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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», страница 2

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III

Es indispensable el conocimiento de todas las familias que vivían en aquella casa. Ocupaba el principal Salvador Monsalud con su madre, y el segundo, un señor taciturno y reservado, del cual los vecinos, a excepción de Salvador, no conocían más que el nombre, ignorando sus antecedentes y sus ideas políticas, a pesar de las impertinentes pesquisas que por averiguarlo hacía diariamente el curioso Sarmiento. Este y su hijo Lucas, sastre de oficio, ocupaban una de las habitaciones del piso tercero, sirviendo la otra de morada a Pujitos, gran maestro de obra prima, miliciano nacional, patriota, cuasi orador, cuasi héroe, y un si es no es redactor de diarios políticos, que para todo había en aquel desmesurado entendimiento.

El habitante del cuarto segundo era un hombre decente, con indicios en toda su persona de pobreza decorosamente combatida y disimulada por el aseo, la economía, las cepilladuras de la ropa y otros artificios que no siempre realizaban el fin deseado. Tenía más de cincuenta años, aspecto débil y enfermizo, rostro muy melancólico, apagados ojos, ademanes corteses y fríos, escasísima propensión comunicativa y costumbres tan tranquilas como metódicas. Jamás anochecía sin que estuviese dentro de su casa. A horas fijas salía y a horas inalterables entraba. Era rarísimo acontecimiento que alguien le visitase, y su morada era silenciosa y triste, como vivienda de cartujos.

Antes de que penetrara en ella cualquier extraño, tomábanse minuciosas precauciones, y dos ojos negros miraban por la cruz del ventanillo, examinando atentamente al inoportuno. Estos ojos negros eran los de una señorita, hija del señor Gil de la Cuadra (que así llamaban al taciturno) y única compañera suya, a más de una criada, en la triste mansión. Todo lo que tenía de antipático el padre entre los habitantes de la casa, lo compensaba en simpatías la hija. A todos agradaba; solía conversar con D. Patricio al entrar y salir, y muy a menudo pasaba a la habitación de Doña Fermina Monsalud, charlando con ella largas horas. Tenía por nombre Soledad, pero como su padre la llamaba Solita, así la decían todos, y más comúnmente doña Solita; que entonces las señoritas cargaban todavía con un Doña no menos grande que el de cualquiera quintañona.

Como cronistas sentimos tener que decir que Solita era fea. Fuera de los ojos negros, que aunque chicos eran bonitos y llenos de luz, no había en su rostro facción ni parte alguna que aisladamente no fuese imperfectísima. Verdad es que hermoseaban la incorrecta boca finísimos dientes; mas la nariz redonda y pequeña desfiguraba todo el rostro. Su cuerpo habría sido esbelto si tuviera más carne; pero su delgadez exagerada no carecía de gracia y abandono. Mal color, aunque fino y puro, y un metal de voz delicioso, apacible, que no podía oírse sin sentir dulce simpatía, completaban su insignificante persona. Es sensible para el narrador que su dama no tenga siquiera un par de maravillas entre la raíz del cabello y la punta de la barba; pero así la encontramos y así sale, tal como Dios la crió y tal como la conocieron los españoles del año 21.

El gran misterio de D. Urbano Gil de la Cuadra, lo que traía en gran inquietud a los vecinos, y principalmente a D. Patricio, era la ignorancia en que todos estaban acerca de sus ideas políticas. ¿Era liberal?¿Era servil? Enigma terrible que daba vueltas como una rueda pirotécnica dentro del febril cerebro de Sarmiento, sin ser descifrado jamás. A veces, fundándose en conjeturas, en palabras sueltas, en la letra sui generis del sobre de una carta recibida por Gil, Sarmiento le declaraba absolutista. Otras veces, fundándose en iguales datos, diputábale revolucionario. Causaba desesperación al buen preceptor que Monsalud lo supiese todo, y no lo revelase a los vecinos.

– O este hombre es un emisario de la Santa Alianza – solía decir Sarmiento, – o un apoderado de los republicanos franceses. A estos viejos ojos que tanto han visto, no se les escapa nada.

