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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», страница 12

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XXII

Mientras esto ocurría, todo Madrid se alarmaba con una estupenda noticia. Por todos los barrios, por todos los clubs, por todos los círculos corría una noticia, que muchos suponían increíble, por lo disparatada, y otros aceptaban con resignación como una nueva prueba de los desaciertos y traiciones del Ministerio. El fiscal de la causa formada contra Vinuesa no pedía para este más que diez años de presidio. El pueblo irritado, a quien habían hecho creer que la muerte del arcediano no era bastante castigo para las culpas de este, vio en los diez años de presidio una pena tan suave, que más que pena le parecía recompensa. De los demás conspiradores absolutistas nada se decía aún; mas era probable que recibirían en pago de sus infamias algunos años de encierro, es decir, confites.

No es preciso indicar que en todo Madrid, y principalmente en los barrios bajos era un Evangelio la opinión de que había corrido mucho dinero para absolver a los malhechores, y los más listos decían:

– ¿Pues qué?, el Rey no podía dejar perecer a sus amigos.

En esto se equivocaban, porque Fernando se distinguía de todos los malvados por un funesto sistema de abandonar cobardemente a cuantos le habían servido, y aun gozarse de un modo incalificable en la desgracia de ellos, como lo prueban, entre otras muchas cosas, las célebres palabras que pronunció ante los guardias fugitivos y vencidos el 7 de Julio. La verdadera causa de la lenidad relativa del fiscal y más tarde del juez, fue que el Ministerio y los masones habían llegado a comprender cuán bárbara y soez era la excitación vengativa del populacho, a pesar de haberla excitado ellos mismos en Febrero y Marzo, y quisieron rendir homenaje a la humanidad y la justicia, evitando un sacrificio inútil. Hemos llamado lenidad a la pena anunciada, porque con respecto al furioso ardor de la canalla lo parecía; pero en rigor de justicia era una atrocidad, que sólo tiene disculpa en las infames transacciones a que obligan los yerros políticos.

En los comuneros la noticia fue chispa arrojada a la mina. La fortaleza reventó y una explosión de salvajismo, de barbarie, de odio y necedad atronó la Plaza de armas. Los honrados y los inocentes, que no eran los menos bajo el estandarte de Padilla, hacían coro a los malvados, por la solidaridad que entre todos reinaba. Eran los primeros envueltos en el torbellino, y sin saberlo, estaban tan locos como los demás, mejor dicho, los honrados y los inocentes eran los verdaderos locos, porque los perversos conservaban bajo la borrachera de venganza su nefanda razón. Pero en realidad, la noticia de la blandura del juez, más les agradaba que les afligía. Servíales de pretexto para poner en ejercicio su ideal de barbaridades, atropellos y desafueros, y de admirable tema para gritar contra el Gobierno, llenándoles de befa y escarnio. Acogieron, pues, el suceso con el frenesí del beodo a quien dan aguardiente, y se hartaron de furia, de exaltación política, poniéndose como demonios en la sesión que celebraron la noche de la noticia.

Romero Alpuente, a quien respetaban, no pudo presidir la sesión, porque le fue imposible sofocar el tumulto. Regato emitía con su habitual tono de importancia las opiniones más furibundas. Mejía sudaba gritando, y con el rostro encendido, gesticulaba sin poder conseguir que le oyeran. Pelumbres daba golpes en los bancos con un bastón semejante a la lava de Hércules. D. Patricio, renunciando a ser oído por toda la Asamblea, pronunciaba, ora frases áticas, ora apóstrofes demostenianos en un pequeño grupo que se formó a su lado. En suma, la Plaza de Armas más que guarnición regular, parecía un ejército indisciplinado, un manicomio insurrecto o un infierno en que fuese ley la libertad individual para hacer diabluras. Cada cual pedía una cosa distinta, y es incomprensible que no se rompieran la cabeza unos a otros, único medio y fórmula de conciliar todas las opiniones.

