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PARTE 1 Derroteros teóricos: atmósfera, milieu, fronteras

Atmósferas y emociones colectivas: descolonizar los espacios emocionales

Laura Gherlone

Universidad Católica Argentina

Introducción2

La centralidad de las emociones para el ser humano y, posiblemente, para algunas especies animales no es un descubrimiento del actual “giro afectivo”; por el contrario, tiene una trayectoria mucho más larga: basta pensar en los antiquísimos rituales de luto. Lo que este horizonte de pensamiento ha puesto de manifiesto es que, en un mundo moldeado por la acción colectiva de los individuos –una acción a menudo depredadora y maléfica para el viviente y la materia inerte (tanto que hoy se habla de “antropoceno”, véase Coughlin y Gephart, 2020)–, es urgente entender el papel activo asumido por las emociones en nuestra historia. Lejos de ser un apéndice de la razón, los estados afectivos3 son ellos mismos una forma de inteligencia con una fuerte agentividad que puede afectar concretamente nuestras acciones, tanto a nivel individual cuanto a nivel comunitario, más aún si dichos estados se convierten en formas culturales (es decir, altamente codificadas y consolidadas) de descifrar el mundo. En las ciencias políticas-internacionales se está incluso comenzando a reinterpretar enteros períodos históricos (como la Guerra Fría) en clave emocional (Clément y Sangar, 2018), desvelando cómo este aspecto ha sido tradicionalmente subestimado, en detrimento de una compresión profunda de ciertos eventos.

El presente capítulo pretende ofrecer una mirada sobre el giro afectivo en su estrecha relación con el “problema del espacio” –fundamental para entender la acción del ser humano sobre el ambiente que lo hospeda y viceversa–, sin dejar afuera el tiempo en su dimensión mnemo-imaginativa. En el primer apartado abarcaré el concepto de “sociedad afectiva” mientras que en el segundo me enfocaré en dos nociones claves de la teoría de los afectos culturales: la de “agentividad” y la de “reproducción”. En el tercer apartado trazaré brevemente el estado de arte de los estudios enfocados en la indagación del espacio en estrecha relación con la cuestión de las emociones, lo que me llevará a hablar, en el cuarto apartado, de la “atmósfera”: un campo de investigación incipiente que, como veremos, podría representar un instrumento heurístico útil para la reflexión sobre la llamada “opción decolonial”.

1. Sociedades afectivas y afectadas

A partir del comienzo del siglo xxi en las ciencias sociales y las humanidades se ha empezado a hablar de “giro afectivo”, es decir, una inédita manera de interpretar y explicar la acción individual, colectiva y espacio-temporal del ser humano a través de la circulación discursiva-material de símbolos, estilos y repertorios emocionales que se depositan consciente e inconscientemente en la cultura. El creciente interés hacia este campo de reflexión reside no solo en una atención sin precedentes prestada al cuerpo y la sensibilidad (a la luz del problemático dualismo mente-cuerpo, donde el segundo término ha permanecido durante mucho tiempo inexplorado y subvalorado), sino también en un fenómeno emergente: el hecho de que las narraciones4 que vehicula la cultura contemporánea recurren extensamente a los estados afectivos para ser creíbles, persuasivos y eficaces. Hoy en día esto ocurre de manera aún más marcada a través del ciberespacio generado por los medios de comunicación social –un lugar real-inmaterial de interacción (Molina y Gherlone, 2019) que fomenta “sentimientos mediatos de conectividad” (Papacharissi, 2016: 308), generando micro y macro audiencias de carácter principalmente afectivo–. Si, por un lado, esto facilita nuevas formas de agregación y expresión colectiva (piénsense en las protestas sociales en línea), por otro lado fomenta sentimientos como el odio o el desprecio, es decir, la base afectiva de los discursos orientados a disminuir la capacidad cívica y la empatía (Wagner, Marusek y Yu, 2020). Como han señalado recientemente las historiadoras Piroska Nagy y Ute Frevert, “las sociedades occidentales contemporáneas están intensamente impregnadas de emociones” (2019: 202).5 Por lo tanto, es urgente comprender en profundidad la función (y lo que parece ser una necesidad social) de las narraciones “apasionadas” que, en lugar de ser relegadas al universo de la intimidad, se convierten en una especie de ego-documentos fragmentarios, expuestos y difundidos públicamente.

