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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», страница 13

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– El Gobierno castigará los desmanes.

– ¿Qué desmanes?

– Los que se cometan; pero no hará alarde de despotismo, no provocará al pueblo.

– Porque le tiene miedo.

– No tiene miedo, sino prudencia. La excitación que existe contra Vinuesa es natural y lógica. Si acuchillamos al pueblo, porque no simpatiza con los absolutistas, pasaremos por serviles, y nuestro lema es Constitución.

– Yo sigo creyendo que no habrá nada – dijo Pelayo, hombre que en su gran talento, tenía la más patriarcal buena fe. – Repito que el pueblo es bueno.

– Si no le instigaran los tunantes…

– Es más – añadió el ministro. – Si acuchillamos al pueblo, daremos un gustazo a la Corte, Vinuesa estará libre dentro de dos meses, y las cárceles llenas de liberales.

– Pues ahorquen ustedes a Vinuesa – dijo con la mayor viveza el retórico. – Esto sería lógico. Lo absurdo es absolverle y permitir las horribles venganzas del populacho.

– Siempre el populacho… es decir, el gato – indicó Coriolano.

– Si ahorcamos a Vinuesa, exacerbaremos a los serviles y a la Corte – dijo el ministro en tono de perspicacia. – Prudencia por un lado y por otro, es lo que conviene. ¿No es sistema de ustedes contemporizar con todos?

El de los erizados pelos, es decir el retórico o el literato, a quien esta pregunta se dirigía, estuvo un momento sin saber qué contestar.

– Sí, contemporizar – repuso al fin, – establecer un equilibrio perfecto, dando la mano a unos y a otros; pero no a los infames, no a los asesinos.

– Estamos juzgando un suceso que no ha pasado todavía ni pasará probablemente – dijo Pelayo. – ¿A qué hablar de asesinos? Yo defiendo y defenderé siempre al pueblo. Si alguna vez asesina, hácelo con el puñal que le entregan los de arriba.

– Sea de oro, sea de hierro, lo que importa es que no haya puñal – objetó el retórico. – En una palabra, señores, estamos reunidos para acordar si se debe impulsar al Gobierno a tomar una medida enérgica.

– ¡Una provocación!… Yo opino como el ministro – manifestó Pelayo. – El pueblo es bueno, es generoso; pero no debe ser provocado.

– Pues preparémonos a que sea nuestro dueño – dijo el que había demostrado más seso. – Señores – añadió levantándose, – mi compañero y yo nos retiramos para no volver más aquí.

El viejo economista tiró al retórico de los faldones de su levita, diciéndole con buen humor:

– Señor cartista: no nos deje usted tan despiadadamente. Somos amigos y zanjaremos nuestras diferencias de familia. Discutamos.

– Me parece que se ha discutido bastante. ¿No ha llegado aún la ocasión de hacer algo?

Aquel hombre que tan bien se expresaba, demostrando tener en su espíritu el instinto de la eficacia política, era de voluntad flaca, como los demás. La sensatez de sus ideas era un fenómeno comprendido dentro de la serena esfera de las aptitudes literarias, y al expresarse con tanta cordura, hablaba su talento, no esa facultad prodigiosa en que se confunden perspicacia y acción, conformando al hombre político. La misma perplejidad que tanto combatía le contaminó cuando fue ministro. Amaba la Carta; pero cuando pudo ocuparse de ella con éxito, pensaba demasiado en la de Horacio a los Pisones.

– Todo puede arreglarse – dijo Pelayo. – Por sí o por no, y aunque hay en esto mucho de ponderación, creo que se debe quitar la guardia de milicianos que está en la cárcel de la Corona, y reemplazarla con tropa de línea.

– Eso me parece una necesidad imperiosa – añadió Campos, atreviéndose, contra su costumbre, a algo más que callar y tomar lo que le dieran.

– Al menos eso probaría cierta prudencia en el Gobierno – dijo el de la Carta deteniéndose, mas sin volver a sentarse.

– No, la verdadera prudencia – objetó Valdemoro, – consiste en no poner ni quitar ninguna guardia, porque eso sería origen de sospechas, hablillas, escándalos y seguramente de disturbios graves.

– Adiós, señores – dijo el simpático y cortés joven de treinta y tres años.

– Mudar la guardia me parece una provocación – repitió el ministro consultando fríamente el rostro de los tres que a su lado quedaban.

Ninguno dijo nada.

