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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», страница 5

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Y un tercero le dijo, también en secreto:

– Le hubiera aplaudido a usted con toda mi alma; pero, amigo, estas cosas se sienten y no se dicen. Ni vale la pena de que pierda uno su destino y el pan de sus lobatones (hijos) por una apreciación política. Yo creo que esto se lo lleva la trampa. Estamos dentro de un torbellino que nos arrastra, nos hace dar mil vueltas, nos marea, y no para nunca, y nos llevará a donde quiera el Gran Demiurgos. Creo que hace usted mal en manifestar tan crudamente sus ideas. La masa popular tiene ya a Vinuesa entre los dientes, y no seré yo el guapo que pretenda quitárselo. Ese clérigo es bastante criminal, es un disoluto, un perdido. ¿Por qué le defiende usted?

Y un cuarto le dijo, en secreto también:

– Siento mucho que le tengamos que radiar a usted y apuntarlo en el Libro Rojo, pero no hay más remedio. No se puede tratar al Orden como usted lo ha tratado… Por mi parte, acepto esa idea de no hacer caso del bajo pueblo: pero ¿quién le pone el cascabel al gato? Soltamos los mastines, y ahora tenemos que andar brincando y corriendo huyéndoles el bulto para que no nos muerdan. Si he de hablarle a usted con franqueza, creo que nada se pierde con quitar de en medio a los autores de ese monstruoso plan; pero al mismo tiempo opino, como usted, que hay otros peores, sí señor; otros que trabajan en obra fina, y no digo más… Dios nos tenga de su mano, Aristogitón, y lo que fuere sonará… Allí veo a Argüelles, a Calatrava y a Feliú que acaban de entrar. Esta noche hay tenida de Maestros Sublimes Perfectos… Parece que en Palacio anda la cosa mal, y que las Cortes nuevas no serán muy sumisas… Yo me voy, porque, según me ha dicho Campos, debo perder la esperanza de un ascenso por ahora.

Y un quinto le dijo en voz alta:

– ¡Buena la has hecho…! Yo que pensaba decirte que te empeñaras con Campos para que me trasladasen a la vacante de la secretaría…

– El duque del Parque acaba de entrar – le dijo un sexto. – Hay tenida de Valientes y Soberanos Príncipes. Sentiré que te radien, hermano Aristogitón. Aunque grité contra ti y te llamé insolente y procaz, no hagas caso. Somos amigos. Algo de lo que dijiste me gusta; principalmente, el apóstrofe a Pipaón. Ese canalla va a ser presentado esta noche en un grado superior. No hay quien pueda con él. ¿Creerás que la plaza que estaba destinada para mí la pescó Pipaón para su criado?

Otros pasaban sin mirarle o mirándole con provocativo enojo.

Mientras entraban diversos hermanos, que en el siglo respondían a los nombres de Quintana, Argüelles, Valdés, San Miguel, etc., salieron otros, entre los cuales también había nombres que después fueron ilustres, pero que callamos por varias razones.

Quedose Monsalud en la sala de Pasos perdidos, esperando el resultado de la tenida de Maestros Sublimes Perfectos.

La logia se iba a abrir en uno de los grados superiores.

IX

Duró la reunión de los padres graves bastante tiempo, porque además de que en ella trataron diversos asuntos de política elevada, hubo admisión de un hermano que había recibido aumento de salario, es decir, ascenso en la escala masónica. La ceremonia de recepción en los grados superiores no era más seria que el grado de aprendiz, y se hablaba mucho de la Acacia, de la Sala de en medio, de la Luz opaca y otras lindezas. Para explicarlas sería preciso entrar con brío en la leyenda del Arte Real; pero como ésta y cuanto a ella se refiere es fastidioso en grado sumo, recomendando al lector se abstenga de perder el tiempo averiguando el significado de los millares de emblemas diversos usados por las doscientas o trescientas disidencias o cisma del primitivo Francmasonismo, y entre los cuales el rito Escocés y aceptado, que parece predominante en nuestros tiempos, tiene por liturgia un enredado berenjenal de alegorías, entre místicas y filosóficas, donde fracasa la más segura y sólida cabeza.

