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DEFENSA, SEGURIDAD INTERNA Y MODELOS DE FUERZAS

En otras publicaciones (Saint Pierre, 2015) mostramos la profunda y esencial diferencia entre la defensa y la seguridad pública, que permite decidir sobre la estructura armada del Estado más adecuada para las demandas específicas de cada una. Aquí nos limitaremos a decir que el monopolio legítimo de la violencia que define al Estado contemporáneo es, obviamente, apenas uno. Por un lado, esa fuerza concentrada y legítima permite garantizar la aplicación unívoca de un único orden normativo para todo el territorio nacional (“buenas leyes y buenas armas”), que regula legalmente el comportamiento de los seres humanos en la sociedad.

En un Estado de derecho regular, las actitudes y los comportamientos de los ciudadanos son previsibles justamente por ajustarse a lo prescrito en la ley. Esta situación brinda la seguridad que permite a los ciudadanos vivir tranquilos en un Estado en el que los conflictos pueden ser resueltos jurídicamente por ajuste a ley. En este orden de ideas, no existe “enemigo”, sino apenas adversarios, competidores o desvíos de comportamiento que se resuelven agonísticamente, es decir, por ajuste a ley y aplicación de la punición. La fuerza, en este ambiente de conflicto, busca proteger a los ciudadanos unos de otros y se ejerce con un sentido protector, lo que permite a los ciudadanos vivir en seguridad y tranquilidad. Así se establece la protección de un statu quo social, normativo y amparado policialmente.

Por otro lado, ese statu quo estatal convive entre otros Estados que, con sus respectivos monopolios de la violencia, se miden mutuamente, se observan y calculan sus pesos estratégicos en un ambiente en el que no existe una ley vinculante por la inexistencia de un monopolio legítimo de la fuerza que obligue y castigue a los Estados infractores. No hay un orden normativo que permita prever ni catalogar el comportamiento de los otros Estados. Este es un ambiente en el que, ante la imprevisibilidad generada por la anomia, se impone el cálculo estratégico y se emplea el monopolio legítimo de la fuerza estatal en un sentido totalmente distinto que en el interior de las fronteras estatales.

En el ambiente internacional, en el que la guerra es un instrumento legal para dirimir diferencias y resolver conflictos, esa fuerza se dirige a un “otro”, un xenos, un extranjero que puede amenazar la existencia de los ciudadanos y del Estado, por lo cual se requiere precaución, defensa y el empleo de la fuerza total. Con relación a ese extranjero, considerado el “enemigo”, la fuerza del Estado ejercerá con máxima letalidad, sea para disuadirlo o para abatirlo. Así, el mismo monopolio legítimo de la fuerza se ejerce internamente como protección para el ciudadano y externamente como violencia letal contra el enemigo.

Por la complejidad contemporánea, ambos sentidos de la fuerza son ejercidos por estructuras administrativas estatales permanentes y estables, que por su especificidad requieren una educación, preparación, entrenamiento y armamentos específicos, así como una doctrina clara y precisa para las distintas misiones que se les encargue5.

No obstante, en Colombia, el Plan de Transformación del Ejército de Futuro (Petef), en vigencia desde el 2011, optó por un modelo de fuerzas denominado “multimisión”, que contribuye a la erosión de los límites esenciales y necesarios entre la defensa y la seguridad interna. El plan se propone, para el 2030, proyectar al Ejército como una “fuerza multipropósito” capacitada para responder a varias responsabilidades, roles y misiones, entrenándose para la consolidación de la paz y el desarrollo del país6. En palabras del general Alberto José Mejía, comandante del Ejército:

Es un Ejército que se proyecta al futuro para cumplir un portafolio de misiones que nos ha encomendado el Ministerio de la Defensa Nacional, que abarcan específicamente como esfuerzo principal la protección en los temas de orden interno, la protección de nuestra soberanía en la fronteras y esfuerzos de apoyo en áreas tan importantes para la agenda mundial como son el medio ambiente, la atención de desastres, la atención de carácter humanitario, la proyección de nuestras capacidades para apoyar el fortalecimiento del tejido social en Colombia, y también para nuestra participación en misiones internacionales. (El Colombiano, 22 de mayo de 2016, párr. 14)

Este modelo polivalente de fuerza (similar a modelos ya existentes en otros países de la región), no implicará la reducción de presupuesto o de personal, y busca adaptarse a las exigencias de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTÁN) para, eventualmente, adquirir el rango de socio pleno en tal organización.

