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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 12

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«Sí, tía – dijo Aura, – no me olvidé de guardarle el medio pollo. Lo he puesto a calentar. Ahora lo traeré».

Y sirviéndoselo, le decía, cariñosa: «Come, pobrecito. Tranquilízate… ¿Has hecho mucho, mucho fuego? ¡Qué sería de Bilbao sin los hombres valientes!… De fijo que Zoiluchu habrá hecho alguna calaverada… alguna barbaridad…».

– Es tan arrojado – dijo Valentín, – que me temo que sus bravuras le cuesten caras.

– Pero no hay que temer – añadió Prudencia. – A ese no le parte un rayo.

Martín no dijo nada: comía en silencio, con la avidez de reparación de la materia egoísta. La entrada de Churi renovó en todos la inquietud por Zoilo. Observando la cara sombría del sordo, temían que fuese portador de alguna mala noticia; pero a las interrogaciones que le hicieron, harto expresivas sin necesidad de usar la palabra, contestó con desabrimiento: «¿Yo qué saber? Diez y siete muertos de Mallona sacar… Yo verlos. No estar Zoilo; ningún muerto de los diez y siete es él mismo… Más no sé…».

XXIII

No se conformaba Aura con ignorar la suerte del menor de sus primos, y en la mañana del 26, a cuantos entraron en la casa preguntaba si sabían algo, si habían visto los muertos de Mallona. Nadie le dio razón. Todo aquel día, que lo fue de grande inquietud, porque en él dieron las compañías carlistas llamadas de argelinos un terrible asalto por Mallona, no llegó a la casa de Arratia noticia alguna de los hombres de la familia. Por la noche, sabedoras Aura y Prudencia de que a Víctor Gaminde le habían llevado herido a su casa, fueron corriendo allá. Prudencia no quería más que informarse y comadrear un poco, y dejando allí a su sobrina, se volvió para que Ildefonso no estuviera solo. Vio Aura al joven herido, y a la familia consternada: las hermanitas lloraban; la madre no sabía qué hacer, y el padre, D. Francisco Gaminde, persona en quien la bondad no excluía la entereza de carácter, sonreía con heroico dominio de sí mismo, asegurando que el puntazo del niño no era de muerte; le curarían, le darían buenos caldos para reponer la sangre perdida, y «¡hala, otra vez al puesto! Bilbao no quiere gallinas, sino buenos gallos con espolones». Todo se reducía a un desgarrón de bayoneta en el costado derecho, rozando las costillas. Hilas, esparadrapo, y a los tres días ya podía coger otra vez el chopo. También él lo cogería si fuera menester… Y en último caso, antes que consentir que el absoluto entrase en Bilbao, hasta las niñas, las bravas bilbaínas, tendrían que ir al fuego.

Conservaba el herido su buen humor, y no estaba conforme con que le metieran en la cama. En esto entraron dos de sus compañeros, y alegrándose mucho de verles, se lamentó de no poder estar enteramente curado al siguiente día, para volver allá. No había acabado de decirlo, cuando entró un tercer miliciano, manchado de sangre, la cara negra, de humo, de tizne, del obscuro fango de las baterías: era Zoilo, el mismísimo Zoilo, pero en tal facha, que Aura tardó en reconocerle; parecía más delgado, más alto… ¡qué cosa tan rara!… era otro… no, no… el mismo en espíritu; pero más estirado de cuerpo, ahuecada la voz, enflaquecido el rostro. A pesar de estas novedades de aspecto, bien se le reconocía en el mirar grave, en la arrogancia de su actitud sin asomos de fanfarronería, en el aplomo con que presentaba su rudeza ante personas finas de uno y otro sexo, no dejándose vencer de la cortedad. No había concluido de saludar a todos los presentes y de estrechar la mano de su amigo, cuando llegó presuroso Valentín, encargado de comunicar al Sr. Gaminde acuerdos importantes de la Junta, y de rogarle en nombre de sus compañeros que fuese al instante a donde estaban reunidos. Entre el cúmulo de asuntos diversos que este y el otro, reunidos al acaso, expresaban con conceptos tan diferentes, descolló un instante la voz del miliciano herido, diciendo: «Los héroes de Mallona han sido dos… el pobre Mendiburu, y otro que está presente. Cuando los primeros veinte argelinos entraron por la brecha, más parecidos a fieras que a hombres, cinco de nosotros se abalanzaron a ellos… De esos cinco, tres se quedaron a media distancia; dos solos avanzaron resueltos. De los dos, Mendiburu cayó muerto; el otro está vivo, y es este Luchu que ven ustedes aquí. Tras el muerto y el vivo corrimos los demás… No sé cómo fue aquello… un milagro, un sueño… no sé… Aún tengo dudas de que vivamos los que vivimos y de que quedaran en tierra destripados no sé cuántos argelinos… Ni sé cómo pudo pasar lo que pasó… no sé, no sé…».

