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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», страница 3

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– Nada faltaba, a no ser sentido común. ¿Son también obra de usted los papeles El Grito de un Español y La Papeleta de León?

– En esta misma mesa he escrito parte de ellos – repuso el enfermo con disgusto. – Pero no disputemos ahora sobre la ruindad o excelencia del plan. Yo sigo creyendo que sin los infames sobornos y traiciones que han mediado, nuestra obra nos habría proporcionado un verdadero triunfo. No es posible formar juicio de lo que no ha podido pasar del pensamiento a la irrecusable prueba de los hechos. Lo real, lo positivo, lo que vemos y tocamos, amigo mío, es que yo me encuentro comprometido, expuesto a perder la libertad y quizás la vida, si no hallo un hombre discreto, astuto, hábil y poderoso que me ampare en trance tan aflictivo.

– Pero la Corte, esa Corte que es la que alienta, paga y sostiene las conspiraciones realistas, no le abandonará a usted…

– ¡Ah! Sr. Monsalud de mis pecados – exclamó Gil de la Cuadra con amarga tristeza, – la Corte, o no puede nada, o teme comprometerse dándome el amparo que de ella he solicitado. Preso D. Matías, sin que ni Rey ni Roque lo hayan podido evitar, hecha pública la conjuración, no hay ningún prócer ni potentado de Palacio que no proteste de su adhesión al liberalismo. ¡Pecador de mí! ¡Mil veces pecador! La circunstancia de haber sido afrancesado me hace sospechoso a los absolutistas. Ésa es mi fatalidad; ésa es mi estrella negra; ésa es la funesta herencia que me dejó mi esposa. ¡Si viera usted cuántas puertas se han cerrado hoy ante mí! Es particular: de la noche a la mañana ya nadie me conoce. Soy un extraño, un importuno; creen, sin duda, que les voy a pedir un socorro pecuniario, y me reciben de malísimo talante. La única muestra de benevolencia que he recibido es muy triste, señor Monsalud. Diomela un caballero de Palacio, avisándome hoy el peligro que corro, porque halladas varias cartas y notas mías entre los papeles de Vinuesa, no han de tardar en venir por mí para embaularme en la cárcel, donde, si Dios no lo remedia, nos pudriremos el cura y yo, a no ser que nos cuelguen en la plazuela de la Cebada. ¿No es verdad, Sr. Monsalud, que debí preferir el tratamiento de los milicianos de La Bañeza?

– ¿Usted espera que le prendan? ¿Lo sabe usted?

– Lo sé.

– Pues en tal caso – dijo Salvador con asombro, – ¿por qué no huye usted? ¿Por qué no se oculta al menos?

– Precisamente de eso quiero hablarle-manifestó Gil de la Cuadra, cayendo de nuevo en el lúgubre abatimiento en que Salvador le encontrara. – ¡Huir!… Creo que no habrá otro remedio.

– Es el más seguro por ahora.

– Mis achaques me hacen de tal modo cobarde, que no acertaré a dar un paso… ¡Si parece que me convierto en un niño!… ¡Si se me oprime el corazón!… Luego doy en pensar en la desdichada suerte y desamparo de mi pobre hija… ¿Qué será de ella si muero? De tal manera se perturba mi alma y se enflaquece mi razón pensando en esto, que no puedo discurrir los medios de mi fuga o escondite. Piense usted por mí, pues no con otro objeto he solicitado su amparo; dígame usted lo que debo hacer… tráceme un plan.

– No sólo indicaré lo conveniente, sino que haré cuanto pueda para que usted quede en salvo esta misma noche. Es preciso tomar una resolución pronta. Ánimo, Sr. Gil, no acobardarse, y triunfaremos.

– ¡Oh!, gracias, gracias mil – exclamó el enfermo, estrechando las manos de Salvador.

– El infeliz conspirador lloraba.

– No perdamos tiempo… Saldremos juntos para que vaya usted más tranquilo – dijo Monsalud, restaurando más a cada palabra la energía moral y física de su vecino. – No carecerá usted de nada.

– ¡De nada!… ¡Qué bendición de Dios! Usted me devuelve la vida… Yo que empezaba a carecer de todo, hasta de lo más preciso…!