Cabe destacar que el modelo de “fuerza multipropósito” está en consonancia con las presiones ejercidas por EE. UU., desde el fin de la Guerra Fría, en procura de inducir la transformación de las fuerzas armadas latinoamericanas en “guardias hemisféricas”, confeccionadas para el combate al crimen organizado, en especial al narcotráfico, la defensa del medioambiente y que pudiesen participar en misiones de paz (Silveira, 2004).

De este modo, los asuntos estratégico-militares convencionales en el hemisferio, como la defensa externa de la soberanía de los Estados, quedarían bajo tutela de las Fuerzas Armadas norteamericanas. De hecho, en varios países como México, Bolivia y Colombia, por presión norteamericana, las fuerzas armadas se han involucrado y concentrado en la lucha contra el narcotráfico, un tema netamente policial y de orden interno.

De acuerdo con Vargas (2008), este modelo de fuerzas plantea una serie de riesgos, como la corrupción asociada a una actividad que moviliza una enorme cantidad de dinero y debilita la división entre defensa nacional y seguridad pública. A su vez, como indica Bataglino (2016), la aplicación en países latinoamericanos de similares modelos de fuerza acarreó un enorme costo social sin conseguir ser eficaz para detener el fenómeno. Un caso paradigmático es el de México. El aumento de la tasa del crimen y las violaciones a los derechos humanos fue una consecuencia directa de la política de militarización del combate a las drogas llevada a cabo desde el 2006 (Human Rights Watch, 2018).

La intervención de las Fuerzas Armadas ha sido masiva. Alrededor de 96 000 efectivos fueron desplegados para realizar tareas de seguridad pública, entre ellas detenciones, patrullajes inspecciones y cateos. El efecto principal de esta intervención ha sido un incremento exponencial de la violencia, que ha llevado la tasa de homicidios de ocho por cada 100 000 habitantes en el 2007 a veinticuatro casos por cada 100 000 habitantes en el 2013 (Bataglino, 2016). Entre el 2006 y julio del 2016 se registraron casi 10 000 denuncias de abuso por el Ejército (Human Rights Watch, 2018).

Como afirma Bataglino (2016), aunque México puede resultar un caso extremo, la intervención de los militares en gran parte de los países de la región resultó en toda clase de excesos, arbitrariedades y violaciones a los derechos humanos. Además, no está comprobado que esta haya favorecido la reducción del narcotráfico, lo que sugiere que el único resultado posible de la aplicación del modelo de fuerzas multipropósito a largo plazo sea la desprofesionalización militar, dejando desamparada la defensa de la soberanía nacional.

En Colombia, la necesidad de enfrentar un prolongado conflicto interno armado convirtió el límite entre la defensa nacional y la seguridad pública en algo nebuloso e impreciso. La materialización institucional de esa falta de nitidez en la delimitación está en la idea de “fuerzas multimisión”, en la que las funciones policiales y militares se confunden mezclando doctrinas, misiones y hasta vocaciones profesionales. Orientar el proceso de trasformación militar por la idea de “fuerzas multipropósito” puede significar el tránsito por un camino circular para institucionalizar esa peligrosa nebulosa.

El concepto de “fuerzas multipropósito” oculta la idea de “fuerzas sin propósito”, y contar con fuerzas armadas sin propósitos claramente definidos puede llevar a la tentación de que sean utilizadas políticamente para realizar los peores propósitos. Cuando los militares intervienen en cuestiones domésticas distorsionan su fin primario y principal. Esto favorece un proceso de desprofesionalización o, en otras palabras, de pérdida progresiva de sus capacidades materiales y habilidades profesionales para combatir al enemigo en el conflicto bélico convencional. Enfrentar a la delincuencia organizada no es lo mismo que hacerlo contra una fuerza armada equipada con medios clásicos: tanques, aviones o buques.

