín y el dictamen de D. José Caño, su trastorno era indudable. No se hallaba, pues, en disposición de ocuparse de nada. Sentíase Prudencia abrasada en curiosidad por ver el contenido de la carta. ¿Qué inconveniente había ya en abrirla? La enfermedad de Ildefonso era la abdicación de la soberanía matrimonial, que de hecho a la mujer correspondía. Fortalecida su conciencia con estos razonamientos, hizo lo que no había hecho nunca: abrir una carta dirigida a su esposo.

Grande fue su asombro y disgusto al enterarse de lo que D. Juan Álvarez a Ildefonso escribiera. ¡Vaya por dónde salía el buen señor! Que si se presentaba D. Fernando Calpena a pedir a la niña en matrimonio, no se le pusiera ningún obstáculo, y se dispusiese el inmediato casamiento de Aura con el tal D. Fernando… Que este era un sujeto de elevadas prendas, nacido de padres de la más alta alcurnia… Que poseía regular fortuna, y la poseería aún más cuantiosa dentro de algún tiempo… y que patatín y que patatán… «¡Persona elevada! – decía para sí Prudencia, guardando la carta en los profundos abismos de un cofre donde permanecería sin ver la luz por los siglos de los siglos. ¡Tan elevada que desaparece en los aires! Si este señor quiere tanto a la niña, ¿por qué no ha venido antes?… ¿Por qué la tiene en este abandono?… ¿Qué amor es ese que no se digna presentarse, ni siquiera escribir? Bajo mi responsabilidad, como mujer honrada y que mira por los suyos, me permito mandar a paseo al Sr. D. Juan de las Campanas, y disponer lo necesario para la felicidad de mi sobrina. ¡Sabe Dios en qué malos pasos andará el tal D. Fernando, y cuáles serán los motivos de su ausencia!… No, no: aquí no creemos en brujas, ni en elevados personajes que no se sabe de quién han nacido… ¡Pues si con tanta facha resulta que el Calpena es un perdido, uno de esos que escriben en los papeles, un gorrón, un cata-salsas…! No, no: bajo mi responsabilidad, la orden se acata, pero no se cumple. Si Ildefonso lo decidiera, seguramente añadiría una simpleza más a las muchas que ha hecho en su vida. Por ser tan rigorista está como está: pobre y arrumbado…».

Dicho esto, se afirmó en su resolución, y de tal modo expresaba su rostro la dureza de su carácter y el propósito de ir a su objeto sin vacilaciones ni melindres, que el entrecejo parecía más nebuloso, la mandíbula inferior más larga, las arrugas de su frente más hondas, y hasta podría creerse que le crecía el bigote. Sin consultar con Ildefonso ni darle cuenta de nada, pues el hombre no estaba para calentarse la cabeza, determinó encaminar pronta y hábilmente los acontecimientos hasta ver realizado su sueño de oro. ¡Oh, qué ideal! Casar a Aurorita con Martín. Si esto conseguía, más había hecho ella por el bien de la familia que todos los Arratias desde la quinta generación.

Comprendiendo la necesidad de colaboradores, pensó que debía comunicar sus planes a Sabino. Con Martín había que contar, sin duda, aleccionándole previamente, pues era también de la cepa de los delicados, de los rígidos, de conciencia irreductible… Se procuraría llevar las cosas por lo derecho, fomentando la afición y simpatía entre los dos seres que habían de casarse. Lo más difícil era convencer a la chiquilla y curarla de aquella ridícula deformación de su voluntad: el amor a un galán fantástico, volátil y perdidizo, que no parecía por ninguna parte. Pero si Aurora pecaba en ocasiones de independiente y arisca, sabiendo manejarla y aprovechar los giros de su imaginación y los desmayos de sus nervios, fácil era hacer de ella todo lo que se quería. Adelante, pues, y a trabajar con fe. En aquella familia de trabajadores, no había de quedarse atrás la valiente obrera de las artes pertenecientes al alma.