– Si se hace con maña y habilidad – dijo Pelayo, – quizás no.

– Señores – manifestó el ministro con la inquietud propia del que se ve abrumado de responsabilidad. – Es muy fácil resolver todas esas cuestiones fuera del Gobierno, y cuando uno se mete tranquilamente en su casa sin dar cuenta a Dios ni al Diablo de lo que hace. Ustedes hablan, como los libros, un lenguaje discreto; pero la práctica, señores, la práctica es cosa muy distinta. ¡Mudar una guardia! Parece la cosa más sencilla del mundo dicho así, como si se tratara de mudarse una camisa; pero los que estamos dentro del Gobierno vemos las cosas de su tamaño. Repito que mudar mañana la guardia es pegar fuego a una hoguera. El Gobierno trabajará; el Gobierno tiene algunas influencias en las clases populares; aún puede contar con algunos comuneros que le sirven… No pasará nada, respondo de que no pasará nada.

– Mi compañero y yo – dijo el retórico dispuesto a retirarse definitivamente, – apreciamos la buena voluntad del Gobierno; creemos que sus intenciones no pueden ser mejores; pero no podemos seguir asintiendo en esta junta secreta a los actos de debilidad y a la indeterminación que caracteriza a la política presente. En las Cortes evitaremos todo lo posible la escisión, pero nuestra conciencia nos impide continuar aquí. Está probado que la Sociedad a que hemos pertenecido estorba toda política formal, y es un aliciente para las ambiciones, para los disturbios populares, y aun para las sediciones del ejército. Hace tiempo que deseamos la ruptura; hoy se nos presenta una ocasión y la aprovechamos. Gobiernen ustedes en armonía misteriosa con los manejos de la Corte, porque las dos políticas contrarias que bajo tierra y en la oscuridad funcionan luchando, se acuerdan en una cosa, en hacer polvo y ruinas de la grandeza y poderío del Reino. Inspiren ustedes al Gobierno y a las Cortes, dominándoles por medio de la amenazadora extensión de estas Sociedades, y haciéndose pagar su protección con los destinos, las fajas, las mitras, las cruces que aquí se reparten. Yo renuncio a los beneficios y a la responsabilidad de esta labor oscura y funesta. Adiós, amigos míos; la diferencia de opiniones no entibia la amistad de toda la vida, la amistad de Cádiz en los días de gloria, la amistad del Peñón de la Gomera en los días terribles. ¡Quiera Dios que no volvamos a abrazarnos en los presidios de África!

Dicho esto se retiraron. ¡Ay! Desgraciadamente para España, en aquellos hombres no había más que talento y honradez; el talento de pensar discretamente y la honradez que consiste en no engañar a nadie. Faltábales esa inspiración vigorosa de la voluntad, que es la potente fuerza creadora de los grandes actos. Los que salían, a pesar de su sensato hablar, eran tan niños como los que se quedaban en el Grande Oriente. Entre todos juntos y fundiéndolos a todos, a pesar de la aptitud versificante y poética de algunos, no se habría podido obtener el brazo izquierdo de un Bonaparte, ni de un Cisneros, ni de un Washington, ni siquiera de un Cromwell o un Robespierre. ¡Extraña ineptitud ocasionada por la servidumbre! En la uña del dedo meñique de una mujer, Isabel la Católica, había más energía política, más potencia gobernadora que en todos los poetas, economistas, oradores, periodistas, abogados y retóricos españoles del siglo XIX.

¿Qué resolvió el Grande Oriente, después de la escisión? Cosas graves. Mudar algunos mandos militares, negar dos canonjías, recomendar a los pueblos la elección de dos diputados masones, adjudicar tres subastas, escribir las bases de una transacción contra los comuneros, leer algunas cartas que hablaban de conspiración, enterarse de las confidencias hechas por empleados de Palacio, subvencionar un periódico, adjudicar trece destinos a otros tantos masones, dar una pensión a la viuda de un perseguido a causa del Sistema, echar tierra sobre un expediente de contrabando, etc.

¿Cuál de las dos camarillas es más responsable ante la historia, la del populacho o la de los hombres leídos? No es fácil contestar. La primera, en medio de su barbarie, había resuelto algo en el asunto del día; la segunda, a pesar de su ilustración, no había resuelto nada.

