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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 11

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XXI

No le fue muy fácil a la hermosa doncella adaptarse al nuevo molde de vida, y hacerse a tal ambiente; pero al fin hubo de rendirse al fuero de la necesidad y de la costumbre. La estrechez de la casa, un entresuelo sin luces en la parte interior, causábale opresión, angustia. Mejor respiraba en la tienda, aunque en ella dejaban poco desahogo los rollos de cabos, las piezas de lona, y los innumerables hierros de barco que por todas partes había. Pronto se familiarizó con el olor de alquitrán, y gustaba de bajar a la tienda, y de presenciar las animadas escenas de la venta y compra. El lenguaje marinero la encantaba, y la rudeza de aquellos rostros curtidos por el viento despertaba en ella simpatía y admiración. Llamada más de una vez por Martín para que le ayudase en el escritorio, descendía gozosa, y copiaba facturas y cartas; después divagaba por el local, enterándose de la extraña nomenclatura marítima. Las tardes de poco despacho, los dos dependientes, viejos navegantes desembarcados ya por inútiles, se esmeraban en darle lecciones. Aura les preguntaba: «¿para qué sirve esto?, ¿aquello para qué es?». Y ellos, bondadosos, respondían a todo, dándole una idea de las maniobras en que habían gastado sus mejores años.

El escritorio era un rincón de la tienda, separado de esta por tabique de cristales, que en tal sitio debía llamarse propiamente mamparo. No había más espacio que el preciso para revolverse con estrechez entre la mesa, con carpeta para dos personas, y el estantillo de los libros. Dos taburetes, la menor cantidad de asiento posible, completaban el mueblaje. Lo demás del reducido garitón lo ocupaban estantes atestados de género, casi todo lo de pesca, paquetes de anzuelos, redes, plomos; en otra parte, piezas de lanilla para banderas, brochas, cepillos, defensas, y más arriba, pendientes del techo, bombillas de diferente forma, faroles de costado, etcétera…

Martín iba y venía del escritorio a la tienda por una puerta estrecha, no más holgada que las que suelen dar paso al camarote de un buque de mediana comodidad. Salvo a la hora en que le era forzoso escribir, recorría todo el local, desde la pieza grande, que daba a la calle, a la más interior, fin de una serie tortuosa de aposentos en que el olor del alquitrán y la obscuridad y falta de aire remedaban el ahogado recinto de la bodega de un barco. En lo más hondo estaban los barriles de brea en piedra, de alquitrán, los bloques de sebo; y a lo largo de las estancias, los rollos de jarcia formaban una estiba bien ordenada, como sillares de una serie de columnas, dejando para el paso un angosto callejón. Viendo cómo cortaban de los rollos pedazos de cuerda y cómo los pesaban y vendían, aprendió Aura los nombres de las diferentes piezas de cáñamo usadas en la navegación, y supo distinguir el calabrote y la guindaleza de la flechadura y cabo de acolladores. Todo lo preguntaba, y todo lo retenía en su prodigiosa memoria. «¿Te gusta este comercio?» le preguntaba Martín, que buscaba la manera de echarle una flor, sin poder conseguirlo: tales eran su timidez y respeto. Y ella respondía: «Las cosas feas se vuelven bonitas cuando vamos aprendiendo a ver en ellas la utilidad. Esto que parece tan feo, va dejando de serlo a medida que entendemos para qué sirve. Mira tú: yo me he criado entre piedras preciosas. ¡Como que he jugado con ellas! ¿Pues creerás tú que ese comercio nunca me hizo gracia?».

– Como que es un comercio que sólo vive de la vanidad – dijo Martín, henchido de satisfacción. – Las piedras son objetos de puro lujo, y esto, Aura, esto es la vida, esto es el pan… Porque si no hubiera barcos, fíjate bien, prima, no habría comercio, y sin comercio no tendríamos ni camisa que ponernos, y viviríamos como los salvajes.