Así, mientras los carlistas, tomadas las posiciones principales de la línea exterior de defensa, armaban de noche, a la calladita, nuevas barricadas y parapetos para emplazar su artillería contra la pobre Bilbao, Prudencia y Sabino, paralelamente a la labor facciosa, dieron comienzo a sus trabajos de asedio para expugnar el corazón de Aura y establecer en él su dominio. «Es indispensable obrar con prontitud – decía la señora a su hermano, – y llegar al fin antes que se acabe el sitio». Y como manifestara Sabino que en tal negocio no convenían prisas que pudieran transcender a secuestro, se le hincharon las narices a Prudencia y contestó airada: «Tú siempre con tus calmas, con tu veremos y tu mañana será… Ya ves el pelo que has echado con tal sistema. Déjame a mí, que con los calzones de Ildefonso, llevándolos mejor que él y que todos vosotros, sabré realizar esta gran idea». Habíase guardado muy bien de comunicar a su hermano lo de la carta, temerosa de que saliese Sabino con la gaita del rigorismo y del caso de conciencia. ¡Otro que tal! ¡Así estaban todos tan perdidos! También ella tenía conciencia; pero una conciencia práctica, y con su conciencia práctica arreglaría las cosas de modo que cuando viniese el madrileñito con sus manos lavadas a pedir a la niña, pudiera ella (Prudencia) salir y decirle con mucha finura, haciéndose de nuevas: «¿Qué niña, señor? Usted se ha equivocado. Aurora Negretti es la señora de D. Martín de Arratia».

XXVI

No desalentó a los bilbaínos la pérdida de los fuertes de Banderas, Capuchinos, San Mamés, Burceña y Luchana; antes bien, creciéndose al castigo, sacaron de sus desventuras nuevas energías para defenderse. Ni la guarnición se acobardaba, ni la Milicia y los vecinos tampoco. Cada cual sostenía su entereza, reforzándola con la alegría, de lo que resultaba una colectiva fuerza irresistible. El 17 de Noviembre fue un día penoso: duró el fuego siete horas, sin ninguna interrupción. Era principal objetivo de los facciosos poner su mano en lo que creían llave de Bilbao, el convento de San Agustín, situado entre el Arenal y el Campo Volantín, al pie de cerros elevados y casi al borde de la ría. Las compañías de Toro, Trujillo y Compostela se portaron heroicamente, secundadas por los milicianos. Los muros del convento se deshacían, se resquebrajaban con el cañoneo enemigo, y abiertos varios boquetes entre la mampostería derrumbada o hecha polvo, intentó el enemigo con empuje el asalto. Un empuje mayor de bayonetas y pechos valerosos, les paraba la acometida. Allí se quedaban hechos trizas parte de los combatientes; pero las piedras de San Agustín continuaban bajo el poder y la insignia de Isabel II.

Sobrevino el 18 un temporal violentísimo del Noroeste, con viento y lluvia; cesó el fuego en San Agustín, ocupándose los sitiados en reparar los destrozos con sacos de tierra. Pero en el centro de la villa, y particularmente en las Siete Calles, cayeron bombas que hicieron estragos en edificios y personas. Amenazaba hundirse la casa de Busturia en Artecalle, y sus habitantes se repartieron en casas de amigos, yendo a parar a la de Arratia dos señoras y un niño. En Goienkale, hoy Calle Somera, casi todos los vecinos se habían bajado a las bodegas y sótanos. La animación era extraordinaria, mezclándose lloros de mujeres con cánticos de muchachos animosos y alegres. Ya escaseaban los víveres, y la relativa abundancia de esta familia iba en socorro de las escaseces de la otra con admirable fraternidad. Corrían entre tanta desolación frases de esperanza, fantasías del patriotismo, centelleos de la fe que nunca se apaga. Espartero recalaba ya en Portugalete con tantísimos miles de hombres, y no tardaría en reventar las líneas carlistas, en apabullar el sombrero de hule del general Eguía y hacerles a todos polvo… Caían bombas aquí y allá; lloraban las nubes; las calles eran lodo, apestando a pólvora. Rojiza claridad siniestra iluminaba la villa. El viento avivaba el fuego, lo esparcía, lo llevaba de una parte a otra. De los sótanos subían los valientes bilbaínos a las techumbres para cortar incendios; andaban por arriba como gatos; descendían negros, ahumados, y en las profundidades de las casas, refugio de los seres débiles, respiraban atmósfera de cuerpos febriles; en las calles pisaban lodo, sangre en las baterías, y si no se volvían locos en noches como aquella era porque sus cerebros se hallaban construidos a prueba de locura, y fortificados por un convencimiento más duro que todos los metales que hay en la Naturaleza.

