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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 15

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XXIX

Envalentonados por la fácil conquista de San Agustín, que aunque les resultó un guiso quemado, conquista era, emprendieron los facciosos el asalto de la Concepción, convento destinado a cuartel a la otra parte del río. Después que se hartaron de cañonearlo con las baterías de Mena y Santa Clara, y cuando ya tenían hechos polvo los débiles muros de aquel edificio, lo asaltaron con denuedo. Los bilbaínos, sin más apoyo que el que les daba el cañón situado en la torre de San Francisco y la fusilería de la Merced, les resistieron bravamente a la bayoneta. Setenta muertos se dejaron allí los carlistas y más de cien heridos, algunos de los cuales pudieron retirar. Con este feliz suceso, que levantó los ánimos, coincidió el feliz parte transmitido desde Portugalete a Miravilla por el telégrafo óptico, que decía: Continúe Bilbao defendiéndose. Pronto será socorrida.

En la defensa de la Concepción fue Martín levemente herido en el brazo izquierdo. No se contaba de él nada extraordinario: era un exacto cumplidor del deber, sin excederse nunca. La herida no tenía importancia; casi se avergonzaba de hablar de ella, refractario en toda ocasión a los alardes de valentía. Resistiose a que le hicieran la cura en el hospital, donde había que atender a casos más graves, y se fue a casa de Vildósola, buscando el arrimo de Negretti y Prudencia. Esta mandó al instante a buscar a Aura, y al verla entrar le dijo: «Nos ha caído que hacer. Tenemos a Martín herido; y aunque no parece cosa muy grave, me temo que se complique por ser del lado del corazón… Ahí le tienes tan pálido y triste que da lástima verle». Al instante procedieron las dos a curarle con gran solicitud, y él, recobrada su serenidad y buen humor, bromeaba con Aura, permitiéndose ponderar su belleza, y concluyendo con la exquisita galantería de que se conceptuaba dichoso de aquel estropicio para que tales manos se emplearan en curarle. Respondió la niña con buena sombra que la honra era para quien podía con su inutilidad prestar ayuda a la causa bilbaína, auxiliando a los héroes; rechazó con modestia el galán dictado tan sonoro, que a su hermano correspondía, y aseguró no apetecer más glorias que las de una ciudadanía decorosa consagrada al trabajo. Así estuvieron tiroteándose un ratito, hasta que llegó la criada de Gaminde con el recado de que fuera pronto allá la señorita Aura, pues Jesusita se había puesto mala y deseaba tenerla a su lado. Respondió Prudencia que más tarde iría con su tío Valentín. En vez de este llegó Sabino, con un poco de bálsamo samaritano que había ido a buscar para la cura de su hijo, y con él salió al poco rato la niña. El hombre tenía prisa, pues había quedado en acompañar el Viático que a la misma hora daban a Leonardo Allende y a Paco Amézaga, heridos mortalmente en los últimos combates. Quiso la buena suerte de Arratia que antes de llegar a la esquina de la calle del Matadero, se les apareciese Zoilo, que iba, después de tantos días, a echar un vistazo a la familia. Coyuntura tan feliz alegró al padre, que no quería más que largarse al Viático, como si pensara que éste no era eficaz sin su concurso. «¡Qué oportunamente llegas, Luchu! – le dijo. – Cuando te encontré en Santa Mónica y te mandé venir, no creí que anduvieras tan listo. Luego subirás a ver a tus tíos y a tu hermano: la herida de este es insignificante. Ahora acompañas a tu prima a casa de Gaminde, y yo me voy por aquí a Santiago».

– Corra, padre, corra; que si se descuida no alcanza…

Habíase quedado la niña de Negretti completamente paralizada de voz y pensamiento al ver a su primo. Tenía muy pensadas las expresiones que debía dirigirle la primera vez que le viese después de sus heroicidades, y todo se le borró de la memoria.

«Vamos» dijo Zoilo, viendo desaparecer a su padre por la calle de la Tendería. Y ella repitió vamos, creyendo que con esto decía bastante. – ¿Por qué estará tan callado? – se preguntó cuando, recorrida toda la calle de la Cruz, llegaban al ángulo de la Sombrerería – ¿Estará enfadado conmigo?… No sé por qué podrá ser.

Al llegar a la entrada de la Plaza Nueva, dijo el miliciano secamente: «Por aquí, por aquí es por donde vamos».

