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Читать книгу: «Un mundo para Julius», страница 3

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Los mayordomos se llamaban Celso y Daniel. Celso contó que era sobrino del alcalde del distrito de Huarocondo, de la provincia de Anta, en el departamento del Cuzco. Además, era tesorero del Club Amigos de Huarocondo, con sede en Lince. Allí se reunían ma­yordomos, mozos de café, empleadas domésticas, cocineras y hasta un chofer de la línea Descalzos-San Isidro. Y como si todo es­to fue­ra poco, añadió que, en su calidad de tesorero que era del Club, le correspondía el cuidado de la caja del mismo, y como el candado de la puerta del local estaba un poco viejito, la caja la tenía guardada arriba en su cuarto. Ju­lius se quedó cojudo. Se olvidó por completo de Vilma y de Nil­da. «¡Enséñame la caja! ¡Enséñame la caja!», le ro­gaba, y ahí en Disneylandia, la servidumbre en pleno go­­zaba pensando que Ju­lius, propietario de una suculenta alcancía a la que no le prestaba ninguna atención, insistiera tanto en ver, to­car y abrir la ca­ja del Club Amigos de Huarocondo. Esa noche, Ju­lius tomó la de­cisión de escaparse y de entrar, de una vez por todas, en la lejana y misteriosa sección servidumbre que, ahora, además, ocultaba un te­soro. Mañana iría para allá; esta noche ya no, no porque la so­pa aca­baba de terminarse y el columpio se iba poniendo cada vez más suave, la silletita voladora hubiera alcanzado la luna, pe­ro siempre sucedía lo mismo: Vilma lo sorprendía con sus manos ásperas como palo de escoba y se lo llevaba a Fuerte Apache.

Fuerte Apache (así decía un letrero colocado en la puerta) era el dormitorio de Julius. Allí estaban todos los cowboys del mundo pe­gados a las paredes, en tamaño natural y también parados en medio del dormitorio, de cartón y con pistolas de plástico que brillaban como metal. Los indios ya habían muerto todos para que Julius se pudiera acostar tranquilo y sin reclamar. En realidad, en Fuerte Apache, la batalla había terminado y solo el indio Jerónimo, uno que despertaba las simpatías de Julius, co­mo si eventualmente fuera a amistar con Burt Lancaster, por ejemplo, solo Jerónimo había sobrevivido y continua­ba parado al fondo del cuarto, pensativo y orgulloso.

Vilma adoraba a Julius. Sus orejotas, su pinta increíble habían despertado en ella enorme cariño y un sentido del humor casi tan fi­­­no como el de la señora Susan, la madre de Julius, a quien la ser­vi­dumbre criticaba un poco últimamente porque diario salía de noche y no regresaba hasta las mil y quinientas.

Siempre lo despertaba. Y eso que Julius se dormía mucho después de que Vilma lo había dejado bien dormidito: se hacía el dormido y, en cuanto ella se marchaba, abría grandazos los ojos y pensaba re­gularmente un par de horas en miles de cosas. Pensaba en el amor que Vilma sentía por él, por ejemplo; pensaba y pensaba y todo se le hacía un mundo porque Vilma, aunque era medio blancona, era también medio india y sin embargo nunca se quejaba de andar me­tida entre todos los indios muertos que había ahí en Fuerte Apache; además, nunca había manifestado simpatía por Jerónimo, más bien miraba a Gary Cooper, claro que todo eso pasaba en los Estados Uni­dos, pero indios y mi dormitorio y Celso ese sí que es indio... Así hasta que se dormía, tal vez esperando que los pasos de mami en la escalera lo despertaran, ahí llega, sube. Julius escuchaba sus pa­sos en la escalera y sentía adoración, se acerca, pasa por la puerta, sigue de largo hacia su cuarto, al fondo del corredor, donde murió papi, donde mañana iré a despertarla linda... Se dormía rapidito para ir a despertarla cuanto antes, siempre la despertaba.