Al anochecer de aquel día en que nuestra relación comienza, entró, como de costumbre, en su casa el padre de Solita. Ésta, que se hallaba acompañando a Doña Fermina, subió a su habitación cuando sintió los pasos de Gil. Al poco rato subieron también Sarmiento y Monsalud, acompañados de Lucas, que a la sazón volvía de la plaza de Palacio, y los tres entraron en el principal, porque el maestro de escuela gustaba de platicar con Doña Fermina sobre la cosa pública, en que él era, como el lector sabe, tan experto.

Reunidos los cuatro, Lucas contó los sucesos de aquella tarde, que consistían en dos piedras arrojadas al coche de Su Majestad, en diversos gritos patrióticos, en un miliciano herido por un guardia, y algunas contusiones y corridas de escasa importancia.

– A pesar de eso – dijo Sarmiento gravemente, – no aprenderá. Seguirá oponiéndose a la plantificación lógica del sistema constitucional; fomentará la superstición y el fanatismo. Si yo fuera llamado a regir los destinos de la nación; supongan ustedes que lo fuera… ¿eh?, pues bien: mi primer decreto sería suprimir el cuerpo de Guardias. Mientras la camarilla tenga la probabilidad de ese apoyo, la libertad no echará profundas raíces en el hispano suelo.

– Esta tarde se ha dicho – indicó Lucas – que el Gobierno va a disolver la guardia.

– ¿Lo ven ustedes? Mi idea… es idea mía.

– Y a cerrar las sociedades patrióticas.

– Ésa no es idea mía. La rechazo. Por el contrario, Sr. D. Salvador, Doña Fermina, yo abriría en cada calle dos por lo menos, dos cafés patrióticos, y los subvencionaría con fondos del Estado, para que se propagase la idea constitucional. ¿Qué le parece al Sr D. Salvador mi idea?

– Excelente – respondió el joven, ocupado a la sazón en hojear varios libros que sobre la mesa de la habitación había.

– Ya que está aquí el Sr. D. Patricio – dijo Doña Fermina, después de hablar un rato con la criada, – no se irá sin tomar chocolate. Y lo mismo digo a usted, Lucas.

Sarmiento que, dicho sea en honor de la verdad histórica, no había ido a otra cosa, respondió de este modo:

– No se moleste la señora… Siento haber venido; pero si se ha de enojar usted con nuestra negativa, aceptamos… Madre e hijo son tan amables que, la verdad, cuando uno entra en esta casa, no encuentra la puerta para salir.

– Gracias, Sr. D. Patricio.

– ¿Saben ustedes – dijo con aire misterioso Lucas, – que esta tarde vi en la plaza de Palacio al vecino del cuarto segundo? Estaba hablando con un guardia.

– ¿Pero no saben ustedes lo mejor? – indicó Sarmiento, padre. – Pues ya me olvidaba… Que tengo nuevos datos para juzgar de las opiniones políticas del Sr. Gil de la Cuadra.

Monsalud miró fijamente al preceptor.

– Un precioso dato. Tengo por seguro que es despótico.

– Vamos, no hable usted mal de los vecinos, y menos de ese buen sujeto – dijo Doña Fermina. – Él y su niña son personas muy decentes que merecen el mayor respeto.

– ¿Respeto? No se lo niego. Oiga usted el dato, Sr. D. Salvador. Ayer tarde entró en mi academia para que le cortase una pluma. Ya sabe usted que en la pared de enfrente tengo un buen retrato de Riego. Como el Sr. Gil le mirase atentamente, yo dije: «ése es el grande hombre». Advertí en el semblante de nuestro vecino una sonrisa picaresca. Mirome, y con mucha suficiencia y pedantería, exclamó: «Es un majadero».

– Lo mismo dice mi hijo – manifestó la Monsalud, ofreciendo el chocolate a sus dos vecinos.

– ¿Lo mismo dice? Será por broma. ¡Riego, D. Rafael del Riego! Inmensa figura que se alza sobre el suelo de la patria, y con su majestuosa cabeza toca las nubes! ¡Riego, sol refulgente que todo lo inunda con su luz! ¿A quién sino a él se debe la libertad que gozamos? ¿A quién sino a él debe España el haberse puesto por montera del mundo y el estar por encima de toditas las Naciones?