Amenazada de incendio la casa vecina de la de los Arratias, dispuso Prudencia trasladarse con Negretti a la morada de su amigo Antonio Cirilo de Vildósola, corredor de cambios, en el Portal de Zamudio. Aura y sus amigas las de Busturia se fueron a la casa del Sr. Gaminde, ya del lector conocido, comerciante fuerte, que operaba en bacalao, lanas y otros artículos. En estas idas y venidas, hubo dispersiones. Los hombres no podrían estar en todo, pues atendiendo a la mudanza y trasiego de mujeres, habían de abandonar urgentes trabajos en la batería de las Cujas y en la Cendeja. Prudencia, con las dos señoras de Busturia, encontró a Martín en Bidebarrieta, acompañando a la esposa y niños de Ibarra; se detuvo para decirle: «No sé si Aura habrá llegado a casa de Don Francisco. Iba con Nicolás Ledesma, el organista, y Manuela Echavarri». La tranquilizó Martín, asegurando que la había visto minutos antes con las referidas personas, y con su hermano Zoilo. «Entonces no hay cuidado. Recordarás lo que te encargué – díjole Prudencia aparte. – Vas a cenar donde Gaminde, y allí tendrás a Aura en buena disposición para decirle lo que sabes… Procura ser galán, y deja a un lado la sosería». Observó el muchacho que la ocasión no era muy apropiada para las expansiones amorosas. Algo le había dicho ya por la mañana en su casa y en la de Vildósola, cuando fueron a llevar al tío Ildefonso, y por cierto que no se había mostrado la niña muy complacida de sus indirectas, que indirectas eran, pues a otra cosa no se atrevía. «Eres un santo – le dijo Prudencia, – y a los santos, en cosas de amor, hay que dárselo todo hecho».

Siguieron las de Ibarra hacia la calle del Perro; Prudencia se fue al Portal de Zamudio; poco después entraba Martín en casa de Gaminde, componiendo en su mente una patética explanación de sus puros afectos para espetársela a su prima sin pérdida de tiempo. Por desgracia, había salido Aura con D. Francisco y las chicas de Orbegozo en demanda de la morada de estas, donde acababan de llevar herido a Juanito Orbegozo, de la 2.ª de Milicianos, y a uno de los chicos de Gandásegui. Hubo de renunciar Martín por aquella noche a proseguir su amorosa batalla, porque otras obligaciones le llamaban a la batería de Mallona, donde entraba de servicio. Por el camino se encontró a José Blas de Arana, que le ajustó la cuenta de las bajas de aquel día, añadiendo con acento lastimoso: «Como Espartero no se dé prisa, paréceme que tendremos que dejarnos aquí los huesos». «Si es preciso; si Bilbao lo quiere – dijo Martín, – los dejaremos, y vayan por delante los míos, que para poco sirven».

Pues en medio de tantos desastres tuvieron calma y humor aquellos hombres para celebrar los días de la Reina (19), recorriendo las calles en grupos clamorosos y vitoreándose recíprocamente tropa y milicianos, cual si se hallaran en vísperas del triunfo. Toda la tarde estuvo tocando la música en la batería del Circo, y las canciones enronquecieron las gargantas de muchos. Dios no les dejaba morir de tristeza y desconsuelo, sugiriéndoles cada día nuevas esperanzas. El 26, cuando el fuerte del Desierto anunció con salva de 21 cañonazos que Espartero había entrado en Portugalete, respiró la gloriosa villa por los pulmones y las bocas risueñas de todos sus hijos, cantando victoria, y haciendo befa y escarnio del terrible enemigo. La artillería de este enmudeció, como si lo que anunciaba el cañón del Desierto impusiera pavura en el sitiador embravecido. Pero su silencio era el sordo trabajo preparatorio de la furibunda embestida que pensaban dar al día siguiente 27. Al anochecer del 26, descansaron los carlistas en la firme creencia de hallarse en la víspera del fin. Una noche no más les separaba del premio de su constancia: la rendición de Bilbao.

Cinco días estuvo Aura sin ver a Zoilo, y tres sin saber nada de Martín. Por uno y por otro pasó intranquilidad la familia, y Sabino no hacía más que ir de fuerte en fuerte, interrogando a todo el que encontraba. Acompañole Aura en una de estas excursiones, sin temor al peligro, y al cabo, volviendo del Circo, supieron que Martín no tenía novedad y había pasado a Solocoeche. «Vaya, ya estás tranquila – le dijo su tío. – El chico vive y tú resucitas. Con esa impresionabilidad que te ha dado Dios, parecías muerta de susto y pena».

– Pero aún no debemos alegrarnos, tío: no sabemos nada de Zoiluchu.

– Es verdad; bien comprendo que ese no te llama tanto como Martín; pero también es hijo de Dios, y debemos mirar por él. Aunque parece un tarambana, mi Zoilo vale mucho; a valiente le ganan pocos; tiene su pundonor, y sabe llevar el nombre de la familia. Pero no se igualará a su hermano Martín, pues este es de los que entran pocos en libra. No podrás tú ni nadie señalar una buena cualidad que él no tenga.