Para Vilma era un templo; para Julius, el paraíso; para Susan, su dormitorio, donde ahora dormía viuda, a los treinta y tres años y linda. Vilma lo llevaba hasta ahí todas las mañanas, alrededor de las once. La escena se repetía siempre: Susan dormía profundamente y a ellos les daba no sé qué entrar. Se quedaban parados aguaitando por la puerta entreabierta hasta que, de pronto, Vilma se armaba de valor y le daba un empujoncito que lo ponía en marcha hacia la ca­ma soñada, con techo, con columnas retorcidas, con tules y con ange­litos barrocos esculpidos en los cuatro ángulos superiores. Ju­lius volteaba a mirar hacia la puerta, desde donde Vil­ma le hacía señas pa­ra que la tocara; entonces él extendía una mano, la introducía apar­tando dos tules y veía a su madre tal cual era, sin una gota de ma­qui­llaje, profundamente dormida, bellísima. Por fin se decidía a tocarla, su ma­no alcanzaba apenas el brazo de Su­san y ella, que despertaba siempre viviendo un último instante lo de anoche, respondía con una sonrisa dirigida a través de la mesa de un club noc­turno, al hombre que acariciaba su mano. Julius la tocaba nue­vamente: Su­san giraba dándole la espalda y escondiendo la cara en la almohada para volver a dormirse, porque durante un segundo aca­baba de regresar cansada de tanto bailar y no veía las horas de acos­tar­se. «Ma­mi», le decía, atrevido, gritándole suavecito, casi re­sondrándola en broma, enva­lentonado por las señas de Vilma desde la puerta. Su­san empezaba a enterarse de la llegada del día pero, aprovechando que aún no había abierto los ojos, volvía a dirigir una sonrisa a través de la mesa de un club nocturno e insistía en gi­rar hundiéndose un poco más en el lado hacia el cual se había volteado al acostarse can­sa­da, la segunda vez que Julius la tocó; luego, en una fracción de segundo, dormía íntegra su noche hasta que ella misma dejaba que el eco del «mami», pro­nunciado por Julius, se filtrara iluminándole la llegada del día, rea­pareciendo por fin en una sonrisa dulce y perezosa que esta vez sí era para él.

–Darling –bostezaba, linda–, ¿quién se va a ocupar de mi de­sa­yuno?

–Yo, señora; voy a avisarle a Celso que ya puede subir el azafate.

Susan terminaba de despertar cuando divisaba a Vilma, al fon­do, en la puerta. Ese era el momento en que pensaba que podía ser descendiente de un indio noble, aunque blancona, ¿por qué no un inca?, después de todo fueron catorce.

Julius y Vilma asistían al desayuno de Susan. La cosa em­pezaba con la llegada del mayordomo-tesorero trayendo, sin el menor tintineo, la tacita con el café negro hirviendo, el vaso de cristal con el ju­go de naranjas, el azucarerito y la cucharita de plata, la cafetera también de plata, por si acaso la señora lo desea más cargado, las tos­tadas, la mantequilla holandesa y la mermelada inglesa. No bien arran­caban los soniditos del desayuno, el de la mermelada untada, el de la cucharilla removiendo el azúcar, el golpecito de la tacita contra el platito, el bocado de tostada crocante, no bien sonaban todos esos detalles, una atmósfera tierna se apoderaba de la habitación, co­mo si los primeros ruidos de la mañana hubieran desper­tado en ellos infinitas posibili­dades de cariño. A Julius le costaba trabajo que­darse tranquilo, Vilma y Celso sonreían, Susan desayunaba observada, ad­mirada, adorada, parecía saber todo lo que podía desencadenar con sus soni­ditos. De rato en rato alzaba la cara y los miraba sonriente, como preguntándoles: «¿Más soniditos? ¿Jugamos a los gol­pe­citos?».

Terminado el desayuno, Susan empezaba una larga serie de lla­madas telefónicas y Vilma partía con Julius rumbo al huerto, a la pis­­cina o a la carroza. Pero, por una vez, Julius no esperó que Vilma lo cogiera de la mano; se le anticipó y salió corriendo detrás de Cel­so que bajaba con el azafate. «¡Enséñame la caja! ¡En­séñame la ca­ja!», le iba gritando, mientras el otro se le aleja­ba en la escalera. Por fin lo logró alcanzar en la cocina y el mayordomo-tesorero aceptó mostrársela no bien terminara de poner la mesa, porque sus hermanos ya no tardaban en llegar del colegio con hambre. «Vuelve en un cuarto de hora», le dijo.