El fenómeno del crimen organizado y, en especial, el narcotráfico, tanto en Colombia como en América Latina, ha adquirido un nivel de complejidad empresarial y expansión organizacional que las fuerzas armadas y la policía, por su doctrina, capacitación, entrenamiento, organización y equipamiento en general, no son capaces de enfrentar con éxito. El crimen organizado no puede asemejarse a una fuerza militar extranjera que amenaza la soberanía de un país, tampoco a algún tipo de insurgencia paramilitar que pueda ser enfrentada con el rigor de la fuerza máxima del Estado, aunque, a su vez, es un tipo de delincuencia armada que sobrepasa en poder de fuego a las capacidades de la policía común.

Teniendo en cuenta esa previsión y la capacidad de fuego creciente de las bandas armadas al servicio del crimen, consideramos que tal vez sea importante el recurso de constituir una “fuerza intermedia”, una fuerza especializada que, por su configuración, doctrina y combate, resulte la más adecuada para enfrentar el problema en cuestión. Una policía con estatuto militar constituida como una fuerza más robusta que la fuerza policial, pero menos pesada que las fuerzas armadas, puede combinar características más apropiadas para la lucha contra las redes criminales y contar con una legislación propia que ampare jurídicamente sus acciones (Alda, 2016). Así, pues, como mencionan Pion-Berlin y Trinkunas (2011), estas “fuerzas híbridas” vendrían a ocupar el llamado “vacío de seguridad” (security gap), pues son policías capaces de investigar complejas redes de criminales y, en caso necesario, pueden enfrentarse a delincuentes dotados de poderoso equipamiento, gracias a su configuración como fuerza robusta.

La naturaleza de los cuerpos de fuerzas intermedias es doble (civil/ militar). Ejemplos de este tipo de fuerzas ya existen en América Latina y en Europa, como la Guardia Civil española, la Gendarmería francesa y argentina, o los carabineros italianos y chilenos. Este tipo de fuerza de seguridad sería capaz de afrontar retos que exigen respuestas más robustas y potentes que las que puede dar la policía común, pero no tan bélicas como la militar (Alda, 2016). A su vez, la creación de una tercera fuerza favorece la especialización y profesionalización tanto de las fuerzas armadas como de la policía, resguardando sus especificidades. En efecto, con el empleo de fuerzas intermedias, las fuerzas armadas quedarían liberadas de la función de combate contra las bandas militarizadas del crimen organizado y el narcotráfico, pudiendo retomar de este modo el adoctrinamiento para cumplir sus misiones constitucionales con mayor eficacia y eficiencia, lo que evitaría su desprofesionalización.

Tales cualidades convertirían al modelo de fuerzas especializadas en una columna fundamental sobre la cual vertebrar la desmilitarización de la seguridad pública para así construir un nuevo marco de gestión e imagen para las fuerzas armadas y la política de defensa tanto en el contexto del vínculo interno con la ciudadanía como en el contexto regional y global. Por esta razón, en la próxima sección consideramos el modelo de fuerzas especializadas para las Fuerzas Armadas colombianas a partir de sus implicaciones de gestión e imagen en el orden doméstico, regional y global.

TRES NIVELES DE GESTIÓN E IMAGEN DE LAS FUERZAS ARMADAS COLOMBIANAS EN EL POSACUERDO

La imagen interna

La construcción de la imagen interna es la representación de la perspectiva de la conciliación de los colombianos, su protección social y la defensa de esa concordia. Tal construcción implica la protección de los ciudadanos a cargo de un sistema de policía robusto y renovado, de una inteligencia interna funcionando en conjunto con la autonomía de los sistemas jurídico y carcelario, con proyección del orden, la justicia y la seguridad a todas las regiones del país, para dar soporte a una ciudadanía libre y segura. En algunos países esos sistemas pertenecen al ministerio del interior, en otros al ministerio de justicia y, más recientemente, algunos países crearon el ministerio de seguridad. En todos los casos, aquellos sistemas son independientes del ministerio de defensa, lo que permite a este último dedicarse a su propósito principal —su gramática específica— en torno a la defensa nacional en el ámbito de la política externa.