Cuando entraba Zoilo y la veía sentadita en el escritorio, junto a Martín, y él corrigiéndole las copias, para lo cual se acercaba demasiado, juntando casi cabeza con cabeza, el pobre chico no sabía lo que le pasaba. ¡Vaya que también esa!… ¡Y dar la casualidad de que aquel hombre fuera su hermano! Si no lo fuese, ya le habría enseñado a ponerse a la distancia que debe guardarse entre caballero y señora cuando no son novios. Por suerte de Zoilo, existía la guerra, que evidentemente le favorecía. La casualidad de que hubiese guerra tenía sobre las armas a la Milicia Urbana, y a cada momento, mañana o tarde, venía el ordenanza con avisos que hacían salir a Martín de estampía. «D. Martín, revista a las tres… Don Martín, a las dos ejercicio». Y primero faltaba una estrella del cielo que dejar el joven de acudir al llamamiento de la patria y de la libertad. Gracias a esto, Zoilo quedábase solito con Aura, y si había venta de cosas menudas, la enseñaba a despachar, o le daba previamente instrucciones para cuando viniese alguien en busca de agujas de coser lonas, de hierros para calafatear. «¿Para qué sirve – le preguntaba ella – este zoquete redondo de madera con tres agujeros, que parece una cara con sus ojitos y abajo la boca?…». «Esto llamamos bigota, y sirve para las flechaduras de la jarcia». Seguía una larga lección de aparejo, que comúnmente Aura no entendía. Ello es que, sin entenderlo bien, pedía la niña noticia de todo; y él, con seriedad científica, le explicaba la aplicación de las distintas clases de grilletes, guardacabos y demás hierros. Le mostraba un rempujo y la manera de usarlo para coser velas, y se lo ponía y sujetaba con la hebilla, para que se hiciera cargo de aquel dedal de la palma de la mano; la instruía en el modo de calafatear, metiendo en la unión de las tablas y apretándola bien con hierros, la filástica, que era la estopa de los cabos inútiles… «Te enseñaré cómo se hace la filástica. Pero tus dedos son muy finos para esta operación. No, no: déjame a mí. No hay más que ir abriendo la estopa… Es muy fácil».

– ¡Vaya, con todas las cosas que hay dentro de un barco! Me gustaría tener una fragata muy grande, muy grande.

– Y a mí. Para ir a ver tierras tú y yo… Y luego la traíamos llena de perlas y brillantes; cargada de piedras preciosas hasta las escotillas.

– ¡Jesús qué disparate!

– Sí: de piedras preciosas, que, aun con ser tantas, serían pocas para adornar tu hermosura. Di que sí.

– ¡Qué tonto!

– Es verdad. ¿Qué son las piedras? Morralla… Para adornarte a ti no hay más que el sol y las estrellas, con la luna en medio, y dos docenas de rayos por cada banda.

– ¡María Santísima… divino Dios!

– No hay más Dios divino, ni más divinidad que tú… Yo lo digo, y aquí estoy para sostenerlo…

Al fin se arrancó el hombre. Entre seria y festiva, Aura le contestaba riendo y volviendo la cabeza, burlándose un poco o asombrándose de su audacia.

«Pero, Zoilo, ¿estás loco?».

– Sí, sí… me da la gana de estar loco. Es mi gusto… Como lo será el morirme o matarme si tú no me quieres…

– Cállate, Zoilo… no bromees con eso… Cállate, que la tía baja… Me parece que la siento.

Lo que hacía Prudencia era llamarla desde lo alto de la estrechísima escalera, más bien escala de barco, que comunicaba la tienda con el entresuelo. «Voy, tía», gritaba Aura, mientras Zoilo, contento de haber roto el fuego, de haber puesto fin a un mutismo que le requemaba el alma, se decía: «Esta lagartona de mi tía Prudencia la manda abajo cuando está Martín, para que el otro le diga cosas, y la llama cuando yo estoy, para que yo no pueda decírselas… Ya le enseñaré yo a mi señora tía quién es Zoilo Arratia». Y se puso a medir brazas de cabos, que los dos dependientes iban pesando.