Manifestó Zoilo, ante el relato de su hazaña, una calmosa modestia, sin hipócritas denegaciones ni alardes vanidosos. Su tío Valentín le dio una bofetada de cariño y tres besos que parecían mordidas, gritando: «¡Si es Arratia, bilbaíno de las Siete Calles!… y no hay más que decir». Gaminde, sin extremar la admiración, pues tales hechos debían considerarse, según él, como cumplimiento estricto del deber, no dijo más que: «Bilbao está lleno de estos cachorros, que saben cumplir. ¡Cualquier día entran aquí los absolutos! Vámonos, Valentín».

– Vámonos – dijo Arratia a su sobrina, – que es tarde. Al pasar te dejaré en casa.

– Vámonos, Luchu. Vente a descansar – dijo la niña al heroico joven.

Y eslabonándose unos a otros con aquel vámonos, salieron en cadena los cuatro. En la calle, se adelantaron prima y primo; detrás, las dos personas mayores hablaban de cosas graves.

«¿Es verdad que has hecho lo que cuenta Víctor?» preguntó la doncella.

– Di que nada… – replicó el mozo muy serio. – No me alabo yo de cosas que valen poco.

– Has sido muy valiente… no lo puedes negar.

– Más habría hecho si me dejaran… Pero no le dejan a uno. ¡Qué rabia! Si los demás hubieran querido, salimos y no queda un argelino para muestra.

– Has sido muy valiente – repitió Aura, parándose y mirándole a los ojos. Los de ella resplandecían de júbilo.

Valentín y Gaminde se habían quedado muy atrás. «No lo dude usted, D. Francisco – decía el primero. – Es noticia auténtica. La han traído dos artilleros facciosos que se pasaron esta noche».

– Pero no es creíble…

– Pues créalo usted. Levantan el sitio. No tienen municiones. Las que han repartido hoy son las últimas.

– No nos caerá esa breva, Valentín.

– Además, hay piques entre ellos. Villarreal y Simón de la Torre están a matar, y este se retiró hacia Munguía, negándose a obedecerle.

– Eso lo creo; pero no que se retiren.

– ¡Que levantan el sitio, D. Francisco!

Al decir esto se aproximaban a la otra pareja, y Zoilo pescó el concepto «levantar el sitio». No pudo expresar la rabia que esto le produjo, porque llegaron a la tienda, y se vio rodeado de su padre, hermano y tía, que por su vuelta le felicitaban cariñosos. Valentín y el Sr. Gaminde siguieron hacia San Antón, mientras Zoilo, subiendo de mala gana al entresuelo, viose obligado a contestar a mil preguntas impertinentes. Él no había hecho nada de particular: no le hablaran, pues, de hazañas ni heroísmos. «Muy bien – díjole Sabino: – el buen soldado cumple con hacer lo que le manden, sin meterse a farolear. Cada cual en su deber, y luego Dios dispone». Aura le sacó golosinas que guardara para él, lo mejor que en la casa había. Pero el chico, tristemente impresionado por la frase de su tío levantan el sitio, no tenía ganas de comer. La indignación, el despecho le trastornaban. Sentía escarnecido su amor patrio, su risueña ilusión por los suelos. «¡Levantar el sitio! – exclamó golpeando en la mesa con el mango del cuchillo, cuando Aura y él se quedaron solos. – No, no: eso no puede ser. Si se retiran, tras ellos hay que ir, y trincarles de una oreja, ¡cobardes!, y volver a traerles a las trincheras… ¡Allí… fuego…! ¿No queríais sitio de Bilbao? Pues sitio de Bilbao… Firmes… hasta que no quede uno… ¡Qué rabia! ¡Retirarse cuando apenas habíamos empezado a cascarles!… ¿Qué dices, Aura? ¿Te burlas de mí?».