Era que comúnmente la Asamblea en pleno no resolvía nunca nada, siendo más bien doctrinales, digámoslo así, sus sesiones que ejecutivas. La alta dirección de la Comunería estaba, como la de los masones, en un pequeño consejo, en cuyo seno ha llegado la hora de que nos introduzcamos osadamente. Hemos presentado en otro libro la camarilla de Palacio. Tócales ahora su vez a las camarillas populares, poderes igualmente misteriosos y perturbadores, y la dificultad de nuestro trabajo aumenta, porque las camarillas eran dos: la del populacho o de los exaltados, y la de los constitucionales o moderados. Procedamos con método.

Camarilla del populacho. – No tenía local fijo. Reuníase algunas veces en un departamento reservado del café de Lorencini; otras, en el mismo local de la Asamblea o en casa de Regato. La reunión de ella que nosotros vamos a presenciar no fue celebrada en ninguno de estos parajes, sino en una taberna de la calle de la Estrella. De los veinte diputados comuneros no asistió ninguno; de los periodistas, sólo Mejía; de los que tenían cargos oficiales en la Asamblea de Padilla, sólo Regato; de los viejos, sólo D. Patricio Sarmiento; pero no faltaba ni uno siquiera de los amigos de Timoteo Pelumbres, ni tampoco la pandilla de milicianos nacionales, en la cual alzaba el gallo con altanera superioridad Pujitos. Sumaban entre todos once personas, y para poder discutir con más libertad, Regato mandó al tabernero que cerrase, luego que todos estuvieron dentro, y cuando el vino empezó a hacer su oficio para que las lenguas pudiesen desempeñar mejor el suyo.

– Queridos compañeros – dijo Regato, – estamos perdidos.

Esta frase hábil produjo la sensación apetecida.

– Perdidos, porque el Gobierno nos va a meter el diente, y los hombres gordos de nuestro partido se esconden en su casa llenos de miedo.

– Romero Alpuente – dijo uno, – tiembla como una gallina mojada.

– Desde que se ha dicho que el Gobierno va a pegar, nuestros diputados ya están buscando vendas.

– Está visto que para reclutar gente valerosa – dijo Regato, a quien agradaba mucho la veneración con que era oído, – no hay que contar con la gente de lengua y pluma. ¡Pobre pueblo, siempre sudando por gobernar como manda la ley de Dios, y siempre engañado por tanto pillo! Está visto que mientras el pueblo no diga: «pues quiero y esto ha de ser», y lo haga como lo dice, no tendremos libertad.

– Pero cuando el pueblo quiere portarse como quien es – manifestó Pelumbres, – vienen los futraques, llenos de jabón y pomada, y sacan los catecismos de la política para decirnos cosas lelas y de mil flores… con lo cual se acaba todo, y en buenas palabras resulta que somos unos zopencos y ellos unos Salomones. Nosotros trabajamos y ellos comen.

– Señores – repitió Regato dando un suspiro, – estamos perdidos. El Gobierno, viendo que no servimos para nada, (y no me vuelvo atrás…) que no servimos para nada, va a pegar, pero a pegar muy fuerte.

Breve silencio siguió a estas palabras.

– Los palos serán para el que los aguante, que yo…

– Los palos serán para todos – afirmó Regato en el tono de la mayor competencia. – Yo sé de buena tinta lo que trama el Gobierno; lo sé todo, y pues venimos aquí para ver cómo nos defendemos, lo voy a decir.

– El Gobierno va a cerrar los cafés.

– Y a reformar la Milicia Nacional de modo que no entren sino los que él quiera.

– Y a corregir la Constitución.

– Y a poner dos Congresos: uno como el que está, y otro de clérigos, obispos, generales, marqueses, camaristas y toda la recua de alabarderos, persas y serviles.

– Y a suprimir todos los periódicos – indicó Pujitos, dando a entender de este modo sus aficiones literarias.

– Y a mandar a Riego a Filipinas.