– ¿Qué pasa? – indicó ella. – ¿Está interceptada la calle de la Sombrerería?

– No: es que hace días, muchos días, que no nos vemos, Aura, y he dispuesto que demos un paseo… nosotros mismos.

– ¡Pero, chico, si me están esperando!…

– Que esperen… Más he esperado yo…¡Tantísimos días sin verte, y a cada instante creyéndome que llegaba mi última hora y que ya no te vería más!

– Ya sé que has sido muy valiente. Todo se sabe. Todito me lo han contado, y yo he dicho: «Se porta como quien es, y hace lo que se propone».

– Para eso está uno en este mundo, dilo. Se hace siempre lo que se debe, y con voluntad se tiene cuanto se desea.

– ¿Y qué tienes? ¿Qué has ganado con tus heroísmos?

– ¿Qué he ganado?… ¿Pues te parece poco? Algo que vale lo que el mundo entero, y más. Te gano a ti.

– ¡A mí!… ¡Qué cosas tienes!… Pero di, tonto, ¿a dónde me llevas? ¿Salimos por aquí al Arenal? No vayamos muy lejos. Que el paseo sea cortito.

– El paseo será del tamaño que disponga yo mismo.

– Arrogante estás.

– ¿Cómo no, llevándote conmigo?

– Un ratito corto.

– O largo…

– Si tardo, me reñirá tu tía.

– A ti no tiene que reñirte mi tía ni ninguna tía del mundo, porque en ti nadie manda más que una persona.

– Pero esa persona no está aquí.

– Esa persona está aquí, y soy yo – afirmó el miliciano, parándose en firme…

– Zoiluchu, no digas tonterías; yo no te pertenezco.

– Tú me perteneces. Te he conquistado… Que he sabido ganarte, sábeslo tú, sábelo Dios… Sigamos hasta la Ribera, que aún tenemos mucho que hablar.

– Cuidado… ¡Si nos ven solos por aquí…!

– Si nos ven solos, dirán: «Ahí va Zoilo Arratia, pues, con su mujer».

– ¡Jesús, qué barbaridad!

– Porque si no lo eres todavía, lo serás, sin que nadie pueda evitarlo, porque yo lo quiero, y también tú… tú y yo, que es como decir nosotros en uno mismo… Puede que mi padre y mi tía lo lleven a mal, porque otros planes tienen; pero ni mi tía, ni mi padre, ni la familia entera, ni todo el género humano, impedirán lo que yo quiero, llamándome nosotros, lo que debe ser y será.

La firme voluntad de Zoilo, tan categóricamente formulada, sin atenuación alguna; poder incontrastable, irreductible, del orden de los hechos fatales o de las leyes de la Naturaleza, actuaba sobre el espíritu de Aura como una fascinación, como un exorcismo, más bien como la atracción sideral. Era ella el cuerpo pequeño que se veía arrancado de su órbita, asumido a la órbita del cuerpo mayor. El inmenso querer, el inmenso desear de Zoilo la envolvía y se la llevaba consigo en un giro infinitamente grande.

«¿Pero qué estás diciendo?… Que tú… que nosotros… que yo…».

– Digo que eres mi mujer, y dilo tú; que pues yo lo he querido, es así… y ante esto, Aura, la familia y el mundo entero tienen que bajar la cabeza… Lo que vas a decirme, ya lo sé.

Sonó un cañonazo. Albia despidió un proyectil curvo; a los pocos segundos disparó otro Landaverde. El uno se pasó; el otro vino a caer en la ría, más abajo del Arenal.

«Vámonos por Barrencalle a coger los Cantones… Por aquí… No tengas miedo. Esos mentecatos tiran a esta hora por las Ánimas benditas… No temas nada. Dios ha dicho que ni tú ni yo moriremos en el sitio. Porque lo sé soy animoso, no por valor propiamente… ¿me has entendido? Mi valor es Aura, mi fe es Aura, dilo… y creyendo en Aura y teniéndola, no hay balas, no puede haber balas que a uno le toquen».

– Sí, fíate… – murmuró la doncella queriendo reír.

– Pues sí; ya sé lo que a decirme vas: que si el compromiso, que si D. Fernando… Don Fernando no viene ya… o se ha muerto, o no es caballero… Y aunque venga… ¿qué?… Reino abandonado, reino perdido. En su trono me he sentado yo, Zoilo Arratia, y a ver si me echa él… con sus manos lavadas… con sus manos bonitas… Las mías, quemadas y oliendo a pólvora, más que las suyas podrán.