XXIV

Salvador conoció desde la noche del 3 al 4 el infame proyecto de sus compañeros de caballería. Si no pudo injerirse en la camarilla, asistió a la Fortaleza. Oía y callaba, esperando utilizar las circunstancias; y como había adquirido y fomentado buenas relaciones con comuneros de todas clases, creía seguro salir adelante con su buen propósito. El plan de hacer justicia en la persona de Vinuesa le pareció irrealizable, porque contaba con la energía de las autoridades. Sintió impulsos de poner en conocimiento de Campos algunas preciosas noticias y datos adquiridos en la Asamblea, para que aquel las comunicase al Gobierno; pero su natural honrado y leal se sublevaba contra la delación.

En la mañana del 4 entró en la celda de Gil de la Cuadra, y le dijo:

– Ánimo, señor reo; esta noche saldremos de aquí. Tengo todo preparado.

El anciano, de rodillas, apoyando su cuerpo en el lecho, cruzó las manos y se puso a rezar fervorosamente.

Poco después Salvador atravesaba el patio de la cárcel, cuando se sintió llamar. A su lado vio una cara entre burlona y suspicaz, unos taimados ojos verdosos que gatunamente le miraban, una mano blanca que con suavidad le agarraba el brazo. Era el Sr. Regato. Vestía el uniforme de capitán de la Milicia.

– Amiguito – le dijo, – tenemos que echar un párrafo. Subamos.

Instaláronse solos en una pieza del piso alto, y D. José Manuel habló de este modo:

– Tengo el corazón oprimido, amigo Salvador. Ya sabe usted que el pueblo está furioso… y con razón, con muchísima razón. El Gobierno se empeña en perdonar a Vinuesa, regalándole más tarde una mitra, y el pueblo, que después de todo es soberano, se empeña en que Tamajón debe ser ahorcado. ¿Qué tal? Aquí tiene usted dos reyes que se desafían sobre el cuerpo de un pobre sacerdote.

– No creo posible que esos hombres feroces consigan su objeto… Tal ignominia no pasará en España. Lo espero así para honor de esta Nación.

– ¡Oh!, no conoce usted los arranques del pueblo español. La resolución de los comuneros, nuestros amigos, es definitiva. Ya he tratado de contenerles, porque no me gusta el derramamiento de sangre; pero me ha sido imposible. Intentarán hacer justicia.

– Pero no lo conseguirán. El Gobierno es malo; pero está compuesto de hombres honrados.

– El Gobierno se cruzará de brazos, amigo mío – dijo Regato, poniendo gran interés en aquel diálogo. – He visto a Campos al amanecer y me ha dicho que el Grande Oriente reprueba la justiciada del pueblo, pero que no hace nada.

– Dicen que se quitará la guardia de milicianos.

– Error; no se quitará guardia ninguna. El Gobierno arde en sentimientos humanitarios; pero no quiere hacer frente al oleaje popular, por temor de ser arrastrado. Teme que se le acuse de servil; teme las murmuraciones y se ruboriza si le dicen que protege al absolutismo.

El asombro no dejó hablar a Monsalud durante breve rato.

– Eso no puede ser – exclamó al fin pálido de ira. – ¡Tal infamia no cabe en corazones españoles!

– El Gobierno no hará nada. Quizás algunos de sus individuos se aprestarían a la resistencia si supieran lo que va a pasar, pero no lo saben. Los masones se lavan las manos como Pilatos; han cogido miedo a la comunería. En verdad que somos temibles.

– Lo que usted me cuenta, Sr. Regato – dijo Salvador levantándose con inquietud, – aparece una pesadilla horrible. Según usted, es muy posible que esa canalla abominable trate hoy de invadir este edificio, sin que el Gobierno se lo impida.

– ¡Es verdaderamente espantoso! – exclamó Regato afectando sensibilidad; – pero me parece que podrá evitarse una desgracia… Compadezco con toda mi alma a ese pobre D. Matías. ¿No es verdad que es una lástima que le maten así tan brutalmente?

– No; no puede ser. Esto se quedará en amenaza ridícula.

– Que no es amenaza ridícula digo… – afirmó Regato acercando más su asiento al de Monsalud y pasándole la mano por el hombro. – Mire usted; a mí se me ha ocurrido que podríamos salvar al pobre arcediano.

– ¿Cómo?… – preguntó vivamente Monsalud con el interés que le inspiraban siempre las buenas obras.

– Le asombrará a usted que me inspire lástima ese desgraciado. Yo soy así, más liberal hoy que ayer, y mañana más que hoy; pero bien está la sangre en las venas donde Dios la ha puesto, ¿eh?

