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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», страница 4

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VII

– Gracias a Dios que se te ve por aquí – dijo Canencia dando un apretado abrazo al joven. – Sé que has venido de Francia hace más de veinte días… ¡tunante! y no te has dignado dar una vuelta por la logia… ¡cuando sabes que te queremos tanto; cuando sabes que los señores te estiman mucho y desean hacerte hombre de pro…!

– Por tener ocupaciones graves no he podido venir – repuso Monsalud sentándose. – Me han dicho que esto anda muy revuelto, papá Canencia.

– No es esto un modelo de paz y concierto – dijo Canencia con cierto desconsuelo. – Las diversiones crecen, y la reciente fundación de los comuneros ha hecho mucho daño a la sociedad… ¿Y tú en qué piensas? Me han dicho que los negocios del duque del Parque te dan de comer… lo celebro.

– Vivo regularmente; no como ustedes, los hombres mimados de la situación, que están hechos unos bajás.

– ¿Lo dices por mí? ¡pobre Aristogitón! – exclamó Canencia con filosófica humildad. – Yo no disfruto otras delicias de Capúa que las emanadas de un miserable destino en Correos. Pero estoy contento, contentísimo. Ya sabes que no soy ambicioso, que me precio de filósofo en la verdadera acepción de la palabra… Hijo mío, un pedazo de pan, un vaso de agua clara, un buen libro, un tiesto de flores: he aquí mis tesoros, he aquí mis necesidades, he aquí mi sibaritismo. Recordarás lo que dice el gran Juan Jacobo acerca de…

– Yo no recuerdo nada.

– Pues el filósofo de los filósofos dice que no hay verdadera felicidad sin sabiduría… ¡Oh!, ¿de qué sirven las grandezas humanas? Hasta el heroísmo es cosa que no tiene simpatías, porque, como dice el Ginebrino, «la continuidad de pequeños deberes bien cumplidos no exige menos fuerza moral que las acciones heroicas». Mira tú cómo un hombre humilde, que no va más que de su casa a la de Correos y de la casa de Correos a la suya o a la logia, y carece de esposa y de prole, puede ser un grande hombre, es decir, un sabio, o si lo quieres más claro, un hombre feliz… Que suban los comuneros, que bajen o suban o se estén quedos los masones… es cuestión que no me importa mucho. El zoquete de pan, la cántara de agua, el tiesto de flores y el buen libro no han de faltar. Convéncete, ¡oh joven inexperto!, de que la ambición no ocasiona más que disgustos y enfermedades en el hépate… en el hígado, para hablar claramente… Se me figura que tú estás carcomido por la ambición, ¿eh? Tú traes algo entre manos. Dime – añadió poniéndole la mano en el hombro con patriarcal cariño, – ¿por qué has escrito aquella carta a Campos, diciéndole que te retiras de la masonería y poniéndonos de oro y azul?… ¿Tratas de pasarte a los comuneros? Ahí tienes una apostasía que me parece tonta. Pareces un chiquillo. El creer que esto es una casa de locos no es motivo para querer salir de ella, señorito Aristogitón. Quédate aquí, quédate sin perjuicio de que, in foro conscientiae, te rías un poquillo de la parte externa, ¿entiendes? Yo también, si he de decirte la verdad, me río algunas veces.

– Pues si usted se ríe, amigo D. Bartolo – dijo Monsalud siguiendo el consejo del anciano, – es un hipócrita, porque usted es el hermano secretario y orador de la sociedad; usted es el erudito, el que explica las leyes de la masonería, el consultor general, el que lo sabe todo dentro de esta casa, el que ordena los ritos, el que explica lo que los demás no entienden; usted es el sacerdote, el mago, el patriarca, el senescal, el archimandrita, el santón, el hierofante o no sé qué nombre darle, porque no sé todavía qué especie de religión, secta o jerigonza es ésta. Usted es el que predica cosas enrevesadas y enigmáticas que no entendemos; usted es el que dibuja garabatos en los diplomas; usted, asistido de su ayudante, el señor Regato, fue quien puso aquí esos huesos y esas calaveras que están abriendo la boca para decir que las vuelvan a la tierra; usted escribió estos tarjetoncillos y puso las granadas abiertas, las columnas, los triángulos y la soga, y lo que llaman el Delta, el Sol, la Luna, el dosel, la J y la B, el cirio y demás signos y majaderías. Si después de hacer esto se ríe usted de los masones… vamos, se comprende en qué consiste el ser sabio y filósofo.