– Eso no… Luchu, eso no… – dijo la niña muy apurada, no sabiendo encontrar en su mente fecunda más que aquella denegación anodina, infantil…

– Yo digo que sí… Nada temo. Estorbos para mí no hay. Voy contra un ejército si es necesario… No sé lo que es desconfianza; lo que es miedo no sé… Ni a ti misma te temo. Sé que he de triunfar de todo, y nada me importa D. Fernando, venga o no venga. Ni el mismo San Fernando, si del cielo bajara, me importaría.

– ¡Cómo te creces, primo! – exclamó Aura pensativa, subyugada por aquel torrente irresistible de voluntad. – Arrogante estás.

– ¡Que si me crezco! Di que tengo vida de sobra… ¡Y lo que falta! Aura, por mucho que yo suba, aún estás tú más alta. Y verte tan arriba no me pesa… Mejor, así crezco yo más.

Muy poco adelantaban en su paseo, porque se paraban a cada frase para poder verse las caras frente a frente, y aumentar con la vista y el mutuo llamear de sus ojos la expresión de lo que decían.

«¿De modo – dijo Aura – que tú nada temes?».

– Nada. Dios me dice que tendré todo lo que quiero, porque lo sé querer.

– ¿Según eso, tú, Zoilo… no dudas?

– ¡Dudar yo! ¿De qué? Eres mi mujer, te tengo… Nadie te apartará de mí…

– Muy pronto lo has dicho. ¿Y si yo, suponiendo que quisiera ser tuya, no pudiera serlo?

– ¡No poder… queriendo!… ¡Ah!, ya sé por qué lo dices… ¿Crees que hago caso de esa bobada de mi tía Prudencia, que quiere casarte con Martín?… Yo me río; ¿y tú?

– También.

– Pero no has tenido valor para decirle a la tía Prudencia y a mi padre que eso no puede ser.

– ¡Oh, no me atrevo!

– Pues yo sí. Ahora mismo voy y se lo digo.

– ¡Oh, no por Dios!… Lo que has de hacer ahora mismo es llevarme a casa de Gaminde. Basta ya de paseíto. ¡Qué dirán, qué pensarán!…

– Pensarán que debemos casarnos pronto.

– ¡Dale!

– Nada: ¿no tiene D. Francisco un hermano cura?

– Sí, D. Apolinar: allí está siempre.

– Pues voy a verte, y después hablo con él para que nos case.

– ¡Zoilo! – exclamó Aura, dando un paso atrás aterrada de tan extraordinaria decisión. No había visto ella nunca una fuerza que a la de su primo se asemejara. El fogoso chico era la acción misma; no imploraba los favores del Destino, sino que cogía por el pescuezo al propio Destino y lo hacía su esclavo. Mientras dio la niña aquel paso en retirada, dijo Zoilo que si D. Apolinar no quería casarles, él conocía un capellán de tropa que lo haría en menos que canta un gallo. La atracción, gravitación o lo que fuera, actuó de nuevo sobre el espíritu de Aura, que dio el paso adelante, sin atreverse a decir más que esto: «Bueno, primo; creo que debemos irnos ya…».

– Como quieras… Quedamos en que iré a verte a casa de Gaminde.

– ¡Oh, cuánto hablaron de ti ayer, y cómo te ponían en las nubes! Yo, naturalmente, estaba muy orgullosa… por la familia, por ti…

– Di que por ti más…

– También contaron lo del café; el brindis que echaste, lo que te dijo Arana al regalarte la pistola, y el beso que te dio, en nombre de Bilbao, el viejecito Ansótegui.

– El beso no era para mí, Aura.

Diciendo esto, y sin darle tiempo a retirarse, le cogió la cabeza, y apretándola fuertemente, le estampó como unos veintitantos besos en diferentes partes, desde la coronilla a la garganta.

«Por Dios, ¡ay, ay!, no seas bruto… ¡Qué atrevido, qué…! Déjame… Ya no más… Me haces daño… No, no; quita, quita… Que pasa gente… ¡Ay, no!».