– El conflicto de usted, amigo D. Urbano, es poca cosa. Creo que nadie nos estorbará la fuga. Le llevaré a usted a un paraje seguro, donde vivirá tranquilo y oculto hasta que podamos conseguir un sobreseimiento, una absolución… allá lo veremos.

– ¡Benditas mil veces sean esa boca y esas manos! – dijo Gil de la Cuadra con emoción profunda. – Usted me salva; yo me arrojo en sus brazos como en una playa hospitalaria después de ser juguete de las olas… ¿Con que usted, después que me ponga en lugar seguro, conseguirá un sobreseimiento, una absolución?… ¡Cuánto lo agradeceremos mi hija y yo!… Sola, Solita, ¿dónde estás?… Ven, corre a abrazar a este caballero.

– Vale más que nos dediquemos sin perder un instante a preparar todo lo necesario… ¿Qué hora es?

– Las once – dijo el anciano, levantándose con dificultad. – Me siento mejor; me siento más ligero; se me ha despejado la cabeza; muevo las piernas con flexibilidad; en fin, soy otro… ¿Con que a disponer…?

– Sí, a disponerlo todo. Arregle usted lo que ha de llevar de su casa. Yo me encargo de todo lo demás.

– ¡Oh!, idolatrada hija mía, ya tienes padre otra vez; viviremos tú y yo… – exclamó Gil de la Cuadra con viva excitación de espíritu. – Lo que va a hacer por mí, Sr. Monsalud, supera a cuanto hicimos por usted en aquel horrendo día. Si consigue ponerme en salvo esta noche, me parecerá que resucito, y el horroroso aspecto de la cárcel dejará de atormentar mi imaginación… Con que apresurémonos. Soledad, hija mía, ven… Una vez que esté libre de las garras de esos infames, fácil le será a usted sacarme del atolladero de la causa. Las sociedades secretas a que usted pertenece lo hacen y deshacen todo. Además, el señor duque del Parque, de quien es usted secretario, administrador o no sé qué, pasa por uno de los hombres de más valimiento que existen en España.

– Antes de medianoche estaremos fuera de Madrid – dijo Monsalud, haciendo sus cálculos. – No conviene perder tiempo.

– Ese ánimo y decisión me regeneran – dijo Cuadra, dando algunos pasos vacilantes por la habitación. – Déjeme usted que antes de ocuparme en los preparativos de la fuga le dé a usted un abrazo, un estrecho abrazo de amigo… así… Ahora veamos lo que se lleva… ¡Soledad, Solita!

La muchacha apareció de repente, pálida, desconcertada. Su semblante expresaba el terror más vivo, y sus descoloridos labios no acertaban a pronunciar palabra alguna. El padre participó al punto por simpatía natural del pavor de su hija; miró a Monsalud; éste formuló con ansiedad una pregunta.

No pudo dar contestación la atribulada niña. Oyéronse terribles golpes que resonaban en la puerta de la casa, haciendo retemblar a ésta de los cimientos al tejado… Oyéronse al mismo tiempo pasos de mucha gente, palabras, un rumor soez que llenó de espanto el alma de los tres personajes.

– ¡Ahí están! – murmuró con voz tétrica Gil de la Cuadra.

– ¡Ahí están! – repitió Monsalud, golpeando el suelo con tanta fuerza que la casa redobló su temblor convulsivo y profundo, como contestando a las llamadas de los polizontes.

V

El amigo de Vinuesa cayendo en el sillón, se oprimió con ambas manos la desnuda calva.

– Se me ha partido el alma… – exclamó sordamente. – Parece que me han arrancado la última raíz de la vida… ¡Yo me muero!… ¡Pobre hija mía!…

Solita corrió hacia él. Hija y padre se unieron en estrecho abrazo.

– Ya no hay remedio – dijo el segundo con amargura.

Los golpes se repetían con más fuerza. Salvador, agitado por violenta cólera y despecho, se golpeaba la frente con el puño. En algunos momentos se sentía impulsado a una resolución desesperada; pero tenía demasiado buen sentido para no refrenarse al punto.

– No hay remedio – dijo Gil de la Cuadra con acento solemne. – Hija mía, oye lo que voy a decirte. ¿Ves este hombre?…

Solita fijó en Monsalud sus ojos llenos de lágrimas.