– Yo no me burlo, no… Me gusta verte tan fogoso – replicó la doncella. – Pero si ya has hecho bastante, si te has portado como un valiente, ¿a qué quieres más gloria, tonto?

– Yo no hice nada – afirmó el miliciano levantándose de golpe, fiero, ceñudo. – Esos niños bonitos se admiran de cualquier cosa… Ea, no quiero cenar. Más comida no me saques; no quiero… Me pone furioso eso de que levantan el sitio; y de la rabia que tengo, no puedo pasar la comida… Me haría daño; se me volvería veneno. Para mi hermano Martín guárdala; que vendrá luego, y vendrá muy contento si sabe lo que yo sé… Me voy a ver qué se dice. Estoy franco hasta las doce; pero no tengo sosiego hasta que sepa si seguimos o no seguimos. ¿Tú qué piensas?

– Pienso – dijo Aura – que sí, que levantan el sitio.

– ¡Aura!

– Aguárdate… se retiran para organizarse mejor, y reunir más gente y más cañones y más balas. Cuando tengan todo eso, volverán. Se han propuesto coger a Bilbao, y lo cogerán si tú los dejas.

– ¡Yo!… ¡Como no les deje yo!… Aura, no juegues… Si no te quisiera, me importaría poco… pero te quiero… Tú estás muy alta, yo muy bajo. Para llegar a ti, no más que un caminito hay: estrecho es y muy pendiente, formado todo de cuerpos carlistas; de cuerpos vivos, quiero decir, tan vivos que todos se echan el fusil a la cara cuando me ven. Pues por encima de todos esos cuerpos tengo que pasar para llegar arriba… y para pisar sobre ellos, y hacerles escalones míos, tengo que matarles antes… Con que hazte cuenta…

Aura sintió una corriente de frío intensísimo a lo largo de su espinazo. Dando diente con diente, le dijo: «Se retiran… volverán con más cañones, con más fusiles, con más balas… ¡Pobre Zoiluchu!».

– No me digas ¡pobre!… así como por lástima. Yo no soy ¡pobre!… ¿Y por qué tiemblas? Tienes frío…

– Sííí…

– ¿Es de miedo?

– O de lo contrario… no sééé…

Retumbó en aquel instante un cañonazo que hizo estremecer la casa. Las mujeres chillaron, y oyose la voz de Sabino diciendo que era el fuego de la batería que ellos habían armado en Uribarri. De un brinco se abalanzó Zoilo a coger su fusil, y se lanzó a la escalera como una exhalación, sin que su padre ni su tía ni la misma Aura pudieran contenerle. De seis en seis escalones bajó, gritando: «¡Viva Isabel…» y ya estaba en la calle cuando acabó de decirlo: «…Segunda!».

