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La concepción filosófico-estética de Böhme enfatiza la relación entre las cualidades del entorno Y los estados del ser humano, mientras que los vínculos que designa esta “Y” representan las atmósferas (Böhme, 2013: 22). La atmósfera está situada, por lo tanto, entre el sujeto y el objeto. Por el lado del objeto, condensa las constelaciones materiales y culturales (y en la recepción estética, los textos literarios, las obras del arte, los filmes, etc.) que constituyen situaciones con efectos en el sujeto. No representa las cualidades de ciertos objetos individuales sino las del conjunto y de la constelación entre los diferentes objetos y seres humanos.30 Al mismo tiempo, la atmósfera depende de la presencia corporal de los seres humanos que advierten y perciben las fuerzas ambientales, que se materializan en sensaciones, impresiones, percepciones y afectos de los cuerpos (Böhme, 2013: 33). Como puede observarse, resulta clave para este modelo la presencia corporal del sujeto.

La creación de cualidades atmosféricas del entorno material, cultural y simbólico puede ser el objetivo de intervenciones estéticas, por lo cual las atmósferas pueden tener un valor de escenificación conscientemente producido por las prácticas artísticas. El arte es concebido desde esta perspectiva como dispositivo para la “producción de atmósferas”. Algunas obras visuales provocan efectos en el espectador, crean una dramaturgia de la atmósfera. En este sentido, la atmósfera está estrechamente vinculada con el concepto de aura de Walter Benjamin.31 El efecto de una obra de arte es analizado por Böhme como su poder de producir atmósferas y el “aura” que uno respira en su recepción. La “realidad de las imágenes” remite a fuerzas que provocan una afectación en el espectador. Böhme considera que en el sujeto perceptor reside asimismo la capacidad de establecer distancias con las atmósferas, de “romper con las fuerzas de sugerencia de las atmósferas y permitir un trato más libre y lúdico con ellas” (Böhme, 2013: 47). Las atmósferas son interfaces sensoriales y perceptibles en las que el ser humano vive, sufre y experimenta las cualidades emotivas-espaciales de su entorno. Las atmósferas envuelven los espacios y los convierten en lugares particulares. Crean situaciones en las que se sitúa la acción humana. Por el otro lado, los seres humanos se mueven en entornos y vivencian las fuerzas de inmersión que emanan de las atmósferas. Estas son cualidades afectivas-emocionales que caracterizan los espacios, los entornos, y que provocan percepciones de estos espacios y de sus características materiales y culturales: objetos, obras artísticas, artefactos culturales, diseños biopolíticos, materialidades de la infraestructura, etc.

A grandes rasgos, la perspectiva fenomenológica de la atmósfera hace foco en el involucramiento corporal del ser humano en entornos espaciales, que se manifiesta en efectos en la vida subjetiva, en afectos, sensaciones, percepciones e imaginaciones. El poder de las atmósferas se hace sentir a través de un procedimiento que Peter Sloterdijk denomina “modo de la ciega inmersión” (cit. en Hasse, 2015: 205). Al poder immersivo de las atmósferas no hay que considerarlo como la colonización de un sujeto meramente pasivo, puesto que éste tiene, de diferentes maneras, la posibilidad de negar los “mundos patéticos” y los “milieus sugestivos” (Hasse, 2015: 213) que las atmósferas crean. Al mismo tiempo, los seres humanos no solo “padecen” las atmósferas cuando son hechizados por las luces de un edificio o el interior de una iglesia (Hasse crea el neologismo “patheur” a partir del concepto de “pathos” griego, traducido como ‘dolor’, ‘sufrimiento’, ‘pasión’), sino que también son sus productores (hasta el punto que se puede hablar de toda una cohorte de profesionales que se dedica a la creación de atmósferas) (2015: 43-48).