Sabino y su hijo mayor se pasaban casi todo el día en el almacén de Ripa, donde tenían gran cantidad de duela, magníficas tosas de caoba y cedro, y una regular partida de teca y riga que no lograban vender en aquellos calamitosos tiempos por estar encalmada la construcción de buques. Por la noche reuníanse todos en el entresuelo de la Ribera y cenaban juntos, comentando la guerra, llevando al seno de la laboriosa familia ecos de la opinión del pueblo respecto a la inminencia de un segundo sitio, más apretado que el primero. Valentín, Martín y Aura eran partidarios de la resistencia a todo trance, y confiaban en el éxito, movidos de la ardorosa fe bilbaína. Sabino y José María se hacían intérpretes de la minoría desconfiada y algo pesimista del vecindario. Temían que la villa tuviera que rendirse; no daban excesivo valor a las bravatas de los milicianos, ni estimaban posible que la guarnición escasa hiciese maravillas. Al primer partido, patriótico y entusiasta, se arrimó Zoilo, afirmando que quería derramar su sangre por Bilbao, y contribuir a la defensa con todos sus bríos. Apoyábanle unos, otros se reían, y Prudencia declaró, siempre dentro del sagaz criterio que le imponía su nombre, que la familia no debía significarse toda del lado isabelino, sino dividirse en las dos opiniones para estar a las resultas de los acontecimientos. «Si todos – decía – nos vamos con la Libertad, ¡ay de nosotros en el caso de que venga la mala, y se vaya la Libertad a paseo y triunfe el obscurantismo!». Pero estas razones las rebatió con firme lógica y hasta con elocuencia, Valentín, sosteniendo que no era decoroso el doble juego, sino poner las dos velas a Dios y ninguna al diablo. Dios era la Libertad. De esta definición hubo de protestar Sabino, asentando que no había que mezclar a Dios en cosas de política. Que se juzgase conveniente defender la Libertad y el Trono de Isabel, muy santo y muy bueno; pero nada de meter a Dios en estos líos, porque Él no era constitucional ni realista, sino Dios a secas, y su divina voluntad era que no se derramase tan locamente sangre de cristianos.

En ello convinieron todos, como también en que si a Zoilo le pedía el cuerpo andar a tiros, se le procurase el ingreso en la Milicia Nacional. Con gran alegría acogió esta idea el interesado, y Aura, también gozosa, propuso que se comprara sin pérdida de tiempo la tela para el uniforme, y que una vez cortado por el sastre, ella lo cosería con sus propias manos, aunque tuviese que velar. «Ya tenemos a Periquito hecho fraile – dijo Prudencia. – Coseremos pronto la ropita, para que pueda lucirla en la formación del domingo». Aquella misma noche, andaba por el comedor y los pasillos con aire marcial. Sentía no tener listo su uniforme antes de que viniera Churi, el cual se había ido en su asno a sus acostumbradas exploraciones del país encartado o del valle de Mena, por puro vicio de independencia, más bien de vagancia, pues ya no había para qué traer leña y carbón. ¡Qué sorpresa le iba a dar, si cuando volviese le encontraba en todo el esplendor y magnificencia de su facha militar! ¡Y que no rabiaría poco al verle! Que rabiara, sí, y que se le llevasen los demonios, en castigo de las burradas que al partir le había dicho. De lo último que hablaron se copia lo menos violento, dejando intraducidas y al natural las locuciones del maligno sordo.

ZOILO. – Estoy seguro de que me quiere… ya no pienso en matarme, sino en vivir, en hacer cosas de mucha dignidad, en aprender todo lo que no sé, en ser valiente, en portarme como un caballero.

CHURI. – Patuo, no cuerras tanto… por detrás el pingajo te cae… ¡Qué pamparria tener tú!… Eso dite, pues.

ZOILO. – Hazte a un lado, zopenco.

CHURI (sin entenderle). – Prínsipe arrecho vendrá él, y casarse hará con ella, y más… Al dimonio tú aquí mismo, y más. Eso dite, pues… ¿Qué harás si la tía Pudrencia saberlo ella?… ¿para qué es desir? Murirte harás… Reírme yo… dite qué patuo eres, patuo y parol.

ZOILO. – Cállate… o verás.

