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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», страница 14

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XXV

Ninguna importancia dio Monsalud a tal incidente. Fijábase ante todo en la amenaza de concitar contra él el odio de los Pelumbres y comparsa. Esto le pareció un verdadero percance, porque Regato en tal especie de guerra era omnipotente. Considerando la maldad de aquel hombre, vio un peligro real y cercano, comprendió que no eran palabras vanas las referentes a la brutalidad vengativa de los amigos del agente de Su Majestad. Su mente se llenó súbitamente de las ideas evocadas por el peligro, y pensó en los medios de librarse del que con una mano ofrecía oro y con otra porrazos.

– Este tunante – pensó Monsalud, – no me perdonará. No soy quien soy, si dejo a este reptil en disposición de morderme.

Cuando esta idea cruzó por su mente, tuvo otra felicísima: seguir aparentando perplejidad para que Regato le creyese inclinado a una inteligencia.

– Mucho lo piensa – dijo para sí D. José Manuel. – Su indecisión es buena señal. No se enfurece, no grita, no dice una palabra de su honor. Sacaré el dinero para que viéndole… pues…

– Déjeme usted pensar un rato lo que debo hacer – dejo Monsalud.

Conservando una seriedad ficticia, Regato empezó a contar dinero sobre la mesa.

– No se trata de ningún desafuero – dijo, – sino de un servicio. Mi objeto sólo es que Vinuesa no muera, y que la irritación del pueblo pase sobre él como pasan las olas por encima de una roca sin conmoverla. Si el pueblo registra demasiado los calabozos y quiere hacer alguna atrocidad en cabeza absolutista, lo más acertado me parece sacar a Vinuesa de su encierro, esconderle en las bohardillas… y nada más. El Alcaide es un borracho y un fanático. No me atrevo a hablarle porque estamos reñidos desde hace tiempo. Ni él me traga a mí ni yo a él, ¿entiende usted? Va para un año que no pongo los pies en esta casa y no conozco a nadie en ella. Pero usted puede hacerlo todo. Los milicianos que están de guardia no es fácil que se enteren.

– ¡Oh!, sí, es muy fácil – dijo Monsalud.

– Pide mucho – pensó Regato, – habrá que hacer un sacrificio mayor.

¡Ah!, tunante – pensó Monsalud mirándole fijamente pero sin dejar conocer su idea; – tú has creído jugar conmigo, y yo, aunque no soy agente de Su Majestad, ni dispongo de fuerza alguna, ni de grandes caudales, te voy a sentar la mano de tal modo que has de acordarte de mí toda tu vida.

La sonrisa del triunfo presente o anunciado por el corazón alteró el semblante pálido y serio de Salvador; pero Regato, sin advertir nada, continuaba manoseando las peluconas.

– Te juro, miserable – prosiguió Monsalud, pensándolo, – que el lazo que voy a armarte y en el cual vas a caer como un pajarillo inocente, se deja atrás a tus diabólicos ardides. Cuenta, cuenta dinerito.

– ¿Lo ha pensado usted? – preguntó Regato.

– Hombre, sí que lo he pensado… ¡Qué demonios! Este es un país donde las personas honradas no pueden conservar su honradez. No hay medio de vivir; todo cuesta un ojo de la cara.

– Tiene apuros… – pensó Regato. – Cayó. La historia de siempre.

– Por el momento – dijo Salvador, – guarde usted ese dinero. Puede pasar alguien, oír su seductor sonido y entonces… las sospechas…

– Está bien, muy bien – manifestó el comunero miliciano encerrando las onzas en el cinto.

– Y ahora discurramos lo que se ha de hacer.

– Es muy sencillo, sacarle del calabozo sin que lo vea nadie, y subirle a las bohardillas. Salga usted a ver si ya el Sr. Alcaide está durmiendo la mona. A los demás empleados de la cárcel se les puede dar algo… Eso a juicio de usted.

Monsalud empezó a dar paseos por la habitación. El plan que rápidamente había concebido para dar una severa lección y un castigo muy duro al agente presentósele muy difícil de realizar.

– Atarle aquí, ponerle una mordaza y subirle a las bohardillas – pensó, – es muy aventurado. Gritará… Da la maldita casualidad de que no hay un solo calabozo vacío. ¿Pero no habrá algún calabozo vacío?… El 17 se ocupó ayer… el 14 no se desocupará hasta mañana.

Siguió meditando.