– Pues Salvador dice que es una cabeza llena de viento – dijo Doña Fermina, gozando en mortificar al maestro.

– Bromas; son bromas, Sr Sarmiento – dijo el joven con benevolencia.

Monsalud había encendido una luz y examinaba cartas y papeles.

– Como bromas pueden pasar; pero son de mal género. Esas bromas puede oírlas cualquiera que no sepa discurrir… Yo no me tengo por ignorante; yo creo haber leído algo; creo poseer alguna ciencia… digo, me parece a mí…

– Por de contado.

– Algo sabe uno de lo que ha pasado en el mundo: memorables hechos y preclaras acciones, o sea lo que los eruditos llamamos historia. Y si no, que lo diga el Sr. D. Salvador.

Monsalud no dijo nada.

– Pues bien – añadió Sarmiento sorbiendo la mitad de lo que contenía la jícara, – yo declaro que conozco pocos varones de la antigüedad (y ahí está Plutarco que lo certifique…) sí, conozco pocos que se igualen a este atrevido comandante, que desafió al absolutismo, a toda la Europa, señora; a la Santa Alianza, a los Borbones todos, a los serviles todos. Y tan gran fin realizó sin derramamiento de sangre, porque… vean ustedes la historia: Harmodio y Aristogitón derramaron mucha sangre; las sediciones de los Gracos también fueron cruentas; Bruto mató a César; Robespierre y Danton, ya sabemos que cortaban cabezas como yo plumas; Cromwell degolló a Carlos I, etc. Pero nuestro hombre ha dicho: Sea la libertad, y la libertad ha sido. Su espada no ha necesitado herir para vencer. Con su vívido fulgor deslumbráronse los tiranos, y, despavoridos, huyeron cual asustadas liebres. ¿No es verdad, señor D. Salvador? ¿No es verdad esto?

Monsalud tampoco dijo nada, ni hacía caso de la disertación sarmentil.

– ¡Y a hombre tan insigne, a este campeón que le dijo a España, como el ángel a María: El Señor o la Libertad es contigo; a ese apóstol, señores, se le tiene alejado de la Corte, como si fuera una plaga, un pedrisco u otra calamidad aterradora! Se le desterró primero a Asturias; se le desterró después, porque destierro es, a la Capitanía General de Aragón… ¡Oh! si yo llegase a regir los destinos de la España; si yo… pongamos por caso, llegase a ser ministro… mi primera disposición sería para recompensar dignamente a ese héroe inaudito…

– ¿Más todavía?… – indicó festivamente Monsalud.

– ¿Pues qué? – dijo Sarmiento con ciceroniano ademán, poniendo sobre la mesa la jícara vacía, – acaso se le han tributado honores correspondientes a sus servicios? Ni aun en la jerarquía militar ha tenido la elevación a que es acreedor. Él era comandante: le plantaron en mariscal de campo… Bueno; pues eso, digan lo que quieran, es bien poco, es poquísimo; y aún me parecían una bicoca los tres entorchados. Usted tenga presente cómo recompensó Inglaterra a Lord Vellintón después de la campañita aquella en que derrotó a Bonaparte. Así se premian los grandes servicios, no con estas mezquindades de aquí.

– Tiene razón el Sr. Sarmiento – dijo Doña Fermina. – Si por lo de militar merece los tres entorchados, por lo que tiene de orador y de hombre discreto se le puede señalar una renta. Vaya, que la escena y los discursos aquellos del teatro fueron cosa bonita.

– Extraordinariamente buena, aunque usted, señora mía, lo diga con cierto tonillo zumbón. Lucas, ¿te acuerdas?… Nosotros fuimos desde muy temprano a la cazuela. ¡Qué tumulto, qué palmadas, qué entusiasmo! Yo me puse tan ronco que en ocho días no pude dar lección a los chicos. Aún me parece que veo a nuestro querido General levantarse del asiento con aquella majestad que él sólo tiene, y echarnos un discurso que me pareció de perlas, si bien con el mucho alboroto no se oía una palabra desde arriba. Aún me parece que estoy oyendo la pomposa música del himno que entonó el público. Riego, con aquella gracia suma que Dios le ha dado, levantose y dijo: «La música del himno no es así, sino de esta otra manera». Y se puso a cantarlo. Sus ayudantes llevaban el compás.