Además, al estar tan estrechamente vinculados con la trama de expe­riencias, valores y normas tejida en el tiempo, los estados afectivos culturalmente encarnados se perfilan como un medio privilegiado para estudiar los imaginarios que sustentan a las sociedades contemporáneas. Las investigaciones en este sentido son alentadoras, pero todavía incipientes, puesto que las emociones permanecen, por lo general, asociadas a la dimensión subjetivo-introspectiva del ser humano y solo ocasionalmente a la dimensión sociocolectiva, sobre la cual aletea un aire de vaguedad e irracionalidad difícil de eliminar. Habiendo sido tradicionalmente concebidas “como procesos espontáneos e involuntarios que irrumpen en multitudes y reuniones sin mucha participación cognitiva” (von Scheve y Slaby, 2019: 49), las emociones colectivas parecen cuestionar “la comprensión de las sociedades modernas como formaciones predominantemente racionales e ilustradas” (Kolesch y Knoblauch, 2019: 256). Por eso se ha preferido tratarlas como un fenómeno residual y excepcional, cuando en realidad se trata de experiencias omnipresentes en la vida cotidiana.

Todo ello nos invita a “convertir la invisibilidad cultural de las emociones en un espacio crítico de reflexión” (Peluffo, 2016: 14). Solo de este modo será posible abarcar fenómenos complejos y geográfica e históricamente estratificados como la “identidad nacional” y la “memoria colectiva” o comprender estructuras sociales “en las cuales las desigualdades y las relaciones de poder ligadas a la raza, la clase y el género son rampantes” (Slaby y von Scheve, 2019: 3) o, incluso, enmarcar adecuadamente acontecimientos de gran actualidad como las formas desenfrenadas de xenofobia que están reproduciéndose a nivel mundial. Como ha subrayado el antropólogo Gastón Gordillo, en Argentina, por ejemplo, el mito de la nación blanca “se puede entender mejor como una formación afectiva y geográfica que niega su existencia porque no se reduce a una ideología consciente y opera a un nivel […] emocional” (2016: 242-243, cursiva del autor).

2. Agentividad y reproducción de los afectos culturales

Desde el trabajo fundacional de Georges Lefebvre (1986[1932]), La Grande Peur de 1789, sabemos que un estado emocional como, por ejemplo, el miedo puede ser percibido a nivel de grupo, comunidad, clase o incluso de sociedad, llegando a afectar la nación en su conjunto.6 Más allá de su magnitud, lo sucedido en 1789 no fue un hecho excepcional ni tampoco aislado: la historia humana puede ser interpretada como una inmensa constelación de eventos, desde los grandes acontecimientos hasta los sucesos de la vida cotidiana, en los cuales los afectos difundidos entran en juego, empujando a las personas a tomar decisiones (de naturaleza económica, política, sanitaria, ambiental, etc.) y, en definitiva, influyendo sobre el curso de los eventos mismos.

En este sentido, hoy la teoría de los afectos culturales –a partir de una larga tradición teórica abonada por la sociología, la psicología social y la historia (donde se destacan nombres tales como Gustave Le Bon, Émile Durkheim y el citado Lefebvre)7– está (re)descubriendo dos conceptos fundamentales: el de agentividad y el de reproducción.

