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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», страница 11

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XX

En lo restante de la noche oíase por aquellos barrios el aullido de la Orden de Padilla, suelta por las calles. El himno, el lairón, cántico que por aquellos días había sustituido al feroz trágala, sonaba de calle en calle, como el ronquido de vinoso trasnochador. Íbanse perdiendo en el silencio de la noche, a medida que los grupos desaparecían, entrando en las tabernas, botillerías y cafés patrióticos. En uno de estos se vio que a deshora penetraba el Sr. Regato, acompañado de Pelumbres, Pujitos, dos de los jóvenes que pronunciaron discursos aquella noche, Salvador Monsalud y otros. Cenaron alegremente, sin dejar de la boca los negocios políticos, y sus proyectos eran atrevidos y grandiosos como las concepciones del genio. El Sr. Regato, no sólo pagó todo el gasto, sino que ofreció dinero a los más necesitados, los cuales no tuvieron escrúpulo en tomarlo patrióticamente, por aquello de que tripas llevan pies, que no pies tripas.

Si Salvador Monsalud no se separara antes de tiempo de tan escogida sociedad, pretextando una enfermedad que no tenía, hubiera visto que el Sr. Regato, hombre opulentísimo, aunque nadie le conocía rentas, ni sueldo, ni industria, recompensó largamente a todos, dándoles lo necesario para la existencia y sostén de sus respectivas familias. Cuando esto pasaba, habíanse retirado también los dos oradores con el gran Pujitos, y sólo quedaban en compañía del generoso comunero Pelumbres el herrero, D. Bruno, Chaleco, y otros padres de la patria, de cuyas hazañas no puede tenerse idea sino presenciándolas, como las presenciará el lector en lo restante de este libro.

Salvador Monsalud fue a su casa cerca del día. Su cabeza era un volcán. Los discursos que había oído, las caras de los oradores, la fisonomía astuta de Regato, la candidez estúpida de otros, el ramplón jacobinismo de Romero Alpuente, hervían dentro de ella. Trató de dormir, pero la Asamblea sin apartarse de sus excitados sentidos, continuaba zumbando y gesticulando con sus cien voces roncas y sus doscientas manos amenazadoras. Al punto comprendió que era producto infame de candidez y de perversidad, la gárrula bastardía del entendimiento, explotada por una diplomacia satánica. Comprendió que se había metido entre hombres, la mitad tontos, la mitad feroces, pero que marchaban juntos a un fin claro, con alianza parecida a la del asno y el lobo en más de una fábula. Del esfuerzo que necesitaba hacer su espíritu para descender al trato con tales gentes no hay que hablar, porque se comprenderá fácilmente.

Había avanzado la mañana, sin que el novel hijo de Padilla hubiera podido conciliar el sueño, cuando entró Campos lleno de zozobra y agitación.

– Esto ya pasa de broma – le dijo. – La niña no parece. Hemos estado en el Retiro, y no está en el sitio que me indicaste. Valiente bromazo nos está dando la tonta… ¡Por los clavos de Cristo!, si no diera la casualidad de que Falfán de los Godos está fuera de Madrid, no sé cómo podríamos ocultarle que su novia se ha escapado de mi casa anteayer, y a estas horas no sabemos dónde está.

– En la carta que enseñé a usted me decía que no volvería a su casa.

– Temo cualquier necedad… Salvador, estoy muy inquieto – dijo Campos perdiendo aquella serenidad que indicaba en él un gran contento de la vida. – Sin duda esa loca está vagando por Madrid, y te busca de casa en casa, de café en café, como una perdida. ¡Qué deshonra!

– Creo lo mismo. Pero esto tiene que concluir.

– ¿Estuvo ayer aquí?

– Dos o tres veces. Como no me ha encontrado en ninguna parte presumo que volverá. Si vuelve, Sr. Campos, ofrezco remitírsela a usted sin pérdida de tiempo.

– Es que debes hacerlo – dijo Cicerón con energía. – Es que si no lo haces, faltas a la solemne palabra que me diste, y entonces, amiguito, no hay nada de lo dicho. Ya tengo en mi casa tu nombramiento para la cárcel de la Corona; pero como yo no recoja hoy mismo esa oveja descarriada, creeré que me estás engañando, creeré que estás de acuerdo con ella, que la escondes en alguna parte, y…

El plácido semblante de Campos se enrojeció todo por la congestión que determinaba la ira.