– ¡Estaría bonito!…

– Después, uno de los ayudantes cantó el trágala, perro, y aquí fue Troya. Yo creo que hasta las figuras pintadas en el techo cantaron en aquel instante. ¡Sublime momento, señora!… Pero los envidiosos no faltan en ninguna parte. Empéñase el jefe político en decir que aquello era un desorden. Quiere hacernos callar; encréspase el público como el Océano agitado por rabioso Noto; empiezan las puñadas, los dimes, los diretes, los ternos de pimentón, las cantáridas gramaticales. Riego mira con desdén al jefe político. Algunos de sus ayudantes, mostrando una impavidez pasmosa, le insultan. Aporréanle dos o tres paisanos, Paco Rincón y Blas Cortada, si no me engaño; el teatro parecía una caldera hirviendo; el General se retira al fin, y, ¡oh, pavor!, las calles están llenas de gente, la tropa se encierra en los cuarteles, y todo es zozobra y miedo de trifulcas. Sin la imprudencia del jefe político, nada habría pasado. Pero el despotismo es así: no le gusta oír el himno ni el trágala; no quiere ver la faz del libertador del hesperio suelo, y aquí tienen ustedes el resultado: guerras, asolamientos, fieros males, como dijo el poeta. Nada, nada; según esa gente estólida, a la Libertad debe ponérsele bozal para que no muerda.

– Bozal para que no muerda – repitió taciturnamente Monsalud.

– De la cosa más sencilla, del desahogo más ingenuo – continuó el vehemente preceptor, – toma pie el despotismo para extender su férreo dominio… Volvamos a nuestro invicto Don Rafael. De nada vale el popular deseo. Se empeñan en que ha de salir de aquí, y le echan como se echa un perro que incomoda. Las sociedades patrióticas dejan oír su autorizada voz en contra de tal vilipendio; pero no son oídas. Manifiesta el pueblo su voluntad de mil maneras; fíjanse pasquines; gritamos, pedimos, suplicamos, amenazamos. Yo pongo a todos los niños de mi academia la cinta verde con el lema Constitución o muerte. Ni por ésas. ¿Cómo contestan a nuestras honradas exhortaciones? Echando los cañones a la calle; lanzando de los cuarteles la caballería para que pisotee al pueblo; acuchillando sin piedad a la gente indefensa. En tanto Argüelles habla en las Cortes de las célebres páginas, y Feliú habla de los hilos; se alborotan también los diputados, y cuando un gran patriota como Romero Alpuente se dispone a defender al pueblo, ahogan su generosa voz los chillidos de los serviles. Riego es desterrado, y ¡qué ignominia! disuelven el ejército de la Isla, que había proclamado la Constitución; y por este camino volveremos a la tiranía y oscurantismo del año 14, y al despotismo puro, el cual, después de todo, es mejor que el mixto, vergonzante, tibio o moderado que ahora tenemos. ¿No es verdad, Sr. D. Salvador?

– Sí, amigo D. Patricio; todo lo que usted quiera. ¡Y pensar que tantas cosas malas se remediarían con que el Sr. D. Patricio fuese ministro media docena de días!…

– No se burle usted – dijo el preceptor, algo picado. – Yo no seré ministro, yo no puedo ser ministro, porque soy muy honrado, porque no soy intrigante, porque no soy ambicioso. Si tuviera un duro por cada vez que me he negado a aceptar este o el otro destinillo, sería un Fúcar… Pero supongamos que fuera ministro, y sentemos esa atrevida hipótesis…

– Silencio – dijo Monsalud. – Están llamando a la puerta.

Atendieron todos. Oyéronse fuertes golpes en la puerta de la casa.

– ¿Quién será? – murmuró con temor Doña Fermina. – Aquí no viene nadie después de anochecido.

– Iré a ver – dijo Lucas, a quien los golpes sorprendieron descabezando un sueño.

Pocos momentos después entraba Solita, con semblante pálido y consternado, sin aliento, encendidos de llorar los ojos.

¡Mi padre está enfermo! – exclamó, dirigiendo a todos una mirada suplicante.