– No debe perderse el tiempo – dijo súbitamente Regato. – Entremos ambos en el encierro de Vinuesa. Son las tres y media. El Alcaide duerme la siesta. Hable usted con los calaboceros que puedan estorbar. Los milicianos están en el cuerpo de guardia, y si hay algunos en el patio, se les convidará a todos a café. Mande usted traer copas y café, diciéndoles que es hoy su cumpleaños.

Monsalud se echó a reír.

– No está mal cumpleaños el que a ti te espera – pensó.

Ya tenía un nuevo plan.

– Espéreme usted aquí – dijo. – Voy a dar una vuelta por la cárcel. Veré si duerme el Alcaide, diré dos palabras a los calaboceros, aunque se me figura que no serán necesarias tantas precauciones. La prisión de Vinuesa está bajo la escalera, y no será preciso pasarle por el patio, ¿entiende usted?

– Entiendo… ¡Oh!, las cosas se presentan bien – dijo Regato. – En fin, vaya usted… No olvidarse de las copas. Con los milicianos no se puede contar sino engañándoles, lo cual es facilísimo. Dígales usted que se han recibido noticias de que viene Riego con su ejército, con veinte ejércitos como los de Jerjes, a conquistar Madrid. Yo no bajo, porque se me pegarían, no dejándome respirar.

Monsalud salió de la pieza, recorrió la cárcel, habló brevemente con el Alcaide que en aquel momento se disponía a dormir la siesta. Este, recomendándole mucha vigilancia, le dijo:

– Me parece que no tendremos la jarana que se anunció. Alarmas, alarmas de los desocupados. No se ha visto ahora un solo grupo sospechoso en toda la calle, y me parece que tendremos un día tranquilo. Además, la Milicia no toleraría ningún desmán. Está decidida a que nadie traspase el umbral de la cárcel.

Pasado algún tiempo después que el Alcaide se encerró en su cuarto, Salvador convidó a los milicianos, siguiendo las advertencias de su sobornador, y dio luego varias órdenes a los dos calaboceros que estaban a la sazón en la casa, enviándoles a puntos de donde no pudiesen volver antes de un cuarto de hora. Con estas ligeras precauciones había seguridad completa, como se verá ahora mismo.

Bajo la escalera de la cárcel, en el oscuro hueco que formaba el primer tramo, había una puerta pequeña y poco visible. Era la puerta del calabozo en que estaba Gil de la Cuadra. Aquella prisión era la única en la cual se podía entrar sin atravesar el patio y las crujías bajas del edificio. Monsalud tomó un pedazo de tiza, y en la puertecilla dibujó groseramente una horca con su correspondiente ahorcado, cuidando de poner debajo Tamajón. En seguida subió: de un cuarto oscuro destinado a trastos sacó dos objetos que guardó cuidadosamente, dirigiéndose al punto en busca de Regato. Pocos momentos después ambos estaban frente a la puerta del calabozo.

– ¿Con que aquí está ese desgraciado? – dijo el agente de Su Majestad. – Sí, ya veo la célebre horca y los letreros.

Monsalud abrió, y entraron. Al principio la oscuridad no les permitió ver objeto alguno.

– Sr. D. Matías – dijo Regato adelantando en las tinieblas.

– ¿Quién es? – murmuró Gil de la Cuadra.

– Sr. Vinuesa…

Monsalud cerró por dentro.

Pasó un rato antes de que el agente conociese el engaño.

– ¿Qué es esto? – gritó. – Engaño, traición… ¡Salvador!

– Engaño, traición – repitió este.

– Infame, abre pronto, o te ahogo – exclamó el gato, ciego de ira y amenazando con las crispadas zarpas el cuello del joven. Haciendo un movimiento rápido, echó mano a la espada.

Monsalud levantó el brazo derecho y descargó sobre el agente una bofetada olímpica, una de esas bofetadas supremas y decisivas, que recuerdan la quijada de asno de que se servía Sansón. Regato cayó al suelo. En pocos segundos Salvador le amordazó.

– Ahora – le dijo, – desnúdate… ¡pronto!

Nunca el agente se había parecido tanto a un gato. Arañó al joven, y falto de habla, bufaba sordamente.

– Desnúdate pronto, o te aplasto, reptil. Necesito tu uniforme de miliciano.

Gil de la Cuadra miraba con estupor aquella escena.

– Necesito tu uniforme.

Monsalud tiraba de las mangas, desabrochaba los botones. En poco tiempo el morrión, los pantalones, la casaca y la espada de Regato, fueron arrojados al rincón opuesto. Inmediatamente el joven sacó una larga cuerda y con mucho trabajo, porque el gato se defendía rabiosamente, le ató con tal fuerza que no podía moverse. Las argollas que había en la pared de la prisión sirvieron para sujetar al nuevo preso, que hubo de quedar adherido, clavado al muro como un murciélago.