Cañonearon toda la noche, y aunque siguieron el día 27 hostilizando la plaza, cundía de hora en hora la noticia de que levantaban el sitio, sin otra razón, a juicio de los bilbaínos, que el vigoroso escarmiento que recibieron al intentar la embestida de Mallona. El 28, flojos ya en sus ataques, empezaron a retirar alguna artillería de la que habían armado contra Banderas, y también por la parte de Ollargan. Al anochecer, las campanas de San Agustín anunciaron la retirada de considerable fuerza enemiga. Entregose Bilbao a demostraciones de júbilo; pero los muchachos no las tenían todas consigo. La pobrecita Aura, queriendo decir a su primo una frase consoladora, había hecho una profecía. Lo raro fue que Negretti opinaba lo propio, asegurando secamente que volverían. Dudábalo Valentín; declaraba Sabino que sería lo que Dios quisiese, y Martín, ávido de descanso y con vivas ganas de cambiar el bélico ardor por la pacífica lucha comercial, presagiaba conforme a sus deseos: «La lección ha sido dura, y no es fácil que vuelvan por otra». Como todos los puestos seguían guarnecidos, y los servicios de plaza no sufrieron interrupción, Zoilo no parecía por su casa; según informes de José María, trabajaba en la reparación de los fuertes de Mallona, Circo y barranco de Iturribide, desplegando una actividad loca, pues sus brazos infatigables no descansaban de día ni de noche, insensible a la lluvia y al frío. Se había metido un tiempo del Noroeste capaz de apagar los entusiasmos más ardientes y de entumecer los músculos más vigorosos. Pero al novel soldado no le importaba el temporal: sus compañeros y los trabajadores mercenarios turnaban; él no turnaba más que consigo mismo, y solía decir: «Esto es lo natural, Señor. Hago lo que debo, y debo hacer lo que puedo. Si puedo mucho, yo me sé por qué. ¡Hala!». Una noche (debió de ser la del 5) fue a su casa a mudarse. Aura le encontró más enjuto, el mirar más penetrante y luminoso, los rizos de la frente más juguetones, el rostro ennegrecido, las manos como enormes tenazas de acero. Era la encarnación de la fuerza física, alimentada por el horno interno, inextinguible, de la energía moral; formidable máquina muscular movida por la fe. «¡Cómo acertaste! – dijo a su prima, gozoso, echando chispas de sus ojos negros. – Vuelven… Otra vez ya sobre Bilbao. Ahora… dos docenas de argelinos, que me traigan».

– Te has empeñado en ello – dijo Aura, sonriendo, mirándole a los ojos. – Ya estás contento…

– Di que sí… Han vuelto porque yo lo he querido, como yo sé querer las cosas. Todo lo que se quiere con fuerza se tiene, Aura.

– Hombre, todo no.

– Yo digo que sí.

Metiose en el cuarto donde su tía le tenía preparado un buen lavatorio y ropa limpia, y cuando salió con la cabellera húmeda, en mechones duros y enroscados, semejantes a las serpientes de Medusa, se abrochaba con dificultad los botones del cuello de la camisa, por causa de la aspereza de sus dedos. «Aura, échame aquí una mano… Mientras la tía y la sobrina le pasaban los botoncitos, él en jarras, mirando al techo, decía: «Ahora se verá lo que es mi pueblo… Padre, ¿no sabe? Ya no manda Villarreal el ganado servil, sino el manco Eguía. A Villarreal me le han soplado en las Encartaciones para que no deje pasar a Espartero… ¡Si serán bobos!».

– Hijo – indicó Sabino, – no califiquemos… Lo que Dios disponga será. No sabemos nada.

– Yo sí sé una cosa… que Espartero pasará por encima de Villarreal, como yo paso por encima de esa estera; y que el Marqués de Casa-Eguía entrará en Bilbao dentro de dos meses, el día de Reyes… Vendrá de Rey Mago, montado en el burro de Churi, luciendo su sombrerito de copa forrado de hule.

– Hijo, no bromees con las cosas santas ni con los sucesos de la guerra, que están sujetos al azar y a mil eventualidades. Yo, qué quieres, siempre deseo la paz. A todas horas le pido a Dios…

– ¿La paz?… Pues yo la guerra… yo le pido la guerra… y ya ven cómo me hace más caso que a usted.

– Hijo, no desvaríes. No intentemos penetrar los altos designios…

– Padre – añadió el miliciano ya vestido, ostentando su derrotado uniforme, gallardísimo siempre, – ¿a que no sabe usted lo que dijo Dios cuando hizo el mundo?

– Hombre, pues dijo… dijo… Aura, ¿qué fue lo que dijo?

– Pues, tío, me parece que dijo: «Hágase la luz».

– Y la luz fue hecha. Amén.

– No, no es eso – continuó Zoilo. – Después: más acá, cuando hizo a la humanidad.