Durante el discursillo, el anciano Canencia sonreía socarronamente, acariciándose la barba. Cuando le tocó hablar volvió a poner su mano en el hombro del amigo, y bondadosamente le dijo:

– Tú no sabes que al pueblo, al vulgo, al común de las gentes, o como quiera llamarse a esa turbamulta ignorante e impresionable, es preciso meterle las ideas por los ojos? Ya es un gran adelanto que hayamos desterrado los símbolos y fórmulas absurdas de las religiones. Para inculcar en esas cabezas de estuco el culto y veneración del Ser Supremo hay que proceder con paciencia. ¿Hemos de decirles que lo mejor es adorar a Dios bajo la bóveda de los cielos? No, mil veces no; mientras haya hombres es preciso que haya simbolismos, y mientras haya simbolismo es preciso que haya imágenes, o a falta de imágenes, garabatos, cositas raras y de difícil inteligencia… Vaya, amiguito, no repitas la vulgaridad de que soy un farsante. Equivaldría esta calumniosa especie a llamar farsantes al Papa y demás gigantones del catolicismo, y no lo son: dentro de su esfera, bajo su punto de vista, no lo son… Lo que yo siento es que la gente va perdiendo el respeto al ritual, y llegará día en que miren todo esto como miran los curas dentro de la sacristía los objetos de su oficio. ¡Pícara humanidad! Verdaderamente es una bestia. No se la puede tratar sino a palos. Acá para entre los dos, Aristogitoncillo de mil demonios, desde que se planteó aquí la libertad, voy creyendo que Atila, Omar, Felipe II y Bonaparte han tratado a los hombres como se merecen. ¡Mientras todo no vuelva al estado primitivo!… Pero tú no entiendes de esto, ¿no es verdad? ¡El estado primitivo! ¡Ah! ¡Imagínate el estado anterior a este funesto pacto que hemos hecho para destrozarnos los unos a los otros y hacernos todo el daño posible!… No hay nada comparable al pacto. La verdadera sabiduría debe dirigirse a ese fin; un fin, muchacho, que consiste en volver al principio. Mas no puede formar idea de esto quien está devorado por la ambición y tiene lleno el espíritu de ansiedades mundanas, en vez de conformarse a vivir modesta y primitivamente con un pedazo de pan y un vaso de agua cristalina, un tiesto de flores y un buen libro…

Monsalud no podía tener la risa. Durante un rato, Canencia, poniéndose las antiparras, siguió burilando, o sea escribiendo la plancha, o mejor, el acta.

– Tú te ríes – dijo en el momento en que echaba polvos para volver la hoja – porque crees que ganarse la vida de esta manera no cuesta trabajo. Niño mimado de la fortuna, yo quisiera saber qué sería de ti sin la prebenda que tienes en casa del duque del Parque.

– Las prebendas – repuso Salvador – no existen hoy sino en este manejo de la J y la B, y en este cepillo o tronco masónico, que es el mejor del mundo después del de las Ánimas. ¡Ah, papá Canencia, ya podía usted echar un remiendo a estas pobres calaveras, que están diciendo con sus bocas sin lengua la inmensa tacañería del sacristán mayor de este templo?

– Así como no tienen lengua para pedir – dijo D. Bartolomé con malicia, – tampoco tienen paladar, y puesto que no comen más que polvo, no puede haber cocina más económica, y limpiarlas sería ponerlas a dieta. Bien dijo el otro que en polvo nos hemos de convertir.