Varias voces críticas reprochan a los enfoques del milieu y de la atmósfera que se basen en una visión pasiva del sujeto y que den demasiada importancia a las fuerzas externas que condicionan, limitan o influencian sustancialmente al ser humano. La supuesta afirmación de la prioridad de las fuerzas ambientales y externas implicaría, según estas críticas, una influencia mecánica o determinista en el interior del sujeto, en sus percepciones, humores y acciones, en su estar-en-el-mundo. El cuerpo y el sujeto se reducirían a meras cajas de resonancia, y la vivencia subjetiva y los estados anímicos del ser humano se interpretarían como simples reflejos causados por fuerzas exteriores. Sin entrar en este debate o formular una posición ante estas cuestiones sustanciales, hay que constatar que la dicotomía entre posibilismo y determinismo resulta siempre inherente a las conceptualizaciones del espacio, que abordan la relación recíproca entre sujeto y objeto, entre el ser humano y su entorno. Más allá de estas importantes cuestiones, nos parece en este contexto más productivo averiguar cómo estas perspectivas teóricas vinculadas con el milieu y la atmósfera permiten construir abordajes de la situación del ser humano –a nivel existencial-subjetivo como también en su involucramiento en constelaciones sociales, culturales, colectivas, mediáticas– y pueden informar y dar profundidad a los análisis culturales. Antes de proponer un breve ejemplo de aplicación de estas perspectivas en el análisis literario, sintetizaremos las propuestas que convergen en un tercer concepto teórico: “el afectivo”.

1.3. El afectivo

El concepto del afectivo es un neologismo acuñado en el contexto de los estudios de los afectos (Seyfert, 2011, 2014). Su foco está puesto en las dinámicas afectivas que trascurren en los entornos sociales. Estas son conceptualizadas como campos de fuerza según la teoría de los afectos que formularon Gilles Deleuze y Félix Guattari, partiendo de la tradición filosófica del pensamiento de Spinoza, Nietzsche y Bergson. Los afectos implican en esta perspectiva fuerzas de atracción y repulsión, dinámicas corporales que tienen efecto en la constitución de los sujetos. Los afectos son fenómenos que emergen en la interacción y el contacto entre cuerpos en determinados espacios, lo que puede incluir también constelaciones entre cuerpos humanos y no-humanos, entidades materiales de distinto tipo. A partir de la dinámica de las interacciones afectivas entre los distintos cuerpos en contextos sociales, el “afectivo” describe el conjunto de los cuerpos que están involucrados en la emergencia de un afecto: “Llamamos afectivo al contexto y al milieu, que constituye el conjunto de todos los cuerpos implicados y del que emerge un afecto” (Seyfert, 2011: 93). Este enfoque presta máxima atención a los cuerpos presentes en determinados contextos y a los efectos que surgen de la interacción recíproca entre cuerpo(s) y entorno(s). Los “efectos” (Seyfert, 2011: 89) y las potencialidades de los cuerpos son analizados en las maneras en las que los cuerpos perciben su entorno y en los afectos que este produce en ellos. Los efectos y afectos dependen de la capacidad de percibir los entornos y de actuar en ellos, del poder de dejar que los elementos del entorno tengan efectos en los sujetos y de producir al mismo tiempo afectos en estos.32

La idea central se basa, entonces, en las formas de interacción entre los cuerpos. Las afectaciones y los afectos surgen de la interacción recíproca, cuya energía no nace de las intenciones individuales o de las fuerzas colectivas u objetivas (de ‘las cosas’ del entorno) sino que emerge y se constituye en la interacción misma, como Seyfert enfatiza recurriendo a las recientes teorizaciones de los afectos surgidas en la tradición de Spinoza, como es el caso de The Transmission of Affect, de Theresa Brennan (Seyfert, 2011: 76). Más allá de un enfoque exclusivamente centrado en las emociones humanas, que se interesa por los objetos en su función de ‘objetos transicionales’ (como lo hizo el psicoanalista Donald W. Winnicott) y de depósito de las energías emocionales proyectadas por los seres humanos, la perspectiva de la transmisión afectiva enfatiza que los afectos emergen en la interacción entre objetos y seres vivos en determinados contextos. La fuerza de los objetos emerge justamente en este contacto y estos no tienen un efecto, una fuerza, un significado ya dado de por sí, sino que este depende de la interacción no-linear de la afectización y del ser-afectado (Seyfert, 2011: 76).