– Mi determinación es irrevocable – contestó el joven. – Supongo… casi estoy seguro de que volverá hoy. Avisaré a Lucas para que la deje subir.

– ¿Convendrá traer acá dos individuos de la policía y un coche, que debe esperar en la calle de Bordadores? Conozco a Andrea y sé que no cederá por buenas.

– Nada de eso me corresponde a mí. Usted puede emplear los medios que quiera para llevársela. Yo no tengo que hacer sino poner fin a sus correrías y convencerla de que por más que me busque, no me encontrará en ninguna parte.

– Te comprendo – dijo Campos con viveza y señales de contento. – Tomaré mis medidas. No me moveré en todo el día de la tienda de Requejo, y Sarmiento y yo nos pondremos de acuerdo para que si la oveja viene a este aprisco no se nos escape.

Después de este diálogo, que se prolongó un poco más, aunque sin ofrecer en el resto de él nada digno de contarse, Campos se retiró. Monsalud, contra su costumbre, hizo propósito de permanecer en su casa todo el día. Sin hacer nada en ella, tenía la agitación y la movilidad exaltada de quien trae entre manos una ocupación grave. Iba y venía de una pieza a otra; hacía a su madre y a su hermana preguntas que ninguna de ellas entendía; se asomaba al balcón; hacía subir a D. Patricio para darle órdenes; censuraba a veces que la casa no estuviese mejor dispuesta, y reprendía luego a las dos mujeres porque se agitaban para arreglar las habitaciones.

Cerca del medio día se retiró a su cuarto. Solita entró en él. Llevaba un pañuelo atado alrededor de la cabeza para resguardarse del sutil polvo que zorros y escobas levantaban, y cubría su cuerpo con una falda bastante antigua, pieza de desecho cuyas funciones se concretaban a los días de limpieza. La figura de la joven no era con tal atavío un modelo de elegancia.

– Hermana, estás que no se te puede mirar – dijo Salvador observándola con cierta pena. – Es preciso que te pongas guapa.

– ¿Yo?… ¿Cuándo? – repuso la joven con la mayor turbación. – ¿Y a qué vienen ahora esas guapezas?

– Me gustaría verte hoy arregladita y linda, como tú sabes ponerte cuando quieres. No es esto decir que me disguste verte así. Acá entre los dos, siempre estás bien; pero…

– ¿Vamos a algún baile? – preguntó Sola con malicia.

– No vamos a ningún baile – dijo Salvador con la torpeza que acompaña a las ideas de difícil explicación; – pero quisiera verte hoy como realmente eres; quisiera que cuantos entraran aquí te admirasen y reconocieran en ti…

– Tú te burlas de mí – dijo Solita llena de rubor. – Yo siempre estaré mal.

– ¡Oh!, te equivocas – manifestó Salvador con un tono que antes era de benevolencia que de convicción. – Vamos, también querrás sostener que no eres guapa. Más de cuatro quisieran…

– No sé por qué me dices esas tonterías.

– Mira, hermana, te agradeceré que te pongas tu mejor vestido, que te arregles bien; pero muy bien.

– Ya sabes que estando mi padre en la cárcel no puedo ir a paseo ni al teatro.

– Si no pretendo llevarte a ninguna parte – dijo Salvador con impaciencia. – En fin, ¿te compones o no?

– Me compondré.

– Hazme ese gusto, hermana. Así no estás bien, y tú vales mucho. Yo quiero que se vea que tengo una hermana simpática, bonita… ¿me entiendes?

– Como si hablaras en griego.

– Pues vístete: ponte tu mejor vestido, ya sabes. Figúrate por un momento que soy tu novio. Vaya, ¿no tendrías interés en agradar a tu novio; no tendrías interés en que él te encontrara siempre linda?

– Si dijera que no, sería una melindrosa – respondió Soledad fingiendo que ponía en orden las sillas para que, vuelto el rostro, no se le conociera la emoción que experimentaba. – Pero como no eres mi novio ni lo serás…

– ¿Te vistes, sí o no?

– Al momento, hombre, al momento.

Voló fuera del cuarto. Algún tiempo después regresaba vestida y ataviada con lo mejor que tenía.

– ¡Oh!, ¡qué bien! – dijo Monsalud con sincera admiración. – Hermosa prenda se va a llevar ese bruto de Anatolio. Hermanita, estás preciosísima: te lo digo sinceramente.