– No lo dije por usted, que se está convirtiendo en momia de Egipto forrada en oro y plata, por obra y gracia de los misterios de Isis, de Eleusis o de Patillas.

– Ésa es la opinión de esos bobos de comuneros – dijo Canencia, algo amostazado. – ¿Por ventura este granuja se nos ha hecho comunero?

– Tal vez – replicó Salvador. – Allá parece que están por la formalidad. ¿Hay también cepillo y colectas?

– Más que aquí. Pregúntaselo al Sr. Regato, que ha contribuido a fundar aquella sociedad después de haber comido a dos carrillos en nuestro plato y hecho salvas con nuestra pólvora.

Los masones llamaban al vino pólvora roja, al vaso cañón, y a los brindis salvas. No es fácil comprender la misteriosa relación simbólica entre la embriaguez y la artillería.

– Pero te advierto – continuó Canencia, – por si es tu intención pasarte a los comuneros, que aquí no tienes más que boquear para obtener lo que mejor te cuadre. Campos te quiere mucho… Anoche mismo habló mucho de ti, y aun se me figura que te va a sorprender con un buen regalito. Has hecho bien en venir esta noche.

– Lo celebro, porque vengo a pedir.

– ¿A pedir?… Gracias a Dios, hombre. Eres de los nuestros. Veo que entras en el buen camino – dijo Canencia mirando su reloj. – El acta está lista. Ya es hora de empezar la tenida. ¿Y qué pides?

– Dígame, Sr. Canencia – preguntó Monsalud con gran interés: – ¿cuál es el criterio del Orden respecto a la suerte de los que están presos por conspiraciones absolutistas?

– ¿Cuál ha de ser? Que los ahorquen. ¿Te has echado a filántropo? ¿Hay algún pariente tuyo en la cárcel de Villa?

– Sí, señor; hay un pariente mío en la cárcel de la Corona – repuso Salvador con firmeza, – y es preciso sacarlo de allí.

– ¿Es rico?

– Es pobre.

– Pues veo muy difícil que tu pariente coma los buñuelos de San Isidro de este año… Sin embargo, puedes trabajar. Campos te quiere mucho. El Duque pertenece al Supremo Consejo. Ya sabes que lo que aquí se ata, atado será en el Gobierno, y lo que allá dentro desatemos, desatado será… allá arriba. Esta noche, después de la tenida ordinaria, hay tenida de Príncipes del grado 31. Creo que se tratará de cosas muy altas. Si consigues tener de tu parte a Campos…

– En la tenida ordinaria, ¿quién preside esta noche?

– El mismo Campos… Ya comienza a venir gente. Señor Aristogitón, orden y compostura.

Ambos personajes se trasladaron a la sala de Pasos perdidos, donde encontraron varias personas. La concurrencia aumentaba cada instante con la entrada de nuevos hermanos, entre los cuales los había de todas clases, edades y figuras; muchos militares, aunque sin uniforme, y no pocos clérigos, aunque sin hábitos. El hermano Aristogitón, que por espacio de algunos meses había estado dormido, saludó a sus compañeros de taller. Pasó algún tiempo en animadas conversaciones particulares hasta que el templo fue descubierto, mejor dicho, se abrió una puertecilla que daba entrada a la logia.