Estas interacciones no se reducen a las interacciones humanas, las realidades mentales, las emociones sociales, ni a la dimensión simbólica y lingüística de la comunicación humana, sino que incorporan también el mundo objetivo, sus fuerzas y las afecciones materiales-físicas y pre-simbólicas (Seyfert, 2014: 799 ss.), o sea, todos los fenómenos intermedios que emergen en el encuentro de los cuerpos de diferente tipo (material/no-material, seres vivos humanos/no-humanos). En este sentido, el neologismo afectivo es heredero del concepto en que se inspira su nueva creación: el “dispositivo” de Michel Foucault (dispositif en francés). Como este, el “afectivo” abarca un conjunto heterogéneo de fuerzas, discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, teorías científicas, disciplinas filosóficas, cuestiones morales (Foucault cit. en Seyfert, 2011: 79). Las relaciones implicadas por el afectivo son, como en la teoría del poder de Foucault, de índole distributivo y no vinculadas a personas, colectivos, etc.. Este conjunto heterogéneo constituye interacciones de fuerzas no reducidas a la comunicación simbólico-lingüística, y transmisiones afectivas y discursivas que contienen lo dicho y lo no-dicho. Al mismo tiempo, los afectivos están situados en contextos históricos y culturales que predisponen las fuerzas y las capacidades de afección/de poder-ser-afectados de los cuerpos. El afectivo corresponde en este sentido al “bloque de perceptos y de afectos” que Deleuze y Guattari acuñaron en ¿Qué es la filosofía? (1993) al abordar los efectos que una obra de arte produce en la situación de su recepción.33 El afectivo recurre a esta lógica afecto-productiva pero toma distancia del “significante” del concepto (‘bloque’) por sus connotaciones estáticas, para expresar mejor su propio significado dinámico y de proceso (Seyfert, 2011: 79).

La teoría del afectivo pone de relieve lo procesual y relacional de las interacciones. Acentúa la relativa autonomía de los cuerpos, sus capacidades y energías, sin negar las fuerzas reales del milieu o de la atmósfera. El carácter estructurado del afectivo se muestra en las fuerzas que surgen del contexto político-cultural y de las formaciones históricas consolidadas, que se manifiestan en las estructuras de los milieux y las situaciones. La perspectiva contextualizada de tal ecología de los afectos guarda relación con lo que una corriente en los estudios sociales y culturales de las emociones llama “afectividades situadas” (Slaby, 2019). Estas abarcan las sensaciones, los humores, las atmósferas que se producen en el contexto de la interacción entre los cuerpos situados. Son las “signaturas afectivas del enredo con el mundo” (Slaby, 2019: 334), siempre situadas en contextos concretos. Los vínculos con el mundo, enfocados en su valor emocional-afectivo, implican poner la mirada en las relaciones afectivas, las vivencias corporales y las conceptualizaciones cognitivas del mundo. Estos fenómenos estudia el sociólogo Hartmut Rosa en su obra Resonancia. Una sociología sobre la relación con el mundo (2016). Las “resonancias” son los vínculos del ser humano con su milieu (concreto) y el mundo (abstracto), que abarcan ideologías, convicciones, sensaciones, afectos, pero también afiliaciones culturales, todos ellos ubicados en determinados espacios. Estas dimensiones estructuran las situaciones y contextos de la vida cotidiana y también la manera en la que el mundo se nos muestra a nosotros: en su acercamiento, en su comunicación simbólico-lingüística, en su indiferencia o en su hostilidad (Rosa, 2016: 641 ss.). El “mundo de la vida”, material y simbólico-figurativo, interactúa con los seres vivos y estructura (en diferentes grados) la resonancia concreta que vibra en ellos, en sus cuerpos, sus acciones, en los tonos con los que experimentan y vivencian su entorno y su mundo. En las interacciones y transmisiones afectivas se manifiestan también las ofertas o “afordancias” (affordancies) de los objetos del entorno material, que pueden expresar valencias de atracción o de aversión, que sugieren o hacen posibles ciertas acciones.