2.1 Agentividad

El primer término pone de relieve la capacidad que las emociones colectivas poseen de generar relación y acción al desplegarse en íntima conexión con el entorno del sujeto agente, cuyo comportamiento es afectado por el entorno mismo. Jan Slaby y Philipp Wüshner (2014: 216) definen este proceso como “acoplamiento fenoménico”, es decir, “la participación directa [direct engagement] de la afectividad” de un sujeto agente tal como se da en una disposición ambiental “que tiene en sí misma cualidades afectivas y expresivas”, como puede ocurrir, por ejemplo, durante una performance musical (para un estudio detallado sobre este tema, véase Riedel y Torvinen, 2020). Lo que hacen las emociones es acompañar y sintonizar (o de-sintonizar) al sujeto en su acción activo-pasiva de ubicación en el entorno –donde “el entorno prorrumpe en términos de posibilidades [affordances] y solicitaciones que le ofrece al agente” (Slaby, 2014: 38)–. Esto tiene dos consecuencias. En primer lugar, el cuerpo, gracias al cual tiene lugar esta “encarnación” en el mundo, se perfila como “un campo de resonancia en el que los éxitos o los fracasos de las actividades, así como las perspectivas y los obstáculos, se registran inmediatamente en forma de sentimientos positivos o negativos” (Slaby, 2014: 38). Dichos estados afectivos a su vez actúan como “dispositivos” que orientan y modifican la acción del sujeto desde el interior hacia el exterior, en un complejo juego de retroalimentaciones, puesto que el mismo “exterior” –como veremos en el próximo apartado con el concepto de “atmósfera”– se encuentra imbuido de afecto.8 En segundo lugar, las emociones se revelan como una forma de dinamismo trasformativo ya que su participación en el entorno “ayuda a configurar el espacio de posibles ulteriores formas de representarlas y, por tanto, determina en parte cómo la emoción se desarrollará posteriormente” (Slaby y Wüshner, 2014: 212).

Las emociones, lejos de ser estados pasivos, tampoco coinciden con las acciones mismas. Como se mencionó, son más bien disposiciones que orientan (no obligan) al sujeto hacia una acción, tejiendo su relacionalidad con el ambiente que lo hospeda y, por supuesto, con los demás seres humanos. Por eso la implicación social de las emociones y sus facetas “colectivas” son tan poderosamente evidentes.

Las investigaciones existentes sugieren que las emociones colectivas –a las que los colectivos sociales son muy propensos– promueven la acción colectiva, la cohesión social, la solidaridad, la identidad colectiva y la pertenencia y, al mismo tiempo, constituyen o promueven las fronteras, la exclusión y la depreciación de los demás. (von Scheve, 2019: 268)

En síntesis, la agentividad pone de relieve la íntima relación que existe entre las emociones, las relaciones intersubjetivas y el espacio socialmente construido.

2.2 Reproducción

El segundo concepto mencionado, reproducción, pone de relieve la capacidad que las emociones colectivas poseen de desenterrar de la memoria esquemas emocionales –bajo la forma de comunicación verbal, no verbal y material (actos de habla, imágenes, objetos, etc.)– que se repiten en el tiempo. En otras palabras, incluso cuando son extremamente transitorias y circunstanciales, las emociones llevan consigo una densa capa de temporalidades: por eso, además de ser expresiones colectivas, son formaciones culturales que se despliegan en repertorios afectivos compartidos.