Monsalud, recordando lo que había oído a Campos respecto al sospechoso liberalismo de Regato y algunas noticias que él mismo había adquirido, se explicó fácilmente la compasión del comunero.

– Yo no soy amigo suyo, ni lo fui nunca – prosiguió D. José Manuel recogiéndose dentro de su reserva como el caracol en su casa. – Los demonios le lleven. Lo que quiero decir es que pudiéndose evitar la muerte de un semejante, debe evitarse.

– Parece difícil y sin embargo es sencillo. Cálmese el furor de la canalla; póngase una buena guardia en el edificio, y todo está concluido.

– Ninguna de esas dos cosas puede hacerse.

– Pues entonces…

– Usted no carece de talento – dijo Regato sonriendo, – y sin embargo no comprende mi idea. Siga aquí la guardia de milicianos… Supongamos que viene eso que usted llama populacho…

– Y que los milicianos, recordando que son hombres de honor, españoles y cristianos, defienden la entrada.

– No… supongamos que no la defienden.

– Entonces entra la canalla.

– Eso es, entra…

– Abre el calabozo.

– Abre el calabozo… y no encuentra a Vinuesa.

– ¡Ah!, ya… que se escape…

– O que se esconda.

– Pero sus enemigos le buscarán.

– Que le busquen. Con tal que no le encuentren…

– Pero ya sabe usted que cuando la ferocidad popular pide una víctima, si no se le da…

– Sacrifica al primero que encuentra.

– Es posible que la falta de Vinuesa la pague otro preso quizás más inocente que él… No, no me conviene ese plan.

– ¿Y qué nos importa que la falta de Vinuesa la pague otro?

Monsalud miró a Regato con tanta severidad, que el dos veces gato entornó sus párpados para mirar al suelo.

– ¡Ah!, ya comprendo – dijo afectando buen humor. – Usted no quiere que le toquen a su Gil de la Cuadra, que es, entre paréntesis, el más malo de todos y el que merecería cualquier castigo.

– Es verdad que le protejo – dijo Salvador.

– Como que se ha metido usted en esta inmundicia sólo por salvarle.

– También es verdad.

– Como que fue usted conmigo a los comuneros sólo con el fin de hacerse amigos entre la gente exaltada.

– También es cierto. Ese conocimiento tan hábil de mi conducta y de mis intenciones me mueve a declarar que poseo del mismo modo parte de los secretos de una persona a quien yo conozco.

– Con tal que no se refiera usted a las infames calumnias que dicen contra mí los masones…

– Yo no me refiero a calumnias. Usted ha desempeñado su misión incitando al pueblo a lanzarse en una vía de atrocidades sangrientas.

– Calumnia.

– Usted cumple también su misión, procurando que después del atentado quede vivo el arcediano; y con tal que el pueblo consume su bestial proyecto y tenga una víctima… poco importa lo demás.

– Yo no quiero que haya víctimas – dijo Regato comprendiendo que era mejor hablar con franqueza. – Lo que quiero es que Vinuesa no corra peligro, y que si ha de haber sacrificio, recaiga en la cabeza de algunos de tantos pillos como llenan esta cárcel y la de Villa. Contaba con eso y cuento todavía.

– ¿Y qué papel debo yo desempeñar en esto? – preguntó Monsalud con cierta perplejidad. – Porque usted me habla en el tono del que solicita ayuda.

– Exactamente. El alcaide de la cárcel es hombre con quien no se puede contar. Usted que ha venido aquí por una intriga; usted que ha venido aquí con el exclusivo objeto de salvar a un hombre, es quien puede hacer esta buena obra.

– ¿Cómo? – preguntó el joven deseando saber hasta dónde iba el diabólico entendimiento del agente secreto de Su Majestad.

– Aprovechando la borrachera que tomará hoy al medio día, según su santa costumbre, el Sr. Alcaide…

– ¿Para poner en libertad a Vinuesa?

– Eso no puede ser, porque los milicianos no lo permitirían. Soy listo y comprendo que si fuera posible este modo de escapar, ya lo habría usted intentado en favor de Gil.

– Seguramente.

– Lo que yo quiero es que mude usted a Vinuesa de calabozo.

– Le buscarán.

– No le buscarán, si se pone otro en su lugar.

– Eso es entregar un hombre a los asesinos.

Regato no supo qué contestar. Estaba impaciente y nervioso, y agitábase en su silla tomando diferentes posiciones a cada minuto.