La perspectiva del afectivo enfatiza lo recíproco y abierto de las inte­racciones y transmisiones, que a su vez producen múltiples formas de afectos en los distintos contextos sociales. El conjunto de efectos que las fuerzas del milieu y del contexto producen se concibe, así, como una realidad abierta, dinámica y no-determinada, un campo de fuerzas en el que se manifiestan las relaciones dinámicas entre las intensidades, fuerzas y poderes de los cuerpos. Las afectividades situadas, que se establecen en estos campos, serían las “atmósferas” en la terminología de Böhme. La diferencia que propone la perspectiva de la ‘ecología de los afectos’ desarrollada por Seyfert –que es una partiendo de varios teoremas de los affect studies–, consiste en que el afectivo prioriza las interacciones y transmisiones recíprocas entre cuerpos, sus energías y sus afectos/efectos. El afecto que emerge en la contemplación de una obra de arte no es el resultado del aura o de la atmósfera que produce la obra, ni el resultado de la imaginación y proyección libidinal del espectador, sino el resultado del encuentro de varias fuerzas e imaginaciones. El carácter procesual y dinámico de las afectividades situadas obtiene en este marco prioridad analítica: la atmósfera no puede producir efectos deterministas, al mismo tiempo que el sujeto no se reduce a un rol pasivo, de mero receptor al modo de una caja de resonancia de fuerzas externas. En la perspectiva del afectivo se investiga la dinámica de la producción y distribución de afectos entre conjuntos heterogéneos, sean estos seres vivos humanos o no-humanos. Objetos y materialidades del entorno pueden aparecer ahí también como agentes que influencian en los campos de fuerza y las afectividades situadas, tal como lo hacen también el milieu y el ambiente diabólico, como Auerbach sintetizaba partiendo de los textos literarios de Balzac. Ese “ambiente diabólico” se manifiesta como fuerza atmosférica, sin visibilizar su causalidad, pero sí produciendo efectos. Las respectivas transmisiones implican encuentros concretos entre cuerpos, en un amplio sentido de la interacción y transmisión que abarca tanto realidades físico-materiales y fuerzas físico-corporales como entidades no-físicas, comunicaciones lingüísticas y simbólicas. Los efectos auráticos que el interior de una iglesia puede provocar, la atmósfera de un paisaje, la fiebre colectiva y frenética en una cancha de fútbol son ejemplos que ilustran resultados de encuentros entre diferentes cuerpos, fuerzas que pueden variar mucho de cuerpo a cuerpo.

La relación con el entorno es clave en esta teoría como lo es en las propuestas cercanas del milieu y la atmósfera. Los enfoques se complementan recíprocamente, cada uno instala miradas particulares. En la perspectiva de la estética de la atmósfera, las concepciones y figuras espaciales son abordadas en su fenomenología, en su vivencia subjetiva; el milieu en el sentido de Auerbach/Balzac tematiza los tonos y las fuerzas invisibles en las relaciones entre los personajes y su entorno material y atmosférico, identificando así diferentes dimensiones del espacio narrativo. El afectivo introduce otra dimensión, vinculada a los recientes estudios de los afectos en la tradición del Spinoza y Deleuze y las teorías del poder de Foucault, tomando en cuenta su distribución y su carácter relacional-dinámico. La relación subjetiva del ser humano con el entorno, las fuerzas de las atmósferas afectivas y las afectividades situadas constituyen el interés compartido de estas distintas perspectivas teóricas que analizan la estructura disposicional de nuestra relación con el mundo.

2. La ecología de los afectos plasmada en la narrativa: El aire (1992) de Sergio Chejfec

La novela El aire de Sergio Chejfec evoca el escenario apocalíptico de la decadencia tanto del lugar de la acción como del protagonista. La ciudad en la que transcurre la historia narrada –que apenas se evoca con rasgos concretos y definitorios pero que sin embargo remite con algunas pocas referencias a Buenos Aires– sucumbe a un proceso de deterioro. Esto se manifiesta tanto en el empeoramiento de la infraestructura material-física como, a nivel sociocultural, en la regresión civilizatoria de la población. Al mismo tiempo, el cuerpo del protagonista, Barroso –a quien su mujer Benavente había abandonado el día en que comienza la narración–, también se va desestabilizando y fragmentando paulatinamente en el transcurso de la novela. Ésta está integrada por siete capítulos que se centran en los siete días de la decadencia del lugar de la acción, la ciudad (de Buenos Aires), y del protagonista, Barroso, en un proceso que termina en la disolución de la ciudad y la muerte del personaje. El desmoronamiento del espacio urbano se manifiesta en el plano material (se descomponen las casas, las calles, los autos, deja de funcionar la infraestructura mecánico-tecnológica en la casa de Barroso), social (crece la pobreza en las calles, se construyen nuevas “casas” precarias, se reemplaza el dinero por vidrio) y de la vida cotidiana (por ejemplo, ocurre que en un partido de fútbol los jugadores no saben manejar la pelota ni el público sabe cuándo conviene aplaudir y alegrarse). Los espacios urbanos pierden cada vez más los rasgos civilizatorios, el campo y “la pampa” vuelven a ganar territorio e invaden la ciudad, en cuyo territorio crecen baldíos y descampados. El texto narra, así, la paulatina “disgregación de la ciudad” (Chejfec, 2008: 61).