VIII

La logia era un salón cuadrangular, muy mal alumbrado y peor ventilado, de techo plano y no muy alto, de paredes sucias y más parecido a cuadra o almacén que a templo de una religión que dicen tenía entonces en todo el mundo ocho o diez mil logias. En los cuatro testeros otras tantas palabras de doradas letras indicaban los puntos cardinales, correspondiendo el Oriente a la presidencia, presbiterio, santa-sanctórum, altar mayor o como quiera llamársele, a cuyo sitio, más elevado que el resto del local, se subía por tres escalones. Para que todo se pareciera a un recinto religioso serio, había un doselete de terciopelo, en cuyo centro resplandecía un triangulillo, al cual, para hablar con la menor claridad posible, llamaban ellos Delta. Dentro de él se veían unos garabatos que indicaban el nombre de Dios puesto en hebreo, también para mayor claridad; pero ya es sabido que ningún signo masónico ha de estar al alcance de los tontos. Lo que sí se entendía perfectamente era el Sol y la Luna, dos caricaturas de aquellos astros pintadas a derecha e izquierda del Delta, o como si dijéramos, al lado del Evangelio y al de la Epístola.

En igual disposición respecto al presidente estaban los sitios del hermano Orador y del secretario. Cierto es que las mesillas de que se servían fueran más útiles teniendo la forma cuadrada; pero era indispensable no abandonar el triangulillo siempre que se pudiera, y por esto las mesas eran de tres picos. También tenían un poco más abajo bufetes trípicos el Tesorero y el Hospitalario. En el remoto Occidente, es decir, junto a la puerta, se elevaban dos columnas rematando en granadas entreabiertas. Una columna tenía la J y otra la B, letras que al parecer querían decir Juan Bautista, pues también al precursor del Mesías le metieron de cabeza en la heterogénea liturgia masónica, donde los misterios egipcios y mil desabridas fábulas se mezclan gárrulamente con el mosaísmo, el paganismo, la religión cristiana, la revolución inglesa y la filosofía del siglo de Federico. Junto a las columnas se repetían las mesillas triangulares, una para el primer vigilante y otra para el segundo.

El techo no carecía de interés. Por encima del doselete destinado a guarecer la calva del Presidente, asomaban unas listas doradas representando los rayos del sol con dudosa fidelidad. En el friso había varios garabatos, obra de indocto pincel, a los cuales se atribuían intenciones de querer expresar los signos del zodiaco; y por debajo de ellos corría, también pintada, una soga, símbolo de unión y fuerza. La estrella pitagórica andaba también de paseo por aquellos altos cielos, testimonio de grandeza del Supremo Demiurgos (Dios), y en su centro llevaba la letra G, significando gnos, palabreja que hasta los niños entienden, sin necesidad de aprender, que significa generación. Completaban el sublime ajuar cuatro candelabros con sendas estrellas, que en el mundo ordinario llamamos velas, y por último, la consabida batería de trastos, espada ondulante, compás, escuadra y el ejemplar de los Estatutos. No había ventanas ni más puertas que la de entrada, porque era de rito el ahogarse.

El Venerable o Presidente era un hombre como de sesenta años, de agradable y aún hermosa presencia, fisonomía simpática, sonrisa esculpida, más bien de cortesía que de burla. En todo él había marcadísima expresión de contento de la vida, un singular convencimiento de que el mundo era bueno, y si se quiere, de que el Arte Real era óptimo. Vestía con elegancia, y los atributos y arreos de la masonería, que no tienen comúnmente nada de airosos, le sentaban a maravilla. Había en su bizarra apostura corpulenta cierto aire de obispo y también algo de hombre de mundo, sin que pudiera adivinarse cómo se verificaba la síntesis de estos dos términos tan diversos.

Aquel personaje, que a pesar de su indudable influjo en los sucesos de su época ha escapado, por extraño fenómeno, a las fiscalizaciones entrometidas de la Historia, se llamaba D. José Campos. Éste era su verdadero nombre, y no anagrama impuesto por el novelador para tapar una celebridad; mas no lo busquéis en la Historia, como no sea en algún olvidado y oscuro libro de masones; buscadlo en la Guía de forasteros, porque era director general de Correos.