Los Maestros Sublimes Perfectos se retiraron muy tarde, y a la madrugada no quedaban en el local más que cuatro individuos, reunidos en torno a la mesa en la Cámara de Meditaciones. Eran Cicerón, Monsalud, D. Bartolomé Canencia y otro cuyo nombre y persona serán conocidos en el transcurso del diálogo. Este (que acababa de entrar concluidas las sesiones) y Canencia fijaban su atención en unos papeles llenos de guarismos y en un saquillo de monedas, contando a ratos y a ratos apuntando cifras. Los otros dos hablaban.

– La Cámara de Perfección – dijo Campos – no ha querido mostrarse severa contigo. Ha decidido que no seas radiado por ahora, y que, en vez de dormir, pidas una licencia ilimitada, que se te dará.

– Tonterías y debilidades – respondió Salvador riendo. – Ni yo quiero licencia, ni la necesito, ni la pediré, ni me importa que me radien o me escriban en todos los libros rojos o amarillos.

– Hazme el favor – indicó Campos con socarronería – de no echártela de hombre superior. No valemos tan poco como crees. El discursillo de esta noche, que tan justamente alborotó la logia, y la carta que me escribiste renunciando las comisiones que yo quería encargarte en provincias, me prueban que estás en un período de hipocondría o satánico orgullo… Sr. Aristogitón, hay que civilizarse; hay que aceptar las cosas como son; hay que renunciar a esos humos de hombre puro, so pena de anularse y caer en triste olvido… Es particular: yo te alargo la mano para sostenerte y elevarte, y me la rasguñas. ¡Pobre gatillo inocente! El discurso de esta noche bastaría para expulsarte definitivamente de entre nosotros, y, sin embargo, gracias a mí te quedarás; gracias a mí…

– Para nada quiero seguir.

– Seguirás – repitió Campos con benévola insistencia, – y no sólo seguirás, sino que nos serás útil. ¡Tunante! Más de cuatro quisieran verse en tu lugar. Has de saber que tus salidas de tono y tus desaires, en vez de ocasionarte disgustos, te proporcionan gangas. Ya verás qué pedrada te voy a dar esta noche.

– A nada conduce tanto hablar, Sr. Campos – repuso Aristogitón con impaciencia. – Es tarde: de una vez dígame usted si han tratado esos señores algo referente a Vinuesa y su conspiración.

– Eres en verdad sospechoso. ¿En qué se funda tu interés por ese Gil de la Cochera, de la Cuadra o no sé de qué?

– Es pariente mío.

– ¿Cercano?

– Muy cercano.

– Quizás sea su padre – dijo para sí. – Estos hijos de nadie se exponen a que de buenas a primeras les salga un padre en cualquier calabozo».

– ¿Se ocupan de esto? sí, o no.

– Nos ocupamos, sí. El castigo de Vinuesa y sus cómplices es una de las cosas que más preocupan a la gente política. No han sido olvidados otros asuntos graves, como la disolución del cuerpo de Guardias, los insultos al Rey, las nuevas Cortes, que se abrirán dentro de unos días; la sociedad de los comuneros, que está metiendo demasiado ruido, y las partidas de guerrilleros que comienzan a aparecer. Es un hormiguero de asuntos graves, que hacen de España un país de delicias.

– Por supuesto, no habrán resuelto nada. Los Maestros Sublimes Perfectos se parecen al Gobierno como una calabaza a otra. Aquí como allí se procede de la misma manera. Habrán decidido que no conviene absolver a Vinuesa ni tampoco condenarlo; que no conviene castigar a los insultadores del Rey ni tampoco alentarles; que el cuerpo de Guardias está bien disuelto, pero que se debe crear otro; que la mejor manera de acallar el ruido que hacen los comuneros es alborotar mucho aquí; que las nuevas Cortes no son buenas, pero tampoco malas, y que la política debe ser exaltada para contentar al populacho, y al mismo tiempo despótica para contentar a la Corte.

– Atacas el justo medio, que es el arte político por excelencia, bribón – dijo Campos riendo. – ¿Tú qué entiendes de eso? Sin este tira y afloja, sin esta gracia de Dios que consiste en no hacer las cosas por temor de hacerlas a disgusto de Juan o de Pedro, no hay Gobierno posible.

– En una palabra: los sublimes no han decidido nada. Ya dijo Voltaire hace muchos años: «La masonería no ha hecho nunca nada, ni lo hará». Tenía razón.

– Protesto – gritó Canencia, apartando por un momento su atención de las monedas, de los guarismos y del amigo que con él contaba y escribía. – El buen Aroüet no ha dicho semejante cosa. No calumniemos al gran filósofo, señores.