– Iremos a buscar un médico – dijo D. Patricio con oficiosidad. – ¡Lucas!… Corre al momento.

– No es preciso médico – dijo Solita, deteniendo a los Sarmientos con un expresivo ademán.

– Yo entiendo algo de medicina…

– No necesitamos cosa alguna – añadió la joven, mirando a Doña Fermina. – Lo que tiene mi padre es muy singular.

– ¿Congestión cerebral, ataque de gota, síncope, jaqueca…?

– Mi padre está enfermo del ánimo – dijo tristemente Soledad. – No quiere médicos ni medicinas; lo que quiere es hablar con el señor Monsalud, y por eso vengo a rogarle que pase ahora mismo a casa.

Asombráronse todos de ver enfermedad que se aliviaba hablando.

– También puede que tenga algo que revelarme a mí – dijo Sarmiento, dando algunos pasos. – Voy allá corriendo.

– No, usted no – replicó la joven, deteniéndole. – Salvador solo. Mi padre desea verle y hablarle ahora mismo, ahora mismo.

Salvador subió sin tardanza al segundo piso.

Malísimo humor tenía Sarmiento cuando se retiró a su casa. No pudiendo refrenar la abrasadora curiosidad que le consumía, detúvose junto a la puerta del misterioso vecino, y aplicó el oído, anhelando percibir algo de la conversación o confidencia que dentro se efectuaba; pero ni una sílaba llegó a sus grandes orejas. Resignose a no saber nada, y al entrar en su casa, dijo a Lucas:

– Insisto en que es absolutista, hijo; un infame persa que nos ahorcaría a todos si le dejáramos.

IV

Halló Monsalud al Sr. Gil de la Cuadra en un gabinete estrecho, donde tenía cama y mesa de escribir. Estaba el taciturno sentado en un viejo sillón, donde se hundía su flaco y miserable cuerpo, y todo en él revelaba perniciosa mezcla de abatimiento y exaltación, cual si su espíritu aumentase en actividad y la perdiera a toda prisa el cuerpo, reclamando el final descanso de la sepultura. Sus ojos brillaban, moviéndose en los irritados huecos, y con vaguedad calenturienta y voluble fijábanse en todos los objetos. Movía la cabeza y los brazos sin descanso, asemejándose su inquietud a tentativas de acciones concebidas rápidamente y desechadas antes de la realización. Cada segundo determinaba en aquella alma llena de zozobra un nuevo proyecto, un nuevo plan, un nuevo deseo. Las luchas de insomnio le conmovían, pugilato horrendo que el alma sostiene consigo misma creyéndose otra, y en el cual hay formidables encuentros, caídas y elevaciones, un espantoso temblor de congojas, contra las cuales no hay voluntad ni razón que prevalezcan.

El personaje que ahora nos ocupa no es desconocido para los lectores de estos libros. Apareció brevemente cuando describimos la retirada de los franceses en 1813. Entonces abandonaba el suelo patrio como adicto al Intruso, a quien había servido, desempeñando una plaza de oidor en la Chancillería de Valladolid. Estableciose con su esposa, doña Pepita Sanahúja, en un pueblecillo del Poitou, y poco después de estar allí hizo que le llevaran su única hija, Soledad, a quien, por no exponerla a los peligros de la retirada, dejó en el pueblo natal confiada a los parientes de su primera esposa. Gil de la Cuadra había sido casado dos veces, y Solita era hija del primer matrimonio, pues la señora que el lector conoció en los campos de Álava no tuvo prole. La emigración fue tristísima para el oidor de la Chancillería de Valladolid, a pesar de la dulce compañía de su adorada hija, porque después de haber perdido casi toda su fortuna en el gran conflicto de la monarquía extranjera, tuvo el dolor de ver expirar a su segunda mujer en el invierno del año 18.