CHURI. – Aura sielo es, y más… tú sarama… Sarama al sielo subirse no hará… Con escoba que te arrecojan…

Ingresó Zoilo en la Milicia; hizo solemne estreno de su uniforme, y el endiablado sordo no parecía. Quien llegó fue Negretti, en un estado moral lastimoso, herido de cruel desengaño, renegando de la hora en que puso su inteligencia al servicio de la Pretensión. Hombre de sinceridad, reconocía su error y se lamentaba honradamente de no haber seguido la opinión y consejos de su esposa. ¡Ay!, las mujeres suelen tener, en asuntos de negocios relacionados con la vida social, olfato más seguro y vista más penetrante que los hombres… Toda la familia se aplicó a consolarle desde el primer día, rodeándole de atenciones y cuidados, pues su salud, con tan graves quebrantos y sinsabores, se había resentido notablemente. Hablando a solas con Valentín del tristísimo pasado, del negro presente, y de las cerrazones del porvenir, le decía: «Me siento tan abatido, tan descorazonado, que como no vengan estímulos de fuera de mí, dudo que pueda yo sacarlos de aquí dentro. Espero que pasen días, muchos días, a ver qué giro toma esta maldita guerra. Y también te aseguro que sólo he venido a Bilbao por tomar algún descanso, y por el gusto de pasar unos días con vosotros antes de irme a Francia. Aquí no me encuentro, querido Valentín; no me atrevo a salir a la calle, temeroso de que me echen en cara el haber traído acá pegadas a las manos las limaduras de la Maestranza de D. Carlos. Me tendrán por enemigo, quizás por espía… No me conocen lo bastante para ver en mí al obrero neutral, que sirve donde le pagan. La realidad, las flaquezas humanas, me han hecho comprender que la neutralidad es imposible, y por ello no se acaba esta guerra… Tesón allá, tesón aquí… ¡Desdichado de aquel que, como yo, se ve cogido y aplastado entre los dos tesones!… ¡Ah!, vosotros, más felices que yo, podéis levantar una bandera, y defenderla, y hasta morir por ella… Yo no puedo… me he inutilizado para este partido y para el otro… Lo que sí te digo es que ya podéis prepararos bien, porque os van a sitiar, y con poderosos elementos. Nadie los conoce como yo… Os apretarán de firme, y como no venga un buen ejército a romper la línea de ellos, habréis de veros muy mal, pero muy mal, créelo. Si Bilbao no hace una hombrada, me parece que pronto seréis vasallos de Carlos V… Es triste; y si en mi mano tuviera yo el fuego del cielo, os lo daría para resistir. Por que… no soy vengativo, eso no, ni quiero el daño de nadie; pero a esos, ¡ah!, a esos les deseo que se les indigeste Bilbao, a ver si revientan de una vez».

Los anuncios de Negretti respecto a la inminencia del sitio, se confirmaron en los días siguientes. El 21 y 22 de Octubre los carlistas abrían trincheras en Artagán. Al otro lado del monte Archanda, sobre el camino de Bermeo, tenían los cañones que habían de emplazar en diferentes puntos, para dominar Begoña y Achuri. Hacia Ollargan preparaban fuertes baterías contra San Mamés y la Concepción, y por Sodupe disponían los ataques a Burceña y el Desierto. La situación era, pues, gravísima. Desde las alturas de Santo Domingo y Archanda, por la orilla derecha del Nervión, y por la derecha desde las de Ollargan, los carlistas miraban a Bilbao en el fondo de la cazuela, y no tenían más que alargar la mano para coger el pobrecito chimbo y devorarlo.