El concepto de reproducción debe mucho a la confluencia de tres horizontes de pensamiento en auge en los últimos años: (1) la “memoria cultural” impulsada por Jan y Aleida Assmann y desarrollada actualmente a través del noción de “mnemohistoria” (Tamm, 2015); la “posmemoria” de Marianne Hirsch y los estudios sobre el llamado trauma transgeneracional;9 (3) la teoría afecto-céntrica inaugurada por el historiador del arte Aby Warburg.10 A los efectos de la presente reflexión, quisiera destacar en particular la productividad del concepto de Pathosformel de Warburg (2010), quien acuñó este término para designar las fórmulas expresivas a través de las cuales el pathos se manifiesta en las imágenes de forma transcultural, es decir, en diferentes espacios-tiempos de la historia cultural humana. En otras palabras, la fórmula sería la “traducción” plástica de la intensidad del dolor entendido en el sentido más amplio, como una experiencia original (veteada de euforia, agitación, exceso, violencia, éxtasis) impresa en la memoria de la humanidad: no una sintaxis figurativa fija que se repite a lo largo del tiempo, sino una especie de esquema emocional que, de vez en cuando, se “encarna” en las imágenes.11 A esto se vincula directamente otro concepto clave, el de Nachleben (supervivencia): las fórmulas, sacando su fuerza expresiva del pathos, traen consigo una especie de energía residual nunca extinguida, un rastro de vida pasada, como lo ha definido Georges Didi-Huberman (2009), uno de los más célebres intérpretes de Warburg. Esto explicaría por qué ciertos motivos, ciertos estilemas, ciertas configuraciones aparecen cíclicamente en la historia y se perciben como objetos culturales reconocibles (o familiares) y, al mismo tiempo, nuevos (véase Schankweiler y Wüschner, 2019a y 2019b; Losiggio y Taccetta, 2019; Taccetta, 2019; Gherlone, 2021).

A la luz del “giro afectivo” (y lejos de quedarse confinada en la historia de arte), la teoría de Warburg ilumina el concepto de reproducción, al proveer una respuesta a la pregunta de porqué las narraciones de la cultura contemporánea recurren extensamente a la discursivización de los sentimientos: estas narraciones, de hecho, a través de la inédita capacidad intermedial proporcionada por el espacio digital (que, como hemos dicho, es un espacio emocional, además que informativo-comunicativo), permiten una continua exhumación y migración de energía afectiva residual bajo la forma de imágenes12 –imágenes que penetran transcultural, intermedial y semióticamente en la literatura, la música, la arquitectura, la varias formas de comunicación social, etc., alimentado el imaginario colectivo–.13

3. El espacio asumido temporal y afectivamente

Un médium que ha ayudado para que la cuestión de los afectos culturales aflorara como tema de investigación científica es el “problema del espacio”. Que este último represente una categoría fundamental para entender la acción modelizante del ser humano sobre el ambiente que lo hospeda y viceversa, ya no es una novedad. Después de los estudios innovadores de Henri Lefebvre y Edward Soja y, más recientemente, del camino abierto por The Spatial Turn (Warf y Arias, 2009), el espacio se ha impuesto como un campo de estudio irrenunciable. Lo que resulta nuevo hoy es el intento de captar el espacio vivido (o “lugar”) en su dimensión estratificada. Para llegar a esta comprensión, por ejemplo, Bertrand Westphal invita a trabajar los textos literarios privilegiando “un enfoque geocéntrico” (2011: 112), es decir “recopila[ndo] una base documental suficiente” (2011: 117) en función del realema que se busca analizar y, desde allí, estudiar la intersección de escritores e historias espaciales que se han producido a lo largo del tiempo.14 El geo-humanista David Bodenhamer ha ido todavía más allá y ha hablado recientemente de “mapas profundos” para referirse al desafío de estudiar los lugares como un conjunto de “materia y sentido” (2016: 212), es decir, como “una plataforma, un proceso y un producto” (2016: 213) que engloba objetos, narraciones históricas y literarias, mapas, discursos cotidianos (digitales y no), imágenes, reconstrucciones virtuales y artefactos. Este enfoque necesariamente interdisciplinario no solo logra expresar identidades y voces múltiples sedimentadas, sino que también “refuerza el papel de la emoción en la construcción del lugar y el evento [permitiéndonos] trazar narrativas espaciales complejas” (2016: 218, cursiva mía) capaces de conectar “las realidades emergentes y las profundas contingencias del pasado” (ibídem): es decir, la textura de sentidos que, como se ha señalado, alimenta los imaginarios de las “sociedades afectivas”. Cabe destacar que, desde esta óptica, el mismo internet tiene que ser considerado como una conformación espacial, un lugar real-inmaterial de interacción que potencia dichos imaginarios.