– Todo eso y mucho más hará el Gobierno – dijo Regato; – pero como a quien más aborrece es a los buenos patriotas, empezará su obra acogotando a los buenos patriotas, que somos nosotros.

– Nosotros – repitieron algunos.

– Y pasando la mano por el lomo a los serviles, que serán los mandarines de mañana. ¿Qué significa la libertad de Vinuesa?

– ¿La libertad?

– La libertad, sí. Para los bobos, eso de los diez años de presidio significa… diez años de presidio; pero para nosotros, que somos tan listos y vemos un mosquito en la punta de una torre, esa pena no es más que la absolución del cura.

– Es lo mismo que yo pensaba.

– Le sacan de la cárcel; hacen la pamema de llevarle a Ceuta; métenle en cualquier convento, donde habrá abundancia de buenas magras, pollos con tomate, gran trago de vino y muchachas bonitas; dicen luego que se ha escapado, y al poco tiempo, indulto. Tras el indulto viene la canonjía y tras la canonjía la mitra.

– Pues estamos bien – dijo uno con impaciencia, golpeando el suelo con su bastón. – Protesto.

– Protesto yo también – exclamó Pelumbres.

– Si la Sociedad de los Comuneros, que empezó con tan buen pie, no saca ahora la cabeza, ¿para qué sirve?

– Para nada, Sánchez, para nada – repuso un hombre que era tratante en cueros. – Dende que oí discursos y vi papeles y toma la palabra, daca la palabra, se me cayeron las alas del corazón… ¡botijos!, yo no sirvo para esto.

– Es muy posible que el Gobierno tenga la alevosa intención de indultar a Vinuesa y aun darle una mitra – dijo con gravedad un individuo de aspecto decente, furibundo patriota cándido que tenía dos tiendas y un buen nombre que no hace al caso; – yo creo cuanto ha dicho el amigo Regato, porque el Gobierno es en la superficie liberal y en el fondo absolutista.

– Si Riego estuviera en Madrid, otro gallo nos cantara, amigos – indicó Regato. – Yo de mí sé decir que si tuviera dos docenas, dos docenas nada más de buenos patriotas, intentaría cualquier sublimidad.

– Cualquier hazaña épica, digna de perpetuarse en mármoles – dijo D. Patricio. – Sr. Regato, manifieste usted con claridad su pensamiento. ¿Se trata de que Madrid se levante en masa y arroje del gobierno a ese Ministerio, y convoque otras Cortes, y le caliente las orejas al Rey neto?

– Eso es difícil hoy; pero no lo será dentro de seis meses, cuando estemos mejor organizados y se multipliquen las Casas fuertes de los regimientos y se reciba el dinero que nos han prometido de América. Contentémonos ahora con dar una prueba de nuestro mucho poder, de lo que somos y lo que valemos, para que tiemble el cobarde tirano y nos tengan miedo los mandarines.

– Ved aquí, amigos míos – dijo Sarmiento, – cómo admirablemente concuerda con mi opinión la del Sr. Regato. Siempre he sostenido la necesidad de elevar la voz para que nos oigan, de alzarnos sobre las puntas de los pies para que nos vean, de presentarnos en todas partes para que nos toquen, mientras llega la hora sublime de los bofetones.

– Yo no entiendo de estas máquinas sutiles – manifestó, con la ingenuidad de la barbarie, el llamado Sánchez, que era miliciano y había sido primero cortador de carne y después empleado en cárceles. – Yo lo que sé es que si conviene dar porrazo se dé porrazo. No hay más que dos políticas: dar y recibir.

– En lenguaje sencillo – dijo Mejía, – ha expresado Sánchez la idea de que mientras no se puede realizar una insurrección que dé la victoria al pueblo, se hagan manifestaciones patrióticas con objeto de que se nos considere como un elemento importante, capaz de cualquier cosa en el Gobierno o en la oposición.