A pesar de la poca resonancia de su nombre, a pesar de no estar asociado a ningún ministerio, a ningún gran discurso, ni menos a batallas o sediciones, es indudable que el portador de él fue uno de los hombres más importantes del célebre trienio. A él se debió la organización de la Masonería en aquel pie de ejército poderoso. Lo que no se comprende fácilmente es la razón de su modestia. Campos no quiso nunca salir de la Dirección de Correos, aunque su familiaridad con ministros, generales y consejeros le ponía en la mejor situación del mundo para satisfacer su vanidad si la hubiera tenido. De las más verosímiles tradiciones masónicas se desprende que el Venerable en cuestión era de los que se agachan para dejar pasar las turbonadas y los pedriscos, conservando siempre el mismo sitio y no dejándose arrastrar por la furia de las pasiones, con lo cual, si aparentemente adelantan poco, en realidad salen siempre ganando y no están sujetos a las caídas y vaivenes de la gente muy visible y muy talluda. Más hábil vividor no lo conocieron los pasados ni conocerán los venideros siglos.

Los anales masónicos están conformes con asegurar que Campos tenía en las logias el nombre de Cicerón.

Tomaron todos asiento, siendo de notar que algunos tenían mandil y banda, y otros no. Hubo no pocos pasos de baile francés, tocamientos y signos que no describiremos por ser demasiado conocidos. La patriarcal fisonomía y espesa cabellera blanca de Canencia se destacaban al lado de la Epístola, y al verle tan circunspecto y hasta con cierta expresión beatífica, se creería que los templos elevados a la Gloria del Gran Arquitecto Iod, también tenían sus santos. El Venerable, usando las fórmulas rituales, mandó al primer vigilante que se asegurase si el templo estaba a cubierto, y el primer vigilante, después de hacer la pantomima de salir y volver a entrar, declaró que no llovía, es decir, que el templo estaba libre de entrometidos y que podían empezar los trabajos. Un martillazo presidencial abrió éstos en el grado convenido.

El Maestro de ceremonias, que era uno de los oficiales dignatarios, recorrió los asientos presentando el saco de las proposiciones. Algunos masones depositaron un papelillo como los que se usan en las rifas domésticas. El Venerable extrajo todas las proposiciones, y escogiendo la que le pareció más grave, leyó lo siguiente:

«Proposición de Aristogitón. – Gr.·. 18: Salvador Monsalud. – Pido a este Grande Oriente de Madrid, se sirva declarar que reprueba las prisiones ordenadas por el Gobierno con motivo de inofensivas conspiraciones absolutistas, y que se apresure a interponer su mediación benéfica para que D. Matías Vinuesa y los demás infelices encarcelados por causa del ridículo plan descubierto el 21 de Enero, se libren no sólo de ejecución capital, sino del largo cautiverio a que los condenará la pasión política».

Cuando el Venerable concluyó de leer, rumores de desaprobación sonaron en la logia; pero el martillo del Venerable impuso silencio, y algunos instantes después, Aristogitón se expresaba en estos términos:

– He presentado esa proposición por pura fórmula y para cumplir con los Estatutos del Orden, que disponen sean tratados todos los asuntos en sesión reglamentaria, y no en conciliábulos reservados entre dos o tres hermanos bullidores que arreglan el mundo y la nación para su uso particular.

Nuevos rumores interrumpieron al orador, y Cicerón, después de acallarlos a golpes, recomendó a todos moderación.

– Temprano empiezan las interrupciones-prosiguió el masón del gr.·. 18, – y lo siento, no por mí, que estoy dispuesto a decir todo lo que sea preciso, sino por mis queridos hermanos, que van a perder la paciencia y la voz, si continúan haciéndome coro hasta el fin de mi discurso… Decía que desconfío de que mi proposición tenga éxito aquí, a pesar de ser la expresión más leal y clara del espíritu y de las prácticas constantes de este respetable Orden en todos los países del mundo; y no tendrá éxito, porque este Gran Oriente y los individuos que en diversos grados dependen de él, han olvidado completamente los fines benéficos, desinteresados y filantrópicos de tan antiguo Instituto, para desvirtuarlo y corromperlo, haciéndole instrumento de intereses políticos y de la codicia…

El martillo del Venerable, interpretando el descontento de la asamblea, advirtió al orador que hablaba con la pasión y vivacidad propias de un Congreso. Cicerón rogó en breves palabras al orador tuviese presente que aquello era un templo y no un club.