– Quienes le calumnian, querido Sócrates-dijo Campos en un momento de ira, – son los volterianos que fuera de aquí se fingen beatos para halagar a los curas.

– Pero si halagan a los curas honrados – repuso Canencia volviendo a contar, – no trabajan por la impunidad de los curas absolutistas, que escandalizan al país con sus conspiraciones… Cuarenta y cinco reales en medias pesetas.

– Usted, papá Sócrates – dijo Monsalud con mal humor – reparta el dinero de la Viuda y deje lo demás.

– Volviendo a nuestro asunto, hermano Aristogitón – manifestó Campos, – te conviene mucho no meterte a redentor de cautivos. El Grande Oriente no puede aplacar la efervescencia del pueblo contra Vinuesa ni absolver a éste, aunque hará todo lo posible porque no se le condene a muerte, ni tampoco pondrá en libertad al de Tamajón, ni a tu Gil de la Cuadra, porque si lo hiciera, se supondrían complicidades absurdas. Ya sabes lo que es el vulgo… y por más que digan, los Gobiernos deben dar algo al señor vulgo en compensación de lo mucho que a todas horas le piden.

– Pues yo me retiro – dijo Monsalud resueltamente.

– Aguarda, torpe, ingrato. Te he dicho que iba a darte una pedrada esta noche.

– No estoy para bromas.

– Vamos, será preciso cogerte con lazo, y luego atarte las manos para que no des bofetadas a tus favorecedores.

Campos sacó del bolsillo un pliego doblado en cuatro.

– Aquí tienes tu destino.

– ¿Qué destino? – preguntó el joven con asombro.

– No te hagas el tonto, Salvador, ni vengas acá con ridículas y mentirosas modestias. Con esta clase de latigazos se domestica a las fieras catonianas. Ya sé que no te gusta pedir nada; ya sé que te falta boca para proclamar tu horror a los destinos públicos y censurar la ambición y a los ambiciosos. Todos hacemos lo mismo; pero cuando nos dan algo… lo tomamos.

– Yo no entiendo una palabra de lo que usted me dice.

– Vamos, que no te falta ya más que hacerte anacoreta y excomulgarme por favorecerte. No tanto, joven modesto. Aquí tengo una credencial de treinta mil reales, una canonjía admirable en la secretaría del Consejo de Indias. Poco trabajo, ninguna responsabilidad. Con los suspiros que otros han exhalado por esta plaza se podría dar a la vela un navío. El ministro, al dármela esta noche en el capítulo, me dijo que desde que vacó ese puesto lo han solicitado unos cien o doscientos adictos. Pero yo la había pedido para ti con muchísimo empeño, y el ministro no podía desairarme; el ministro me ha dado la plaza a pesar de tu irreverente y sacrílego discurso de esta noche.

– Estoy muy agradecido a usted; pero no acepto.

– Es el primer caso que veo en España, querido Salvador – dijo Cicerón con la malicia escéptica que le era habitual; – es el primer caso que veo de un hombre a quien le dan esta bendición de Dios que yo tengo en la mano y se queda sereno y frío como tú estás ahora. Tú no eres hombre, tú no eres español.

– Pero ¿usted, por su propia iniciativa, ha pedido para mí ese destino no habiéndolo solicitado yo? – preguntó el joven, tratando de averiguar el motivo de aquella protección sospechosa.

– Hombre, la verdad… a mí no se me ocurría tal cosa; pero mi sobrina Andrea, que a todo atiende, que todo lo prevé, que sabe tan bien adivinar las necesidades, me dijo no hace muchos días: «Es una vergüenza que hayan colocado tanta gente inepta y esté sin destino Salvador Monsalud». Comprendí que tenía razón, y le contesté que tú nunca habías pedido nada y que en la casa del señor duque del Parque estabas muy bien… Ella me dio a entender que deseas la plaza.

– ¡Yo!

– Tú. Andrea es excelente, es caritativa como ninguna, y estima mucho a todos mis amigos. Me ha dicho que habías estado en casa a verme; que no hallándome, esperaste largo rato; que estabas meditabundo y cariacontecido; que te dio conversación para distraerte; que hablando de cosas de la vida, le diste a entender con frases delicadas y parabólicas que deseabas un buen empleo; en suma, según mi sobrina, tú le rogaste con buenos modos que influyera conmigo para que el Grande Oriente te proporcionara una pingüe colocación.