– Dios no hizo a la humanidad toda entera de golpe y porrazo. No seas hereje… Dios hizo al primer hombre…

– Y a la primera mujer, y a poco ya estaba hecha la humanidad. Pues cuando Dios tuvo formada la humanidad, dijo: «¡Fuego!…» que quiere decir: «Hágase la guerra».

Cenaron sin Negretti, que, melancólico y enfermo, no salía de su cuarto; Martín y Valentín cenaban con sus amigos los de Vildósola; Churi se había largado a pescar su burro… que se le cayó al mar en aguas de Ontón, como burlescamente decía Zoilo; José María estaba en la tienda con los dos dependientes preparando un pedido de grilletes y jarcia que habían hecho aquella tarde los barcos de la Marina inglesa, Ringdorve y Sarracen. Al concluir de cenar, Prudencia fue llamada por Ildefonso, y Sabino se quedó dormidito, apoyando la frente en el piadoso libro de oraciones. Solos Aura y Zoilo, preguntole ella: «¿Por qué eres tan belicoso? ¿Por qué te ha dado por querer la guerra?».

– A quien quiero es a ti, que eres mi guerra, y mi Bilbao, y mi angélica Isabel… O te conquisto, o muero… ¡Conquistar, morir! Decir esto, ¿no es lo mismo que decir guerra?…

Sintió Aura, como en noche anterior, el frío intensísimo que le corría por el espinazo.

– ¿Ya estás tiritando? Las mujeres quieren la paz: son medrosas… Yo te quiero a ti; me gusta la guerra, porque ella nos enseña a ganar lo imposible. Un querer fuerte, con mucho fuego dentro, y la voluntad como hierro bien batido, todo lo vence… ¿No crees tú lo mismo?

– Sííí…

– Pues prepárate. ¿Harás lo que yo te mande?

– Sííí…

– Pues nada… Yo me voy – dijo el galán mirando al pasillo, en cuyo término se oía la voz de Prudencia hablando con la criada.

– Hasta que Dios quiera.

Despidiose de la tía; esperó a que esta volviese a entrar en el cuarto de Ildefonso. Solos otra vez junto a la escalera, Zoilo repitió, no ya interrogando, sino con acento afirmativo: «Harás lo que te mande».

Asintió la joven con movimientos de cabeza. En esta llevaba un pañuelo de seda, cuyas puntas anudó sobre la boca, mordiendo el nudo. Sentía mucho frío y desmayo completo de la voluntad, correspondiente a un súbito agotamiento de su fuerza nerviosa. Se agarró al barandal de la escalera para no caer.

«Harás lo que te mande – repitió Zoilo, que habiendo bajado ya tres escalones, tenía su cabeza al nivel de la cintura de ella. – Pues lo primero… acércate más para decírtelo bajito… desconfía de Churi, que es muy malo… Desconfía también de la tía Prudencia…».

– ¡Oh!, eso no… Prudencia me quiere.

– A ti, sí; pero a mí, no. Quiere más a otro… Paréceme que la siento… Adiós.

XXIV

Cumpliéronse hacia el 8 de Noviembre los deseos de Zoilo, que tuvo la satisfacción de ver en los altos de Archanda numeroso ganado carlista que subía de Munguía. Traían gruesos cañones que emplazaron en Santo Domingo amenazando a Banderas. El 9 recorrió las líneas el general Eguía con su sombrero de copa forrado de hule y su largo levitón, metida en el bolsillo la única mano de que podía disponer. Todo indicaba que atacarían los fuertes exteriores, sin perjuicio de hostilizar el interior de la plaza. ¡Y Espartero sin parecer! En vano le llamaba el telégrafo de Miravilla, enarbolando sin cesar bolas y banderas. De Portugalete respondían con monótono lenguaje: «Ya vamos; esperarse un poco». Bilbao esperaba con estoica entereza, sin llegar aún a la suprema ocasión de apurar todas sus energías. Aún era grande el repuesto de fanatismo por la defensa, de coraje y de amor propio, que doblaban su fuerza con la sal y el picor de la jovialidad.