En esa dirección, es necesaria una reflexión profunda sobre el tipo de relación que se desea construir con la sociedad colombiana, porque será ella quien legitimará el propósito principal para sus Fuerzas Armadas. El plan de transformación llevado a cabo por las Fuerzas Militares colombianas, con propósitos orientados al ámbito internacional, solo podrá realizarse en plenitud con las transformaciones internas señaladas. El desafío reside en diseñar un modelo de cohesión social viable, centrado en las instituciones y en las aspiraciones ciudadanas (Patiño, 2015).

A su vez, como afirma Vargas (2015), la tarea principal en este contexto será pedagógica y estará a cargo de los medios de comunicación, las instituciones educativas y las iglesias, para crear un clima de convivencia y de reconciliación. Uno de los fundamentos de esta estrategia es el desarrollo integral de la sociedad en las diferentes regiones del territorio nacional, que permita mitigar el impacto negativo de las asimetrías en la estructura social colombiana. Una de las vulnerabilidades estratégicas del Estado precisamente, la existencia de amplios sectores sociales carentes de derechos básicos y condiciones de vida dignas, quienes, por estas razones, se sienten desamparados por el Estado.

El desarme de las FARC y, posiblemente, de otros grupos armados, su incorporación al sistema político, el estatuto de la oposición y la garantía de que nadie recurrirá a las armas para hacer política son fundamentales (Patiño, 2015). No se puede descartar la posibilidad de que algunos grupos armados ilegales se mantengan aún en la disputa del monopolio de la fuerza que legítimamente le pertenece al Estado colombiano. Tampoco se puede ignorar la posible existencia de grupos disidentes que decidan permanecer en pie de guerra o pasar a integrar bandas criminales.

No es fácil ni inmediata la tarea de articular una fuerza policial capaz de controlar esas amenazas internas, entrenadas y armadas para el combate de selva, como sí han sido las capacidades asumidas y consolidadas del Ejército colombiano. Estas posibilidades, por el peligro que conllevan, continuarán exigiendo el empeño del Ejército Nacional, al menos de una parte destacada que, después de develada la amenaza, pueda transformarse en una “fuerza de contención intermediaria” permanente, similar a la gendarmería argentina o a los carabineros chilenos.

Otro de los problemas en la continuidad de la actividad de las fuerzas armadas en la seguridad interna reside en que, en lugar de representar una transmisión de seguridad en la percepción de sus ciudadanos, puede acarrear percepciones de amenaza sobre estas. La amenaza solo existe en y para una percepción, y esta es condicionada por las características específicas del receptor; es decir, por la situación histórica, cultural, geopolítica, institucional y política específica de la idiosincrasia de cada país que descodifica las señales y construye socialmente sus percepciones particulares (Saint-Pierre, 2011).

Las últimas seis décadas de conflicto condicionaron ciertas percepciones compartidas por la sociedad colombiana que se cristalizaron culturalmente. Entre ellas, la que relaciona las situaciones relativas a la vida militar y política a través de un lente amigo-enemigo (Leal, 2015). Esta polarización induce a actuar como si se estuviera en un ambiente doméstico bélico, con la consecuencia de descodificar las percepciones arraigadas en clave polemológica —de la guerra como un fenómeno social banalizado—, incidiendo con ellas en las decisiones sobre políticas públicas. Diferentes sectores sociales, grupos insurgentes e incluso estamentos militares a menudo tienden a percibir las decisiones estatales como amenazas a sus intereses existenciales y organizacionales. Se afirma, inclusive, que existe una “guerra jurídica” que tiende a interpretar decisiones judiciales en perjuicio del estamento militar (Torres, 2012).