– Salve usted a mi padre – gritó. – Discurra usted algún medio para ocultarle, para sacarle de la casa sin que esos malditos le vean.

El tétrico silencio del joven indicó claramente que no podía discurrir medio alguno que no fuese una locura.

– No puede ser, no puede ser – dijo el anciano. – ¿Ves este hombre? Es el único que puede hacer algo por mí, por nosotros. Mientras vivamos separados, recuérdale un día y otro que tu padre está en la cárcel. Se me figura… se me figura que será un buen hermano para ti.

Los golpes redoblaron. Parecía que cien puños de hierro martillaban la puerta, y la campanilla sin cesar movida, cayó de su sitio.

– Es preciso abrir al instante – manifestó con vivísima agitación Gil de la Cuadra. – Una palabra más, amigo mío, hija de mi alma. Mientras viene de Asturias tu primo Anatolio, que ha de ser, amén de tu marido, tu único amparo después que yo falte, te dejo encomendada a este buen amigo. Él será tu padre y tu hermano. Sr. Monsalud, si acepta usted el encargo, me voy más tranquilo a la cárcel, y de allí…

– Acepto – dijo con grave acento el joven. – Solita será mi hermana. Además juro por todos los santos y por Dios, que es mi padre, que le he de sacar a usted de la cárcel a donde va esta noche.

Los tres se abrazaron sin añadir una palabra más. En el mismo instante, despedazada la puerta de la casa, entró en la estancia un hombre brutal y grosero, uno de estos que no creen representar bien a la autoridad si no la hacen antipática y aborrecible.

– ¿Quién es aquí el bribón de Gil de la Cuadra? – dijo mirando alternativamente al joven y al anciano. – ¡Ah! Conozco al mozo, que es Monsalud… Supongo que Cuadra será el vejete… Véngase usted conmigo a la cárcel de Villa… no, a la de la Corona, porque en aquélla no cabe más gente.

– El señor es Gil de la Cuadra – dijo Salvador. – Por el bribón no preguntes, que aquí no hay otro que tú.

Dos, tres, cuatro individuos no menos simpáticos que su lindo jefe, penetraron en la estancia.

– ¿Y a esta tortolilla, la llevamos también? – preguntó uno, atreviéndose a poner la mano en el hombro de la joven.

– Para preguntar una estupidez – repuso Monsalud, rechazándole violentamente – no se necesita dar coces.

– Juan Violín, no seas bruto – gruñó el jefe. – Deja a esa señorita y alcánzame las esposas.

Gil de la Cuadra al ver que le iban a atar las manos huyó despavorido a la pieza inmediata. Siguiéronle todos. Rogole Salvador que se sosegase, no haciendo resistencia a sus bárbaros aprehensores, y cedió al fin el anciano, y ofreció sus manos a las argollas de hierro. Abrazole estrechamente Solita, diciendo con lastimeros ayes y lamentos que no se apartaría de él, y fue necesario separarla. En la sala, Gil de la Cuadra agobiado por la amarga pena, exánime y aturdido, cayó al suelo. Los polizontes tiraron de él como se tira de un perro que se detiene a hociquear en el suelo. Ayudole Salvador a levantarse y salieron de la casa.

Cuando bajaban la escalera, D. Patricio y su hijo salieron a ver la tristísima comitiva, y Fermina Monsalud quiso que Soledad entrase desde luego en su casa. Detuviéronla todos, procurando consolarla; pero ella insistió en bajar, y luchando con todas sus fuerzas, que no eran muchas, procuraba desasirse de los brazos de Sarmiento y Doña Fermina.

– Le soltarán pronto… No llore usted, niña – le decía el preceptor. – Este Gobierno es como Dios lo ha hecho… no persigue más que a los liberales… ¿Con que el señor Gil de la Cuadra era la mano derecha de Don Matías Vinuesa?…

Soledad bajó rápidamente, y tras ella Sarmiento. En la calle arrojose otra vez la joven en brazos de su padre, manifestando inquebrantable resolución de seguirle; pero las fuertes manos de los corchetes la separaron. Gil de la Cuadra, negándose a dar un paso en compañía de la soez cuadrilla, dejose caer en el suelo, y otra vez el egregio polizonte tiró de la soga.