Entre las últimas exploraciones metodológicas que se han concentrado en la indagación del espacio –en estrecha relación con el problema de los afectos– encontramos la Geocrítica (Westphal, 2011, 2013,15 2016; Smith Madan, 2017; Tally Jr., 2017, 2018), las Geografías Emocionales (Davidson, Bondi y Smith, 2007; Smith, Davidson, Cameron y Bondi, 2009, Hones, 2014, 2018), las Humanidades Espaciales (Piatti y Hurni, 2011; Bodenhamer, Corrigan y Harris, 2015; Cooper, Donaldson y Murrieta-Flores, 2016; Murrieta-Flores y Martins, 2019) y la llamada Atmosferología (Böhme, 1995, 2017a, 2017b; Anderson, 2009; Schmitz, 2014; Griffero, 2014, 2017;16 Griffero y Tedeschini, 2019; Seyfert, 2011, 2012; Philippopoulos-Mihalopoulos, 2015; Trigg, 2016, 2020; Sumartojo y Pink, 2018; Galland-Szymkowiak y Labbé, 2019).

Un aspecto común de estos enfoques, aun en sus especificidades epis­temológicas, es que consideran la tensión entre lo individual y lo colectivo17 como un factor clave para entender la relación entre espacio y emociones, sin dejar afuera el tiempo en su dimensión mnemo-imaginativa. En esta perspectiva, un concepto particularmente revelador es el de atmósfera.

4. Teorizando la atmósfera en clave decolonial

La atmósfera se deslizaba entre e imbuía diferentes tiempos y lugares, y era parte de lo que pegaba la emoción a específicos entornos materiales y a las interacciones. (Sumartojo y Pink, 2018: pos. 131, cursiva mía)

Los sentidos y las emociones tienen un papel cada vez más importante en la prefiguración y determinación de la estética decolonial, no occidental y no exclusivamente masculina y, a su vez, estas estéticas minoritarias están cambiando la estética en su conjunto. (Philippopoulos-Mihalopoulos, 2019: 163)

Quisiera introducir el concepto de atmósfera con la cita de una observación que el semiólogo y teórico literario Iuri Lotman hizo a propósito de El maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov. El estudioso notó que el protagonista de la novela (el maestro), al concluir su viaje extraordinario –un viaje marcado por desplazamientos, vuelos, continuos cambios de vivienda y varios otros tránsitos espaciales–, finalmente obtiene una Casa con la “c” mayúscula, “un mundo de dulce vida doméstica, una existencia imbuida de cultura, que es el trabajo espiritual de las generaciones anteriores; una atmósfera de amor [атмосфера любви, atmosfera liubvi], un mundo donde la crueldad ha sido desterrada” (Lotman, 2000: 319).

Observamos que la atmósfera se manifiesta aquí como un cambio de status, es decir, la transición de un viaje inquieto, lleno de encuentros perturbadores –personificaciones de antiguos males, de la crueldad y la injusticia de la historia, del no sentido y el extrañamiento generado por los seres humanos–, a una condición de amor, capaz de conectar al maestro con el trabajo espiritual de las generaciones anteriores.

Las palabras de Lotman nos sugieren que existe una relación profunda entre el espacio y la percepción emocional y que esta relación genera la atmósfera, la cual se perfila como una forma afectiva del sentir espaciotemporal de naturaleza personal y, al mismo tiempo, incomprensible fuera de una dimensión comunitaria. La atmósfera es un lugar preciso –la coordenada donde estoy ubicada/o–, pero también es una “situación” que me contagia a través de las capas de emociones, narrativas, usos cotidianos y sensaciones corporales que ha acumulado y que se depositan, por ejemplo, en los objetos. Es muy distinto entrar en un cuarto iluminado por una luz cálida y repleto de libros que huelen “a misterio y a viejo chocolate” –como diría Bulgákov en La guardia blanca– o en un cuarto oscuro y polvoriento, cuyo amueblamiento emana un efecto de tristeza y muerte. La atmósfera tiene entonces una dimensión marcadamente temporal, ya que conecta el pasado y el presente, trayendo al presente las experiencias que se han ido sedimentando en forma de memoria colectiva transgeneracional. Y esto puede tener lugar desde el microcosmos de un cuarto hasta el macrocosmos, por ejemplo, de un puerto que ha visto pasar por allí ríos de personas migrantes.