– Hermano Venerable – indicó Aristogitón; – si la condición de templo impide a este local oír la verdad, me callaré. Cuantos me escuchan saben ya por su conciencia lo que yo estoy diciendo. ¿Por qué no me lo han de oír a mí, si ya lo saben, y no les digo nada nuevo?… Continuaré, pues, procurando ser breve y herir lo menos posible la susceptibilidad de mis hermanos, a quienes ofende más lo dicho que lo sentido; más las palabras que los hechos… Al proponer al Oriente que temple en lo posible el ardor de las luchas políticas, he querido protestar contra la tendencia a fomentarlas y exacerbarlas. El Instituto masónico debe ser extraño a la política, debe ser puramente humanitario, debe proteger a los desvalidos sin pedirles cuenta de sus ideas, y aun sin conocer sus nombres. Está fundado en la abnegación y en la filantropía. Lo dicen así su historia, sus antecedentes, sus símbolos, que o no representan nada, o representan una asociación de caridad y protección mutua. Lejos de practicarse estos principios en España, el Orden se ha olvidado de los menesterosos, constituyéndose en agencia clandestina de ambiciones locas, en correduría de destinos y en…

Protestas, amenazas y tal cual palabreja puramente española, que no fue conocida de Salomón ni de Hiram-Abí, ahogaron la voz del orador. El tumulto fue tan grande como cuando en el templo de Salomón se dispuso que la multitud prorrumpiese en gritos para que la palabra Jehová, pronunciada por el Gran Maestro, no llegase a oídos profanos. Del mismo modo los martillazos de Campos-Cicerón no llegaban a profanas orejas. Por último, entre Canencia y el Venerable, lograron restablecer el orden.

– Esto no se puede tolerar – gritó un compañero. – Si el hermano Aristogitón quiere abogar por los absolutistas, que tanto nos han perseguido; si es absolutista él mismo, dígalo de una vez, sin necesidad de insultarnos, ni de manchar tan audazmente la honra inmaculada de esta santa sociedad.

– Hermano Arístides, o mejor, Pipaón, pues no puedo acostumbrarme a prescindir de los nombres verdaderos – dijo Salvador, sin perder ni un instante su serenidad; – tú que has cantado en todos los corrales y has venido aquí mandado por los absolutistas, para referirles lo que hacemos, debes callar para no exponerte a que se descubra bajo la piel de ese ridículo celo la verdadera oreja asnal de tu conciencia negra.

– Que se burilen, que se escriban ahora mismo esos insultos – gritó Pipaón fuera de sí. – Hermano Venerable, pido que el Oriente formule ahora mismo el acta de acusación contra el hermano Aristogitón y que pase a la Cámara de Justicia.

– ¿Para qué se ha de escribir lo que he dicho? – añadió Monsalud. – Mejor es que lo repita, y lo repetiré cuantas veces queráis.

– ¡Orden, orden!

Cicerón rompía la mesa a martillazos.

– ¡Fuera, fuera!

– Hermanos queridos – dijo el Venerable haciendo un esfuerzo para que su sonora voz fuese oída, – tengamos calma. Ruego al orador tenga presente que estamos en un templo, en el santo templo abierto a las luces, a la honradez pura, a la filosofía pura, a los nobles sentimientos filantrópicos de la humanidad toda, sin distinción de clases, iglesias, castas, ni estados…

– ¡Bien, muy bien!

– Pues decía al orador que estamos en un templo y no en un Congreso y menos en un club.

– ¡Muy bien!

– Hecha esta advertencia, y rogando a los hermanos de las columnas septentrional y meridional que se calmen y tengan prudencia, oigamos a nuestro hermano; que después el Oriente tomará las medidas que crea necesarias. Adelante, hermano Aristogitón.