El rostro de Soledad se encendió más, y viose en aquel puro cielo de modestia una chispa de vanidad que lo iluminó momentáneamente. Salvador no mentía, porque de muy distintas maneras está preciosa una mujer. En las incorrectas facciones de la hija del absolutista, en su descolorido semblante que a intervalos se inflamaba, en sus ojos donde jugueteaba el alma escondiéndose en la penumbra del pudor o mostrándose en la claridad del cariño, había lo bastante para turbar la paz de cualquiera.

– Siéntate a mi lado – le dijo Salvador; – parece que estás asustada.

– ¿Yo?… no.

– Dame acá esa mano. Tienes las manos más bonitas que he visto. ¿Por qué las tienes tan frías y temblorosas?

– Es que las tuyas echan fuego y cuanto tocan lo encuentran helado.

– Ahora te has puesto como el papel… ¡qué palidez! Pues mira… así descoloridita es como estás mejor. En tu cara se ve tu alma bondadosa. Me consuela mucho verte a mi lado. Necesita uno personas así, que le compadezcan mucho, que le tengan lástima, que le mimen.

– Y por qué te he de compadecer, si tienes todo lo que deseas, si estás como nadie. Yo sí que soy digna de lástima.

– Pero tú tendrás a tu padre, y yo jamás, jamás recobraré lo que he perdido.

Ambos callaron, inclinando cada cual su cabeza cargada de pesos enormes.

– Me parece que siento ruido – dijo Solita vivamente. – Bueno será prevenir a Rosa, para que si llega esa mujer que ayer estuvo tres veces y que tanto te molesta, no la deje entrar.

– No; ya he advertido a Rosa que la deje pasar – dijo Salvador con turbación. – Quizás no venga más.

El ruido cesó y la casa continuaba en silencio.

– Me alegro de que mi madre haya salido hoy – indicó Salvador.

– Me parece que está ahí – repuso Solita poniendo atención. – Siento pasos en la escalera.

– No; no es mi madre – indicó Monsalud con ansiedad vivísima.

– Los pasos son precipitados… Se oye una voz de mujer… ¿Voy a ver?

– No; estate aquí, y no te muevas de mi lado.

Callaron los dos. Solita miró a su hermano como asombrada. Salvador clavaba sus ojos en la puerta, donde no había nada todavía; pero de antemano su alma llena de ansiedad, observaba lo que había de venir.

Andrea apareció en la puerta. Estaba desfigurada por enfermiza palidez; sus ojos miraban todo con febril extravío, y el desmelenado cabello así como el vestido en desorden indicaban largas horas de insomnio, de lucha y de amargura.

Su primer movimiento fue un impulso poderoso hacia el hombre que buscaba y que había encontrado. Viose en su semblante la contracción que acompaña a un repentino desbordamiento de lágrimas. Pero dio tres pasos, y viendo que no estaba solo, se detuvo. ¡Qué choque de ideas en aquella cabeza! El impulso, el tierno avance expansivo, habían encontrado un obstáculo, un muro frío, y contra este la exaltada mujer se estrellaba palpitando y llena de congoja. Sus ojos atónitos, enrojecidos por el llanto, preguntaban sin pestañear: «¿qué chiquilla es esta?».

Salvador se levantó. Estaba lívido.

– Tengo que hablarte – balbució Andrea, viendo que daba un paso hacia ella.

Después dirigió a Soledad miradas recelosas e impacientes, como diciendo: «¿qué hace aquí esta mujer extraña? Que se vaya».

– Es un error – dijo Salvador. – Usted no tiene nada que decirme, y se ha equivocado, sin duda. Yo no sé quién es usted.

– ¿No sabes quién soy?… Yo te lo diré – exclamó Andrea, cruzando las manos. – ¡Que se marche esa mujer!

Con imperioso gesto señaló la puerta.

Soledad, tan aterrada como curiosa, pero sumisa siempre, se levantó. Salvador le dijo severamente:

– Quédate.

– ¡Con que es decir!… – gritó Andrea con espantosa alteración de voz y semblante.

– Que usted es quien no está en su sitio aquí y debe retirarse – respondió el joven. – Sin duda ha padecido una equivocación.

– ¡Perverso!… ¿dices eso de veras?