Al protagonista Barroso le corresponde la función de ser el testigo del deterioro del mundo externo. Él observa los procesos ominosos que trascurren en su entorno, desde la perspectiva de la observación participante en las calles durante sus excursiones y también desde su departamento en un edificio alto, lo que le permite contemplar la vida en la ciudad. Los cambios en el espacio urbano están narrados desde el punto de vista del protagonista; éste está plasmado desde una perspectiva narrativa que combina la percepción del personaje del mundo exterior y el relato de la voz narrativa, que describe “desde afuera” el contexto en que se sitúa el protagonista como sujeto perceptivo. La percepción visual de Barroso es dominante, de modo tal que abundan las informaciones sobre su visión del mundo. La descripción de estas informaciones visuales está acompañada por la interpretación de los datos percibidos por el protagonista. El personaje aparece, por tanto, como observador pasivo de los procesos que ocurren en su alrededor y como personaje que percibe, sufre y piensa. Sus percepciones se funden con sus estados anímicos y su pensamiento rumiante en el discurso narrativo. Los diferentes focos de la compleja perspectiva narrativa comunican los modos de la vivencia de Barroso y los efectos que la percepción del entorno de la ciudad, de la vida social, de sus milieux causan en él. La relación entre el sujeto (sus vivencias, percepciones, emociones y pensamientos) y el entorno espacial es el foco central del relato. El espacio es en la narrativa de Chejfec un elemento clave, como se ha comentado varias veces en la bibliografía que la aborda (Alcívar Bellolio, 2016; Berg, 1998; Komi Kallinikos, 2007).34

Las sensaciones y los estados de ánimo del protagonista no están solo estrechamente vinculados con la exploración del espacio urbano. Los destinos de la decadencia de la ciudad y del protagonista parecen más bien estar interconectados; hay una supuesta unidad demoníaca que, a pesar de no ser abordada explícitamente, aparece como metáfora omnipresente en la novela. Las zonas que Barroso atraviesa constituyen lugares simbólicos, cargados de tonos de amenaza, de soledad, de decadencia: zonas de oscuridad, descampados, ruinas, por un lado, y signos de fragmentación social, de la degradación material del paisaje urbano, por el otro. La vida psíquica, las sensaciones y los afectos que le produce la vivencia del espacio parecen corresponder a la atmósfera de los lugares materiales concretos. El interior de Barroso se deja fácilmente afectar por las fuerzas de la atmósfera; los signos del mundo exterior entran casi sin mediación al interior del personaje, en donde repercuten produciendo afectos e imaginaciones. Es ahí donde surge la atmósfera plasmada por el discurso literario, en el espacio intermedio entre Barroso y el mundo exterior, lo que corresponde a la concepción de atmósfera de Böhme. Ese horizonte intermedio de la atmósfera plasmada en El aire es evocado frecuentemente pero queda al mismo tiempo opaco. La contemplación de una ruina en uno de los descampados por parte de Barroso –lo que evoca una escena tópica para definir la melancolía– es un motivo recurrente en El aire. El afecto que surge en Barroso durante la observación de la ruina ejemplifica “cómo la repentina evocación del pasado puede convertirse en una inmensa selva expoliada e inserta a la fuerza en nuestro interior” (127).