–¡Cinthia! –gritó Julius, apareciendo en el gran hall de la escalera.

Como todos los días, Carlos, el chofer negro-uniformado-con-gorra de la familia, acababa de traerlos del colegio y ahora subían a saludar a su mamá.

–¡Orejitas! –exclamó Santiago, sin detenerse.

Bobby no volteó a mirar; en cambio Cinthia se había quedado parada en el descanso de la escalera.

–Cinthia, Celso me va a enseñar la caja del Club de los Amigos de Gua...

–Huarocondo –lo ayudó Cinthia, sonriente–. Ahorita bajo para que me acompañes a almorzar.

Minutos después, Julius entró por primera vez en la sección servidumbre del palacio. Miraba hacia todos lados: todo era más chiquito, más ordinario, menos bonito, feo también, todo disminuía por ahí. De repente escuchó la voz de Celso, pasa, y recordó que lo había venido siguiendo, pero solo al ver la cama de fierro marrón y frío comprendió que se hallaba en un dormi­torio. Estaba oliendo pésimo cuando el mayordomo le dijo:

–Esa es la caja –señalándole la mesita redonda.

–¿Cuál? –preguntó Julius, mirando bien la mesita.

–Esa, pues.

Julius vio la que no podía ser. «¿Cuál?», volvió a preguntar, co­mo quien busca algo en la punta de su nariz y espera que le di­gan ¿no ves?, ¡esa!, ¡ahí!, ¡en la punta de tus narices!

–Ciego estás, Julius; esta es.

Celso se inclinó para recoger la lata de galletas de encima de la me­sa, se la alcanzó. Julius la cogió por la tapa, mal, se le destapó la la­ta: un montón de billetes y monedas sucias le cayeron sobre el pantalón y se regaron por el suelo.

–¡Este niño! Lo que has hecho... ayúdame.

–...

–Apúrate, tengo que servirle a tus hermanos...

–Tengo que acompañar a Cinthia.

Cinthia también tenía su ama, como Julius tenía a Vilma, pe­ro no era hermosa sino gorda y buena; gorda, buena, antigua, vieja, respon­sable y canosa. Julius se pasaba la vida haciéndole la misma pregunta y ella nunca sabía cómo respondérsela.

–Mamá dice que eres una de las pocas mujeres del pueblo con canas, ¿por qué?

La pobre Bertha, buenísima como era, hizo todo lo humana­men­­te posible por averiguar y un día se apareció con la respuesta.

–Entre la gente pobre el indicio de mortaldá es más alto que en­tre la gente decente y bien.

Julius no le entendió ni papa, pero retuvo la frase probablemente en el subconsciente porque un día, siete años más tarde, le vino así igualita, con sus errores y todo, mientras se paseaba en bicicleta por el Club de Polo. Ahí sí que la comprendió.

Pero entonces hacía también siete años que Bertha había muerto. Bertha se murió un día, una calurosa tarde de verano. Habían vaciado la piscina y estaba sentada en un sillón esperando que Cin­thia vi­niera para escarmenarla y refrescarla con borbotones de agua colonia que ella jamás dejó que le entraran a sus ojitos. Lo mismo ha­bía hecho treinta años atrás con la niña Susan, hasta que la mandaron a estudiar a Inglaterra, y luego, cuan­do regresó, hasta que se casó con el señor Santiago y empezaron a nacer los niños. Cinthia apareció corriendo, sofocada, gritándole ¡aquí estoy mama Bertha!, pero la pobre acababa de morir por lo de la presión tan alta que siempre la ha­bía moles­tado. Antes de sentirse a la muerte, tuvo la precaución de poner el frasco de agua colonia en lugar seguro para que no se fuera a caer; escogió el suelo porque era lo más cercano, al ladito puso el peine de Cinthia, cuya voz logró escuchar, y su es­co­billita.

Cinthia insistió en que la vistieran de luto y le anduvo rogando a su mamá para que le comprara una corbata negra a Julius.

–¡No! ¡Por nada de este mundo! –exclamaba Susan linda–. ¡Me van a arruinar al pobre Julius! Bastante tengo con verlo revolcarse todo el día en el huerto. Además se pasa todo el día con la servidumbre. ¡Por nada de este mundo!