Andrea, al decir estas palabras, que salían de su pecho como bramidos, adelantó con los brazos abiertos hacia su amante. Los brazos tropezaron con dos manos de acero que los retorcieron, rechazando el hermoso cuerpo a que pertenecían.

– ¡Oh, qué vil soy!… – gritó la indiana cayendo al suelo de rodillas. – ¡Rebajarme así!…

– ¡Rebajarse así una marquesa!… – murmuró Salvador con sorda voz. – Señora, sentiré mucho que se ponga usted mala. ¿Quiere usted que se mande traer un coche para llevarla a su casa?

Andrea se levantó de un salto. La mirada que arrojó a su amante, como una saeta furibunda, turbó tanto a Monsalud, que este en breve rato no supo qué decir.

– Yo creí que eras un caballero – dijo la americana.

Se le conocía que estaba haciendo esfuerzos terribles para conservar una actitud digna. Los impulsos naturales la incitaban a gritar, a arrancarse el cabello, a coger entre las manos al hombre, como se coge un abanico, un juguete cualquiera, y destrozarle, haciéndole pedazos pequeñitos.

Monsalud se dirigió hacia la puerta. Sus ojos y su gesto decían: – Váyase usted.

– ¡Pero si tú me oyeras!… – murmuró Andrea, pasando súbitamente de la ira a una aflicción profunda.

– No, no puedo oír a quien no conozco – repuso el hombre volviendo el rostro.

– ¿No me conoce usted? – gritó Andrea con voz semejante a un rugido.

Parecía que se alzaba sobre las puntas de los pies. La mujer crecía. Sus brazos, tiesos hacia atrás; sus puños cerrados; sus labios descoloridos que temblaban; su fina nariz, que con nerviosas contracciones también expresaba la pasión desbordada; los músculos de su hermoso cuello, tirantes; sus ojos, que amenazaban entre llamaradas de despecho; el golpe violento de su pie en el suelo, como buscando apoyo para levantarse más… todos estos accidentes hubieran puesto miedo en el corazón más acostumbrado a tales embates.

– ¿No me conoce usted? – repitió.

– No – repuso Monsalud.

– ¿No me conoció usted?

– Tal vez, pero… ya no me acuerdo.

– Pues me conocerá usted – dijo Andrea con sofocada voz.

Dio algunos pasos fuera de la habitación; pero de súbito, con brusco movimiento, se volvió y entró resueltamente. Detúvose; miró a Solita. Hubo un momento de esos en que se ve inminente e inevitable el peligro de un choque material, aun contando con la reconocida dignidad de las personas.

Con la voz más áspera, más impertinente, más insolente y procaz que puede imaginarse, Andrea hizo esta pregunta:

– ¿Y tú quién eres?

Solita quedose muerta de espanto. Su propia turbación le impidió correr hacia su hermano y abrazarse a él, buscando un refugio.

– Eso no se pregunta a los que están en su casa, sino a los que vienen de fuera.

Al oír esto Solita se reanimó. En aquel momento pensaba una cosa. Pensaba que si ella fuera mujer valerosa, echaría a escobazos de la casa a la insolente dama.

– ¡Oh, qué vil soy! – repitió Andrea corriendo otra vez hacia la puerta. – ¡Rebajarme así…!

Apartando el rostro para no ver el de su amante, salió precipitada y atropellándose, de la casa. Habiéndosele unido su criada en la escalera, ambas bajaron.

Salvador se dejó caer en una silla, y apretando la cabeza entre las manos, se clavaba en el cráneo las uñas.

– ¡Oh! ¡Dios mío!, ¡qué infeliz soy!… Sola, Sola, ¿has visto?… ¡Maldito sea yo mil veces! ¡Maldito sea el día en que nací!

– Pero esa mujer – balbució la muchacha, saliendo de su estupefacción, – es un demonio… Comprendo que te cause tanto furor…

– ¡No es demonio, es un ángel; y no me causa furor, sino que la adoro!… ¿No la viste? ¿Has visto mujer más hermosa?

– Tú…

– ¡La adoro, me muero por ella!… Pero tú eres una tonta y no puedes comprender esto. Sola, hermana mía, lloro porque… no puedo… ten compasión, ten lástima, mucha lástima de mí.

Solita tuvo tanta lástima, que se echó a llorar.