Y mientras a la defensa se aprestaba, más parecía la capital de Vizcaya un pueblo en plena fiesta que un pueblo condenado a los horrores de la guerra de sitio: diríase que se habían propuesto los bilbaínos animarse unos a otros con enfáticos alardes de júbilo y desprecio del peligro. Su actividad en los preparativos cobraba nuevos alientos de aquel gozo común, de aquella confianza que o sentían o simulaban. Gran virtud es en estos casos la ficción de entereza. Los pueblos viven del sentimiento colectivo, y los bilbaínos supieron en tan suprema ocasión cultivarlo, creándose previamente la atmósfera en que debían consumar sus inauditas hazañas; atmósfera falsa, si se quiere, pero que los hechos, la constancia y tesón de aquel divino mentir convertirían luego en real y positiva. Y organizaban el éxito con prematuros alardes, sostenidos sin desmayo, como papeles de una comedia heroica. Los histriones dejarían de serlo a fuerza de fingir bien y de mostrarse alegres cuando la realidad les imponía la tristeza. Era un pueblo de imaginativos, y los imaginativos que proceden con intensidad en su labor psicológica, acaban por crear.

XXII

Bien se comprende que en esta organización previa del éxito por la fanática confianza del pueblo en sí mismo, tenían la mayor parte las mujeres, y entre estas, las jóvenes trabajaban más que las maduras en la composición de la atmósfera marcial. Las señoras y señoritas de la clase mayorazguil, las del patriciado comercial, las de menestrales y tenderos, eran la nube en que se formaban aquellos elementos de extraordinaria eficacia, de donde luego tomarían el rayo los hombres. El fuego lo hacían ellas. Ejemplo de esta elaboración de coraje ofrecía la hermosa Aura, que ligada ya por lazos de amistad con las niñas de Gaminde, con las de Orbegoso y otras de la villa, se pasaba todo el día picoteando en círculos femeniles acerca de lo que se hacía en las fortificaciones, de la distribución y destino de las piezas, de lo que hacía y pensaba el gobernador D. Santos San Miguel, de lo que disponía el Ayuntamiento con los corregidores de Albia y Begoña, y comentando los planes del brigadier de ingenieros D. Miguel de Arechavala, lo que preparaban la Junta de armamento y defensa, la Diputación y el verbo coronado. Todas ellas tenían el hermano, el primo, el novio, en la Milicia Urbana; los padres de unas pertenecían a la Junta de armamento; los de otras a la Diputación. Sabían, pues, todo lo que ocurría, y lo que no sabían lo inventaban, sin darse cuenta de su fecundísimo numen militar. Tan pronto se pasaba Aura la tarde en casa de las de Gaminde, calle del Víctor, como en casa de las de Busturia (Artecalle), o bien asaltaban todas el domicilio de Arratia, y aquí y acullá, sus manecitas diligentes trabajaban sin descanso, con más gozo que en los aprestos de un baile, en la tarea lindísima de coser sacos de lienzo para los parapetos, en vaciar colchones para llenar sacas de lana, en disponer las camas para los hospitales de sangre, y en hacer hilas, aunque esto no les parecía lo más urgente, porque antes que hubiera heridos tenía que haber baluartes y defensas; y las banderas debían ser muy vistosas; y todo lo que significase triunfos de la Libertad y palos al carlismo había de obtener la preferencia; las hilas y vendajes, que los hiciera el enemigo, como más necesitado de tales remedios.

Zoilo, una vez metido de hoz y de coz en la vida militar, hizo nuevos conocimientos con señoritos de las primeras familias, y apretó más el lazo de sus antiguas amistades. Destinado a la cuarta compañía del primer batallón, eran sus compañeros inseparables Pepe Iturbide, hijo del polero que tenía taller de motones, patescas y cuadernales junto al almacén de los Arratias en Ripa, y Víctor Gaminde, hermano de las señoritas con quienes había hecho Aura tanta intimidad. Comúnmente iba con su amigo a casa de este, cuando quedaban francos de servicio, y allí se encontraba a su ídolo, que ansiosa le preguntaba: «¿Dónde has estado hoy, primo? ¿Qué hay?, ¿qué has visto?… Cuéntanos».