– Si pasa gente, que pase – dijo Zoilo al concluir. – Estaría bueno que no pudiera uno acariciar a su mujer donde se proporciona…

Ocurriéronsele a la niña razones de gran fuerza para protestar de aquella bárbara violación de la compostura, del respeto que ella merecía; pero entre la mente y los labios perdiéronse las razones, y cuando quiso buscarlas no parecían… Sólo pronunció entrecortadas voces que eran, empleando un símil guerrero, como migas de pan arrojadas contra un baluarte de granito. La joven siguió su camino temblando, como una brava res cogida y amarrada por potente cazador.

«Eres muy atrevido, Zoilo – dijo, rehaciéndose cuando pasaban de la soledad de la calle de la Torre a la plazuela de Santiago, – y eso no está bien… Te repito que no está bien… Llegaré muy tarde, y me reñirán».

– No hagas caso. Yo soy tu dueño, y no te riño, pues.

– Y a ti te regañará tu padre, si sabe…

– Soy hombre… Mi padre me respetará como yo le respeto a él… Si algo me dice, que estoy casado le responderé.

– Eres atroz, Luchu.

– Soy terrible… Cuando me convenzo de que tengo que ir a un punto, voy. Nada me acobarda… Nadie me domina, y yo domino todo lo que quiero, y más.

– Es mucho decir…

– Más hago que digo… Yo hablo con las acciones.

En esto llegaron a la casa de Gaminde, y él fue tan juicioso que no la detuvo en el portal. «Súbete pronto. Ya sabes que vendré a verte cuando el servicio me lo permita».

– Adiós… No hagas barbaridades. Bastante te has lucido ya.

– Yo no quiero lucirme… Me ejercito; me lo pide el cuerpo… y el alma… Así se hace uno fuerte para lo que venga, Aura. Adiós.

– Adiós… Me subo volando.

XXX

Al sentirse físicamente lejos de la esfera de atracción de aquella voluntad potente, volvió la niña a girar en su órbita y sintió recobrada en parte su personal fuerza. «Es un bruto – se decía; – pero no hallo la manera de sustraerme a su poder. ¡Qué hombre, qué energía!… ¡Ay!, tendré que hacer un esfuerzo para no dejarme dominar, pues de lo contrario, no sé lo que pasará… Como mérito, lo tiene… ¿De qué será capaz Zoilo, si no le mata una bala? Pues de las cosas más grandes. Me asusta, verdaderamente me causa tanto miedo como admiración… ¡Qué mal he hecho en dejarme besar! Se creerá que le pertenezco, y eso sí que no. Pero me cogió tan desprevenida, ¡qué pillo!, que no pude… Cualquiera le dice que no a nada. Este es de los que no se dejan gobernar, y gobiernan a todo el mundo… Yo no sé lo que me pasa… Cuando estoy lejos de él, soy muy valiente… pero se me acerca, y ya estoy temblando… ¡Vaya un hombre!… Pero no: es preciso que yo me mantenga en mi deber y en mi consecuencia, porque no puedo faltar a lo jurado… El mío es otro… y aunque estoy muy enojada con Fernando porque no viene, ni se anuncia, ni nada, debo mantenerme firme… La verdad es que ya pesa, Señor, ya pesa este abandono en que estoy, y si yo me declarara independiente, no tendría razón ninguna en quejarse. Sabe Dios que le he querido y le quiero como cuando nos conocimos… No dirá que he faltado. Él es quien falta… ¿Y quién me asegura que no se ha entretenido lejos de mí con otra mujer? Esto sería ya inicuo, esto sería ultrajante para mí… Pero yo soy quien soy, y espero, espero, espero… ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?… Digan lo que quieran, tengo yo mucho mérito, y la palma de la constancia nadie me la puede quitar…».

Pensando en esto, que era su continuo pensar, hizo propósito de esperar a Fernando hasta unos días después de la terminación del sitio… ¿Y si llegaba después del plazo que ella fijara y daba explicaciones satisfactorias de su tardanza?… No, no: había que aguardarle hasta que se tuviese la certidumbre de que no había de venir.

Acontecía que en sus cavilaciones nocturnas sobre este tema, a veces la persona de Fernando presentábase en la mente de Aura un tanto desvirtuada en sus atributos. Como todo se gasta y perece, aquel ser tan traído y llevado en los sueños de la sensible joven, desmerecía, se deslustraba, como las bellezas materiales que el tiempo y el uso van carcomiendo, como las flores que se marchitan, como las nobles vestiduras que se ajan, como las finas armas que se enmohecen… Sobre cuanto existe actúa el tiempo, artista minucioso que deshace unas obras, pieza por pieza, para hacer otras, o las reduce a polvo para vaciarlas en mejor molde. El maldito no está nunca quieto, y no hay cosa peor que dejar en su poder, para que lo guarde, algún objeto moral o físico de gran mérito y estimación. Si no se queda con él, lo devuelve transformado.