– Tengo sed – dijo el anciano, respirando con ansia.

Delante de él estaba D. Patricio, con las manos a la espalda, fijando en el reo una mirada maliciosa y nada compasiva.

– Tengo sed – repitió Gil de la Cuadra.

– Sr. Sarmiento – dijo Monsalud vivamente, – en la escuela de usted hay una alcarraza con agua…

– Mire usted qué demonches de casualidad – repuso Sarmiento, sin moverse del sitio en que al anciano contemplaba; – se me ha olvidado dónde puse esta tarde la dichosa alcarraza.

– Subiré yo – dijo Soledad procurando sobreponerse a su pena.

– Subiré yo – dijo Monsalud tomándole la delantera con rapidez suma. – Aguarde usted abajo y procure calmar al pobre viejo.

Pocos instantes después, Salvador daba de beber a su amigo.

– La noche está fría – manifestó imperturbable y sin dejar su sonrisa picaresca el gran Sarmiento, – y cuando la noche está fría… y el tiempo fresco… pues no se tiene sed.

Los polizontes tiraron de la soga, acompañando su movimiento de ese chasquido de lengua que tan bien entienden los animales.

– Ánimo, amigo – le dijo Monsalud. – No olvide usted mi promesa.

Pareció que el infeliz colega de Vinuesa recibía ánimo y vida al oír estas palabras.

– ¡Pobre hija mía! – exclamó, bebiéndose las lágrimas que copiosamente corrían por sus mejillas.

– Solita es mi hermana – dijo Salvador, abrazándola. – Vamos: esto debe acabarse. Se reúne gente.

Cuadra se levantó con dificultad. En su espíritu había seguramente poderoso anhelo de colocarse a la altura de su situación, sofocando la ruin pusilanimidad que le abatía.

– ¡Mi hija!… ¡Mi pobre hija! – gritó, clavando los tristes ojos en el semblante de su joven vecino.

Con aquella mirada, su afligido corazón de padre dijo cuanto las circunstancias exigían que dijera.

Solita perdió el conocimiento. Sarmiento, que estaba a dos pasos de ella, la sostuvo en sus brazos.

– ¿En dónde pongo esto? – murmuró festivamente.

– Subiré a Soledad a mi casa – dijo Salvador tomando en brazos a la joven como si fuese un niño, – y después, Sr. Gil, le acompañaré a usted a la prisión.

Como lo dijo lo hizo, y poco después de medianoche todo estaba terminado.

VI

Todavía no se había descubierto el templo. No era aún la hora de la tenida, y los Hijos de la Viuda, descansando de las fatigas políticas en sus casas o en los cafés, esperaban que la luz astral de la noche marcase la hora propia para los trabajos del Arte Real. Los Maestros Sublimes Perfectos, los Valientes Príncipes del Líbano o de Jerusalén, los Caballeros Kadossch, los que antaño se llamaban Gerográmatas, los Hierorices, los Epivames, los Dadouques, los Rosa-Cruz de hogaño, los hermanos todos, desde el Terrible hasta el Sirviente; los aprendices, compañeros y maestros, desde los de mallete hasta los de cuchara, estaban ocupados en el ágape doméstico, o bien conversando con sus mopsses, jugando con sus lovatones o matando el tiempo en las reuniones profanas, lejos de la verdadera luz. Las estrellas no se habían encendido todavía, ni el mirto elusiaco exhalaba su aroma. Imperaba la rosa, emblema del silencio, y la imponente exclamación Ossé no había resonado aún bajo las bóvedas orientales. En una palabra (y hablando con claridad para inteligencia de los ignorantes), la sesión de la logia no había empezado todavía.