– Pues por la mañana se ha trabajado en el fuerte del Morro, en Achuri, donde hemos puesto dos cañones más, y tres que había, cinco, que harán polvo todo el tinglado que están armando ellos más arriba. En Artagán tenemos cuatro piezas, di que cuatro infiernos, que arrasarán cuanto ellos se traigan por Santo Domingo y por Matalobos. Por la tarde hemos trabajado en San Agustín, donde hay una pieza de 36, más grande que este cuarto, y dos de 24, que da gusto verlas, y otras dos, y un obús que, cuando escupa, ya verán ellos lo que es canela. Dicen que mañana vamos a Sabalbide y a la batería de la Reinaga, donde pondremos sin fin de cañones que echarán el fuego más allá de Begoña. No deseo más que empezar para que vean cómo barremos para afuera. ¿Crees tú que no?

– Yo sí; yo creo que les barreréis, que no quedará uno para contarlo.

Y acompañándola después a casa, con su hermano José María y una señora tía de las de Gaminde, que iba a pasar un rato con Prudencia, de quien era amiga de la infancia, hablaron los dos cuanto quisieron, porque José y la señora mayor, que era muy pesada, iban detrás, y ellos con juvenil ligereza se adelantaron. «Aura – dijo Zoilo con grave acento, – no quiero más sino que den el primer toque, para que veas tú de lo que soy capaz. ¿Qué tienes que decirme a esto?».

– No digo nada, Zoilo. Yo quiero que seas valiente… Me gustaría mucho que te celebraran y te pusieran en las nubes.

– ¿Y si me celebran y me ponen más arribita de las nubes?

– Me alegraré mucho, créelo.

– Yo quiero que se diga que el más valiente defensor de Bilbao es uno… uno que a ti te quiere, que te quiere más que a su propia vida… Y dirán: ¡dichosa ella, que la quiere el más valiente de Bilbao!

– Bien, Zoiluchu… Si me lo dicen, me alegraré… Falta que seas tan animoso de obra como de palabra.

– Tú lo verás… Di que empecemos pronto… Que haya tiros, que lluevan granadas y bombas deseo yo, y que tengamos que ir contra ellos a pecho descubierto… Ya me cansa tanto preparativo. Hacer fuego y atacar a la bayoneta, mándeme pronto… Lo mucho que te quiero me ha de salvar de la muerte. Con decir «Aura, mi Aura me favorezca», no habrá bala que se atreva conmigo… Pero si no me quieres, las balas no me respetarán; di que no.

– No seas tonto. ¿Qué tienen que ver las balas con el cariño?

– Sí tienen que ver, di que sí. Yo estoy seguro de que diciendo: «Aura me ama; atrás, fuego de pólvora», no he de tener ni un rasguño. Y si no lo crees, lo verás, y lo creerás. Quiéreme, y dime dónde hay siete mil serviles para ir solo contra ellos, solo yo.

– ¡Jesús, qué locura!

– No, no te rías… Tú pídele a Dios y a la Virgen que empecemos de una vez… Que rompan ellos contra nosotros, que escupan, y ya subiremos nosotros a taparles las bocas y a meterles el hierro en las barrigas. Yo me consumo esperando, esperando. ¿Por qué no rompemos, con cien mil gaitas?

– Pues ya tengo curiosidad de saber en qué paran todas esas valentías tuyas. También quiero que rompan. Esto es hermoso. Un pueblo chiquito, metido en un hondo, defenderse contra tantos miles de hombres furiosos que le tiran desde las alturas. ¡Cosa magnífica, Zoilo; cosa sublime! Yo quiero verlo… ¿Me contarás todo lo que veas?

– Todo, todo te contaré, y tú me querrás, di que sí.

– No seas fastidioso… Ya sabes que no puede ser. Yo te quiero, porque eres mi primo; pero otra cosa no… Eres un buen chico, que puedes llegar a ser un gran hombre. ¿En qué serás gran hombre? Yo no lo sé: tal vez en el comercio, tal vez en la industria…¿y quién dice que no lo serás en la milicia?

– Yo seré lo que tú me mandes. ¿Que me aplique a la milicia y que llegue a general, quieres tú?

– ¡Jesús y María… tan pronto!

– Si la guerra sigue, hazte cuenta… Yo seré lo que tú mandes; pero no me digas que no puedes quererme. Si me quieres, si me crees digno de tu amor, ¿por qué me lo niegas? ¡Buena tonta serías si me despreciaras a mí por uno que no ha de venir!