– ¡Qué falsedad!… ¿pero lo dice usted seriamente? – exclamó Monsalud con ira.

– ¿Desmentirás a mi sobrina?

– Yo no desmiento a nadie. Simplemente digo que muchas gracias y que guarde usted su credencial para otro.

Diciendo esto, Salvador clavó tenazmente los ojos en el semblante de Cicerón, tratando de leer en él los móviles de conducta tan extraña. Aquella extemporánea protección del Maestro Sublime Perfecto, otorgada precisamente a quien acababa de hacer a la congregación una ofensa grave, encerraba sin duda algún misterio. Conocía bastante Monsalud el carácter de Campos para creer en su benevolencia, y conocía bastante el Orden para suponerle capaz de dar a los que no pedían. Ni consideraba tampoco verosímil la intervención de Andrea en aquel asunto. Hizo diversos juicios y sentó varias hipótesis; pero ni de aquéllos ni de ésta resultó nada correcto. También fue inútil la observación analítica del plácido rostro de Campos, pues el gran masón no era hombre que a su cara permitía vender los secretos del entendimiento.

– Yo lo agradezco mucho – repitió el joven; – pero de ningún modo puedo aceptar.

– Basta; para fórmula modesta, para vergüencilla de niño bien educado, basta ya – dijo Campos burlonamente. – Pues eso que ahora te doy no es más que para hacer boca. Ya he hablado al ministro de enviarte a desempeñar una de las superintendencias de Indias, con la cual puedes ser hombre rico en diez años.

Aquel proyecto de envío a Ultramar, aumentando al principio la confusión del joven, confirmó sospechas dolorosas que en su alma empezaban a nacer.

– ¡Repito que no y que no! – dijo con la mayor energía. – Muchas gracias por todo; pero celebraré que no me vuelva usted a hablar de eso.

– Entonces – indicó Campos, cruzando los brazos en señal de perplejidad, – pide por esa boca. Imagina algún imposible: pide la luna, a ver si te la podemos dar.

– Lo que deseo, ya lo pedí en la tenida.

– Pues eso es un disparate. Ya te he dicho que no podemos decidir nada. Hay cuestiones que no se resuelven sino dejándolas sin resolución. ¿Te ríes?… ¡Maldita sea tu filantropía! Yo quisiera comprender en qué consiste tu interés por Gil de la Cuadra.

– En que le debo la vida.

– ¿Y qué es eso de deber la vida?

– Una cosa que no entienden los egoístas.

– Tú estás loco – dijo Cicerón, haciendo gestos de desdén. – Sr. Regato, ¿qué le parece a usted la pretensión de nuestro joven filántropo?

El Sr. D. José Manuel Regato alzó los ojos del montón de dinero para fijarlos en el cercano grupo. Hombre tan célebre merece algunas líneas.

X

Era de mediana edad y fisonomía harto común, ni alto ni bajo, moreno y curtido de rostro, a excepción de la frente, que era muy blanca. Sus pobladas cejas negras y el pelo espeso y cerdoso indicaban fortaleza. Había en sus ojos la vaguedad singular propia de los tontos o de los que aparentan serlo, y a menudo reía, como tributando de este modo complaciente lisonja a cuantos le dirigían la palabra. Vestía completamente de negro, asemejándose por esta circunstancia a una persona de estado eclesiástico; afectaba la más refinada compostura, y al mirar contraía los párpados a manera de los miopes. Si los abría en momentos de sorpresa, de miedo o de ira, distinguíanse los verdosos y dorados reflejos de su iris, muy parecido al de los gatos. Cuando quería hablar algo de interés iba acercándose poco a poco al asiento de su interlocutor, y su manera de acercarse, su especialísima manera de sentarse, arrimando el codo o el hombro a la persona, eran fiel copia de los zalameros arrumacos del gato. Muchos habían observado esta semejanza, y hasta en el apellido de Re-gato, es decir, reiteración en las cualidades gatunas, hallaban motivo de burla los maliciosos.

– Antes de pedir con tanto empeño la impunidad de Vinuesa y compañeros – dijo D. José Manuel, – yo me pondría en paz con Dios por lo que pudiera tronar. Defendiendo a tales víctimas se corre el peligro de ser una de ellas. Gil de la Cuadra es uno de los peores. ¡Valiente pajarraco defiende usted, amiguito Monsalud! Con la mitad de lo que él ha hecho se va de bureo a la plazuela de la Cebada. No es crueldad, señores; pero si a este candoroso anciano no le ponen la corbata de cáñamo, no hay justicia en el mundo.