– A eso iba – indicó Regato con acento magistral. – En pocas palabras, señores; el Gobierno dice blanco, pues nosotros decimos negro; el Gobierno quiere coles, nosotros lechugas; el Gobierno dice por aquí no se va, nosotros decimos, por ahí iremos.

– El Gobierno dice, no más clubs, nosotros respondemos vengan clubs.

– El Gobierno quiere poca Milicia, nosotros mucha Milicia.

– El Gobierno perdona a los absolutistas, pues condenémosles nosotros.

– Condenémosles, caballeros – gritó el tratante en corambres. – ¡Botijos! Si nosotros no hacemos la justicia, ¿quién la va a hacer?

Dando golpecitos en la mesa con el fondo del vaso, después de beberse el contenido, entonó esta canción:

 
Ay le le, que toma que toma,
ay le le, que daca que daca,
ya no bastan las razones,
apelemos a la estaca.
 

– El ciudadano D. Bruno ha tocado el punto más delicado de la política actual – dijo Regato. – El pueblo, señores, no debe consentir la impunidad de quien ha trabajado y trabaja aún en contra del pueblo.

– ¡Botijos!… no.

– De ninguna manera.

– Consentirlo sería gravísimo desacierto – afirmó Sarmiento.

– Como me llamo Pelumbres, tan cierto es que todo el día he estado pensando en que debíamos hacer justicia, porque podemos y debemos hacerla. Y si el pueblo no es soberano para esto, ¿para qué lo es?

– A fe de Mejía, sostengo que cuando los jueces son inmorales y corrompidos, el pueblo no tiene más remedio que echársela de juez.

– Pues con una palabra basta – afirmó el tratante en pellejos.

– Es preciso sacar a Vinuesa de la cárcel antes que le indulten.

– Y ahorcarle – dijo Sánchez, apretándose su propia garganta.

– En la plazuela de la Cebada.

– En la plaza de Palacio, delante del balcón de Su Majestad – gruñó Pelumbres.

– Admirable y sensata idea – dijo Regato; – pero me parece irrealizable. No es preciso que se lleven las cosas a ese extremo de perfección.

– No puedo aconsejar tranquilo la muerte de un hombre – afirmó Sarmiento con gravedad; – pero hay sacrificios necesarios, indispensables, y el cura de Tamajón debe morir. También hay en la cárcel de la Corona un dichoso Gil de la Cuadra, ex-vecino mío, que es uno de los servilones más furibundos, y un conspirador terrible.

– Gil de la Cuadra – dijo Regato haciendo memoria. – ¡Ah!, ya. Le protege Salvador Monsalud, después de haberle enamorado a su mujer, como me consta. Váyase lo uno por lo otro.

– El traidor Monsalud se dirá de aquí en adelante – indicó Pelumbres. – Ese canalla, después de entrar en nuestra sociedad ha admitido un destino del Gobierno.

– En la cárcel de la Corona precisamente – indicó Mejía. – No lo hubiera creído. Puesto de confianza, señores. Aquí hay gato encerrado.

– Tengo a Monsalud por una persona decente – dijo D. Patricio. – Es amigo mío y no le creo capaz de servir a los masones. Le he oído hablar pestes de esos señores.

– Sea lo que fuere – dijo Sánchez, – ello es que antes de meter semejantes tipos en nuestra sociedad, debiéramos pensarlo mucho.

– Es justa la censura, aunque confieso que yo le presenté – dijo Regato; – pero no hay motivo para desconfiar de tal joven. Tengo motivos para creer que puedo dominarle en un momento dado. Ese hombre será mío cuando yo quiera. En vez de importarnos que esté empleado en la cárcel, debemos felicitarnos de ello. Sacaremos partido de esta circunstancia.

– ¡Re-botijos!… ¡Si está en mi lugar y en el puesto de que me echaron hace dos meses esos mamones!… ¿pues no ha de importarme? Es un caballerito a quien tengo atravesado aquí.

– Dejemos esta cuestión mezquina, señores, y volvamos a lo principal – dijo Regato. – ¿Hay aquí gente de valor?