En la Caverna del Mithra, o sea el Universo, hay un punto que se llama Mantua, o Madrid, en cuyo punto es evidente la existencia de una calle llamada de las Tres Cruces. En esa calle, cualquier curioso, aunque no tenga sus oídos abiertos a la verdadera luz, podrá ver una tienda de sastre, y si penetra en ella para que el supremo arquitecto de las levitas le tome medida de una; si durante esta fastidiosa operación alza los ojos a la bóveda del firmamento, vulgo cielo raso, verá sin duda que por aquellos descoloridos y descascarados yesos se pasean soles, lunas, rayos que fueron de oro, cordones, triángulos, estrellas pitagóricas y otros signos. Al ver esto, sentirá en su alma profundísima emoción de respeto, y dirá: «Aquí estuvo el gran templo masónico en los tres llamados años, del 20 al 23».

Siguiendo nuestra relación (y dejando que pasen algunos días después de las escenas últimamente referidas, lo cual nos lleva a los últimos de Febrero de 1821), nos dirigimos allá. Es temprano: es la hora en que hierven los clubs, la hora en que Lorencini, La Cruz de Malta y La Fontana son otras tantas ollas donde burbujean con rumoroso y mareante zumbido las pasiones políticas, entre el chisporroteo de las envidias y el resoplido de las ambiciones. Todavía es temprano, porque los trabajos masónicos se abren (este tecnicismo obliga frecuentemente a no hablar en castellano) a hora más avanzada.

Aún está a oscuras el edificio de la calle de las Tres Cruces. Reconocemos el vestíbulo, la sala de Pasos perdidos, donde campean los Cuadros lógicos, y no hallamos persona viva. Óyense tan sólo los pasos de un hermano sirviente que va y viene, poniendo en su sitio las lámparas de aceite que bien pronto se han de llamar estrellas polares, astros o nebulosas. Por último, vemos que entra un hombre con ademán resuelto, como persona muy hecha a semejantes lugares, y observando que adelanta sin recelo alguno, nos apresuramos a seguirle, tomándole por guía en el laberinto de galerías y salas. El desconocido se acerca al sirviente, y después de saludarle con signos que no nos es posible determinar, pronunciando una especie de santo y seña, le hace esta pregunta:

– ¿Está el Sr. Canencia?

– En la Cámara de Meditaciones le hallará usted, Sr. Monsalud.

Le seguimos denodadamente, aunque el nombre de Cámara de Meditaciones nos da cierta comezoncilla de miedo, por haber oído que es un recinto pavoroso que hace enflaquecer el ánimo más esforzado. A pesar de esto, penetramos detrás del gallardo joven, y desde el mismo instante sentimos temblores y escalofríos al ver una habitación toda colgada de negro, no puede decirse que alumbrada, sino entristecida por macilenta luz. Damos diente con diente y el cabello se nos eriza al observar que en diversas partes de la triste estancia cuelgan, cual objetos en testero de tienda, cantidad de huesos y calaveras, y que medio esqueleto se apoya contra la pared, mirando con desconsuelo al otro medio, o sea los fémures y tibias que fueron de su pertenencia y ora yacen en el suelo.

En la sepulcral pieza hay una mesa, y junto a esta mesa se ocupa en burilar una plancha, o sea extender un acta (hablando a lo cristiano), un viejo de cabellos blancos. No atendemos a las demostraciones amistosas que hace a nuestro introductor ni a las palabras de éste; por ahora, atentos sólo al conocimiento del local, fijamos los atónitos ojos en algunos letreros que entre hueco y hueco adornan las paredes, y leemos: «Si vienes impulsado por una mera curiosidad o por otro móvil aún peor, retírate; no trates de descubrirla, porque penetraremos tus intenciones». Volvemos la cabeza, y nos sale al encuentro otro parrafillo: «Si tu conciencia está tranquila, ¿por qué sientes disgusto ante estos despojos que te recuerdan el fin de tu vida?» Otro letrero dice: «¿Siente tu alma temor? Pues retírate, porque sólo un espíritu fuerte puede soportar las pruebas a que has de ser sometido». «¿Te hallas dispuesto a sacrificar tu vida en aras del progreso humano?»