No estaba ociosa la niña de Negretti en aquellos días, pues sus amiguitas no la dejaban de la mano, llevándola de casa en casa, a patrióticas reuniones femeniles para coser sacos, preparar hilas y vendajes, cuando no iban a Santa Mónica, según los turnos que designaban las señoras mayores. Una tarde, reunida una cuadrilla en que no había menos de dos docenas de muchachas, algunas de las más bonitas del pueblo, discurrieron ir a visitar al oficial herido Fernando Cotoner, que por su gentileza y donosura tenía gran partido entre el bello sexo. Custodiadas por una comisión de mamás invadieron su casa, y halláronle en vías de convalecencia, alegre y decidor como de ordinario; y tanto se excitó con la irrupción de niñas guapas, y tales apetitos de hablar mucho y vivo le entraron, que el médico tuvo que ordenar la inmediata salida del enjambre. «De esta no muero, amigas de mi alma – les decía clavado en un sillón, gesticulando con exceso, pues condenado a quietud absoluta, sin más juego que el de los brazos, usaba de estos desmedidamente. – Sólo ha sido un agujero más, y ya he perdido la cuenta de los que debo a la guerra. La que se case conmigo, ya sabe que se casa con una criba… Fernando Cotoner no entra en acción sin que le toque alguna china… Es el niño mimado de las balas… ¿Saben la carrera que sigo? La carrera de inválido… Adiós, flores bellas, alegría de mi corazón… Un momento, aguarden un ratito… ¡Vivan las niñas de Bilbao! ¡Viva la Libertad y muera Carlos V!». Respondió el alegre coro desde la puerta y en el pasillo, a donde las empujaba el médico D. Miguel Medina, sacudiéndolas con su pañuelo como si ahuyentara moscas.

A menudo iba Aurora a pasar un ratito con su tío Ildefonso, que con ella se animaba, saliendo por breves momentos de su taciturnidad sombría. Gustaba de que ella, y no los demás, le refiriese las sucesivas ocurrencias del sitio, las victorias que con su heroico tesón iba ganando el pueblo, la situación probable o supuesta de las tropas que venían en socorro de la plaza. Y él, siempre bondadoso, no desmemoriado a pesar de la turbación de su mente, gustaba de decirle lo que consideraba más grato para ella: «Si Espartero viene pronto y salva a Bilbao, en cuanto se abran las comunicaciones tendremos aquí, creo yo, al buen D. Fernando». Y otro día, con gran reconcomio de Prudencia, que se mordía los labios para comprimir sus ganas de controversia, dijo: «Me da el corazón que el Sr. de Calpena está con Espartero, y que entrará con él».

Pasaron días sin que Aura y Zoilo se viesen, por causa de la permanencia casi continua del valiente chico en las líneas de defensa. En cambio, siempre que iba la niña a casa de Vildósola, era infalible su encuentro con Martín, que tardaba en restablecerse de su herida más de lo que parecía natural. Prudencia daba largas al proceso traumático, aplicando vendajes con unturillas de su invención, completamente inofensivas. En el largo espacio que daba el tratamiento dilatorio, logró el benemérito joven, con no poco estudio, aguijoneado por su tía, declarar a la hermosa doncella el amor puro, de honradísimos y santos fines, que le inflamaba, gastando en ello fórmulas algo semejantes a las farmacopeas de Prudencia. Contestábale Aura agradeciendo sus nobles sentimientos, y declarándose imposibilitada de corresponderle por el compromiso antiguo que a otra persona la ligaba. Por su parte, la sagaz gobernante, siempre que a solas la cogía, incitábala a no ser tan huraña con Martín, asegurando que partido mejor no encontraría aunque lo buscara con pregón. La pobre joven rompía en llanto; deseaba que el tío Ildefonso se pusiera bueno para contarle sus cuitas y pedirle consejo; pero esto era muy difícil, porque Prudencia nunca la dejaba sola con su marido, temerosa de que Ildefonso, con su puritanismo y el rigor de sus principios, tan contrarios al sentido práctico, la torciese más de lo que estaba.