– Basta y sobra; pero si se quiere cosa mayor, con dar la voz en ciertos barrios se tendrá toda la gente que se quiera.

– Sr. D. Bruno, ¿se puede ir a donde se quiera?

– Al cabo del mundo. Digan hora y lugar y allá estaremos todos. No saldrá tan mal como la noche de los embajadores del Ruso y el Turco.

– Mañana… mañana… – dijo Regato meditando. – ¿Cuál será la mejor hora?

– Por la noche.

– No, por el día.

– A las doce del día – gritó el más decente de todos. – No se trata de ninguna traición, sino de una obra de justicia.

– ¡Excelente idea! A las doce del día.

– Coram populo – murmuró Sarmiento.

– ¡Botijos!, a las doce en punto.

– Y ahora – dijo Regato levantándose, – a prepararse. La cosa puede ser sencilla si el Gobierno deja a la Milicia en la guardia de la cárcel. Pero si pone tropa…

– Si se atreve a poner tropa, entonces…

– Que ponga tropa – gritó Pelumbres dando un puñetazo, – y se hará justicia a la tropa.

Eso es, justicia a la tropa.

Porque no es más que justicia.

– Esta noche hay otra vez Asamblea, señores – dijo Regato con misterio. – Mucho cuidado con los caballeros comuneros de corbatín almidonado y palabrejas cultas. Dirán, como esta noche, que estamos locos.

– ¿Se guardará secreto?

– Hasta donde se pueda; pero hay que reclutar gente, mucha gente.

– ¡A la Fortaleza, a la Fortaleza!

– En la Fortaleza hay espías y traidores que todo se lo cuentan al Gobierno.

– Si el Gobierno lo sabe, mejor – vociferó Pelumbres. – ¿Qué apostamos a que voy a Palacio y se lo digo yo mesmo al Rey?

Una carcajada general acogió estas palabras.

– Las cosas claras. Se va a hacer justicia. Yo lo digo a todo el que me quiera oír. ¡Muera Tamajón!

– ¡Muera Tamajón! – repitieron todos menos Regato.

Este con voz apagada y razones conciliatorias quiso aplacar a sus amigos; pero estaban muy encariñados con la idea emitida por el dos veces gato, para dejársela quitar. Hay que pensarlo mucho antes de arrojar la piltrafa a esta especie de carnívoros; pero una vez arrojada, el que aspire a quitársela se expone a recibir un mordisco o arañazo. Así lo comprendió el fundador de la Comunería. Cuando los individuos de su alto Consejo salieron a la calle rumiando el sangriento manjar que les había puesto en la boca, el cobarde Regato se asustó un poco; pero aún tenía seguridades de no ser sospechoso, y entre Pelumbres y D. Bruno marchó resueltamente a la Asamblea, que aún estaba abierta.

XXIII

Poco después de este suceso las Plazas fuertes y Salas de armas encerraban un partido en ebullición. Pasada la media noche la mayor parte de los comuneros sabían que estaba acordada para el día siguiente la muerte de Vinuesa. A la madrugada, sabíanlo también los masones por su bien servido espionaje, y conmovido el Grande Oriente ante amenaza tan audaz, deliberó con calor y afán tan importante asunto. Lo que allí se dijo verase a continuación.

Camarilla constitucional. Reuníase casi siempre en el Grande Oriente, con asistencia de muchos hombres que se tenían por lumbreras, de otros que realmente lo eran y de muchos que si carecían de soberbia o de mérito, cobraban buenos sueldos en las oficinas de Reino. En la Masonería había, según los datos más verosímiles, cincuenta y dos diputados. De los ministros, la mitad por lo menos cargaban el mandil. Pocos eran entonces los hombres notables, por su talento oratorio o por su pluma, que no doblasen la cerviz ante el misterio eleusiaco, y muchos que después han figurado en los partidos reaccionarios adoraron la Acacia. Tal fue el atractivo del Orden masónico, que aun se dice trataron con él clérigos no apóstatas y un general de franciscos que después fue arzobispo. Para que nada faltase, los del Arte-Real vieron en las logias a un Infante, que recibió el nombre de Dracón, con la risible particularidad de que le llamaban Bracón. Un general muy célebre era designado Bruto II. Puede dudarse que el mismo Fernando VII recibiese salario masónico; pero no que los nombres más ilustres y respetables del presente siglo, los nombres de Argüelles, Calatrava, Quintana, San Miguel, Flores Estrada, Galiano y otros figuraron en las listas de Maestros, siendo probable que todos ellos fueran Sublimes perfectos.