– Yo no te desprecio, Zoiluchu.

– Pues quiéreme… verás qué valiente… ¿Qué cosa levanta más al hombre que el valor?

– Realmente… el valor es más que nada.

– Pues yo soy tuyo, y todo mi valor es tuyo, y lo que yo hiciere gloria tuya es, porque yo, si no te quisiera, sería muy cobarde, y me metería debajo de una mesa. Pero del quererte sale que yo desee subirme hasta las estrellas. Igualarme a ti, concédame Dios. Ya verás luego… Espera un poquito.

– No, si yo espero… Ya ves que me paso la vida esperando.

– Esperando por otro lado lo que no ha de venir… y aquí estoy yo para que no esperes más tiempo… Una batalla dame, y verás.

– ¿Pero yo cómo te he de dar una batalla?

– Diciendo que me quieres. Se me ha metido en la cabeza que si me dices eso, en el momento de decírmelo estallarán en esos montes, y en aquellos, y en los de más allá, todos de una vez, ¡brmm!, los cañones carlistas.

– ¡Ave María Purísima!

– Sin pecado concebida. Lo que es natural, Aura, tiene que venir. Lo natural es que tú me quieras y que los carlistas ataquen.

– Claro: tú llamas natural a lo que deseas. Pues a mí todo lo que deseo se me vuelve sobrenatural.

– Porque no haces caso de mí, que soy lo natural, Aura; fíjate… ¿Pues qué soy yo más que lo natural?

No pudieron decir más. En la puerta de la tienda encontraron a Martín, que les dio la noticia de la llegada de Churi, magullado, hecho una lástima, y además sin burro. Le habían hecho acostar; pero al anochecer, cansado de estar en la cama, se lanzó a la calle, corriendo a curiosear en los puntos fortificados. Se anticipó la cena de Martín y Zoilo para que volvieran a sus puestos, el uno en el Morrillo, el otro en Solocoeche. Habría querido su padre que estuviesen en la misma compañía, a fin de que se prestaran auxilio en algún aprieto y cuidasen el uno del otro; pero no había podido ser. En la casa todo era tristeza. Sabino, que dirigía el rezo doméstico, agregó al rosario de costumbre infinidad de preces, recitadas unas, leídas otras devotamente, de rodillas, en un libro piadoso. Todo era por impetrar del Señor que pusiese fin a la guerra entre hermanos. Y tan largo fue el rezo, que cuando se pusieron a cenar ya estaban desfallecidos.

¡Terminar la guerra por intercesión divina! Ya, ya; bonita terminación se preparaba. A fe que soplaban vientos de paz. Desde el amanecer de Dios empezaron los carlistas a largar bombas y granadas sobre la pobre villa. La plaza les contestaba en toda la línea de fortificaciones, desde Achuri a San Agustín, y desde Ripa a San Francisco. El día fue de alarma, aunque no tanto como el siguiente. En casa de Arratia hallábanse solas las mujeres y Negretti, que forzosamente retenido en Bilbao por el sitio, no salía de casa, permaneciendo en un cuarto interior entregado a estudios y cálculos de mecánica. Algunas señoras de los pisos superiores bajaban al entresuelo, y cuando apretó el miedo, porque se dijo que habían caído bombas en la calle Somera y en Artecalle, bajáronse todas a la tienda, donde se creían más seguras. Ignorantes de lo que ocurría estuvieron hasta que, muy avanzada la noche, llegó Valentín a referirles que la defensa había sido brillante. Sabino había ido hacia Sabalbide, donde, según le dijeron, estaba Martín, y José María funcionaba en el Hospital de Sangre de la Concepción como individuo de la Junta de Socorro y Sanidad.

«¿Quién va ganando?» preguntó Negretti, que sólo por satisfacer esta curiosidad asomó a la puerta de su cuarto.

– ¡Hombre, qué pregunta!… Nosotros – dijo Valentín.