Pero después se marchaba oliendo delicioso y ya no regresaba hasta las mil y quinientas. Fue así que, de repente, Julius se le apareció incomodísimo y con el cuellito irritado, pero decidido a no quitarse la corbata esa de tela negra y ordinaria ni por todas las propinas del mundo. ¿Cuál de los dos mayordomos se la dio? Eso es algo que mamá, por más linda que fuera, nunca llegó a sa­ber. Con la corbata colgándole mucho más abajo de la bra­guetita, Julius seguía a Cinthia por todo el palacio porque con ella se sufría mejor por la muerte de Bertha. El lío era cuando se iba al colegio porque le entraban ga­nas de jugar en el huerto o en la carroza, y ya la otra tarde se había descubierto quitándose la corbatota porque el cuello le sudaba a chorros de tanto disparar contra los indios. Felizmente en ese instante llegó Cinthia; no bien la vio, Julius recordó el duelo y empezó a ajustarse la corbata al mismo tiempo que bajaba de la carroza muy compungido.

Más que nunca, ahora, porque Cinthia acababa de descubrir las fotografías del entierro de papá y había empezado a relacionar. Su­san, linda, se quejaba: era indecible lo que esa criaturita la hacía sufrir, la torturaba con sus nervios, es hipersensible, Baby, le contaba a una amiga, me vuelve loca con sus preguntas... ¡Y Julius vive prendido de ella! ¡Pendiente de que llegue del colegio! Ya le he dicho a Vil­ma que trate de separarlos, ¡inútil! Vilma vive enamorada de Ju­lius, todos en esta casa. Lo que Susan no contaba es que Cin­thia la traía loca con lo de papá, ¿por qué, ma­­mi?, mami, yo me escapé, yo vi por la ventana, ¿por qué, a papi se lo llevaron en un Ca­dillac negro con un montón de negros vestidos como cuando papi iba a un banquete en Palacio de Gobierno?, ¿por qué, mami?, ¿ah?, ¿ma­mi? Horas se pasaba diciéndole yo sé, mami, yo vi cuando se llevaban a papá, me han contado también. Y es que entonces no se daba muy bien cuenta pero ahora de pronto se acordaba y relacionaba con la manera en que se llevaron a Bertha, en una ambulancia mami, por la puerta falsa. Pero ahí se atracaba y titubeaba y es que no encontraba las palabras o la acu­sación para expresar la maldad ¿de quién? cuando se llevaron a Ber­tha por la puerta falsa, bien ra­pidito, como quien no quiere la cosa.

Julius presenciaba el asedio de su madre. Mientras Cinthia preguntaba, él permanecía inmóvil, con las orejotas como alfa­jores-voladores, las manos pegaditas al cuerpo, los tacos juntos, pero las puntas de los pies bien separadas como un soldado distraído en atención. El asedio tenía lugar en el baño que usó su padre. Ahí es­taban aún sus frascos; no los habían movido: ahí estaban sus lo­ciones, sus cremas de afeitar, sus navajas, hasta su jabón se había quedado ahí y su escobilla de dientes. Todo a me­dio usar, para siempre. «Parece que fuera a venir», le dijo un día Cinthia a Julius, pero no por eso se olvidaba de Bertha.

–Julius, limpia bien tu corbata negra –le dijo, otro día.

–¿Por qué?

–Mañana por la tarde vamos a enterrar a Bertha.