La observación del desmoronamiento de los edificios produce en el personaje sensaciones de pesadez y una atmósfera teñida de abandono y de una soledad nostálgica. Escenas de contemplación se repiten en muchas situaciones del relato. Ellas captan la atmósfera y el vínculo “tonado” del protagonista con su milieu, expresando la vivencia subjetiva, la sensación afectiva y el humor existencial de Barroso. En otras situaciones, los datos sensoriales de su percepción le provocan una fuerte actividad mental y evocan recuerdos de su pasado con Benavente. Surgen entonces imágenes de la memoria con fuertes colores que evocan vivas impresiones del pasado y crean, de ese modo, una atmósfera de nostalgia y de duelo por la pérdida de un tiempo pasado más feliz. La mente de Barroso muestra rasgos de una actividad excesiva que, en la mayoría de los casos, lo aparta de la realidad externa de su entorno. La voz de una mujer desconocida en la calle evoca en él recuerdos nostálgicos con Benavente; la observación de una figura arquitectónica lo hace pensar en su vieja casa, en la que Benevante lo había visitado al inicio de la relación. Las impresiones sensoriales, en gran parte visuales, llevan al personaje a ahondar en pensamientos rumiantes. Barroso empieza a medir las distancias entre las casas, a calcular los ángulos entre diferentes objetos accesibles para su visión o a averiguar la distancia de una tormenta que observa en la lejanía. La actividad mental del protagonista es excesiva, y se pone en marcha por estímulos del mundo exterior. Estos lo interpelan y, aunque la dirección de estos impulsos exteriores no sería previsible, lo impulsan a estar activo. Barroso se muestra, en este sentido, muy susceptible a las fuerzas de su milieu.

Ante las trasformaciones de los hábitos sociales en su entorno, Barroso parece estar consternado. No entiende lo que pasa en los ámbitos que atraviesa durante sus excursiones. Esto se manifiesta de manera condensada cuando Barroso se confronta con las nuevas reglas del pago. Cuando hace compras en un supermercado, se entera de que el dinero había sido reemplazado por el vidrio. Sus intentos de adaptarse a las nuevas modalidades parecen torpes, la gente que lo rodea le comunica esto y hasta algunas personas se burlan de él. Son situaciones en las que se abre una gran distancia entre Barroso y el mundo en que vive, en las que Barroso parece un ser ajeno, un “extranjero” (Berg, 2012). Esta característica del personaje en tanto extraño y ajeno se manifiesta en los pocos contactos que mantiene con su entorno social, pero más todavía en su modo de vincularse con su mundo, en su existencia que parece profundamente “enajenada”. La contigüidad de su propia decadencia corporal, del empeoramiento de su estado de salud y la disgregación del mundo externo, de la civilización urbana, es otra realidad en la que se manifiesta la extrañeza del personaje.

La metáfora central de la novela es el aire, homónimo de su título. El cambio de estado de los gases atmosféricos es un comentario recurrente de la voz narrativa, que sin embargo no describe la repercusión de los cambios meteorológicos en Barroso. La constelación de las fuerzas y dinámicas en el aire depende del clima y constituye la atmósfera, o sea la relación entre el sujeto y el mundo. Barroso parece una caja de resonancia pasiva abierta a los efectos de las fuerzas atmosféricas exteriores. Mientras la descripción físico-meteorológica de la atmósfera tiende al léxico atmosférico-psicológico –“convertía el espacio de la casa en un ambiente irrespirable, pesado y sin embargo –debía aceptar– tan hostil como extranjero, desconocido” (157)–, el cambio de las atmósferas es todavía más evidente cuando el texto describe los efectos que las fuerzas externas causan en Barroso: “Ese aire solitario y enigmático que se había visto enfrentado a respirar de manera sorpresiva estaba oprimiendo su cuerpo y sentimientos” (107).