Aura no dijo nada, y sintiendo Sabino la necesidad imperiosa de practicar dentro de un recinto sagrado las devociones con que diariamente alimentaba su fe, propuso a la joven entrar en la primera iglesia que hallasen abierta. Por fortuna, en la capilla de la Misericordia estaba el Señor de Manifiesto, y allí se metieron, empleando ambos como una media hora en rezos y meditaciones. Sentose Aura; permaneció Sabino de rodillas larguísimo rato. «He pedido al Señor dos cosas – dijo a su sobrina, tomando al fin asiento junto a ella, todavía con la boca llena de sílabas de rezos. – Primera, que nos conserve la vida del pequeño como nos ha conservado la de su hermano, y que igualmente, ellos y nosotros lleguemos vivos y con salud a la terminación del sitio, sea cual fuere la solución que Su Divina Majestad le dé. Segunda, que me conceda el cumplimiento de un deseo santísimo que me alienta, tocante a Martín y a ti…».

Aura no chistaba. Entráronle súbitas ganas de rezar, y se puso de rodillas, dejando un tanto cortado al buen Sabino. Pero este no se abatía por tan poco; echó también a media voz, en pie, cruzadas las manos, una larga oración; y poco después cuando estuvieron al habla para salir, volvió al ataque. «Comprendo que la cortedad, el pudor, la timidez propia de una doncella pura, no te permitan manifestar tus sentimientos… pero tú quieres a mi hijo, ¿verdad?, tú reconoces en Martín el único marido práctico que te corresponde… ¿verdad?… Confiésamelo, dímelo aquí delante de Jesús Sacramentado».

– ¿Qué quiere que le diga? – murmuró Aura con expresión dolorosa. – Que las cualidades de Martín son muy buenas… únicas.

– Eso ya lo sé… dime lo otro; dime que aprecias esas cualidades, y que quieres hacer con las tuyas y las de él un hermoso ramillete de…

No le salía la figura. Sacole de sus apuros retóricos la hermosa doncella, declarando que no quería oír hablar de casorios con Martín ni con nadie, porque estaba resuelta a no casarse más que con…

No acabó. Sabino le quitó la palabra de la boca para poner la suya: «Quien vive de ensueños, hija mía, soñando muere. Tú lo pensarás… No has nacido para vestir imágenes, sino para que a ti te vistan de felicidades. A Martín no le faltan partidos; pero te quiere a ti… Ten compasión, que es la madre del cariño, y este el padre del amor… Conviene que seas práctica, a estilo de todos nosotros; conviene que no mires tanto a lo pasado, pues el que mira mucho atrás, atrás se queda… y el que vive entre fantasmas en fantasma se convierte… o en estatua de sal, como la otra… no me acuerdo cómo se llamaba… En fin, no te digo más, que aquí vienen Doña María Epalza y Juanita».

Dos señoras, madre e hija, que acababan sus prolijos rezos, se les agregaron, y a todas dio agua bendita con sus dedos glaciales el bueno de Sabino. Picotearon un rato en la puerta sobre los desastres del sitio y la escasez de víveres. Ya no había carne, ni aun salada. «Si ese generalote no viene pronto – dijo la señora mayor, – ¡pobre Bilbao!… Pero quieren que perezcamos todos gritando ¡viva Isabel II!, y aquí estamos también las mujeres dispuestas a cumplir el programa».

– Será, señoras mías – manifestó Sabino con fervor terciándose la capa, – lo que disponga el de arriba, que es quien dicta los programas. ¿Qué hemos de hacer más que acatar la Divina voluntad?

– Y la voluntad divina – afirmó la señora menor, viudita joven muy guapa – ordena que Bilbao perezca antes que rendirse.

– No, hija: que ni se rinda ni perezca… pues pereciendo no tiene gracia. Hay que sacar adelante a la niña, a nuestra angélica Reina… ¿No piensa usted lo mismo, Sabino?

– Señora, yo pienso…

En la punta de la lengua tuvo ya el conocido dicho de quien con niños se acuesta… pero se abstuvo de soltarlo, por escrúpulos de lenguaje y respeto a las damas. Propuso la viudita que pues aquel día no tiraban, podían correrse pasito a paso hacia la Cendeja, para ver todo lo que allí habían hecho los nuestros, las defensas magníficas, imponentes, donde se estrellaría el coraje faccioso. Dudaba la señora mayor; manifestó Sabino recelo de andar por tales sitios; pero tan decidida y entusiasta curiosidad mostraron las muchachas, que allá se fueron por toda la calle de Ascao y la de la Esperanza, hasta que ya en el término de esta les estorbaron el paso lo desigual del piso desempedrado, los charcos y lodazales, los montones de escombros. Por encima de un espaldón de tablas, reforzado con fajinas, vieron que asomaba una cabeza desmelenada; la cabeza de un diablo guapísimo, alegre, que llamaba con fuertes voces. Era Zoilo. Aura fue la primera que le vio. «Tío Sabino, mire dónde está ese pillo».