– A quien hay que poner la corbata de cáñamo – dijo Salvador con súbita ira – es a los serviles que impulsaron a Vinuesa y compañeros mártires para abandonarles en el momento del peligro. Quizás celebran hoy que la muerte de esos infelices borre la huella de trabajos más formales; quizás se mezclan hipócritamente a la canalla soez que pide horca y hogueras… para distraer de sí la atención del pueblo honrado y del Gobierno.

– Quizás… – repitió serenamente Regato.

– Si sigues por esa senda de sentimentalismo – dijo Campos, dando a Monsalud familiar espaldarazo, – es muy posible, ¡oh joven!, que te pongan entre los sospechosos o poco adictos al sistema.

– Pónganme donde quieran – manifestó Salvador. – Yo sé dónde estoy y conozco bien los sitios y las personas. Desprecio los juicios malignos que aquí o fuera de aquí puedan hacerse de mi conducta.

– Enérgico estás – dijo Cicerón con jovialidad. – Verdad es que quien se ha extralimitado en el templo, bien puede salir de sus casillas en la sacristía.

– ¿Qué es eso de sacristía? – indicó Canencia, desperezándose, después de contado el dinero, como hombre que ha terminado un gran trabajo. – No se pongan motes de clerigalla a estos venerables lugares. Esto se llama la Cámara de Meditaciones… Cuente usted otra vez lo suyo, señor Regato. Son 836 reales y tres maravedises.

– No vuelvo a ensuciar mis manos en esta inmundicia – dijo Regato. – ¡Válgame Santa Mónica, cuánta calderilla! Parece mentira que una hermandad tan ilustre y a la cual pertenece tanta gente adinerada no ponga más que estos miserables huevecillos.

– Los gordos son para el hermano Sócrates – dijo Monsalud. – Mire usted, Sr. Regato, cómo va echando carrillos y rejuveneciéndose el buen masón de Salamanca.

– Cállate, picarillo – repuso Canencia. – Ya sabes que puedo sacarte los colores a la cara siempre que quiera.

– Señal de que tengo vergüenza.

– O de que la tuviste… Pero basta de boberías. Cobre usted, señor Regato, y venga recibo.

– Las cuentas de estos señores – dijo Salvador – son tan embrolladas como las leyes masónicas.

– Es sencillísimo – contestó Regato. – Se me deben 1.233 reales. Aquí está mi cuenta… «Por dos calaveras que mandé traer de la bóveda de San Ginés en 6 de Noviembre, 42 reales… Por el bordado de cuatro mandiles, 268… Por echar una pieza al sol, 12… Por pintar las llamas, 30… Por una escuadra nueva y siete malletes, 58… Por aguardiente que se dio a los de policía el 5 de Enero, 14… Por lo que se repartió cuando tiraron la pedrada al coche de Narices, 4 10… Por papel de circulares, 60… Por saldo del piquillo que se le debía a Grippini el cafetero de La Fontana, 140… y así sucesivamente, señores. Total, 1.233 reales». Ahora papá Sócrates ajusta las cuentas de otro modo, y no quiere darme más que 836 reales. Estas mermas son las recompensas de un hombre de bien que consagró su tiempo a ser secretario de la masonería durante cinco meses… ¡Vean ustedes qué pago! Adelanta uno su dinero para que el Orden no carezca de nada, y al pagar… ¡Luego se espantan de que me haya hecho comunero!…

– Bendito D. José – dijo vivamente Cicerón, – poco a poco. No nos espantamos de que usted se haya hecho comunero; nos espantamos y nos enojamos de que usted, tan favorecido por este Gran Oriente, prescindiendo de piquillos, alcances y descuentos, fomentara la escisión funesta que acaba de realizarse en la sociedad; que arrastrara fuera del Orden a esos desgraciados fundadores de la gárrula comunería, y que ahora, después que forman iglesia aparte, les incite contra nosotros, les predique la anarquía y el desorden, convirtiéndoles en desalmados jacobinos.