Al día siguiente, Cinthia regresó muy nerviosa del colegio. No bien saludó a su mamá le dijo que no tenía tareas que hacer y corrió a buscar a Julius que estaba jugando con Vilma en el huerto. El po­bre no había pegado los ojos en toda la noche. Toda la tarde la había estado esperando y, no bien la vio aparecer, corrió a su encuentro. Cin­thia lo cogió de la mano y él la siguió como siempre en esos días. Vil­ma venía detrás. Cinthia lo llevó hasta su dormitorio y le pidió que la esperara afuera mientras se cambiaba el uniforme. Salió linda pero toda vestida de ne­gro; desde la muerte de Bertha se vestía siempre de negro, me­nos cuando iba al colegio. Susan ya no hacía nada por evitarlo. Lo llevó de la mano hasta el baño y le lavó la cara con amor. En­tonces le dijo que lo iba a peinar y que quería humedecerle el pelo. Julius aceptó que lo bañaran en agua colonia y se dejó peinar; también dejó que ella le anudara nuevamente la cor­bato­­ta negra, a pesar de que Vilma podía resentirse porque era ella quien se la amarraba siempre con un estilo muy suyo. Unas gotas de agua colonia se deslizaron por el cuello de Julius, ¡cómo le ar­dió!, las lágrimas le saltaron a los ojos, tanto que Cinthia le preguntó si quería que le cambiara la corbata, pero él le dijo que no y luego sintió lo que uno siente cuando grita ¡por na­da!, al ver que Cinthia sonreía aliviada, porque sin corbata negra no po­día asistir al entierro. Del baño lo llevó nuevamente de la ma­no hasta su dormitorio y ahí se puso a llorar, ante la cara de espanto de Vilma que los seguía siempre silenciosa, como si estuviera de acuerdo con to­do, aun con lo que estaba viendo: siempre llorando, Cinthia abría un cajón de su cómoda y sacaba una ca­ja. Ju­lius la miró aterrado; sabía que iban a enterrar a Bertha, pero ¿cómo? Cinthia destapó la caja y les enseñó el contenido. Vilma y Julius soltaron el llanto al ver el peine, la escobilla y el frasco de agua colonia con que Bertha le escarmenaba diariamente el pelo, un mechoncito también de Cin­thia, de cuando te cortaron tu pelito la primera vez. Se fueron los tres llorando ha­cia los bajos. Cinthia había cerrado la caja y la llevaba a la altura de su pecho, cogida con ambas manos, mientras atravesaban el jardín de la piscina, rumbo al huerto. Julius se que­dó sorprendido al ver que en el camino se les unían Celso, Daniel, Carlos, Ar­min­da, su hija Do­ra y Anatolio. Hasta Nilda apareció, que en esos días andaba en muy malas relaciones con Vilma, siempre por causa de Julius. Los habían estado esperando, Cinthia lo ha­bía organizado todo, también era idea suya el que se vistieran cuan­­­do me­nos de oscuro, y ahí estaban ahora, pidiéndole que se apu­rara, por favor, niñita, la señora nos va a pescar. Los mayor­domos, sobre to­do, le pedían; Carlos, el chofer, acompañaba en­tre sonriente y res­pe­tuoso, la quería mucho a la niñita Cin­thia. Por fin encontraron el lugar apropiado para que Anatolio abriera el hueco donde iban a depositar la caja con el peine, la escobilla y el último frasco de agua colonia que usó Bertha. Terminó su pequeña exca­vación y ahí sí que todos sol­taron el llanto, al pobre Julius la corbata le ardía como nunca y los mocos le col­gaban hasta el suelo. ¡Qué triste era todo! Y por qué ni él ni nadie se espantó sino que todos la quisieron más cuando Cinthia se sacó la medallita de platino que le colgaba del cuello y la enterró también. Por turno, Cinthia y Julius primero, fueron echando un po­quito de tierra; esa última parte fue idea de Nilda. Luego todos se escaparon, menos Carlos que caminó serio a tomar su té de las seis.

Una semana más tarde, Susan trató de resondrar a Cinthia por ser tan descuidada, por haber perdido la medallita de pla­ti­no que ¿te regaló?... pero en ese instante se le olvidó completamente quién se la había regalado y en cambio recordó que en estos días andaba más tranquilita, y ahora que se fijaba, hace por lo menos una semana que no se pone el traje negro.

–¿Y usted?

Se abalanzó sobre Julius, paradito ahí con las puntas de los pies separadísimas, volvió a sentir esa necesidad de que fuera un bebé y, en vez de decirle usted ya tiene cinco años, a usted ya deberíamos ponerlo en el colegio, le dio un beso oliendo deli­cioso.

–Mami está apurada, darling –dijo, volteando a mirarse en un espejo.

Luego se inclinó para que ellos alcanzaran sus mejillas, un mechón lacio, rubio, maravilloso se le vino abajo como siempre que se inclinaba, los enterró entre sus cabellos: Cinthia y Julius dejaron sus besos ahí, guardaditos, protegidos, para que le duren hasta que vuelva.