De regreso a España, cuyas puertas abrió para los infelices renegados la revolución de 1820, se estableció con su hija en La Bañeza; pero circunstancias funestas que él mismo nos dará a conocer le obligaron a trasladarse a Madrid, donde la casualidad le llevó a la misma casa que habitaba Salvador Monsalud, cuya suerte tan unida estuvo después de la batalla de Vitoria a la del fugitivo matrimonio. A pesar de la amistad contraída en la fatal jornada del 21 de Junio y de las buenas relaciones que sostuvieron en la emigración, pues Salvador vivió también algunos meses en Poitiers, Gil de la Cuadra se mostraba en Madrid muy poco comunicativo y afectuoso con su vecino. Era su carácter en verdad inclinado a la reserva, a cierta aspereza misantrópica que entibiaba las amistades. Visitábanse, sí, con frecuencia, y Soledad pasaba algunos ratos acompañando a Doña Fermina; pero Gil de la Cuadra, en sus entrevistas con el antiguo jurado, mostraba el singular recato y la estudiada sobriedad de palabras que indican empeño de ocultar ocupaciones o designios. Por esta misma razón causó sorpresa al joven verse llamado tan a deshora y con tanto anhelo.

Indicándole con una seña que se sentara a su lado, Gil de la Cuadra le habló de este modo:

– Dispénseme usted si me he tomado la libertad de hacerle subir para confiarle un asunto grave. Sepa usted que yo soy muy desgraciado, el más desgraciado de los hombres… Necesito el amparo de un ser generoso, de un buen amigo, de una persona discreta y al mismo tiempo poderosa.

– Yo no puedo ni valgo nada – replicó Salvador, – pero lo que de mis escasas facultades dependa, está a disposición de usted.

– Revelaré todo y decidiremos – dijo Gil de la Cuadra con esforzada voz. – Mi estado nervioso, la furia y exaltación de mi cerebro son tales esta noche que creo moriré si no tomo una determinación salvadora… ¿Quiere usted que le hable con toda franqueza? Pues, amigo mío, yo soy muy cobarde.

Después de esta declaración, Monsalud creyó que el Sr. Gil iba a poner en su conocimiento cualquier contrariedad insignificante.

– Muy cobarde – añadió el extraño enfermo. – Verdad es que lo que me pasa es gravísimo. Si no tuviera una hija a quien adoro, a estas horas, Sr. Monsalud, ya me habría dado muerte. En un momento de exaltación, casi llegué a olvidarme de mi pobre Solita, y abrí esa ventana para arrojarme a la calle. Vivir así, no es vivir.

– Dígame usted con calma lo que tanto le mortifica, y resolveremos.

– Ante todo debo recordarle a usted una deuda que conmigo tiene – indicó el taciturno, fijando en su amigo los ojos con expresión patética. – Mi esposa, que en gloria esté, y yo le salvamos a usted la vida en aquellos aciagos días de Junio de 1813, que no puedo recordar sin espanto.

– Tampoco yo – dijo Monsalud palideciendo.

– Le salvamos a usted la vida – añadió Gil de la Cuadra complaciéndose en esta idea fundamental de su argumentación. – Después de ocultar a usted diferentes veces, yo autoricé a mi esposa para que, cediendo todas sus alhajas, que eran gran parte de nuestra fortuna, le rescatara a usted del poder de aquellos malvados guerrilleros que querían sacrificarle.

– ¡Es cierto! – murmuró Salvador con voz grave.

– ¿Cabe mayor abnegación tratándose de un desconocido?

– No, no cabe más. Cien vidas de agradecimiento no bastarían para pagar eso que usted llama deuda, y como tal, con todo mi corazón la reconozco.

– ¿De modo que usted, amigo mío, se halla dispuesto a hacer por mí, si me veo en un conflicto supremo, lo que mi esposa y yo hicimos por usted cuando peligraba su vida?

– Dispuesto con toda mi alma – afirmó el joven lleno de piedad y efusión. – Ordene usted lo que debo hacer. Cuanto tengo, cuanto valgo, mi vida y mi nombre están a disposición de usted. No es un sacrificio, es un deber; y si no recuerdo mal, no ha sido preciso que llegaran ocasiones supremas para hacer este ofrecimiento, porque desde nuestra primera entrevista en Madrid me declaré deudor eterno de usted.