Poco a poco nos vamos familiarizando con el fúnebre y medroso espectáculo, y echamos de ver que la Cámara, lo mismo que su extraño mueblaje, tienen cierto sello de arrinconados cachivaches de teatro, dicho sea con perdón de las humanas calaveras. El polvo que los cubre, el desorden y abandono con que están colocados los huesos y las inscripciones indican que todo aquello está en lamentable desuso. Era la Cámara de las Meditaciones un recinto donde encerraban al catecúmeno para que preparara su ánimo antes de ser recibido como aprendiz por la congregación masónica. Lo primero que tenía que hacer el pobre profano, una vez que lo metían bonitamente allí, era otorgar su testamento y contestar por escrito a varias preguntas, con objeto de mostrar su manera de discurrir y los gramos de sal que tenía en la mollera. Formuladas las respuestas, un hermano entraba con el rostro cubierto en la Cámara, y recogiendo aquéllas, las entregaba al Venerable, que ya estaba presidiendo la sesión o tenida. Leíanse las pruebas del talento del neófito, y si no resultaba alguna barbaridad estupenda, concedíanle el goce de la verdadera luz. Aquí empezaba una serie de ceremonias de que la gente de todos tiempos se ha reído mucho; pero dicen los masones que hasta sus más insignificantes gestos y signos tienen un sentido no menos profundo que los ritos de las religiones india, judaica y cristiana. Digan lo que quieran, las ceremonias de estas religiones, aun consideradas tan sólo bajo el punto de vista artístico, tienen un sello especial de grandeza e idealidad; las masónicas, que sólo vagamente responden a una idea filosófica, parecen, por lo general, un juego de chiquillos, dicho sea con perdón de los Valerosos y Soberanos Príncipes.

Cuando se acordaba que el profano tenía bastante entendimiento para ser masón (y no debían de ser grandes las exigencias del tribunal), vendábanle a mi hombre los ojos para conducirle a la logia, que estaba comúnmente a dos pasos de la Cámara de Meditaciones. Daba él un golpecito en la puerta, y un masón, a cuyo cargo corrían las funciones de primer celador, decía con la voz más campanuda posible: «Venerable, llaman profanamente a la puerta del templo».

El Venerable, aunque sabía quién llamaba y por qué llamaba, se hacía el sorprendido, diciendo con acento solemne: «Ved quién es». Intervenía entonces otro funcionario, que se llamaba el guarda interino. Éste salía en averiguación del profano forastero que a deshora turbaba la tranquilidad augusta de la logia, y entonces el hermano que acompañaba al neófito decía: «Es un profano que desea ser iniciado en nuestros secretos».

Por fin, después que habían mareado bastante al pobre lego, le dejaban entrar, no sin que dijera antes su nombre, edad, naturaleza, estado, religión, profesión y domicilio. El hermano que le presentaba ponía fin a su alta misión con estas palabras: «Ahí os lo entrego; ya no respondo de él».

Sería molesto y ocioso referir la serie de preguntas que el Venerable, desde la celeste luminosa altura del Oriente, dirigía al neófito. Después de las preguntas empezaban las pruebas, a fin de ver, según el código masónico, hasta qué punto la tortura física influye en la lucidez de las ideas del neófito, y conocer su energía, su carácter, etc. Aquí venían las figuradas copas de sangre; los homicidios de mentirijillas; los testarazos que no pasaban de broma; los cálices de amargura, cuyo licor ha sido siempre muy conocido en la Fuente del Berro; las abluciones en un pilón denominado Mar de bronce, y otros sainetes, algunos de los cuales recibían el nombre de viajes, y lo eran en efecto, por los imaginarios países de Babia. Al recién nacido le asistía en tales actos un individuo a quien llamaban el hermano terrible, siendo común que desempeñara tal comisión y llevase el atroz mote algún bonachón tendero de la plaza Mayor o manso escribientillo de cualquier oficina.

En seguida juraba el recipiendario, prometiendo realizar cosas muy buenas, para las cuales no es preciso seguramente hacer el payaso, pues multitud de personas socorren a sus hermanos en la Caverna del Mithra, vulgo mundo, sin necesidad de que se lo mande un Venerable ni de que le mareen con preguntas vanas después de bailar el minueto entre un Caballero Kadossch y un Príncipe del Líbano. El juramento no era la última ceremonia, pues ningún profano podía dejar de serlo, hasta que no le sobaban de lo lindo. Al golpe de los malletes, o sea martillos de palo, caía la venda de los ojos del neófito, y se encontraba rodeado de llamas y espadas.