II

El entierro de Bertha unió a Cinthia y a Julius más que nunca; dueños ahora de un secreto común, andaban por todos lados juntos, aunque Cinthia prefería evitar las matanzas de indios des­de la carroza que fue del bisabuelo-presidente. Pero ello no creó ningún de­sacuer­do entre los dos y Cinthia aprovechaba esos momentos pa­ra hacer sus tareas escolares.

Lo que nunca quedó aclarado es si no jugaba en la carroza por ser niña y ser eso cosa de niños, por tener ya diez años, o porque ya nunca se sentía muy bien. ¡Terrible Cinthia! Hizo un pacto con su madre; sí, se tomaría todos los remedios calladita, hasta el más ma­lo, sin protestar, todo lo que recetara el médico, todo lo que quieran que tome, pero que Julius nunca se entere de nada, que el médico entre a escondidas, por la puerta falsa si es posible, que Julius nunca sepa que estoy enferma, mami. No, eso nunca quedará aclarado; ni tampoco cómo Julius, que todo lo notaba inmediatamente, tardó tanto esta vez en darse cuenta de que Cinthia no andaba muy bien, nada bien. En realidad solo se dio cuenta en el santo de su primo Ra­faelito Lastarria, esa mierda.

Susan colgó el teléfono y los mandó llamar. Vilma se los trajo de la mano, uno a cada lado de la hermosa chola, y ellos escucharon cuando mamá les decía:

–Tienen que ir, hijitos; Susana es mi prima y me ha llamado para invitarlos; otros años han ido Santiaguito y Bobby, esta vez les toca a ustedes.

Y ese sábado por la tarde los vistieron íntegramente de blanco, zapatitos y todo; para Julius una corbatita de seda blanca, igualita al lazo que recogía el moñito pasado de moda sobre la cabecita rubia de Cinthia. Fueron en el Mercedes. Carlos, el cho­fer, Vilma, más gua­pa y blancona que nunca y el re­galo, un bote de velas para que navegue en la piscina de los primos, adelante; atrás, ellos dos, mudos, espantados, cada vez más porque ya se iban acercando a la casa de los Lastarria, sus primitos, esas mierdas, ellos los conocían: años atrás sus hermanos Santiago y Bobby habían sido víctimas de las mismas invi­taciones. Cinthia, frágil, adorada, continuaba pálida y muda sobre el asiento de cuero del Mercedes. A su lado, Julius no alcanzaba el suelo con las piernas y viajaba con las manos pegaditas al cuerpo frío y con los tacos juntitos tem­blando en el aire. Así llegaron. Vilma los cargó y los puso sobre la vereda, mientras Carlos bajaba el bote de ve­la cuyo mástil asomaba por encima del paquete. Otros niños tam­bién llegaban, que se conocían y no, y allí, en la puer­ta de los Las­tarria, niños lindos y no, desenvueltos y no, amas con uni­formes para cuan­do lleven a los niños a un santo, allí todo el mundo rivalizaba en belleza, en calidad, en fin, en todo lo que se podía rivalizar frente a la puerta de los Lasta­rria y era un poquito como si todo el mundo se estuviera odiando.

Vilma no entendía muy bien qué casa tan rara tenían los primos de los niñitos; acostumbrada a vivir y a trabajar en un palacio, no cap­­taba muy bien esas enormes paredes de piedra, esas ventanas os­curas y esas vigas como troncos; no es que realmente estuviera preo­cu­pada, pero se quedó ya más tranquila cuando el mayordomo le metió letra en la cocina, mientras les invitaban té, y le dijo que era una casa estilo castillo y ¿cómo es la de usted, buenamoza?, mientras lavaba unas tazas.

Ese mismo mayordomo, digno mayordomo de los Lasta­­rria, abrió la puerta, les dijo pasen, y entre todas las amas escogió a Vil­ma. Ju­lius lo captó inmediatamente y le dio un codazo a Cin­thia que estaba tosiendo muerta de miedo. Todos los niños entraron al castillo, y uno por uno, la señora Lastarria los fue besando y reconociendo. «Buenas tardes, señora», dijo Vilma; entregó el regalo con la tarjetita y sintió pánico porque Julius ya había de­saparecido. Gracias a Dios, ahí estaba, de espaldas a ella y mirando muy atento una enorme ar­madura de metal, parada como un guardián junto a una de las puertas del castillo. Cin­thia se le acer­có y se cogió de su mano, los dos miraban ahora, pero en este ins­­tante el brazo de la armadura descendió y casi les da un po­rrazo: era Rafaelito, uno de sus trucos favoritos, que ahora salía disparado hacia el jardín sin sa­ludar a nadie. Julius sintió que ya había empezado el santo donde los primos Las­tarria. «¡Rafaelito ven! ¡Rafaelito ven a ver tus regalos!», gritaba su ma­má, pero Ra­faelito había desaparecido en el jardín y ahora todos tenían que salir a jugar al jardín.