La atmósfera –como la han definido recientemente Sarah Pink y Shanti Sumartojo (dos estudiosas australianas que investigan la relación entre el medio ambiente, el diseño y la tecnología, utilizando metodologías etnográficas centradas en los cinco sentidos)– es una calidad del espacio (material o inmaterial) que emerge del flujo continuo y particular de configuraciones de personas, objetos, lugares, sentimientos e imaginarios (Sumartojo y Pink, 2018): una realidad que se experimenta a nivel colectivo e individual y que, apelando a la percepción, la sensorialidad y los recuerdos encarnados, puede activar intuiciones estéticas, conocimientos anticipados y nuevos horizontes de sentido, pero también puede desencadenar y reproducir antiguas experiencias sedimentadas en la memoria colectiva.

Generalmente, cuando se manifiesta, la atmósfera se hace presente a través de imágenes familiares capaces de generar un hilo unitivo entre los individuos. En una situación de incertidumbre, un colectivo de personas puede percibirse unido por una memoria anticipatoria –vinculada a vicisitudes preexistentes y simbolizada, por ejemplo, por una figura emblemática– que genera pesimismo, aun si no existen todavía las condiciones reales para decir que “todo irá mal”. Por supuesto, puede ocurrir exactamente lo contrario y manifestarse en la forma de un optimismo contagioso: piénsese en todas aquellas ocasiones en la cuales nos sentimos unidos por el hilo del “trabajo espiritual de las generaciones anteriores”, por una sensación de crecimiento humano difundido. Expresiones como “algo mágico está pasando”, “hay un aire de novedad”, “el futuro está a nuestro alrededor” indican que el ambiente está imbuido de emociones positivas y generadoras de cosas nuevas.

Se vuelve necesario, observan Sumartojo y Pink (2018: pos. 210) estudiar

las condiciones específicas en las que las atmósferas emergen y los significados que las personas les atribuyen –y, de manera crucial, [cómo] estos significados pueden entonces acompañar a las personas, dando continuamente forma a la compresión de sus experiencias–.

La atmósfera se presenta como un objeto de investigación clave para entender la relación que existe entre lugares, historias, afectos culturales y cuerpo(s). Aquí quisiera destacar en particular cómo este campo de estudio podría representar un terreno fecundo para explorar aquellas “situaciones” del tiempo presente cuyas heridas no sanadas (llenas de significados afectivos sedimentados) siguen, para retomar las palabras de Sumartojo y Pink, acompañando a las personas y moldeando la compresión de sus experiencias actuales. O, como hemos visto con Bodenhamer (2016: 218), siguen conectando “las realidades emergentes y las profundas contingencias del pasado”.