La camarilla, en la hora que nos es permitido asistir a ella, estaba formada por seis individuos nada más, cuyos nombres, a excepción del de Campos, deben mantenerse en secreto. Si en el trascurso de la relación son conocidos, enhorabuena; pero no se culpe al novelador de haber manoseado nombres pertenecientes a personas de distinto valor, pero todas respetables, algunas de las cuales han respirado hasta hace poco… y quizás haya alguna que respire todavía.

Los de la camarilla se reunían en la logia, pero allí estaban familiarmente y sin ceremonias de rito, como clérigos en la sacristía. De los seis, cuatro eran diputados; y de estos, dos habían sido ministros y uno lo era en aquellos días. De los dos restantes, uno casi no era masón, hallándose en la categoría de durmiente, y el otro era Campos. Atención.

Tiene la palabra un joven de treinta y tres años, alto, elegante, fino, airoso. Sus modales y su vestido eran como su estilo, la corrección misma. Su rostro morenísimo y su gran boca dábanle aspecto de fealdad; pero tenía la belleza de la expresión y un claro sello de hidalguía y caballerosidad que cautivaba. Sus ojos eran negros y vivísimos, llenos de esa luz particular que indica poderosa erección de la fantasía; sus cabellos alborotados y fuertes, algo parecidos a los de Chateaubriand, rodeaban una espaciosa y limpia y celeste frente, emblema del privilegiado artista. Era su voz grave y persuasiva, y si su estilo carecía de arrebato, tenía en cambio la serenidad más simpática y un acento que subyugaba oídos y corazones.

– Nosotros – dijo señalando a su amigo que junto a él estaba, – estamos decididos a no asociar nuestro nombre a los errores que se están cometiendo. Amamos la libertad con delirio; pero aborrecemos los excesos del populacho y la ignominiosa licencia. Antes que empujar a la Nación por este carril que la precipitará en el abismo, nos retiraremos de la política, perderemos toda influencia, perderemos nuestro propio prestigio, y entonces la vergüenza de haber contribuido a este desorden nos servirá de expiación. No se nos oculta que el absolutismo volverá, y quizás pronto, si a tiempo no se pone mano en reparar el Reino que se desquicia; y el absolutismo vendrá porque las instituciones vigentes no ofrecen condiciones de vida saludable y duradera, porque carecen de fuerza para contener en límites razonables la iniciativa popular y son incapaces de fundar nada sólido. Que el Gobierno, sabedor de la inicua amenaza de los exaltados, evite que se consume un horrendo delito; haga entender a esa gente que su destino y misión no es todavía ni será en mucho tiempo dirigir la cosa pública; establezca el imperio de la razón, de la calma, del buen sentido, y entonces variaremos de opinión. Mientras esto no suceda, la división será completa, y si hoy permanece oculta por nuestra prudencia, mañana trascenderá a las Cortes, y de las Cortes a todo el país.

– Y se formará el partido anillero o de los amigos de la Constitución – dijo un viejo alto y flaco, nervioso y lleno de vivacidad, que respondía entre masones al nombre de Coriolano, y era célebre por un folleto contra los absolutistas y varios escritos de Economía política. – Esta nueva escuela será funesta. Tendremos al fin tantos partidos como hombres, y no habrá un solo individuo que se resigne a pensar como los demás.