La especial atención a los cambios climáticos va en paralelo con la focalización en las oscilaciones mentales de Barroso. La voz narrativa comenta el clima local y sus cambios, dinámicas que directamente producen reacciones en el cuerpo y la mente del protagonista. La subjetividad de Barroso aparece entonces muy permeable a las influencias del clima y las energías del milieu, como hemos visto, también en el sentido que le dio Auerbach como ambiente demoníaco. El entorno se evidencia como una constelación de fuerzas y afectos, realidades de las que la vida psíquica y los procesos mentales de Barroso dan testimonio. El personaje forma parte de una heterogénea ecología de afectos. Las fuerzas de ésta surgen de dinámicas que operan en diferentes ámbitos abarcando contextos sociales –la interacciones sociales partiendo de fragmentadas y polarizadas estructuras sociales–, el entorno objetivo –la materialidad y las infraestructuras tecnológico-mediáticas– como también la atmósfera –de las fuerzas del clima hasta realidades de la psicología colectiva–. El aire pone en escena una gran sensibilidad para captar las fuerzas atmosféricas de los espacios y su impacto en los seres humanos creando alegorías de las fuerzas del milieu. La atención puesta en los espacios incluye también el registro de las desigualdades sociales dentro del espacio urbano, lo que se muestra en pasajes en los que Barroso observa la vida cotidiana de una familia de un “barrio pobre”. En este sentido, aparecen también diferentes milieux sociales, que se distinguen por su estatus socioeconómico –aspecto que profundizamos en otro ensayo (Eser, 2017)–; sin embargo, el trazado de la ecología de los afectos en El aire trasciende la dimensión de los contrastes y desigualdades sociales.

La sensibilidad “ecológica” –ecología en su sentido clásico, como disciplina dedicada al estudio de las relaciones entre los seres vivos y sus entornos– se muestra también a nivel del léxico de la novela, en la que abundan términos ecológicos como “ambiente”, “atmósfera”, “entorno” o “medio”. La exploración del conocimiento del entorno y de sus implicancias espacio-afectivas son un aspecto central en El aire, cuyas construcciones narrativas crean atmósferas imaginadas en las que prevalecen diversos “tonos” del aparato psíquico y perceptivo del protagonista. Tales alusiones permanecen siempre ominosas, sin que se postule una causalidad directa. Las atmósferas afectan al protagonista como figura de la percepción y orientación del relato, pero resulta misterioso el modo en que esto funciona. La ecología de los afectos plasmada en El aire abarca diferentes ámbitos pero sus efectos y afectos parecen quedar flotando… en el aire.

Si Böhme afirma que en el sujeto perceptor reside la capacidad de desarrollar un trato crítico con las atmósferas y de distanciarse de sus fuerzas –“romper con las fuerzas de sugerencia de las atmósferas y permitir un manejo más libre y lúdico con ellas” (Böhme, 2013: 47)–, esta capacidad no parece estar demasiado desarrollada en el caso de Barroso. Los “espacios afectivos” del mundo diegético incorporan a este personaje como un elemento móvil, sin arraigo fijo, por lo cual se establece la impresión de que “el aire” es el verdadero protagonista de la novela: la atmósfera convertida en el sujeto frente al cual el ser humano, representado por Barroso, es una mera caja de resonancia, un ente pasivo, tal como aparecen también la sociedad urbana y el colectivo humano, representados por la ciudad que se está disolviendo de manera apocalíptica.

Además de una enfermedad física, Barroso muestra signos cada vez más acentuados de un trastorno de consciencia y de percepción. Parece desvinculado de la realidad mientras que en el centro de su vida psíquica reside un vacío depresivo y melancólico, huella del duelo por la ausencia de su mujer. El espacio de la acción narrada es en este sentido un espacio sintonizado, en el que la vivencia subjetiva de Barroso está en el centro. Como el punto narrativo neurálgico, el personaje se pierde en el inmenso plano de las fuerzas atmosféricas, de su entorno social, de la ciudad, de los afectos que el entorno provoca en él, de las imaginaciones y ensoñaciones que produce y en las que se sumerge. El espacio diegético se vuelve entonces mucho más que un mero escenario en que trascurre la acción, más que el “lugar” de Barroso, en la medida en que articula con él intensos vínculos. Auerbach identificaba estos vínculos como la unidad demoníaca-orgánica de las fuerzas ambientales que repercuten en los personajes literarios, por obra de la cual ellos también influencian el entorno mediante sus hábitos, modos de vida y usos del espacio. La demonología aquí implicada crea “afectividades situadas” y relaciones recíprocas entre diferentes fuerzas y afectos, lo que implica la emergencia proliferante de percepciones e imaginaciones. “El aire” es la metáfora central del relato, a cuyo estado gaseoso el protagonista –en términos narratológicos– se acerca: Barroso, impregnado por los humores, emociones, afectos de sus entornos, se disuelve en las atmósferas y se convierte en aire. Su estar-en-el-mundo confirma esta extrema metáfora de la ecología de los afectos.

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