XXI

La calle de la Cabeza es una de las más tristes de Madrid. Compónese toda ella de casas viejas y feas, entre las cuales descuellan la enorme fachada meridional de la del marqués de Perales y otra que tiene grabada sobre la puerta esta inscripción: Aparta, Señor, de mí lo que me apartó de ti. Contrastando con las vías cercanas, aquella no tiene tiendas, y la mayor parte de las puertas están cerradas, a excepción de las cocheras y cuadras que por allí mucho abundan. Hacia el Ave María la calle se eleva, como si quisiera subir a los balcones de las casas. Hacia la Comadre se hunde, buscando los sótanos. Algunas acacias, que se asoman por encima de altos muros junto a San Pedro Mártir están mirando con tristeza al escaso número de transeúntes. Se oyen tan pocos ruidos allí que la calle no parece estar en Madrid y a dos pasos del Lavapiés. Toda ella tiene un aspecto sombrío, un tinte lúgubre, una mala sombra que no puede definirse, una atmósfera que abruma, un silencio que hiela. Las calles, como las personas, tienen cara, y cuando esta es antipática y anuncia siniestros designios, una fuerza instintiva nos aleja de ella.

Vulgarmente se cree que en la calle de la Cabeza no ha pasado nunca nada digno de contarse. Por el contrario, es una calle trágica, quizás la más trágica de Madrid. La tradición que le da nombre, y que no carece de mérito en lo que tiene de fantasía, es como sigue: Vivía por aquellos barrios un cura medianamente rico. Su criado, por robarle, le asesinó, cortándole ferozmente la cabeza, y con todo el dinero que pudo encontrar huyó a Portugal. No fue posible descubrir al autor del crimen, y enterrado el clérigo, bien pronto su desastroso fin quedó olvidado. Pero el asesino, después de haberse dado muy buena vida en Portugal durante muchos años, volvió a Madrid hecho un caballero, aunque no tanto que olvidase su primitiva condición de criado. Solía ir él mismo al Rastro todas las mañanas a hacer su compra, y un día adquirió una cabeza de carnero. Llevábala bajo la capa, y como chorreaba mucha sangre, que iba dejando rastro en el suelo, fue detenido por un alguacil, que le mandó mostrar lo que oculto llevaba. ¡Horrible espectáculo! Al echar a un lado el embozo, el criado alargó en la derecha mano la cabeza del sacerdote a quien le diera muerte.

¡Milagro, milagro! Este fue el grito general. Confesó todo el asesino y le llevaron a la horca, acompañado de la cabeza del sacerdote que había sido de carnero, y cuya vista horrorizaba y edificaba juntamente al pueblo. Murió, según dicen, con grandísima devoción y arrepentimiento, y hasta que no entregó su alma a Dios, no recobró la testa del cura su primitiva forma carneril. Felipe III, que a la sazón nos gobernaba, mandó labrar en piedra una cabeza que se puso en la casa del crimen para memoria de aquel estupendo suceso.

En este siglo la calle de la Cabeza presenció muy de cerca el horrible asesinato del marqués de Perales el l.º de Diciembre de 1808. Cuando las revueltas políticas del 14, vio encarcelar a los diputados y ministros, y aquel silencio tétrico fue turbado en más de una ocasión por los rugidos de la plebe furiosa embriagada. Nuestra narración nos lleva ahora a la citada calle y a uno de sus edificios más antipáticos y más feos: la cárcel eclesiástica o de la Corona, que estaba en la esquina de la calle Real de Lavapiés, y que todavía existe, aunque destinada a cuadras o cocheras.

Un portalón daba entrada al patio, que no había sufrido variaciones esenciales y tenía en dos de sus lados columnas de piedra para sostener la crujía alta. Las prisiones estaban en el piso bajo y en los sótanos, y consistían en calabozos inmundos, algunos con rejas a la calle. Dos puertecillas abiertas a un lado y otro del zaguán indicaban el cuerpo de guardia y las habitaciones de algunos empleados de la cárcel. Todas y cada una de las partes del edificio, dentro y fuera, arriba y abajo, ofrecían repugnante aspecto de incuria, descuido y degradación.