– Sr. Gil – dijo Monsalud imperiosamente, – póngase usted ese vestido de miliciano. Pronto será de noche. ¡A la calle!

Gil de la Cuadra no apartaba los ojos del triste espectáculo que tenía delante.

– Pronto… ¡el uniforme! – repitió Monsalud. – Saldrá usted ahora y le ocultaré en mi cuarto hasta que sea de noche… Pronto.

Gil de la Cuadra obedeció, y en silencio empezó a vestirse.

Hubo una pausa de silencio profundo. Pero luego sintiose un rumor que crecía, crecía, y de rumor se trocó en mugido sordo, confusas palabras de gente, gritos, pasos, puertas que se cerraban. Sonaron varios tiros.

Monsalud, después de asegurar con toda su fuerza la cuerda que ataba a Regato, salió lleno de zozobra del encierro.

XXVI

Poco después del medio día una horda de caníbales se reunía en la Puerta del Sol, mejor dicho, se diseminaba, marchándose cada animal por su lado, después de acordar juntarse por la tarde en el mismo sitio. Así lo hicieron, y las autoridades miraban aquello como se mira una fiesta. Después de las cuatro los grupos volvieron a invadir la Puerta del Sol. Había en ellos una frialdad solemne y lúgubre, como de quien no fía nada al acaso ni a la pasión, sino al cálculo y a la consigna. La autoridad seguía no viendo nada, o negligente o cómplice o imbécil que las tres cosas pueden ser. Los grupos susurraban, y por un momento vacilaron; pero al cabo de cierto tiempo dirigiéronse por la calle de Carretas y las de Barrionuevo y la Merced, a la cárcel de la Corona. Llenose la calle de la Cabeza en su mayor parte. Destacábase al frente de uno de los grupos el ciudadano Pelumbres, arengando como una bestia que hubiese aprendido durante corto tiempo y por arte milagroso, el lenguaje de los hombres. Casi todos llevaban armas menos él.

Considerando que su persona no estaba completa, pidió una navaja; mas como nadie se hallase dispuesto a tal generosidad, dirigió su mirada de buitre a todas partes. Hacia la calle de San Pedro Mártir estaban construyendo una casa. Pelumbres se acercó a la empalizada; vio algunas piedras de granito a medio labrar y encima de ellas un gran martillo.

– Para el sastre la aguja – dijo, – la lezna para el zapatero; el cuerno, para el toro, y para el herrero el martillo.

Cuando se dirigió con su arma al hombro a la esquina de la calle de Lavapiés, sus compañeros rompían a hachazos la puerta de la cárcel. Los milicianos, no queriendo sostener una lucha contraria, según su criterio, al progreso, ni tampoco entregarse sin resistencia, habían asegurado la puerta con un solo cerrojo, y en el zaguán se disponían intrépidos a descargar sus armas… al aire.

La puerta no se resistió mucho. Lo que empezaron los hachazos, dos docenas de coces lo concluyeron. Disparáronse al aire varios fusiles de milicianos, la turba penetró en el patio de la cárcel, rápida como un brazo de agua, rugiente y soez. Hay un grado de ferocidad que la Naturaleza no presenta en ninguna especie de animales; sólo se ve en el hombre, único ser capaz de reunir a la barbarie del hecho las ignominias y brutalidades de la palabra. Viendo a los hombres en ciertas ocasiones de delirio, no se puede menos de considerar a la hiena como un animal caritativo.

El calabozo de Vinuesa era bastante conocido de casi todos los que entraron. Cómo lo abrieron no se sabe. La turba que en la calle era gruesa, se afiló para entrar en la cárcel. Para penetrar por una puertecilla estrecha tuvo que aguzarse más. Parecía una serpiente de largo cuerpo y cabeza estrecha, introduciendo su boca por una hendidura. El cuerpo se agrandaba en el patio; enroscándose salía a la calle, daba varias vueltas por las inmediatas, y la cola, parte en extremo sensible y movible, culebreaba en la plazoleta de Relatores. La cola se componía de mujeres. Cuando Vinuesa vio que entraban en su calabozo aquellos hombres terribles, comprendió que su fin era inminente. Poniéndose de rodillas y cruzando las manos, gritó:

– ¡Perdón, perdón!

El calabozo retumbaba con las imprecaciones. Viose en el aire un círculo rápido y espantoso trazado por un pedazo de hierro adherido al extremo de un palo, que blandían manos vigorosas. El martillo describió primero un círculo en vano, después otro… y la cabeza del infeliz reo recibió el mortal golpe. Siguiole otro no menos fuerte y después diez navajas se cebaron en el cuerpo palpitante.