El Estado colombiano perdió la imagen de necesaria neutralidad e imparcialidad ante su sociedad. Desde la perspectiva interna, esto parece haber dificultado la profesionalización de sus Fuerzas Militares, de acuerdo con las atribuciones definidas por la Constitución; a saber, como instrumento orientado hacia la protección de la soberanía y los intereses nacionales en el contexto internacional. Estos factores parecen culturalmente arraigados en el tiempo, dificultando su modificación como un principio necesario, aunque no suficiente, para obtener un ambiente propicio para la finalización del conflicto armado (Vargas, 2015). Esos cambios deberían efectuarse en el marco de reformas más amplias, comprometiendo otras instituciones del Estado, como la reorganización de las agencias de inteligencia, adoctrinadas en una concepción maniquea de amigos y enemigos internos, y cuestionadas por la falta de veedurías de autoridades civiles.

Otra cuestión para discutir, pese a la resistencia, es el presupuesto, el número de militares y el servicio militar obligatorio. Sin embargo, de acuerdo con Leal (2015), esas resistencias disminuirían con el éxito de las negociaciones con las FARC-EP.

Por otra parte, la reorganización y desmilitarización de la Policía Nacional, considerada una “rueda suelta” dentro del Ministerio de Defensa, es crucial para la gestión de la seguridad ciudadana (Leal, 2015). Retirarla del Ministerio de Defensa, como se estableció en 1960, y adscribirla al Ministerio del Interior, permitiría que se definan sus funciones sin injerencias de sectores castrenses.

La Fuerza Pública simboliza el nudo gordiano —aparentemente irresoluble— del problema colombiano en torno a la seguridad pública y la defensa. Su solución es determinante para la construcción de una nueva perspectiva interna para las Fuerzas Militares. Según estimaciones de Vargas (2015), estos cambios requerirán al menos una década, porque no pueden ser abruptos7. No obstante, para construir una nueva perspectiva en la reformulación del Ejército es importante iniciarlas de inmediato, de una manera constitucionalmente clara y operacionalmente inequívoca. Una vez resuelto el conflicto armado colombiano, las Fuerzas Militares podrán recuperar su lugar en la misión central de la defensa, es decir, como instrumento específico de la política externa colombiana y, subsidiariamente, como principal instrumento de movilización nacional y de apoyo logístico para las políticas públicas nacionales cuando sea solicitado.

La imagen regional

La reformulación del Ejército colombiano debe considerar el desafío de la construcción de su imagen en el ámbito regional sudamericano, la cual se vio perjudicada por el conflicto armado interno y en la primera década de siglo XXI por algunos desentendimientos y tensiones políticas con algunos países de la región8.

Es cierto que con la llegada Juan Manuel Santos a la presidencia en el 2010 comenzó a percibirse un giro en la política exterior, mejorando la imagen regional. En primer lugar, se buscó reinsertar el país en Sudamérica, para lo cual recompusieron las relaciones con países de la región, comenzando por los vecinos, Venezuela y Ecuador (Restrepo, 2015). De modo general, hubo una mayor apertura a la región y al mundo, sin pretender que estos se ocuparan de los problemas internos de Colombia; es decir, la política externa dejó de girar en torno de la seguridad doméstica en su dimensión militar, como ocurría en el gobierno de su predecesor, Álvaro Uribe, quien llevó a Colombia a aislarse de buena parte de Sudamérica (Ramírez, 2011).

En un contexto de posacuerdo, y en la medida en que las Fuerzas Armadas recuperen conceptos convencionales de empleo en el ámbito inherentemente internacional de la defensa, puede haber una mayor convergencia conceptual sobre la defensa y la seguridad con los países de la región (Saint-Pierre y Lopes, 2014), con lo cual Colombia podrá asumir una actitud más proactiva en materia de cooperación regional. El éxito del proceso de paz proyecta internacionalmente al país y sus Fuerzas Armadas como un ejemplo paradigmático, no solo por conseguir la paz interna, sino como proveedor de paz regional. Debido a las lecciones aprendidas, Colombia podrá asumir roles de liderazgo, profundizar medidas de confianza mutua, interoperabilidad y camaradería con otras fuerzas armadas en mecanismos de cooperación regional en resolución pacífica de crisis y conflictos.