Ildefonso pareció complacido, y volvió a engolfarse en su tarea, mientras su cuñado explicaba a las mujeres de la casa y a las vecinas allí congregadas los combates de aquel día en los diferentes puntos de defensa. En todos demostraron los bilbaínos tanta serenidad como valor. Las bajas no eran muchas, y los serviles no habían avanzado un palmo de terreno.

El siguiente día fue de grande ansiedad para los vecinos de aquella parte de la Ribera, porque a las primeras horas de la mañana se procedió a levantar un parapeto y barricada en la esquina del teatro, y trajeron un cañón grandísimo para hacer fuego desde allí contra las posiciones carlistas de Uribarri. En medio de alegre bullanga y animación, lleváronse adelante los trabajos toda la mañana: chiquillos, viejos y algunas mujeres ayudaban a llenar sacos de tierra, mientras los soldados y milicianos desempedraban la calle. Todo se hizo rápidamente. Cuando empezaron a disparar, retumbaban los tiros en la casa de Arratia como si se viniera el mundo abajo. Guarecidas las mujeres en lo más hondo de la tienda, de allí no se movieron hasta que cesaron de oír disparos cercanos. Negretti continuaba en su aposento del entresuelo, paseándose inquieto y nervioso. Al oír un zambombazo decía: «¡Esa es buena… a ellos!…» y vuelta a revolverse y a suspirar fuerte, pasándose a cada instante la mano por la cabeza, a contrapelo, cual si quisiera hacer de esta un perfecto escobillón. Su mujer quería llevarle a la tienda; pero se resistía, asegurando que la casa era sólida: lo más que podía ocurrir era que se hundiese el tejado. Dos días pasaron en esta situación, sin que ninguno de los Arratias pareciese por allí. Temían que Valentín, dejándose llevar de su temple fogoso, se lanzara al combate. Una vecina dijo que le había visto pasar al frente de una partida de paisanos que iban con picos y palas corriendo hacia el Arenal, donde también estaban emplazando piezas. Esta noticia las tranquilizó; y por la noche llegó Sabino ¡gracias a Dios!, con nuevas felices de todos menos de Zoiluchu. Valentín, después de haber trabajado como un negro, estaba en el Consulado, donde se reunía la Junta de armamento. José María había pasado del Hospital de Bilbao la Vieja al de Achuri; Martín quedaba en Solocoeche sano y salvo, y de Zoilo no se sabía nada. Probablemente continuaba en el fuerte de Mallona. A Churi le había encontrado trabajando en la barricada de la Cendeja.

«¿Quién va ganando?» preguntó Negretti, entreabriendo la puerta de su escondrijo.

– Estos – replicó Sabino; y como en aquel punto entrara Valentín y oyese, subiendo la escalera, el estos pronunciado por su hermano, gritó con fuerza y entusiasmo: «¡Estos, no; nosotros, nosotros!».

Aunque a media noche llegó Martín con la referencia de que Zoilo estaba vivo y sano en el fuerte de Mallona, no acabaron de tranquilizarse, pues su hermano no le había visto… Venía el pobre muchacho fatigadísimo, desencajado; el pundonor, más que el marcial denuedo, le sostenía, aunque se hallaba dispuesto a volver a empezar en cuanto se lo ordenasen. Su lividez, el desmayo de su cuerpo aterido, el sobresalto de su mirar, pedían tregua para reponer la enorme dosis de coraje y entusiasmo gastada en las últimas lides. «El deber, hijo, el deber ante todo – le dijo su padre, acariciando el libro de rezos. – Cumplamos con lo que nos pide el honor de nuestro pueblo, y Dios dispondrá lo que nos convenga a todos. ¿Que dispone triunfar? Pues triunfaremos… ¿Que dispone morir? Pues muerte».

Valentín se había lanzado ya a un formidable ataque contra la cena, ya medio fría, que Aura ponía en la mesa. Martín le secundó con brío, y ambos anunciaron su intención de posponer el rezar al comer. Tomó Negretti en silencio algunas cucharadas de sopa, sin poner atención a nada de lo que se decía, y Prudencia se extremaba en las órdenes que daba a su sobrina para cuidar y atender a Martín.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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