Lavaban los asesinos el martillo en la fuente de la calle de Relatores, cuando el Gobierno resolvió desplegar la mayor energía. ¡Qué sería de esta Nación si la Providencia no le deparase en ocasiones críticas el tutelar beneficio de su Gobierno! La noticia del crimen corrió por Madrid, y la villa, que es y ha sido siempre una villa honrada, se estremeció de espanto y piedad. El Gobierno se estremecía también, y declaraba con patriótico celo que no descansaría hasta castigar a los culpables. Para que nadie tuviera duda de su gran entendimiento y perspicacia política, mandó que inmediatamente se pusiera fuerza del ejército en el edificio, y por si alguien tenía dudas todavía de su diligente y paternal actividad, ordenó que al instante, sin pérdida de un momento, se instruyesen las oportunas diligencias. Quejarse de un Gobierno así es quejarse de vicio.

XXVII

Cuando Gil de la Cuadra y Regato se quedaron solos, siguieron oyendo aquel rumor de voces que resonaba en el patio de la cárcel. Durante más de un cuarto de hora el estrépito fue grande. Gil de la Cuadra, comprendiendo que el populacho había invadido el edificio, se puso de rodillas, y cruzando las manos, rezó en voz alta.

El otro desgraciado se hinchaba y gruñía. De su rostro congestionado afluía copioso sudor. Trataba de romper sus ligaduras y de escupir su mordaza; pero unas y otra habían sido puestas por buena mano. Por último, después de repetidos esfuerzos, de su boca pudo salir una voz, más que voz, silbido, que decía: – ¡Piedad, piedad!

Gil de la Cuadra se acercó a él y limpiole el sudor de la frente. Las miradas de Regato eran tan expresivas pidiendo compasión; las contracciones de su cara tan violentas, que el primer preso no pudo resistir el estímulo de sus sentimientos compasivos, y le quitó la mordaza.

– ¡Ah… gracias, gracias! – exclamó el agente de Su Majestad, aspirando con delicia el aire fétido de la prisión. – Aire, aire… me ahogo aquí.

– Pero con esto concluyen mis complacencias – dijo Cuadra. – No le quitaré a usted la cuerda; eso no.

– Toque usted mi cintura – murmuró Regato. – ¿Qué suena en ese cinto? Dinero. Todo eso y la libertad… pero suélteme usted.

– No puedo.

– ¡Y el populacho ha entrado en la cárcel! ¿Ha sentido usted, Sr. Gil?

– Sí, me pareció que entraba en el patio una ola del mar… Ahora parece que ha cesado el rumor. Se alejan.

– Se alejan, sí. Pero aún se sienten voces. Ese malvado volverá a entrar aquí… ¡Favor, pueblo!… ¡Pueblo mío, favor!

Los gritos de Regato no traspasaban los muros de la prisión.

– Sr. Gil – exclamó con acento de desesperación: – saque usted mi espada y máteme. Un hombre de mi temple no puede soportar este suplicio.

– Calma, calma, Sr. D. José Manuel – dijo Cuadra poniendo la mano sobre la cabeza del agente. – Yo suplicaré a mi amigo que no le haga a usted daño alguno… Pero tarda, tarda.

– ¡Su amigo!, ¿pues no tiene la vileza de llamarle su amigo? – dijo Regato poniéndose tan encendido como cuando tenía la mordaza.

– Mi amigo, mi protector, mi salvador… pues si él no existiera, ¿qué sería de mí?… pero tarda, ¿no es verdad que tarda?

– ¡Estúpido viejo! – gritó Regato fuera de sí, – ten vergüenza, y córtate la mano antes que estrechar con ella la mano de ese hombre…

– ¡Yo!… En mi corazón no existe ya ni puede existir el odio. Y si existiera, para ese joven no tendría sino amor, una admiración respetuosa, un afecto paternal.

– Es verdad que hay cariños muy singulares – dijo Regato sonriendo con infernal malicia. – Yo conocí a un sujeto que sacaba a paseo, llevándole a cuestas, al cortejo de su mujer.

Gil de la Cuadra creyó que Regato sufría enajenación mental. Lleno de compasión se acercó a él.

– Vendrá pronto – le dijo. – Yo intercederé por usted… pero tarda, ¿no es verdad que tarda? Ahora apenas se oye ruido.

– Intercederá usted – añadió Regato con afán de perversidad. – Y si le pide algo en cambio, le dará usted su mujer… no, porque murió; pero aún tiene usted una hija. Sin embargo, como él la tiene en su casa, se habrá cobrado por adelantado.