Corrió el padre, corrieron las damas. Alargando su cabeza por encima del tablón todo lo que podía, el miliciano les dijo: «Aura, padre, ¿han visto el letrero que hemos puesto por la parte de afuera de la batería para que lo vean ellos?».

– Ya, ya sabemos – dijo Aura mirándole gozosa. – Una calavera con dos canillas, pintada sobre negro.

– Y un letrero que dice: Tránsito a la muerte, o lo que es lo mismo: que todo el que venga a tomar esta barricada, muere, y que los que la defendemos, aquí estaremos hasta que nos maten.

– Bien, hijo, bien: no hemos visto el letrero; pero nos figuramos lo bonito que será. Dios te la depare buena. No sabíamos de ti.

– Oye, Zoilo – dijo la señora mayor: – ¿está aquí Luisito Bringas, el hijo de mi sobrina, sabes?

– ¿Luis el del indiano? Sí, señora. Aquí cerca, en las Cujas está. Hace un rato comimos juntos él y yo.

– Dirasle que a su mamá le supo muy mal que pidiera venir aquí, donde hay tanto peligro, y que no hace más que llorar.

– Ese es de los temerarios, locos, como mi hijo – observó Sabino. – Dios cuida de ellos.

– ¡Bravo, Luchu! – exclamó Aura. – ¿Desde cuándo estás aquí?

– Dos días llevo ya. No salgo, no sea que el puesto me quiten.

– ¿Por qué no avisaste a casa, hijo? Estábamos con cuidado. Tu prima y yo venimos del Circo y de Mallona, donde hemos preguntado por ti. Dime, ¿no tienes miedo?

– Sí, señor: un miedo tengo, uno solo. Temo que esos cobardes, después de tanto boquear, no nos ataquen mañana, como dicen.

– ¡Tránsito a la muerte! – repitió Aura con admiración, sintiendo no ver el lúgubre letrero. – Pero no morirán… Eso se dice…

– Y se hace.

– Vámonos, vámonos… – dijo Sabino. – Este no es sitio para señoras. Zoilo, por si no lo sabes, José María y yo dormimos en casa de Melquiades Echevarri. Vámonos, no sea que…

– ¡Si ahora no tiran! Están rezando el rosario.

Al despedirse Sabino tiernamente de su hijo, se le saltaron las lágrimas, y Aura, de verle llorar, lloraba también.

«¡Ay, qué hijos estos! – decía suspirando la señora mayor. – ¡Lo que inventan! ¡Tránsito a la muerte!».

– Es cosa de los de Trujillo, de los de Compostela – indicó la viudita.

– Y de estos, de los nacionales. Todos son unos.

– ¡Sangre de chicos, corazones de hombres!

Y Doña María Epalza, con súbito arranque impropio de sus años y de su obesidad, se cuadró, y elevando sus brazos con frenesí convulsivo hacia el tablero por donde asomaban varias cabezas, gritó: «Sí, cachorros de mi tierra. ¡Viva Bilbao, viva Isabel II!».

Se alejaron pisando fango, escombros, astillas… oíanse lejanos disparos de fusilería; por la parte del barranco de San Agustín venía una humareda negra, olor de pólvora… Hasta el convento de la Esperanza fue Aura mirando para atrás para ver los aspavientos que hacía Zoilo, alargando medio cuerpo fuera del espaldón de tablas. La señora mayor, agarrándose a la capa de Sabino, le decía: «¡Ay, me descompuse; me entró como un furor de alegría, de entusiasmo al ver el tesón de esos chicarrones!… No se puede remediar… está en la sangre bilbaína…». Y la señora menor completó el pensamiento con esta frase: «Bilbao muere, pero no se rinde».

– Así sea – dijo Sabino. – Y por encima de todo, la voluntad de Dios… Por de pronto, señora Doña María, hoy tenemos las alubias a veintiséis cuartos, y el bacalao a siete reales… Pero dicen que no importa… No somos nada; el pueblo es todo, y el pueblo dice: «Morir antes que rendirse».

Doña María, que apenas tenía movimiento después del esfuerzo que hizo para engallarse y soltar los furibundos vivas, modificó el concepto: Morir, tal vez; rendirse, nunca.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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