– Hombre de Dios – gritó al fin. – Me sorprenden esos escrúpulos. ¿No hay en la cárcel un Barrabás? Que muera Barrabás y que se salve Jesús. Concedo con muchísimo gusto que Gil de la Cuadra no sea el sustituto.

– Esa farsa infame no es propia de mí – contestó el joven, – si el populacho quiere una víctima, no seré yo quien fríamente se la entregue, como el leonero que escoge la res más gorda para darla a las fieras con que se gana la vida.

– Sr. D. Rígido – dijo Regato sin poder disimular su enfado, – maldito si le sientan a usted esos humos de juez severo. ¿A qué tanta nimiedad y sutileza de abogado para un asunto tan sencillo? Usted ha empleado toda clase de recursos para sacar de aquí al que con más justicia está preso.

– Usted juzga mal a mi amigo – repuso Monsalud con serenidad, – y es extraño porque le conoce bien. No aparece complicado más que por unas cartas que se hallaron entre los papeles de Vinuesa, y el juez debe de haber comprendido que apenas merece castigo, pues sólo le condena a cuatro años de presidio, pena relativamente leve en estos tiempos.

– Nada de eso hace al caso – dijo Regato como hombre afanado que se decide a marchar derechamente hacia su objeto. – Usted creerá tal vez que yo no correspondería a su buena voluntad con otra buena voluntad, a su beneficio con otro beneficio.

Diciendo esto, el dos veces gato se llevó la mano a un cinto, y desliándolo hizo sonar su contenido, un metal precioso que hace enloquecer a los hombres. Monsalud sintió un impulso de ira y crispando los dedos miró el cuello del agente de Su Majestad. Pero la razón no le abandonaba, y calculó que era muy prudente contenerse para imaginar algún ardid que sin comprometerle, le librara de las enfadosas sugestiones de aquel hombre.

– Guarde usted su dinero, Sr. Regato – dijo con serenidad. – Yo no soy Pelumbres.

Regato no dijo nada y puso el cinto sobre la mesa.

– Este soberbio no cede con cualquier bicoca – pensó. – Será preciso hacer un sacrificio, un verdadero sacrificio.

– Yo creí – indicó Salvador disimulando su ira con una apariencia festiva, – que ya no le quedaban a usted más ochentines de los que el Gobierno dio a la Casa Real.

– Son onzas de oro – dijo Regato con naturalidad. – Ya sé que usted me dirá mil lindezas y pedanterías. No parece sino que es un crimen aceptar obsequios en pago de un servicio leal. Bueno, señor mío, usted se lo pierde. Viva usted de sus rentas, viva de sus fincas, ya que donosamente rechaza lo que le cae…

Levantose en seguida y dando varios pasos en diferente sentido, se detuvo ante el joven, le puso la mano en la cabeza y se la movió con gesto entre cariñoso y amonestador.

– Y si no – añadió, – no hay nada de lo dicho. Por eso no hemos de reñir. Cada uno tiene su conciencia como se la hizo Dios. Hay escrúpulos respetables. Yo no censuro que haya personas así… tan atiesadas. Lo que siento es que se va usted a ver en un mal paso, caballerito. Si yo le he propuesto lo que ha oído, es por encargo de varios amigos, y ellos no son como yo, mansos y pacíficos y que con todo se conforman, sino muy fieros y vengativos. Capaces son de darle un disgusto a mi señor D. Rígido… ¿Qué cree usted? – prosiguió poniéndosele delante y clavando en él sus ojos cuya pupila brillaba con dorados y verdes reflejos. – Ya anoche estaban mis amigos muy incomodados con usted, llamábanle traidor por haber aceptado un destino de esa canalla masónica.

Monsalud seguía meditando.

– Y en rigor… – añadió el agente de Su Majestad, – la conducta de usted no ha podido ser más sospechosa. Anoche tuve que platicar mucho para defenderle a usted… «Es un traidor», decían. «Pues si no nos sirve en su destino de carcelero, haciendo lo que le mandemos, lo pasará mal…». En fin, como son unos bárbaros, no es de extrañar que digan barbaridades. Yo me miraría muy bien antes de enemistarme con ellos.

El otro seguía meditando.