La ignominia de la cárcel empezaba desde la puerta. En la esquina del edificio se veían multitud de inscripciones terroríficas e indecentes. A conveniente altura, una de esas manos de artista que tanto abundan en España había pintado una horca de la cual pendía un cura, y debajo se leía Tamajón. En la misma puerta otro artista había trazado una especie de cuadro de ánimas donde varios curas recibían tizonazos de los demonios, y más lejos varios milicianos nacionales, caracterizados en la pintura tan sólo por el morrión, asaban un cerdo que llevaba el nombre de Vinuesa. En el portal repetíanse las horcas y además otra pintura ingeniosa. Un grotesco y ventrudo muñeco, que tenía en la panza el consabido letrero, abría la boca. Como si esta fuera la de un horno, varios milicianos o figurillas de morrioncete metían por ella con sendas palas un objeto en que se leía Constitución. Por debajo una escritura infernal rezaba el Trágala, perro, tú servilón.

Vinuesa estaba en un calabozo del piso bajo. En la puerta negra habían trazado con tiza la horca y el ahorcado, repetidas formulillas, como Muera el traidor, y una cuarteta que decía:

 
¡Considera, alma piadosa,
en esta nona estación,
el árbol de que colgaron
al cura de Tamajón!
 

Dentro del calabozo no reinaba oscuridad profunda. Veíase al infeliz reo arrojado en el suelo sobre un jergón inmundo. Era un hombre viejo, aunque entero, de cuerpo pequeño y que debió de ser fornido; pero la larga prisión habíale extenuado considerablemente. Su pelo entrecano; su barba blanca, muy crecida por no haberse afeitado durante el encierro; su rostro en que se pintaban resignación y amargura, dábanle aspecto venerable que sin duda no tenía cuando andaba suelto por la Villa, o haciendo planes en su casa de la inmediata calle de San Pedro Mártir. Vestía sotana suelta, raída y llena de jirones, y un gorro negro de punto, calado hasta más abajo de las orejas, le cubría la cabeza. Cuando no estaba echado sobre el miserable jergón, se ponía a pasear de un ángulo a otro o se sentaba en la única silla, apoyando los brazos sobre una mesa negra, y la cabeza en los brazos para dormir un poco. En la mesa negra estaba pintada también con tiza la horca y un diablillo que tiraba de los pies del ahorcado. En las paredes se leían varias estrofas de las más indecentes del Lairón. Pero al desgraciado preso no le mortificaba tanto leerlas como oírlas, y este era su principal tormento.

Todos los chulillos que pasaban de vuelta para el Lavapiés a la madrugada; todos los rondadores guitarristas que iban a recorrer las calles; todos los grupos de vagos que regresaban de los clubs o de las logias; todos los patriotas que salían de las tabernas a hora avanzada, y los chiquillos al salir de la escuela por las tardes o al ausentarse de ella para ir de huelga o pedrea al Mundo-Nuevo, hacían escala al pie de la reja del calabozo de Vinuesa; así es que este oía constantemente durante diez y ocho horas de las veinticuatro del día, los famosos versos:

 
Dicen que vienen los rusos
por las ventas de Alcorcón.
Lairón, lairón.
Y los rusos que venían
eran seras de carbón
Lairón, lairón.
 

Estas eran las estrofas comunes, pues las picarescas e indecentes, en que se atribuían al cura de Tamajón las mayores atrocidades y desvergüenzas, no pueden copiarse. El populacho veía en Vinuesa un galanteador de muchachas, corruptor de doncellas, tercero, mancebista y cuanto abominable y ruin puede imaginarse. Nada de esto es verdad. Su único delito había sido el plan que conocemos; pero si hubiera faltado a las leyes morales con perversidad e indecencia, habría purgado sus culpas con el infierno expiatorio que tenía en la prisión. Era este un lúgubre ventanillo cuadrado y pequeño, con una cruz de hierro en el vano. Por allí entraba la voz terrible del populacho cantando infames coplas, amenazando e insultando sin cesar al pobre reo. Vinuesa aborrecía el nefando agujero por donde le entraba la luz y la ira de la nación vengativa; y por verle tapado, aunque le dejase a oscuras, diera lo restante de su vida y la esperanza de libertad. Si lograba conciliar el sueño, no dejaba de ver aquel boquete horrible, que en su mente febril representaba como el ojo y la boca de la inmunda canalla, que sin cesar le vigilaba y le escupía.