– La Sociedad de los amigos de la Constitución – dijo el compañero del primer orador que junto a él se sentaba, – responde a la necesidad imperiosa de establecer un término medio entre las antiguas leyes, que viven encarnadas en el país, y los principios liberales. ¿Por qué no hemos de decirlo? Yo, por lo menos, tengo mi ideal en la Carta francesa, con las dos Cámaras y el voto absoluto.

Oyose un murmullo de desaprobación.

– Condenemos igualmente – dijo con gravedad el de los cabellos alborotados y la boca grande, – toda clase de reuniones como esta, que o sirven para fomentar el jacobinismo y ofrecer un secreto peligroso a las intrigas y a las ambiciones, o no sirven para nada.

– Estamos disputando sobre si nos hemos de dividir más todavía, mientras una cuestión palpitante, fundada en una alarma quizás falsa, reclama nuestra atención. Este asunto no tiene espera. Nos está llamando, y nosotros le volvemos la espalda para discutir sobre si debemos ponernos un anillo en el dedo o un triangulillo de latón en el ojal.

El que esto dijo era un hombre de más de cuarenta años, moreno como el anterior, de facciones bastas y gruesos labios. Su cuerpo era fuerte y algo pesado; carecía de soltura, gracia y flexibilidad; pero en cambio parecía poseedor de una gran energía. Lástima que esta energía, circunscrita al entendimiento y al estro poético, no trascendiese a la voluntad.

Completaban su persona cabeza admirable, abultada y lobulosa; ojos grandes y hermosos; una frente a la cual no faltaba sino el laurel para ser olímpica; expresión grave y tono sentencioso en la voz. Allí dentro le llamaban Pelayo.

– Es verdad, es verdad – dijeron los demás. – A la cuestión.

– Los comuneros han decidido sacrificar a D. Matías Vinuesa – manifestó Campos, que parecía secretario de la Junta.

– Causa horror el ver que estas atrocidades se cometan; pero causa más horror aún que se anuncien – afirmó el que oímos al principio de la sesión.

– Yo no lo creo – dijo el poeta. – Los que se ocupan en propagar alarmas han escogido esta para el día de mañana. Reconozco que el pueblo está irritado…

– Con razón – manifestó Coriolano. – La sentencia del juez es capaz de sublevar al pueblo más generoso. ¿Por qué se vocifera tanto contra el populacho, cuando sus excesos no son más que el rechazo, digámoslo así, de las osadías de los absolutistas? No, no está el mal en la canalla, que es honrada y generosa: no morirá la libertad en manos del pueblo, sino en manos de los que quieren establecer una transacción imposible con el despotismo.

Coriolano, que se había expresado con energía, miró a los dos anilleros. Estos callaban, aunque uno de ellos era gran retórico.

– No disculpo ni disculparé a los exaltados que protestan contra la sentencia del juez – dijo Pelayo con calor, – pero téngase presente que ha tiempo quedan impunes los mayores atentados y crímenes de los absolutistas. Dicen que Vinuesa es tonto; yo no lo creo. Su plan indica maquiavelismo, y por lo menos las intenciones de este clérigo han sido perversas. Ganar y corromper la tropa, sublevar al pueblo, sorprender a los principales diputados y a las primeras autoridades, sacrificarlas inmediatamente a la seguridad y a la venganza del partido conspirador y alzar sobre la sangre de aquellas víctimas el pendón de la tiranía y de la intolerancia; estos son los proyectos contenidos en los atroces papeles de Vinuesa. Convicto y aun confeso el miserable preso, no debe librarse de la suerte rigurosa a que se exponen siempre los que traman semejantes atentados contra la existencia de un Gobierno establecido. El juez que ha despachado esta causa ha dicho públicamente que cualquiera de los cargos que obraban contra el reo era capital, y que por consecuencia era imposible salvarle. ¿A qué este cambio repentino? ¿Por qué con tales antecedentes, Vinuesa no ha sido condenado más que a diez años de presidio? Semejante condescendencia ha llamado justamente la atención pública. Hasta se asegura que la Audiencia en vez de agravar la pena la suavizará más. Dícese que han mediado presentes a los cuales la integridad del juez ha resistido con nobleza y con honor; pero que después han intervenido ciertos recados imperiosos de Palacio, a cuyas fulminantes amenazas no ha podido sustraerse el magistrado, haciéndole blandear desgraciadamente en su fallo.