En la casa de Arratia, propiamente dicha, no había más novedad que la rotura de cristales y el apabullo de los bohardillones, con amago de incendio, que se cortó felizmente; en la familia no eran grandes tampoco las novedades, ni habían ocurrido sucesos que modificaran de un modo notorio la vida impuesta a todos por las circunstancias; pero algo pasaba en ella que, aun perteneciendo al orden obscuro y sin ningún brillo heroico, no merece el olvido. El narrador no dice nada. Deja que hable Prudencia, la cual, cogiendo a su hermano Valentín en el escritorio, donde acaloradamente disputaba con Vildósola sobre si era fácil o difícil tomar el fuerte de Banderas, le hizo subir, y por la escalera le manifestó lo que se copia: «Apártate, hermano, siquiera por un rato de estas novelerías de la guerra y del sitio, y ven en mi ayuda, por Dios, que ya principio a temer no sólo por la salud, sino por la vida de Ildefonso. ¿Has reparado cómo está? En quince días ha perdido la mitad de su peso, los dos tercios de sus carnes, y toda, absolutamente toda la alegría de su espíritu. ¿Qué es esto? ¿Es enfermedad, es tristeza, es pasión de ánimo?… Fíjate en aquella cara que languidece; en aquellos ojos, que tan pronto parecen muertos, tan pronto relampaguean; observa cómo al ponerse en pie se le tuerce todo el cuerpo… y se apoya en las paredes para no desplomarse, él antes tan erguido, tan fuerte, tan vivo, hierro y pólvora… No, no: Ildefonso no está bueno; Ildefonso no puede seguir así. Quiero que le vean los mejores médicos de Bilbao; quiero que acabéis pronto el sitio para llevármele a Francia, a la bendita Francia, lejos de estas luchas, de estos horrores… Valentín, por Dios, entra en su cuarto; no como otras veces, la entrada por la salida… acompáñale, dale conversación, háblale, como tú sabes hacerlo cuando quieres, con gracia… procura desviar su entendimiento de la idea que le está devorando… Yo he agotado mi labia… no he conseguido nada; no puedo más».

– Sí que lo haré… ¡Pobre Ildefonso! Ayer no me gustó… francamente… ¿Continúa sin apetito?

– Hoy no ha comido más que un poco de borona. Dice que no puede pasar otro alimento… borona, y si está quemada, oliendo a chamusquina, mejor… Oye lo que se me ha ocurrido: ¿si le habrán traído a ese estado los malditos inventos, en que tiene zambullida a todas horas su imaginación? ¿Esos planos que hace y deshace, y tacha y borra, y vuelta a pintar, con tantas rayas y letritas chicas, qué son? Pues ¿y cuando se está toda la noche llenando de numeritos un pliego de papel, y vengan numeritos, y numeritos, que parecen patas de pulga… y acaba un pliego y vuelta a empezar?…

– Mujer, son cálculos, dibujos… proyectos de alguna mecánica… qué sé yo… Entraré ahora mismo. Déjame solo con él… No te metas tú a farolear. Las mujeres, hablando más de la cuenta, lo echan todo a perder.

Entró Valentín en el cuarto de Ildefonso, y este, sin levantar los ojos del papel en que trazaba líneas y guarismos microscópicos, le dijo: «Parece que quieren quitaros Banderas. ¿Qué crees tú? ¿Se saldrán con la suya?».

– No debes tú pensar tanto en si toman o dejan, Ildefonso. De eso, de disputarles un palmo de terreno, nos cuidamos nosotros. Hazte cargo de que no estás en una plaza sitiada, y si tiran, que tiren.