Y por desgracia, el pobre Negretti iba de mal en peor. Una tarde, hablando de ello Vildósola, Valentín y Prudencia, delante de Aura, expresó aquella con lágrimas su dolor por el desvarío manifiesto de las ideas de su esposo.

«Ayer – manifestó Valentín, suspirando – seguía con el tema de que ya no se harán los barcos de madera, sino de hierro, todo el casco de hierro…».

– Esto no es absurdo, no, amigo mío – dijo Vildósola, hombre indulgentísimo, muy crédulo y que no era pesimista en el caso de Negretti.

– Absurdo no… Científicamente, puede ser. Lo gordo es que, según Ildefonso, todo ese hierro que se necesita para construir los barcos de mañana se llevará de Bilbao a Inglaterra. Vean por dónde nos vamos a quedar sin montañas.

– Poco a poco, Valentín. Hablando con franqueza, no veo el delirio, no veo el disparate…

– Pero, hombre, ¿estás tú loco?… ¡Embarcar toda Vizcaya en naves de hierro para llevarla a Inglaterra! ¡Ah, tunante!, como buen corredor de cambios, ya se te hace la boca agua pensando en el papel Londres que vas a colocar el día que…

– No es eso… yo digo…

– Cállate, Cirilo… Se trata de barcos, y yo…

– Se trata de comercio, y yo…

– Esperen… – dijo Prudencia, cortando la cuestión. – A mí me aseguró que toda nuestra ría no será bastante para contener las embarcaciones grandes, grandes…

– A mí me dijo que dentro de cuarenta años se verían en estas aguas cuatrocientos barcos de dos mil a tres mil toneladas, descargando carbón y llevándose la mena… Para ese tiempo se empedrarían las calles de Bilbao con libras esterlinas, y tendríamos aquí fábricas y talleres tan grandes como de aquí al paseo de los Caños…

– Pues ese delirio – afirmó el corredor – merece mi aplauso, y no he necesitado más que oírlo mencionar para sentirme contagiado. Yo deliro también, Valentín. Yo creo en el hierro… yo lo veo…

– Lo que tú ves es el cambio, los chelines y peniques. Tú no estás bueno, Cirilo… El sitio a todos nos volverá locos.

– Yo veo el hierro…

– Sí: tendremos que echarnos cabezas de hierro para poder pensar. Adelante.

– Con ser un delirio eso de exportar las montañas – añadió Prudencia, – no me resulta tan desatinado como la que me soltó esta mañana. Hablábamos del sitio, de si viene o no viene Espartero, y él muy serio, convencidísimo y enteramente aferrado a su opinión, se dejó decir que para que Bilbao llevase su defensa hasta la última extremidad, volviendo locos a los carlistas y obligándoles a largarse corridos, era menester que pusieran de gobernador de la plaza, ¿a quién creéis?, a nuestro sobrino Zoilo. Dice que Luchu es la más fuerte energía militar que tenemos aquí. Y que si él estuviera al frente del ejército del Norte, ya no quedaría un carlista para un remedio.

– Es que anoche – indicó Vildósola – estuvo Zoilo contándole cosas de cañoneo y batallas, con las exageraciones y el ardor que el chico pone en todo lo que dice.

– Ya me cuidaré yo – afirmó Prudencia – de que no vuelva a pasar… Cuente Zoilo sus hazañas a los que están buenos, no a los enfermos del magín, que fácilmente se ponen perdidos oyendo hablar de encuentros, degollinas, zambombazos y demás gracias de la guerra, que a mí no me hacen ninguna gracia.

Oía estas cosas Aura sin aventurar de su parte observación alguna, y lo único que se le ocurrió fue el propósito de advertir a su primo, en cuanto le viese, que se abstuviera de contar al tío lances guerreros, ni nada en que figurasen bombas, granadas y metralla. El día 5 de Diciembre, poco antes de la salida que hicieron los sitiadores por la parte de Artagán, creyendo obrar en combinación con Espartero, vio la niña al miliciano; pero no pudo hablarle. Iba ella con las de Gaminde y las de Ibarra por la calle del Correo, a oír misa en Santiago, cuando pasaron las compañías de Milicianos y de Trujillo en dirección de Achuri: Zoilo la vio, y ella a él. Aura no hizo más que sonreír y ponerse muy encarnada; él la saludó graciosamente con una sonrisa y fugaz movimiento de los labios. Por la noche, oyendo contar que la salida, aunque brillante, no resultó eficaz por el mal acuerdo de haberla hecho sólo con cuatrocientos hombres, pensaba la hermosa joven que si Zoilo hubiera dispuesto la operación habrían salido lo menos mil… Vamos, ¿a quién se le ocurría mandar cuatrocientos hombres, ni aun contando con el apoyo de Espartero por el lado de allá? También ella se iba volviendo estratégica. La verdad, no comprendía cómo sus tíos encontraban tan disparatadas las ideas de Negretti con respecto a Luchu… ¿Pues qué? ¿Dónde había voluntad como la suya? ¿Quién le igualaba en grandeza de corazón, en bravura y serenidad? Pues así como tenía estas dotes, bien podía tener las otras, las del cálculo para saber por dónde se atacaba y con qué fuerzas, y en qué ocasión y momento.