– Yo se lo digo a usted con franqueza – continuó Regato animándose al ver la perplejidad del joven, – porque somos amigos, porque tengo particulares simpatías con usted, conociendo como conozco sus méritos, su buen corazón y mucho entendimiento. Tenga usted muy presente mi advertencia, pero muy presente. Si se resiste a ayudarme, no salga usted solo por las noches, ni vuelva a poner los pies en la Asamblea ni en sitio alguno donde nos reunamos. Además, los antecedentes políticos de usted no son tales que pueda el caballerito estar tranquilo, si alguien se propone hacerle daño.

– No creo tener enemigos – dijo casi maquinalmente el joven.

– Téngalos o no, usted es un hombre que no ha dejado de cometer errores en su vida.

Salvador le miró con tristeza.

– Y entre ellos se cuenta – continuó Regato, – el haber tenido relaciones con Amézaga, el poseedor de los secretos del Rey en Valencey.

– ¡Yo!… – dijo Monsalud lleno de estupor.

– No me lo negará usted a mí. Amézaga, que se cortó el pescuezo con una navaja de afeitar antes que se lo retorciera el verdugo, concluyó como debía concluir. Usted que le ayudó en la publicidad de los célebres secretos, no fue objeto de persecuciones ni aun de sospechas, porque supo esconderse; pero ¡ay, insigne joven!, usted no podrá librarse de una causa el día en que cualquier mal intencionado quiera hacerle daño… Usted tuvo correspondencia con Amézaga…

La cara atónita de Monsalud estaba diciendo: – Es verdad.

– Amézaga le escribió a usted varias cartas que le comprometen, pero de una manera… La causa está abierta. Ya sabemos que este es uno de los asuntos en que Su Majestad no perdona. Se trata de sus chicoleos en Valencey, de sus diabluras con los Bonapartes… en fin, esto es grave, y no hay Gobierno, por patriotero que sea, que no apoye a nuestro Rey.

– Eso es historia antigua – dijo Salvador con desdén.

– Antigua, sí; yo no he visto las cartas de Amézaga dándole instrucciones a usted y a otros conspiradores para publicar las aventurillas de Su Majestad; pero el amigo mío que las posee, me ha dicho que son terribles. Con la mitad de aquello se sube al cadalso en todos tiempos.

Salvador sentía viva agitación.

– En el año 19, usted conspiraba; usted se vio obligado a esconderse hoy aquí, mañana allí, para burlar a la policía. En una de estas mudanzas un amigo mío se apoderó de un paquete de cartas que tenía mi Sr. D. Salvador en la gaveta de su mesa. Según me ha dicho, las había políticas, amorosas, familiares, de todas clases.

– Es verdad que perdí unas cartas; ¿pero qué…?

– Que el poseedor de ellas las guarda como oro en paño. Ni siquiera a mí me las ha querido mostrar. ¿Sabe usted quién es? Alonso Sánchez, que fue de la policía y ahora está cesante y como cesante desesperado. Posee una admirable colección de papeles curiosos… Es amigo mío, muy amigo mío.

Monsalud no contestó. Regato, al decir lo que antecede, apretó el brazo contra su cuerpo, complaciéndose en sentir bajo el uniforme el contacto de un cuerpo semejante en tamaño y dureza a un paquete de papeles. Había mentido como un bellaco. Las cartas firmadas por Amézaga y dirigidas a Monsalud en Julio del 14 las tenía él, juntamente con otras de dudoso valor político por ser esquelas de amores o de familia. Habíalas recibido del agente de policía y las guardaba, como otros muchos tesoros epistolares, esperando que llegase la ocasión de utilizarlas. El astuto intrigante daba gran importancia a todo papel que en su mano por cualquier evento caía, y los tenía clasificados por autores con una escrupulosidad cariñosa, semejante al celo de los anticuarios y bibliófilos.

Aquella mañana antes de dirigirse a las cárceles de la Corona, abrió una arqueta que encerraba numerosos paquetes, parecidos a expedientes, y después de recorrerlos brevemente con la vista, sacó uno que decía: Amézaga, Salvador Monsalud. Guardolo en un profundo bolsillo interior con que había dotado a su casaca de miliciano, para que el uniforme, según decía festivamente, no fuera prenda inútil.

– Sr. Regato – dijo Monsalud. – Todo eso de los papeles de Amézaga me tiene sin cuidado en lo referente a lo que usted me propone hoy. Pero me gustaría recobrarlos, ¿por qué he de decir otra cosa?

– ¡Bribón! – dijo Regato para sí, oprimiendo dulcemente el bulto de papel. – Como no cedas ni a las onzas, ni a las amenazas, te venceré con esto.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
240 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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