– Yo me marché de la masonería – dijo Regato con firmeza, – yo fomenté el cisma, yo contribuí a fundar la Sociedad de los Hijos de Padilla, porque la masonería vino a ser rápidamente una sociedad ñoña y que no sirve para nada, como dijo Voltaire. Yo no oí las verdades amargas que dijo el Sr. Monsalud esta noche, porque como hermano durmiente a perpetuidad, no puedo pasar de la sacristía ni aun entrar aquí, sino recatadamente y a ciertas horas; pero por lo que me contó el Sr. Canencia, sé que este joven puso el dedo en la llaga. Señores, esto es una farsa; esto no conduce más que a un servilismo no menos infame que el servilismo del año 14. Aquí se hacen los decretos a gusto de dos o tres maestros del grabado sublime; aquí se eligen los diputados; aquí no hay otra cosa que los manejos de cuatro fatuos que mandan y a su gusto disponen de todo. No les quiero citar, porque no hay para qué. Pero ellos quieren establecer el gobierno perpetuo de los tibios y adjudicarse todos los destinos. Esto no puede ser, y no será. Hemos fundado la comunería para establecer la verdadera libertad, sin boberías de orden y servilismo encubierto, para darle al pueblo su total soberanía, y que se hagan todas las cosas como al santo pueblo le dé la gana; para desenmascarar a tanto pillo farsante y hacer que obtengan destinos los verdaderos hombres de bien, adictos al sistema. Basta de papeles y comedias bufonas. Nosotros vamos a la verdad, a la realidad. Odio eterno, señores, entre unos y otros; queremos separación eterna, irreconciliable, de los que desterraron a nuestro querido héroe, de los que contemporizan con la Corte y la Santa Alianza, de los que disuelven el ejército libertador, de los que persiguen a las sociedades patrióticas de La Fontana y La Cruz de Malta, de los que hacen la mamola a los obispos y al Papa, de los que ponen dificultades a la organización de la Milicia Nacional; separación eterna de los que en una mano tienen el libro de la Constitución y en otra el cetro de hierro del Rey neto. Éste es el Orden de Padilla; ésta es la Confederación de Padilla, que hará en España la revolución verdadera, que establecerá el sistema constitucional en toda su pureza y pondrá fin al reinado de los pillos e hipócritas. El Orden de Padilla derribará el infame Ministerio de las páginas y de los hilos antes de ocho días, señores; óiganlo bien, antes de ocho días.

Nadie contestó en los primeros momentos. Cicerón meditaba apoyando su sien en el dedo índice. Canencia sonreía. Monsalud, indiferente a la perorata, se levantó para retirarse.

– ¡Gran suerte será para nosotros – dijo al fin Campos, – que el señor Regato nos perdone la vida!

– Yo no amenazo. Al contrario, invito a todos los buenos amigos a que se vengan conmigo.

– Es muy cómodo eso – indicó Cicerón. – Vivir con la Masonería, cobrar 800 reales por calaveras, remiendos echados al sol y aguardiente dado a la policía, y marcharse después con los comuneros para hacernos la guerra.

– No pueden ustedes acusarme de interesado – dijo Regato, levantándose también para marcharse. – La Comunería es pobre; no da destinos.

– Pero los dará tal vez dentro de ocho días. Ya se puede esperar.

– Antes que se me olvide, Sr. D. José Manuel – dijo el filósofo Canencia, que no se apartaba de lo positivo. – Me han dicho que allá tienen falta de espadas y broqueles. Aquí tenemos algunas piezas de sobra.

– Veo que esto acabará en Rastro – repuso el comunero, guardando sus cuartos . – Nosotros usamos espadas de acero, no de latón.

– Pues buen provecho, hombre, buen provecho.

– Para mis amigos soy el mismo de siempre – dijo Regato echándose la capa sobre los hombros. – ¿Quién sabe si…?

– El hermano Sócrates y yo tenemos que ajustar ahora otra especie de cuentas. Buenas noches, señor Regato.

– Yo me retiro también – dijo Monsalud. – Repito lo del destino, señor Marco Tulio. Muchas gracias, muchas gracias por la secretaría; pero que sea para otro.

– Adiós, puerco espín… Señor Regato, mucho cuidado con ese granuja que sale con usted. Es capaz de hacerse comunero si usted se lo dice tres veces.

Cuando ambos salieron a la calle, el más joven dijo:

– Sr. D. José Manuel Regato, yo quiero ser comunero.

Uno y otro hablaron breve rato, separándose después.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
240 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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