En los últimos años se destacaron mecanismos regionales de cooperación en el marco de la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH); la creación del Consejo de Defensa Sudamericano (CDS) en 2008; la creación de la Asociación Latinoamericana de Centros de Entrenamiento para Operaciones de Paz (Alcopaz) en el mismo año; y los Ejercicios Combinados Regionales de la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) a partir del 2011, para promover estándares comunes de interoperabilidad y una doctrina combinada en operaciones de paz.

Esas iniciativas son acordes con el Sistema de Acuerdos de Fuerzas de Reserva de las Naciones Unidas para Operaciones de Mantenimiento de la Paz (Unsas) (Várnagy, 2010). En este tipo de escenarios, Colombia podría optimizar su Centro de Entrenamiento y Capacitación para Operaciones de Paz (Cencopaz), recientemente creado, y complementar la capacitación de sus militares con la asistencia de centros de entrenamiento de otros países de la región, para así mejorar condiciones estatales y contribuir con una de las principales necesidades de la ONU, que es la falta de tropas y equipamientos para el despliegue rápido en misiones de paz por el mundo.

De esa manera, Colombia podrá aproximarse al camino seguido por otros países sudamericanos con tradición en operaciones de paz, como Argentina, Brasil y Uruguay, pero diferenciándose por sus contribuciones, sus credenciales y experiencia institucional ganada en las últimas décadas al enfrentar a la más antigua y resistente insurgencia del hemisferio. Además, Sudamérica sufre con la amenaza de bandas armadas al servicio del narcotráfico, que en este nuevo contexto podrán ser enfrentadas dentro de escenarios de cooperación plena y de confianza en la región (Vargas, 2015).

Por último, con los países vecinos, como Ecuador y Venezuela, el posacuerdo puede ayudar a abandonar definitivamente, en los ejercicios estratégicos, las hipótesis de conflictos, sustituyéndolas por la consolidación de espacios para implementar medidas de confianza mutua, desarrollar la seguridad compartida de los territorios fronterizos y engendrar una disuasión regional positiva para desafíos extrarregionales. Estos son algunos caminos para elaborar una perspectiva positiva para un país que ya fue percibido como fuente de inestabilidad para la región. El reto es revertir esa imagen en la de un país promotor de paz, con experiencia en el mantenimiento y construcción de la paz, con capacidad para propagar regionalmente los conocimientos adquiridos.

La perspectiva global

La construcción de la imagen regional es uno de los requisitos para que Colombia construya, también, una imagen positiva en la perspectiva global. Con el posacuerdo y la posibilidad de un rol proactivo en la seguridad regional, Colombia iniciaría un proceso que intenta revertir la imagen del país como productor y exportador de inseguridad a otro como proveedor de seguridad en el sistema global (Borda y Morales, 2018). Esta transición de imágenes y funciones encuentra algunos desafíos frente a actores como la ONU, la OTÁN y los Estados Unidos.

En el ámbito de la ONU, en septiembre del 2015 el presidente Santos declaró la intención de cooperar con el envío de hasta 5000 miembros de las Fuerzas Militares a operaciones de paz en los próximos años. De acuerdo con sus declaraciones, las Fuerzas Militares tendrán dos misiones principales: compartir el conocimiento adquirido en la lucha contra el narcotráfico y los grupos irregulares, y reforzar el pie de fuerza en las futuras misiones (Bitar, 2018).

Estas iniciativas son importantes, pues permiten ubicar a Colombia junto a los países que contribuyen con tropas y formaciones policiales y civiles9. Por otro lado, afirman la legitimidad de las Fuerzas Militares como una institución que cumple con las normas de derechos humanos y del derecho internacional humanitario (Smith, 2015). Uno de los desafíos que debe enfrentar el país en este organismo multilateral se refiere a la contradicción de implementar internamente una política de lucha contra las drogas de enfoque prohibicionista, al tiempo que se defiende la transformación de ese marco normativo en la ONU (Borda y Morales, 2018).