– Es el colmo de la insolencia – gritó un hermano sin hacer caso de los martillazos ciceronianos, – que aquí dentro se levante una voz a defender al cura Vinuesa y a los demás conspiradores absolutistas.

– Yo no defiendo a los conspiradores-exclamó el orador. – Lo que pido al Oriente es protección para los que padecen, martirizados por una populachería indigna que no sabe oponerse a las conspiraciones de la Corona sino insultando al Rey; que no sabe sofocar las conspiraciones realistas, porque perdona, tolera y agasaja a los hombres verdaderamente temibles, mientras encarcela y atormenta y ahorca a infelices clérigos y ancianos ineptos, incapaces de hacer cosa alguna de provecho contra el régimen establecido. La populachería, a cuyo servicio se ha puesto este Orden, no ve los enemigos reales y poderosos que se unen astutamente al pueblo y se meten aquí, minando el terreno en que la libertad trata de fundar, sin poderlo conseguir, un edificio más o menos perfecto. La populachería, mientras deja de trabajar en silencio a los que odian la libertad, se entretiene en dar tormento a la gente menuda.

Señores masones, o señores liberales templados, que ahora todo viene a ser lo mismo, sois como aquel emperador romano que se ocupaba en cazar moscas, y mientras mortificaba a estos pobres insectos no veía a los pretorianos que se conjuraban para echarle del trono. Éste era Domiciano. Así sois vosotros. Yo quiero que variéis de conducta, y principio por pedir que se deje en paz a las moscas… No conozco a Vinuesa; pero si a compañeros y amigos suyos, que comparten su suerte en la cárcel de la Villa o de la Corona. He visto la feroz excitación que existe en el pueblo contra ellos, y esta excitación creada y fomentada por este Orden y más aún por la Asamblea de los Comuneros, es una barbarie y al mismo tiempo una imprudencia política. El vil populacho a quien instruís en el inicuo arte de hacerse justicia por sí mismo, aprenderá al cabo, y una vez maestro, querrá dar todos los días una prueba de esa atroz soberanía que le habéis enseñado. Tengo la seguridad de que si el tribunal que va a juzgar a Vinuesa se mostrase benigno, la canalla destrozaría a Vinuesa, al tribunal y luego a vosotros, que habéis hecho creer a la bestia en la necesidad de los sacrificios humanos. Mientras la Corte juega con vosotros y os lanza de desacierto en desacierto para desacreditaros y para que os devoréis los unos a los otros, os entretenéis en menudencias ridículas, os debilitáis en rivalidades indignas y aduláis las pasiones de la canalla, que si hoy ladra libertad, ladrará mañana absolutismo. Todo depende de la mano que arroje el pedazo de pan.

Poniéndome, pues, en el terreno político, a pesar de creerlo impropio de esta Sociedad; hablando el único lenguaje que entienden aquí, declaro que la persecución de Vinuesa, y mucho más la sañuda irritación del pueblo contra ese hombre infeliz, me parecen una desgracia casi irreparable para la libertad, un mal gravísimo, que este Orden debe evitar a toda costa, principiando por propagar la tolerancia, la benignidad, la cordura, y concluyendo por emplear toda influencia en pro de los procesados. Si no se hace así, esto que llamamos templo merece que el mejor día entren en él cuatro soldados y un cabo, y que después de entregar todos los trastos del rito a los chicos de las calles para que jueguen, recojan a los hermanos todos para llenar otras tantas jaulas en el Nuncio de Toledo.

Las últimas palabras del orador apenas fueron entendidas, a causa del gran alboroto que se armó dentro del templo, que representaba la grandeza y maravillosa arquitectura del mundo.

– ¡Fuera, fuera!… El mismo se ha desenmascarado y ya sabemos lo que quiere.

– A votar… Que se vote la proposición en escrutinio secreto.