– Es verdad; gracias, gracias – dijo el enfermo, estrechando con sus flacas y amarillas manos las de Monsalud. – Mucha atención a lo que voy a referir. Creo haber indicado a usted cuando estábamos en Francia que mis ideas han sido siempre favorables a los derechos absolutos de la Corona y a la monarquía pura tal como durante siglos la disfrutaron las más gloriosas naciones de la tierra. La ambición de mi segunda esposa y debilidades mías, que deploro amargamente, me indujeron a reconocer y servir al intruso Bonaparte. No necesito recordar la ignominiosa caída del partido afrancesado. Yo, que no pertenecí a él de corazón, sino por las sugestiones de mi mujer, tengo más derecho que los demás a quejarme de mi detestable suerte. Volví del destierro sin que mis ideas sufriesen mudanza alguna, y es singularísimo, y a la par muy triste, que los absolutistas del 14, con quienes mi corazón simpatizaba, me cerraran las puertas de la patria, y me las abriesen los liberales, a quienes tengo la desgracia de aborrecer. Esta contradicción real y molesta entre mi modo de pensar y mi gratitud, obligome el año pasado a huir prudentemente de las cosas políticas.

Retireme a mi pueblo natal, La Bañeza. Como allí conocían todos mis ideas, un día los liberales me acometieron con palos, ordenándome que diese vivas a la Constitución; negueme a tal vilipendio, y aquella deuda que para con ellos contrajeron mis honrados labios, pagáronla mis costillas con buenos cardenales. No obstante, tuve paciencia, señor y amigo mío, y seguí pacíficamente en mi casa, pidiéndole a Dios que ponga fin a esta insoportable tiranía del populacho, mas sin buscar venganza, resistiéndome a tomar parte en los trabajos que algunos realistas traían entre manos para levantar partidas. En estas andadas, organizose en La Bañeza la llamada Milicia Nacional, que yo llamaría Infernal hablando propiamente, y para dar pruebas de su existencia y hacer el estreno de su bárbaro poder, emprendiendo con brillo el camino de la gloria, creyó que lo mejor era adjudicarme una nueva paliza, como lo hizo el 3 de Septiembre del año pasado, pretextando que yo conspiraba.

– Ya van dos, Sr. Gil. En verdad que admiro la resignación y sufrimiento de usted.

– Mes y medio de cama me costó la hazaña de los milicianos de mi pueblo. ¿Creerá usted que ni tales razones pudieron persuadirme a que dejara mi pacífico y santo retiro? Aguanté, callé y esperé. Mi actitud digna y cristiana debió ponerme a cubierto de nuevos ataques, ¿verdad?

– Seguramente.

– Pues no fue así. Precisamente por la razón de que yo sufría y callaba, debieron aplacarse en ellos la feroz intolerancia y salvajismo; pero no fue así, sino que mi humildad les hacía más bravos cada vez; y alegando conspiraciones que sólo en su obtusa mente existían, me atacaron de nuevo…

– ¿Otra vez?

– Sí, señor, y se lo digo a usted francamente. A la tercera paliza ya no pude aguantar más, y lo que no había hecho hasta entonces, lo hice desde aquel día.

– ¿Conspirar?

– Justamente. Ellos se empeñaron en que conspirara, y conspiré. Aquí tiene usted la sabiduría de los liberales. Con su imbécil sistema de apalear a los que no piensan como ellos, van poco a poco convirtiendo en enemigos a todos los españoles. Yo, que había hecho propósito firme de no mezclarme en la política activa, ni contribuir al levantamiento de partidas, ni conspirar, salí de mi casa decidido a todo, a todo absolutamente; vine a Madrid, y mi mala suerte deparome aquí el encuentro con un amigo de mi juventud, D. Matías Vinuesa, cura que fue de Tamajón, y a quien Su Majestad, en premio de los méritos que contrajo durante la guerra, hizo capellán de honor y arcediano de Tarazona.

– Ya sé a dónde va usted a parar – dijo Monsalud con benevolencia. – Vinuesa le indujo a usted a intervenir en esa descabellada conspiración que le ha llevado a la cárcel y que probablemente le llevará también al patíbulo.

Al oír esto, el enfermo palideció y sus labios pronunciaron algunas palabras a guisa de oración.