Pienso en particular en las manifestaciones descoloniales –o de “reconstrucción epistémica”, como las definen Walter Mignolo y Catherine E. Walsh (2018)– donde la atmósfera (de una calle, una plaza, un puerto, un pueblo, etc.) se perfila como un espaciotiempo entre un pasado viviente (el “pernicioso legado colonial”, Mignolo y Walsh, 2018: 238) y un presente lleno de fuerzas nuevas: fuerzas empujadas por subjetividades colectivas e individuales tendientes a la transformación del razonar, sentir y emocionar(se) (Mignolo y Walsh, 2018: 197), es decir, a la aesthesis decolonial.18 En este juego de fuerzas a menudo prevalece el peso del pasado no sanado porque el lugar está imbuido con una recalcitrante energía afectiva residual (las demasiadas y reiteradas emociones negativas acumuladas en el tiempo). Y aquí reencontramos el “giro afectivo” ya que, como ha subrayado Ana Peluffo, “[u]n proyecto común de los pensadores” de este horizonte de pensamiento “es la tendencia a desconfiar de las emociones canónicas (la felicidad, el amor, la compasión) y re-evaluar aquellas consideradas negativas por la cultura dominantes (la indignación, el resentimiento, la envidia)” (2016: 24). Estos últimos son estados afectivos que pueden haber pasado por un proceso histórico de “disciplinamiento”, al representar una forma de energía social incómoda –una energía que, justamente por el hecho de haber sido reprimida y canalizada en estructuras ajenas a ella (por ejemplo, en forma de expectativa social), vuelve sistemáticamente para sacudir dicho orden impuesto–. En esta perspectiva, la atmósfera, como situación marcada por una “explosión” emocional,19 podría representar el contexto ideal para indagar acerca de cuáles formas materiales (objetos, imágenes, palabras, disposiciones arquitectónicas, etc.) moldean la inmaterialidad realísima de los imaginarios que acompañan los estados afectivos colectivamente compartidos y espacio-temporalmente construidos.20

Aunque los pensadores de la decolonialidad no hacen explícitamente referencia al concepto de “atmósfera”, considero que este concepto ofrece un marco interpretativo muy fructífero ya que, al enfocarse en el cuerpo, la apreciación sensorial y las emociones, apoya la reflexión decolonial en un doble sentido: por un lado, contribuye a rehabilitar el valor epistemológico de la aesthesis en su significado originario, como relación con el mundo en forma de “‘sensación’, ‘proceso de percepción’, ‘sensación visual’, ‘sensación gustativa’ o ‘sensación auditiva’” (Mignolo, 2010: 13).21 Por otro lado, da cuenta de esas experiencias en las cuales ciertas emociones parecen quedar atrapadas en determinados contextos (la mayoría de las veces, vinculados a disposiciones espaciales), sin posibilidad de evolucionar hacia algo nuevo –lo que Philippopoulos-Mihalopoulos (2019: 167 y 169) define como una atmósfera “fabricada [engineered] para promover su propia perpetuación”, como ocurre en las situaciones de racialización (véase también Blickstein, 2019)–. A pesar de la idea de extrema emancipación que proporciona, internet bien puede ser interpretado como un espacio digital que, con sus algoritmos poderosos e incluso coercitivos (véase Appadurai 2016; García Canclini 2019; véase también el capítulo de Leone en este volumen), no hace más que alimentar y reproducir (“ingenierizar”) ciertas perniciosas atmósferas emocionales.22

Concluyo esta contribución con la reflexión de la artista visual guyano-francesa Tabita Rezaire, quien –recurriendo a la teoría de Mignolo como trasfondo de sus obras– escribe:

aunque el colonialismo per se ha terminado legalmente, su legado viviente es omnipresente en las sociedades contemporáneas. […] Vergüenza. Enojo. Dolor. Humillación. Baja autoestima. Ansiedad. Fatiga. Inquietud. Adicción. Estrés. Depresión. Precariedad. Soledad. Desconexión... Los síntomas de la colonialidad se hacen sentir en nuestros seres […] A pesar de las olas de descolonización de América, África y Asia, la colonialidad sobrevivió, y estamos sudando a mares. Por eso la descolonialidad es tan necesaria […] La descolonialidad es un camino hacia la curación. (Rezaire, 2020: xxx-iv)

El presente escrito quiso ser una contribución a este camino hacia la curación, en un mundo que nos está desvelando que las emociones pueden ser un potente instrumento de concordia, cuidado recíproco y proyección creativa hacia el futuro, al mismo tiempo capaz de conectarnos –como diría Lotman– con el trabajo espiritual de las generaciones anteriores.

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