Respondió Negretti entre suspiros, suspendiendo por un instante su trabajo, que no podía sustraerse a los sobresaltos y al terror del asedio, porque si Bilbao no era su patria, éralo de su esposa y de los hermanos de esta, a quienes como hermanos miraba; que habiendo cometido la insigne torpeza de servir a D. Carlos como industrial y maquinista mercenario, sin entender que en ello comprometía su neutralidad política, se encontraba en tristísima situación moral, huésped de un pueblo que los carlistas asesinaban con las armas fabricadas por Ildefonso Negretti. Hallábase condenado a martirio indecible, y cada vez que sonaba un disparo, sentía que los demonios corrían de un lado para otro en diferentes partes de su cuerpo, pero principalmente en la cabeza y en el corazón. Siempre había tenido gran afecto a Bilbao, y admiraba a los bilbaínos por su honradez y laboriosidad. Eran la flor y nata de los hombres… ¡Y él había hecho los proyectiles con que les abrasaban! No, no tenía consuelo. Gracias que las carcasas incendiarias no eran obra suya, sino del francés a quien llamaban Tutorras, y no servían para nada. Ya lo dijo él cuando las estaban construyendo. Pero a las granadas y bombas… por hijas las conocía. Él las engendró ¡ay!, para que destruyeran a la rica y noble Bilbao…

«¡Eh!… no sigas, no sigas – le dijo Valentín, echándole los brazos al cuello. – Ildefonso, ¿tú qué culpa tienes? Nosotros no te odiamos. Bilbao no te quiere mal… Ni una palabra más de guerra y sitio. A olvidar tocan».

– A eso voy, eso quiero: ahogar mis penas discurriendo, calculando.

– Pero no te metas muy a fondo en los cálculos – le dijo cariñoso su hermano, – que pudiera ser el remedio peor que la enfermedad… ¿Y eso qué es?… ¿puedo saberlo?

– Recordarás que una tarde, en Bermeo, viendo pasar hacia Levante un barco de vapor, te dije…

– Sí, me acuerdo: que la navegación al vapor, tal como hoy está el invento, no tiene porvenir, sobre todo en la guerra… Yo siempre dije que esas paletas al costado son buenas para navegar en ríos; pero en la mar, con tiempo duro, no hay gobierno posible. Viene mar gruesa, y la menor avería en las paletas deja la embarcación hecha una boya. Si el viento la hace escorar hasta mojar los penoles, ya tienes al animal con una pata debajo del agua y la otra en el aire. Esto es un engaña bobos.

– Los inconvenientes de las ruedas al costado, en el buque de vapor – dijo Negretti con la frialdad y convicción del hombre de ciencia, – quedarán vencidos cuando se aplique un nuevo invento, del cual se hicieron ensayos en Francia. Yo los he presenciado… Consiste en sustituir las dos ruedas por una sola.

– Ya… una sola rueda en el centro, funcionando dentro de un escotillón rectangular, abierto al agua. Eso es complicadísimo…

– Una sola rueda, Valentín, colocada a popa, en una perpendicular paralela al codaste.

– ¿Rueda vertical, girando en sentido de la quilla? – dijo Valentín, con la incredulidad pintada en su atezado rostro. – ¿Y cómo la mueves?… ¿Con palancas, con bielas? ¿Cómo te gobiernas para que la transmisión funcione dentro del agua?

– No lo has comprendido. El problema es sencillísimo, algo por el estilo del famoso huevo de Colón. ¿No ves cómo anda un bote, una chalana, con un solo remo por la popa? El movimiento lateral de ese remo basta a imprimir a la embarcación una marcha uniforme, avante siempre en línea recta.

– Eso sí… la suma de impulsos laterales, alternos, en sesgo más bien, dan…

– En sesgo, eso es. Pues construye tú un remo que produzca esos impulsos en sucesión rotatoria…

– ¡Un remo!…

– Llámalo rueda, pues se reduce a un movimiento circular.

– ¿Con paletas que…?

– Resultará esto – dijo Negretti con aire de triunfo, mostrando un dibujo que a Valentín le pareció una rueda de fuegos artificiales. – ¿Me comprendes? Esto es una hélice. Aquí tienes la teoría muy bien expuesta. ¿Conoces tú la Rosca de Arquímedes?

– Mejor conozco las de harina.

– Sobre el eje reposan dos segmentos helizoidales…

– Mira, mira, a mí no me presentes el problema de la hélice, o de la rosca, en forma matemática. Soy yo muy bruto para entenderlo así. Explícamelo con ejemplos.