– Siempre han de achacarse todos los yerros a la incorregible mano oculta – dijo con desabrimiento el retórico.

– ¡Siempre se han de achacar al populacho!-exclamó colérico el que respondía al nombre de Coriolano. – La plebe es causa de todo. La Corte y el Rey no hacen más que rezar. Con tan admirable sistema de crítica, resulta infaliblemente que la Constitución es detestable y que debe convertirse en Carta.

– El populacho y la Corte – afirmó el retórico – son igualmente culpables. Pero si se encomienda al primero el castigo de la última, esta vencerá.

– Eso es lo que no sabemos – repuso con inquietud y cierta excitación el economista. – Por de pronto, tenemos que, según lo que acaba de decir nuestro discreto amigo, la irritación del pueblo contra Vinuesa y contra el juez Arias está justificada.

– Braman de cólera los genios impacientes – sostuvo Pelayo – al contemplar semejante impunidad, y hasta los más templados prevén y lloran las tristes consecuencias que necesariamente ha de producir… Pero no puedo creer que un partido popular haya acordado fría y villanamente el sacrificio del reo. Tanta bajeza es inverosímil.

– Es cierta – dijo Campos, que hasta entonces, reconociendo su inferioridad, había permanecido mudo. – La Asamblea comunera es un volcán que vomita sangre.

– Pero ¿no queda duda de que han acordado eso?

– No queda duda. Lo sé por los espías que tengo allí.

– Si el Gobierno se hace cómplice de iniquidad tan grande – dijo con honrada convicción el de los alborotados cabellos, – merece la execración del género humano.

Uno que hasta entonces no había pronunciado palabra adelantó su cuerpo hacia la mesa, tirando de la silla, y habló de este modo:

– No puedo callar después de lo que he oído. Se quiere que el Ministerio lo hago todo, y nadie le ayuda, nadie, señores, cuando tiene que defenderse contra la oposición de moderados y exaltados, y contra las conspiraciones de absolutistas y comuneros, que se dan la mano para trastornar al país. Pero el Gobierno no merecerá la execración del género humano. ¿Acaso es él quien ha alentado las conspiraciones de los serviles? Si ha habido cohecho en el asunto de la causa de Vinuesa, la venalidad estaba consumada antes del 4 de Marzo en que entramos nosotros. No podemos estar mudando jueces todos los días.

– No se trata de mudar jueces; se trata de impedir que una gavilla de asesinos deshonre la revolución.

– ¡Patrañas! Señores, es preciso acostumbrarse a no ver asesinos en todas partes.

El que esto decía era un hombre casi anciano, masón, bastante listo y de mucha práctica en los negocios administrativos. ¿Por qué ocultar su nombre, que por sí se vela bastante con su propia oscuridad? Era don Mateo Valdemoro, ministro de la Gobernación. En la hora de la madrugada en que le vemos, quedábale sólo un día de poltrona.

– Yo creo que hay por lo menos exageración – dijo Pelayo.

– Aunque sea exageración, deben tomarse precauciones – indicó Campos.

– Pero, señores, es ridículo que por una alarma necia, llenemos las calles de artillería – indicó el ministro, creyendo que emitía una idea feliz. – Parecería una provocación, y lo que no es más que una alarma insignificante, podría trocarse en formidable motín. Nada me mortifica tanto como la idea, muy generalizada, de que el Gobierno simpatiza con Vinuesa, con el Abuelo y con los demás absolutistas presos.

– ¿Entonces el plan del Gobierno es cruzarse de brazos y dejar hacer? – preguntó con severidad el literato.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
240 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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