–¡Todos los niños al jardín! –gritaba la tía Susana Lasta­rria–. ¡Allá están Rafaelito y su hermano! Víctor –decía, dirigiéndose al mayordomo–: haga pasar al jardín a los niños que vayan llegando.

El mayordomo obedeció y se quedó parado en la puerta, esperando que llegaran más invitados. Se quedó a desgano porque se le iban los ojos por Vilma, estaba buena.

Camino al jardín, cruzaron el inmenso corredor lleno de arma­du­ras, espadas, escudos, lleno de objetos de brusco metal, vasos enormes como para tomar sangre en las películas de terror y candelabros de fierro negro que descansaban pesadísimos sobre mesas como las que Robin Hood usaba para comer cuando andaba en buenas rela­cio­nes con los reyes de Inglaterra. A ambos lados del corredor, anchas puertas protegidas por implacables armaduras que adorada Cinthia sentía al pasar, dejaban entrever oscuros salones, el del billar, el del piano, el del tren eléctrico, el escritorio, el comedor, la biblioteca, el otro y todavía otro más que Vilma no lograba explicarse. «Llegamos», di­jo, por fin.

El jardín estaba plagado de niños y amas; niños de seis y siete, ocho años, ninguno de cinco como Julius. Muchos llevaban vestidito blanco con chaquetita perfecta, sin solapa, y camisita de popelina con su cuellazo bien almidonado del cual colgaba una corbatita fina, celeste, roja o verde como la de los toreros. Ninguno tenía ac­né todavía y todos estaban felices, listos para empezar a jugar, sin acercarse mucho a la piscina, niñito, sin arrojarle piedras a los peces co­lorados de la lagunita. Julius, Cin­thia y Vil­ma formaban un trío bien cogido de la mano y como esperando.

También Rafaelito, que hoy cumplía ocho años, estaba esperando; los estaba esperando arriba del árbol pero ellos no lo habían visto y no supieron a qué atenerse cuando empezó la lluvia de terrones, los disparos, los trozos de tierra húmeda que les caían por todo el cuer­po con violencia y buena puntería. Gritería, risas y quejidos mien­tras Vilma los envolvía con sus brazos y trataba de esconderlos entre sus piernas, como fuera con el uniforme, y llamaba ¡señora!, ¡señora!, hasta que vino la señora y todo se detuvo cuando empezó a ordenar: ¡que bajara Rafaelito!, ¡que bajara en ese mismo instante!, ¡que era insoportable!, ¡que no sabía portarse con sus primitos!, ¡que entonces para qué los invitaba!, ¡que el año entrante no le celebrarían el santo!... así, dramáticamente hasta que Rafaelito empezó a bajar lenta, sonriente, triunfalmente, las manos embarradas y un taparrabo tipo Tarzán sobre el traje de santo.

De otro árbol bajaba Pipo. Pipo era el hermano y enemigo mor­tal de Rafaelito hasta el día en que tenían invitados; en esas ocasiones, una extraña confraternidad nacía entre ellos, sobre todo si se trataba de los primos lla­mados Julius, Cinthia, Bobby, etcétera. Pipo ba­jaba nada contento de otro árbol: no había logrado apuntar a tiempo y se había quedado con la flecha en la ma­no, tenía tres flechas en la mano.

Y Cinthia tosía pero no lloraba y miraba a Julius que miraba a Vilma que estaba mirando a la señora: «¡Vengan! ¡Vengan para que los escobillen! ¡Por la misericordia de Dios no les ha caído en los ojos!». A Vilma le había caído uno grandazo en la boca. «¡Ya no sé qué ha­cer con Rafaelito! Vamos a escobillarlos, Vilma; después yo misma los acompañaré al jardín».