– Ahora mismo se va a redactar el acta de acusación.

– ¡Fuera!

– ¡El acta de acusación!…

– Pedimos que pierda en absoluto los derechos masónicos. Tanta insolencia, esas brutales amenazas, la defensa de nuestros enemigos, no pueden quedar sin castigo…

Estas y otras frases pronunciadas en indescriptible tumulto, indicaban la efervescencia que en el templo reinaba, y por largo rato Cicerón se rompía las manos dando martillazos sin poder calmar las olas de aquel mar embravecido. Al fin, auxiliado de Canencia y de otros, lograron serenar un tanto los irritados ánimos, librando asimismo al insolente orador de las manifestaciones un poco brutales que el grupo más entusiasta, la columna del septentrión, si no estamos equivocados, se dispuso a emplear contra él.

– Después de ver lo que veo me preocupa poco que se vote o no lo que he propuesto – dijo Salvador. – Y en cuanto al acta de acusación, no se tomen mis hermanos el trabajo de redactarla, porque no es preciso que me expulsen. Me expulsaré yo mismo, abandonando para siempre este Orden inútil, enfermo, podrido, que si aún respira y habla como los vivos, ya infesta como los cadáveres.

¡Escándalo inaudito! Aunque lo normal en las tenidas era que se discutiera con tranquilidad, cuando la congregación salomónica se alborotaba parecía un club de los más fogosos. Unos rugían tan cerca del atrevido Aristogitón, que fue necesario que interviniera personalmente al Venerable para impedir cosas mayores entre hermanos, olvidados de la santidad que infunde un mandil de cocinero. De las columnas septentrionales partía el más atroz nublado de amenazas y recriminaciones. Las columnas del Mediodía estaban más tranquilas. Indudablemente había allí no pocos compañeros que opinaban lo mismo que el orador, hallando tan sólo reprensible la forma violenta del discurso.

– ¡Radiación, radiación! – gritaron algunos. – Sin alborotar se puede imponer castigo al delincuente.

Radiar significaba dar de baja.

– Que se le inscriba en el Libro Rojo.

Era un librote donde se inscribían los hermanos radiados por sentencia masónica.

– Que se vote antes por esferas esa absurda proposición.

Esferas llamaban a las bolas.

– Queridos hermanos – repetía el Venerable con mansedumbre, – estamos en un templo, no en un club. Orden.

El orador se hubiera marchado de la logia sin esperar las resoluciones del templo; pero un resto de consideración hacia los que aún le llamaban hermano detúvole allí. Vio que Canencia desde su tripódica mesilla le hacía señas de reprobación y pesadumbre; vio que el Venerable le miraba con expresión de lástima; oyó algunas palabras rencorosas de tal cual hermano que no lejos de él tenía su asiento; observó que muchos, mayormente los del Mediodía guardaban una actitud reservada, como hombres demasiado prudentes que no se atreven a poner su opinión frente a la opinión de la mayoría; vio después que votaban su proposición, y por unanimidad la desechaban; pero lo que más sorpresa le causó fue que en la sala de Pasos perdidos, concluida la sesión, le dijera al oído algún hermano de los más callados bajo la bóveda del Universo:

– Hermano Aristogitón, yo pienso como usted en lo de dejar en paz a las moscas y hacer puntería a los pajarracos; pero esto no se puede decir aquí. Conviene seguir la corriente y no chocar con la mayoría. A donde nos lleven iremos.

Y otro le dijo, también en secreto:

– Lo mismo que usted hubiera dicho yo, aunque en tono menos agresivo. No conviene ensoberbecer al pueblo ni adular sus instintos sanguinarios, pero, amigo, la consigna de estos días es sacrificar algún absolutista a la implacable furia populachera, y como no ha caído en nuestras redes, ni caerá, ningún tiburón, fuerza es echar en la sartén los pececillos de redoma. Vinuesa morirá.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
240 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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