– Puesto que todo se lo he de confesar a usted – añadió, exhalando un suspiro, – diré que, en efecto, he sido confidente y amigo de D. Matías Vinuesa. Obra de muchos es el célebre plan, cuyo descubrimiento ha ocasionado la prisión de ese bendito, y que, con perdón de usted, no es descabellado ni mucho menos, y nos habría conducido al glorioso objeto que anhelamos los buenos españoles, si la imprudencia, el soborno o la traición no lo hubieran descubierto. Presumo yo que alrededor del Trono, donde tanto se trabaja por derrotar al Gobierno y a los liberales, existen la venalidad y la corrupción más que en parte alguna, y que de los mismos que nos han incitado a conspirar partió la infame denuncia, fundada en móviles que no comprendo. Ya estoy aburrido, desengañado de la mala fe de todos, convencido de que tan pícaro es Juan como Pedro, y de que no es posible tomar parte activa en la cosa pública sin meterse en el fango hasta el cuello.

– Es lamentable que no lo conociera usted antes de pringarse en la desdichada conjuración palaciega de Vinuesa, que es, según he oído, una de las mayores aberraciones que puede concebir la imaginación.

– Siento que usted califique tan duramente un plan que no conoce – repuso Gil de la Cuadra en el tono del amor propio herido. – Y como no puede conocerlo si yo no se lo revelo, lo haré, porque después de la prisión de mi amigo, no hay en ello inconveniente. La primera condición de nuestro plan era el secreto. Sólo debían tener noticia de él Su Majestad, el infante D. Carlos, el duque del Infantado y el marqués de Castelar, como los únicos encargados de ponerlo en ejecución. Llegado el momento del golpe, Su Majestad debía llamar a los ministros, al Capitán general y al Consejo de Estado, y una vez que los tuviera a todos bien agazapados en la real cámara, debía entrar una partida de guardias de Corps, mandada por el serenísimo señor Infante, y prenderlos a todos, luego que el Rey saliese de la estancia. Vea usted qué ardid tan sencillo y al mismo tiempo tan fácil.

– Sí; todo es fácil y sencillo en las cabezas de los conspiradores. Prosiga usted.

– Inmediatamente después el mismo señor infante D. Carlos debía pasar al cuartel de guardias y mandar arrestar a todos los individuos poco afectos a Su Majestad y a nuestras ideas.

– ¿También es eso fácil y sencillo?

– Déjeme usted seguir. Al mismo tiempo el señor duque del Infantado… bien le conoce usted ¡qué imponente figura, qué aire marcial! Sólo con presentarse inclina los ánimos a la obediencia… Pues digo que el señor Duque debía marchar en el mismo momento a Leganés a ponerse al frente del batallón de guardias que hay allí.

– Suponga usted que los guardias de Leganés le recibieran a tiros, que también puede ser…

– No es probable que a tan grande prócer y cumplido caballero le faltaran de ese modo… Pero aún resta algo… Excuso decirle a usted que todo debía hacerse en el mismo momento.

– Es natural, y en un mismo momento dado también debía hundirse todo. Adelante.

– Se sobrentiende que lo referido había de acontecer por la noche – continuó el anciano. – Dado el primer golpe, veamos ahora su desarrollo. A las doce en punto, ni minuto más ni minuto menos, debía ponerse en camino para Madrid el batallón de Leganés, entrando en esta Corte a las dos. A las tres en punto, el regimiento del Príncipe, con cuyo coronel se contaba, debía ocupar todas las puertas de la villa, y a las cinco y media, ni minuto más ni minuto menos, debían las tropas y el pueblo empezar a dar vivas a la Religión, al Rey, a la patria, y mueras a la Constitución y a los ministros… Luego, el plan contenía una multitud de determinaciones, consecuencia natural del triunfo. Debían ordenarse varias cosas, verbigracia: que se celebrase un Concilio nacional… que los cabildos se encargaran otra vez de la administración del Noveno… que hubiese tres días de rogativas… que se rebajase la tercera parte de la contribución… que los gastos de iluminaciones y festejos fueran muy moderados… que los milicianos sirvieran en el ejército ocho años o pagaran veinte mil reales de redención… que se trasladara al obispo de Mallorca… que se imprimieran por cuenta del Estado las cartas del padre Rancio… que el obispo auxiliar, portador del libro de la Constitución el año 20, lo llevase también ahora, y con su propia mano se lo diese al verdugo para quemarlo… en fin, ya ve usted que nada faltaba.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
240 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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