¡Tremendo, crítico instante para aquel que creyera iba a ser mechado y asado culinariamente!… Pero las llamas eran pintadas, y las espadas, de hojalata. El Venerable, compadecido entonces sin duda de la situación de aquel pobre hermano metido dentro de una hoguera y entre punzantes aceros, procuraba tranquilizarle, diciéndole que las llamas y espadas no eran otra cosa que una imagen del remordimiento que desgarraría el alma del recién nacido si llegaba a vender los secretos de la sociedad. Con esto quedaban terminadas las fórmulas, y respiraba con libertad el iniciado viendo concluidas las pesadeces del rito. Pero a lo mejor tomaba la palabra el Venerable, que era por lo común un hombre, si no digno de veneración, muy convencido de la importancia de aquellas comedias, y le espetaba un discursazo, llamado entre ellos pieza de arquitectura, encareciendo la sublimidad de la masonería y revelándole algo de lo concerniente al grado primero o de aprendiz. Éste dejaba de llamarse Juan o Pedro, y tomaba con singular modestia el nombre de Catón, Horacio Cocles, Leibnitz u otro cualquier personaje célebre.

No puede formarse juicio exacto de la masonería por lo que esta institución ha sido en España. Los masones de todos los países declaran que la sociedad del compás y la escuadra existe tan sólo para fines filantrópicos, independientes en absoluto de toda intención y propaganda políticas. En España, por más que digan los sectarios de esta orden, cuyos misterios han pasado al dominio de las gacetillas, los masones han sido en las épocas de su mayor auge, propagandistas y compadres políticos. Tampoco puede formarse juicio de la masonería española de antaño por los restos de ella que existen hoy, y que, al decir de los devotos, se reducen a unas juntillas diseminadas e irregulares, sin orden, sin ley, sin unidad, aunque cumplen medianamente su objeto de dar de comer a tres o cuatro hierofantes. Esta antigualla oscura, que algunos sostienen como una confabulación caritativa para fines positivos o menudencias individuales y para protegerse en uno y otro continente (por lo cual son masones casi todos los marineros que hacen la carrera de América), no tiene nada de común con la asociación de 1820.

Era ésta una poderosa cuadrilla política que iba derecha a su objeto; una hermandad utilitaria que miraba los destinos como una especie de religión (hecho que parcialmente subsiste en la desmayada y moribunda Masonería moderna), y no se ocupaba más que de política a la menuda, de levantar y hundir adeptos, de impulsar la desgobernación del Reino; era un centro colosal de intrigas, pues allí se urdían de todas clases y dimensiones; una máquina potente que movía tres cosas: Gobierno, Cortes y Clubs, y a su vez dejábase mover a menudo por las influencias de Palacio; un noviciado de la vida pública, o más bien ensayo de ella, pues por las logias se entraba a La Fontana y La Cruz de Malta, y de aprendices se hacían diputados, así como de Venerables los ministros. Era, en fin, la corrupción de la masonería extranjera, que al entrar en España había de parecerse necesariamente a los españoles.

Durante la época de persecución, es notorio que conservó cierta pureza a estilo de catacumbas; pero el triunfo desató tempestades de ambición y codicia en el seno de la hermandad, donde al lado de hombres inocentes y honrados había tanto pobre aprendiz holgazán que deseaba medrar y redondearse. Apareció formidable el compadrazgo, y desde la simonía, el cohecho, la desenfrenada concupiscencia de lucro y poder, asemejándose a las asociaciones religiosas en estado de desprestigio, con la diferencia de que éstas conservan siempre algo del simpático idealismo de su instituto original, mientras aquélla sólo conservaba, con su embrollada y empalagosa liturgia, el grotesco aparato mímico y el empolvado atrezo de las llamas pintadas y las espadas de latón.

A medida que iba avanzando el triunfo iba decayendo el ritual masónico, simplificándose los símbolos, relajándose la disciplina en lo relativo a juramentos, pruebas, iniciación. Por eso hemos visto tan empolvados y rotos los tarjetones y huesos le la Cámara de Meditaciones, cuya inutilidad empezaba a ser reconocida. Es propio de gente tocada del afán de codicia el no preocuparse de detalles tontos, y bien se sabe que hambre o ambición no tienen espera.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
240 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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