Con respecto a la OTÁN, es probable que en los próximos años Colombia profundice sus acuerdos de cooperación con aquella organización, capitalizando su mencionado know how distintivo ante sus socios. Desde el 2008, por ejemplo, se considera la posibilidad de que las Fuerzas Armadas colombianas participen en operaciones de estabilización de posacuerdo que la OTÁN ha llevado a cabo en Afganistán, a través de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF).

A Colombia se le presenta el reto de insertarse como socio global de la OTÁN y, al mismo tiempo, si pretende posicionarse como un actor influyente para la cooperación en seguridad regional, disipar eventuales desconfianzas por parte de gobiernos sudamericanos que pueden percibir negativamente los intereses geopolíticos de los países líderes de esa organización. Colombia necesita convencer a sus vecinos de que esa vinculación no significa riesgos y contradicciones para la seguridad regional. En otras palabras, conciliar su política sudamericana con su aproximación a la OTÁN.

En lo que refiere a la relación entre Colombia y Estados Unidos, el cambio en la imagen global puede expresarse en una cierta desecuritización de la relación bilateral. De hecho, la ayuda militar y de seguridad proveniente de Estados Unidos se ha ido reduciendo progresivamente en los últimos años, y la agenda bilateral se orienta de manera paulatina hacia temas no militares, como comercio, medioambiente y desarrollo económico, entre otros (Alegría y González, 2015). La diversificación y desmilitarización del vínculo bilateral puede favorecer la construcción de una imagen global de un “Estado normal” para Colombia y mejorar posibilidades de ingreso a organizaciones de países desarrollados como, por ejemplo, la OCDE.

CONSIDERACIONES FINALES

Para Raymond Aron (1962), la lógica de la política externa se vale de dos conjuntos de reglas específicas (no las únicas): la diplomática y la estratégica. Los sujetos de estos conjuntos son el diplomático y el militar. Estos últimos se preparan para ser instrumento eficaz y eficiente de la lógica de la política externa tanto en su acción en defensa de la soberanía de las decisiones nacionales como en la proyección de la imagen estatal en el escenario internacional, bien sea como agregados militares de las embajadas o bien participando activamente como cascos azules en las cada vez más recurrentes misiones de paz bajo mandato de la ONU. En el caso de Colombia, asumir mayores compromisos en la agenda de seguridad internacional implica abordar este tipo de retos.

Concomitantemente, la singularidad del caso colombiano hace del país una fuente de seguimiento y reflexión de estudios estratégicos. En primer lugar, para el área epistémica de los estudios sobre la paz, por ser uno de los pocos procesos de negociación de conflicto armado interno que puede culminar de manera exitosa. Durante varias décadas, las diferentes alternativas e intentos de negociación se presentaron como un muestrario de alternativas, con sus errores y aciertos, para ser detenidamente estudiado. Por otro lado, el contexto de posacuerdo descortina un futuro que estimula reflexiones sobre escenarios prospectivos posibles, tanto normativos como institucionales, sociales y culturales.

Finalmente, el principal instrumento estatal empleado en ese prolongado conflicto, las Fuerzas de Seguridad, muestran su deseo interno de reforma, que no es más que el reflejo de las necesidades institucionales que le deparan al Estado colombiano para adecuar sus instrumentos de violencia legal a una nueva etapa histórica en ciernes. Dado el largo periodo de un conflicto violento, cuya sangrienta connotación provocó marcas profundas, todas las transformaciones por las que pasará Colombia, inclusive la adecuación institucional de la violencia legítima, sufrirán el ritmo y la velocidad de las mudanzas culturales. Por esas razones, la readecuación estratégica de sus Fuerzas Armadas en un escenario de posacuerdo requerirá reformas múltiples y simultáneas en el orden normativo, cultural, jurídico y operacional, que las vinculen con su sociedad, para un futuro de crecimiento y paz en una región cooperativa.

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