Acostose con la cabeza dolorida, congestionada de tanto pensar, y pasó malísima noche, sin poder conciliar el sueño, atormentada por una idea tenaz, monomaníaca, consistente en establecer paralelo entre Don Fernando y su primo, midiendo y aquilatando las excelsas cualidades de uno y otro. Sin duda había pocos como Fernando, cuya inteligencia, caballerosidad, exquisita educación y finura cautivaban… Esto no quitaba que el otro fuera más hombre, más… no sabía cómo expresarlo. Era todo lo hombre que se puede ser. Con la voluntad que a él le sobraba, se podían hacer cien personas enérgicas, o mil… No había más que mirar aquellos ojos para comprender que era su alma toda acción, de las que gobiernan y no se dejan gobernar, de las que subyugan y avasallan… Pero por ser menos hombre, no perdía sus hermosos méritos Fernando. ¡Qué talento, qué gracia, qué elegancia de formas! ¡Luego sabía tantas cosas, había leído tanto!… En cambio, Zoilo era un bruto, un bruto, eso sí, capaz de aprender en poco tiempo todo lo que no sabía, y llenar de conocimientos el profundo pozo de su ignorancia… Insistía la gentil niña, dando extensión absurda a estos paralelos febriles, en pertenecer a Calpena, en mantenerse fiel a su compromiso; pero mucho tenía que fortificar su voluntad para oponerse al torrente del querer de Zoilo, de aquel querer que no admitía réplica ni oposición, que todo lo arrollaba hasta imponer y afianzar su imperio. Para defenderse del audaz tirano, lo más conveniente sería no verle más, no hablar con él… ¿Y cómo podía ser esto? Si Fernando viniese pronto, todo se arreglaría; pero ¡ay!, le daba el corazón que Fernando, o tardaría mucho o no vendría más. La insistencia de Ildefonso, al afirmar que vendría con Espartero, era un desatino de la perturbada mente del buen mecánico… Imposible, pues, sustraerse a la sugestión avasalladora, soberana, fatal, de su primo. Dios le había dado el don de querer con tan grande intensidad, que cuanto quería se le realizaba. No soñaba, hacía; pensamiento y ejecución significaban en él lo mismo.

Como era la niña tan inteligente, y además poseía su poquito de instrucción, extraordinaria para las muchachas de aquel tiempo, podía discurrir sobre estas cosas de humanos caracteres, y hasta encontrar forma relativamente apropiada para expresar sus juicios. Prosiguiendo el ingenioso paralelo, se dijo: «¿Y este Luchu es romántico?… Puede que sí; pero no, como Fernando, un romántico de soñación, sino de acción… Así lo veo yo. Todo el romanticismo y toda la poesía de Fernando es la de los dramas, la de los libros que andan ahora: en los libros y en los dramas, que son pura mentira, ha bebido él su romanticismo, como las abejas en las flores… Este Luchu no es así: todo lo tiene en su alma desde que Dios la hizo. D. Fernando sueña, se emborracha con lo que ha leído… quiere llevar todo aquello a la acción y no puede… no le sale… Claro, como que no es suyo… (Pausa larga de aturdimiento y confusión.) Pero ahora caigo en ello. Zoilo no es romántico, sino clásico, tan clásico, que no puede serlo más… Se me ocurre el disparate de compararle con los dioses antiguos, que tomaban figura de hombres, y a veces de animales, para andar por el mundo y hacer lo que les daba la gana… Y se metían entre los ejércitos, y daban la victoria a quien querían, y destruían pueblos, y soltaban rayos, y seducían mujeres… sin que nadie pudiera oponerse a su voluntad… Naturalmente, como que eran dioses».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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