Los volvieron a sacar medio veteados al jardín. Cinthia se mo­ría de frío y tosía, Julius estaba furioso con las manos pega­dísimas al cuerpo y Vilma aún escupía tierra. Le preocupaba su uniforme y pensaba en el mayordomo, pero también, la estaba escuchando, en la tos de Cinthia, cuántas veces le he dicho ya a la se­ñora, cada día tose más, señora, ese remedio, pero qué sabía ella de esas cosas, la señora vive cada día más apurada. Bertha y yo hemos sido la madre de estos niños sobre todo desde que murió el señor... «Ven, Cintita, descansa un poquito, ven, Ju­lius, acom­­paña a tu hermanita»... Ahí estaba y la estaba mirando.

Y era guapo el cholo, medio blancón y todo. Probablemente ya habían llegado todos al santo y ya no tenía que esperar para abrir la puerta cada vez que sonaba el timbre. Ya todos estaban allí, en el jar­dín y el santo se desa­­rrollaba normalmente. Víctor (así se llamaba este pretendiente de Vilma) atravesaba el jardín y sabía que Vilma lo estaba mirando: atravesaba con el aplomo que le daban sus años de servicio en esa casa y, en azafate de plata, iba haciendo circular los vasitos de cartón aporcelanado con la Coca-Cola y la chicha mo­rada heladitas. Los niños se servían o sus amas les servían y muchos, por su­pues­to que Pipo y Ra­faelito, esas mierdas, sacaban cañitas del bolsillo y a través de ellas le soplaban el líquido frío a su amiguito, en el ojo, por ejem­plo. Las amas acudían presurosas y separaban a los con­tendores, pero Víctor, acostum­brado a todo eso por sus años de servicio, no perdía el aplomo y continuaba sirviendo, de lado a lado del jardín, sin derramar, esquivando, airoso, engo­minado, sabía que Vil­ma lo estaba mirando.

Y Vilma, realmente, lo estaba mirando. Estaba sentada junto a un inmenso ventanal y, a su lado, Cinthia tosiendo y Julius volteado, mirando hacia el interior de la casa, hacia el corredor de las ar­ma­du­ras, las espadas y los escudos. En ese instante salió la tía Susana, ho­rri­ble, y Cinthia le dijo: «Me gusta tu casa, tiíta, ¿puedo entrar a ver?». Entonces la tía, sorprendida, le dijo que sí, después de todo los hijos de Susan siempre habían sido medio raritos. Cinthia cogió a Ju­lius de la mano, «ven», le dijo, y para fastidiar más a la tía horrible, le dijo que iba a estar leyendo en la biblioteca. Julius como que captó algo y la siguió. Vilma se incorporaba también para seguirlos, pe­ro la tía la detuvo.

–Puede usted pasar a la cocina, Vilma –le dijo–; vamos a in­vi­tarles té a todas antes de que los chicos entren al comedor. Vayan pasando por grupos –añadió, dirigiéndose a otras amas que andaban por ahí en ese momento.

Cinthia y Julius estuvieron largo rato inspeccionando las arma­duras; pri­mero se fijaban bien que no hubiese nadie escondido detrás de ellas o adentro, y entonces sí ya las inspeccionaban detenidamente. Cinthia le iba explicando todo lo que había apren­dido sobre armas, armaduras y escudos en el colegio, y Ju­lius, a su lado, la escuchaba con gran atención, asintiendo con la cabeza a medida que ella contaba. Minutos después ya estaban en otra sala, la del billar y en otra, el escritorio, aquí mejor no entremos, y todavía en otra, la del piano. «Es Beethoven», le dijo Cinthia, señalándole el busto de bronce que había sobre una columna de mármol y que miraba furioso hacia el piano. «¿Sabes que el tío abuelo que está en el escritorio de la casa tuvo otra mu­jer antes que nues­tra tía abuela?». Julius hizo no, con la cabeza, y ubicó inmediatamente al tío abuelo entre todos los cuadros de antepa­sados que había en el escritorio del palacio. «Sí», agregó Cinthia, y le contó la larga historia del tío abuelo, el tío abuelo romántico, así lo llamaban cuando hablaban de él, mamita le había contado íntegra la historia.

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