Diole Negretti explicaciones vulgares de la hélice como organismo de propulsión, añadiendo que no era invento suyo, sino de un francés que no había logrado aún llevarlo a la práctica, por las dificultades que ofrecen la rutina y la envidia a toda innovación grandiosa.

«Yo lo estudio, y si Dios me da vida y se acaba la guerra, trataré de hacer aquí un ensayo. He modificado la teoría del francés, haciendo más agudo el ángulo de las paletas con la normal del barco; y en cuanto a la transmisión, me lanzo a un sistema nuevo, que ahora estoy calculando…».

– Para que la transmisión sea práctica, la máquina tiene que colocarse a popa.

– ¡Ah!, no. Yo me lanzo a colocar la máquina en el centro de la embarcación, sobre la cuaderna maestra.

– El barco ha de ser pequeño.

– Yo estudio mi proyecto en un barco ideal, de tamaño doble del mayor que hoy se conoce.

– ¿A ver cuánto? Mi Victoriana tenía doscientos cuarenta pies. El mayor barco mercante que he visto no pasaba de trescientos.

– Pues mi barco mide cuatrocientos pies – dijo Negretti con expresión de iluminado.

– ¿Y colocas el eje de tu máquina de vapor sobre la cuaderna maestra? – preguntó Valentín, más atento al desvarío pintado en los ojos de Ildefonso que al problema mecánico. – Y para transmitir el movimiento… ¿qué pones?, ¿un rosario de noria, un juego de codillos, ruedas dentadas, o qué?…

– No… pongo un árbol de acero.

– Que tendrá forzosamente ciento ochenta pies lo menos: ese árbol girará sobre su eje…

– Conectado con la hélice… ya ves qué cosa tan sencilla… Por el otro extremo le imprimirá movimiento una excéntrica.

– ¿Qué diámetro tendrá ese arbolito?

– Pie y medio…

– Y de acero… todo forjado, naturalmente… Dime otra cosa: con semejante chocolatera andará tu nave… lo menos, lo menos diez millas.

– ¡Veinte millas, Valentín; veinte millas por hora!

– Hombre, de poner… pon cien millas – dijo el marino sin disimular ya su burlón escepticismo. – Y otra cosa: ¿la hélice queda debajo del agua?

– Exactamente.

– Y el árbol tiene ciento ochenta pies… y es de acero… y el barco mide, entre perpendiculares…

– Cuatrocientos pies…

– Pues, hijo… avísame cuando todo eso esté, para ir a verlo. Y yo te pregunto: ¿de qué cargamos ese barco? Podríamos meter dentro de él una montaña.

– Justo: una montaña… – murmuró Negretti, engolfándose en su trabajo.

Salió el viejo marino de la estancia tan descorazonado y mustio, que Prudencia no tuvo que preguntarle su opinión acerca del desgraciado calculista. Para sí decía Valentín: «Es hombre al agua. ¡Pobre Ildefonso! Su talento macho acaba con él». Pero no queriendo alarmar a su hermana, atenuó su dictamen en esta forma: «Le encuentro un poco ido de la jícara; y si por un lado veo la causa del trastorno en esta tragedia del sitio, por otro paréceme que los cálculos, en vez de ser un remedio, le acaban de rematar. ¡No es mala rosca la que el pobre tiene dentro de su cabeza!… ¡Qué cosas me ha dicho; qué invenciones, hija, obra del mismo demonio!… ¡Figúrate tú un árbol de acero de ciento ochenta pies de largo y pie y medio de diámetro… puesto así en semejante forma, y la máquina en la cuaderna maestra!… Perdido, hija, perdido… Pero si le contrarías, es peor… Dejarle, dejarle que invente barcos monstruos, con hélices a popa, y un andar de ochenta millas por minuto… digo, por hora… Dejarle, dejarle… Yo traeré a D. José Caño que es el mejor médico del pueblo… Y entre tanto, cuida de hacerle comer… inventa tú también la manera de meter carga en esa bodega y víveres en esa gambuza… si no, tu marido casca… o se quedará lelo, que es peor… Yo volveré… voy a ver qué ocurre… Hace un rato que no se oyen tiros…».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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