Gil de la Cuadra estaba encerrado en un calabozo de otra crujía, y no gozaba de la preeminencia de vistas a la calle. En su encierro había bastante claridad, y tenía mejores muebles que Vinuesa, entre ellos una cama en alto. También su puerta se ornaba con inscripciones; pero en lo interior no las había. Mortificábanle principalmente los gritos, cantos y disputas de los milicianos nacionales, que tenían su cuerpo de guardia en el zaguán, y que alborotaban en el patio mucho más de lo conveniente.

Bastante después del encierro sintiose atacado de dolores en las articulaciones de las piernas, y no dudó que su reumatismo constitucional le iba a hacer una nueva visita. Guardó cama, resignándose al suplicio de sus dolores con paciencia cristiana, y tuvo varias alternativas de alivio o recrudescencia. A falta de auxilios médicos, disfrutó de los cuidados de un calabocero algo piadoso, que por haber padecido del mismo mal, no sólo poseía recetas y cierta ciencia práctica, sino también una compasión hacia todos los reumáticos.

De esta manera transcurrieron muchos días. Lo que más hondamente perturbaba la naturaleza moral y física del ex-oidor era la incomunicación y con esta la negra tristeza en que vivía, si aquello era vivir. Solo, febril, contemplando perpetuamente su situación, midiendo sin cesar la considerable distancia que le separaba de su hija, pasaba las largas horas del encierro, y veía la lenta serie de noches y días, marchando como las ruedas de una máquina de tormento. A ratos oraba, a ratos derramaba amargas lágrimas; por breves momentos recibía consuelo de su propia imaginación, representándose la libertad y la paz de su casa; pero estas bellas sombras pasaban pronto, y el calabozo le ponía delante sus cuatro paredes inalterables. Conocido el estado de su ánimo, lleno de amargura, se comprenderá cuáles serían su asombro y emoción al ver que un día se abrió la puerta del calabozo, que entró un hombre, y que en aquel hombre reconoció, después de congojosas dudas, la persona auténtica de Salvador Monsalud.

Este corrió a abrazarle y Gil de la Cuadra se desmayó de alegría.

– ¡Mi hija, mi hija!… – murmuró cuando recobraba el uso de la palabra. – ¿Ha muerto?, ¿vive?

– ¡Ánimo, Sr. Gil! – gritó Monsalud. – Pronto verá usted a su hija, que está buena como nunca, y muy contenta al saber que pronto estará usted libre.

– ¡Yo libre! – exclamó el anciano abrazando a su amigo.

– Todavía no; pero pronto será.

– ¿Y Anatolio?

– No ha venido aún.

Siguió haciendo preguntas, menudeándolas con tanta prisa que casi no daba tiempo a la contestación, y al fin se ocupó de su causa que había dejado para lo último. Monsalud, en breves términos, le explicó, si no todo, gran parte de lo que había hecho, así como las circunstancias de su presencia en la cárcel y el destino que desempeñaba.

– Tengo la seguridad – dijo, – de que conseguiré un objeto en el cual he empleado tanta actividad, tanta fuerza, tanta paciencia. La santidad de la obra emprendida, que es el cumplimiento de una de las primeras leyes cristianas, me hace creer que esta vez, como otras, mi trabajo no será estéril. He sufrido contrariedades, amigo mío, contrariedades graves; pero al mismo tiempo he empezado a conocer uno de los mayores goces que puede sentir el hombre y que hasta ahora…

– No había usted conocido.

– Al menos en tan alto grado.

– El goce incomparable de hacer bien a un semejante – dijo Cuadra con voz balbuciente por la emoción.

– Ese, sí, y el de poder dar forma al agradecimiento expresándolo en hechos.

– ¡Oh!, sí, también es un goce inaudito.

– Y tranquilizar la conciencia.

– Es verdad.

– Porque el recuerdo de las grandes faltas – añadió Monsalud, – no se atenúa sino con la práctica constante de buenas acciones.

– También, también.

– Todo me anuncia que esta vez mi afán no tendrá, como otras veces, un éxito desdichado. El corazón mío, que es la desconfianza misma, me está diciendo ahora: «triunfamos, triunfamos de seguro». Será usted libre, amigo mío, y lo será pronto. Sólo le recomiendo a usted un poco de paciencia. Consuélese usted con saber que me tiene muy cerca, y que estoy discurriendo los medios de rematar nuestra obra.

Gil de la Cuadra, arrojándose en brazos de su protector, lloró como un niño.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
240 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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