– Sr. Regato – dijo Cuadra con severidad. – El lenguaje de usted es propio de un loco.

– ¡Imbécil, imbécil!, el de usted es propio de un ciego… ¡Pobre doña Pepita! Era una excelente señora, y tan guapa… seguramente si no hubiera dado con un esposo tan crédulo como usted…

– Sr. Regato – exclamó Cuadra con enojo. – Le digo a usted que se calle.

– No digo más sino que aquella señora era una buena pieza.

– La desastrosa situación de usted me impide contestar a esa insolencia como se merece.

– ¿De veras cree usted que la hermosa dama era un modelo de virtudes?

– Sí, canalla, sí lo creo – gritó trémulo de ira Gil de la Cuadra, llevando su vacilante mano a la espada.

– Pues mis noticias son que pecó varias veces. Dígalo Salvador Monsalud que fue su cortejo… ¡Oh, Dios mío! Estoy preso, estoy atado… pero en mi horrible situación me das armas; me das este veneno que escupo y con el cual mato.

– ¡Miserable!…

Gil de la Cuadra corrió hacia él y le oprimió el cuello.

– Ahógame, necio – gruñó Regato, – ahógame. Mi último suspiro será para echarte en cara tu vilipendio. Ese hombre, ese amigo mío…

– ¡Qué dices!…

– Te burló, te burló. En Francia, todos los españoles lo sabían menos tú…

Gil de la Cuadra vacilaba. Una idea cruzó como un relámpago por su cerebro; una idea confusamente mezclada con recuerdos, palabras, coincidencias, detalles.

– El majadero no lo cree – dijo Regato, ya libre de las manos que le apretaban el cuello. – Voy a darle pruebas para que calle.

– ¡Pruebas! Usted está loco. Cállese usted. Esto es una farsa… ¡Pero ese hombre no viene, Santo Dios!

– Pruebas, sí. Ponga usted la mano sobre el costado derecho, en la pechera del uniforme mío que tiene puesto. ¿Qué hay en ese bolsillo?

– Un bulto, una cartera.

– Un paquete. Sáquelo usted.

– Ya está. Cartas…

– Lea usted…

– ¿Qué esto? Una carta firmada Amézaga.

– Siga usted, hojee usted ese precioso libro. Tras esa joya vendrá otra.

Gil de la Cuadra, acercándose al ventanillo por donde entraba una débil luz, recorría una tras otra y con ardiente curiosidad las cartas.

– A prisa, a prisa. Pase usted todas las primeras. ¿Qué viene ahora?

– Una lista con varios nombres.

– Adelante… ¿Y ahora?

– Una…

Gil de la Cuadra calló de improviso. El corazón saltole en el pecho. Quedose frío, mudo, atónito, lleno de espanto, como el que se ve en el borde del abismo y comprende en veloz juicio que no hay más remedio que caer.

– ¡Ah! – dijo Regato. – El imbécil ha puesto al fin la mano sobre el delito de su esposa. Es tan bruto que necesita tocarlo para comprenderlo.

Gil de la Cuadra seguía leyendo.

– ¿Qué dice la carta? – añadió el agente. – Tras esa vienen otras muchas. Yo he pasado buenos ratos leyéndolas. ¡Cómo palpita en ellas la pasión! ¡Qué vehemente ardor!… Y los dos amantes disimulaban bien… ¡Cuántas precauciones para engañar al bobillo! ¡Se encuentran en esas cartas traiciones inauditas, alevosías de él y de ella! La señora parecía más apasionada que… nuestro amigo.

Gil de la Cuadra seguía leyendo. De repente se desplomó. Un ay de dolor, una exclamación aguda y penetrante, parecida a las que exhalan los que sufren repentina muerte, salió de sus labios. Cayó al suelo. Su mano estrujaba un papel.

– El incrédulo parece convencido… ¡Miserable viejo, ahí tienes a tu Providencia, ahí tienes a tu Salvador, ahí tienes a tu amigo querido!… ¡Le has entregado a tu hija!

Cuando esta última palabra resonó en la prisión, estremeciose el cuerpo del anciano herido en su alma. Irguiendo la cabeza, abrió los ojos, diose furibundo golpe en la frente con la palma de la mano, y repitió:

– ¡Mi hija!

Un instante después Gil de la Cuadra estaba sentado en el suelo con los ojos fijos, el cuerpo encorvado, los labios entreabiertos, atónito, lelo, estúpido.

Abriose la puerta. Monsalud entró.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
240 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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