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A continuación, se ofrece una reflexión del proceso de cambio y adecuación derivado del acuerdo entre el Gobierno y las FARC y otras transformaciones vividas en el interior de las Fuerzas Militares, vista desde la Armada Nacional y realizada por la teniente de navío Andrea del Pilar Escobar Gómez, politóloga de la Universidad Nacional y una de las fundadoras del Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa. Esta mirada es importante y enriquecedora, dado que expone cómo la Armada contribuye de maneras diferentes a la defensa de la soberanía nacional y plantea cuál ha de ser su preparación para responder a nuevos retos en un escenario de posacuerdo.

Igualmente, se incluye un capítulo sobre organización policial, derivado de los cambios en el campo doctrinal, elaborado por Farid Camilo Rondón Raigoza. En este se reconstruyen las principales evoluciones que ha tenido la Policía Nacional, enfocándose en las estructuras y en la búsqueda de una consolidación para la construcción de la paz. Este capítulo busca enfocar a los lectores en las discusiones actuales y en los retos de la institución policial, de modo que llega a conclusiones derivadas de esas transformaciones que se han dado en los últimos años.

Cierra este bloque el análisis realizado por los jóvenes investigadores Camilo Andrés Rodríguez Coneo, Gabriel Ricardo López Lozano y David Mauricio Martín Espitia acerca de la pertinencia de la reforma en la Fuerza Pública. En este capítulo se aborda la discusión desde el sector de la seguridad, en el cual existen diversas concepciones respecto a si es necesario y cómo efectuar transformaciones. Los investigadores contribuyen en este debate identificando puntos clave que se requieren en esta discusión.

El tercer bloque lo componen dos artículos. El primero, elaborado por los jóvenes investigadores del Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa, la internacionalista Lina Facio Lince Betancourt y el politólogo Alexander Emilio Madrigal Garzón, junto con los estudiantes auxiliares María Alejandra Ronchaquira Gamboa y Manuel José Huertas Guevara, a propósito de los desafíos de educación para la paz de la Fuerza Pública colombiana dentro de un escenario de construcción de paz.

El segundo, con el cual nuestro libro concluye, es una importante contribución de la internacionalista, magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Oxford, especialista en Estudios Europeos y en Gerencia de Proyectos, Rocío del Pilar Pachón Pinzón, quien hace un análisis de las contribuciones internacionales que ha vivido y tenido el proceso de transformación de las Fuerzas Militares, especialmente el Ejército, hacia lo que el actual comandante de las Fuerzas Militares denomina un “ejército multimisión”.

No hay duda de que la diversidad de miradas que contiene este libro, que combina análisis de investigadores con amplia experiencia en el campo y las contribuciones de jóvenes —pero muy serios— investigadores, es no solo un gran aporte a la comprensión del proceso de adecuación y cambio de la Fuerza Pública colombiana, sino, de igual forma, un insumo para el necesario debate que nuestra sociedad, en particular en el mundo académico y de los especialistas, debe entablar al respecto. Especialmente porque, como se señala en varios de los textos, con la firma de los acuerdos de terminación del conflicto armado no se termina con los riesgos y las amenazas a la seguridad —ciudadana o nacional—, más bien se esperan procesos de mutación de algunos de ellos y, por consiguiente, la Fuerza Pública, que tiene la responsabilidad constitucional de garantizar la seguridad de los colombianos y sus instituciones, debe estar preparada para dar la respuesta adecuada a dichos desafíos.

Alejo Vargas Velásquez

Bogotá, segundo semestre de 2020

EL ESTADO, LAS FUERZAS ARMADAS Y EL CONTROL TERRITORIAL

Alejo Vargas Velásquez

En este texto se exponen algunos elementos conceptuales acerca del Estado, los monopolios a los que aspira, incluido el de control territorial, y el papel fundamental que desempeñan las fuerzas armadas en las dinámicas coercitivas estatales. A partir de este análisis, se presentan algunas consideraciones acerca de la guerra como un elemento históricamente constitutivo de los Estados y una de las razones de ser de las fuerzas armadas. Por último, se presentan algunas reflexiones sobre la subordinación de las fuerzas armadas al poder civil como una característica inherente a la democracia. En esta reflexión, y en concordancia con la producción académica del Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa, se utilizan elementos conceptuales que se han planteado en anteriores producciones1.

SOBRE EL ESTADO

Partimos de entender el Estado —en la perspectiva weberiana— como el aspecto político de las relaciones de dominación social, pero también como el agente de unificación de la sociedad y detentador, a ese título, del monopolio de la violencia física legítima, lugar de integración y de represión, pero igualmente de cambio: integrando, reprimiendo o asegurando el cambio, el Estado se define por su modo de intervención en relación con la sociedad y con un sistema político (Vargas, 1999).

Max Weber (1998) afirmaba que,

[…] sociológicamente el Estado moderno solo puede definirse en última instancia a partir de un medio específico que, lo mismo que a toda asociación política, le es propio, a saber: el de la coacción física. “Todo Estado se basa en la fuerza”, dijo en su día Trotsky en Brest- Litowsk. Y esto efectivamente es así […]. Por supuesto, la coacción no es en modo alguno el medio normal o único del Estado —nada de esto— pero sí su medio específico. En el pasado, las asociaciones más diversas —empezando por la familia— emplearon la coacción física como medio perfectamente normal. Hoy, en cambio, habremos de decir: el Estado es aquella comunidad humana que en el interior de un determinado territorio —el concepto de “territorio” es esencial a la definición— reclama para sí (con éxito) el monopolio de la coacción física legítima. Porque lo específico de la actualidad es que a las demás asociaciones o personas individuales solo se les concede el derecho de la coacción física en la medida en que el Estado lo permite. Este se considera, pues, como fuente única del “derecho” de coacción. (p. 201)

Al Estado, de esta manera, se le adjudica el primer elemento fundamental para cualquier tipo de análisis al interior de su estructura: la coacción legítima. El uso de la fuerza legítima por parte del Estado permite que las decisiones tomadas dentro de su entorno sean respetadas en el marco general que lo rodea. De esta manera, la sociedad reconoce —desde la mirada weberiana— este monopolio estatal, permitiendo la definición de su seguridad.

Asimismo, el Estado es una construcción histórica; en ese sentido, compartimos lo afirmado por Ernst Wolfgang Böckenförde cuando anota:

El concepto de Estado no es un concepto universal, sino que sirve solamente para indicar y describir una forma de ordenamiento político que se dio en Europa a partir del siglo XIII y hasta fines del siglo XVIII o hasta los inicios del XIX, sobre la base de presupuestos y motivos específicos de la historia europea, y que desde aquel momento en adelante se ha extendido —liberándose en cierta medida de sus condiciones originarias concretas de nacimiento— al mundo civilizado todo. (Böckenförde, citado en Bobbio, Mateucci y Pasquino, 1998, p. 563)

De esta manera, el Estado no es algo que se haya presentado de manera histórica a lo largo del desarrollo de la humanidad; por el contrario, responde a las configuraciones políticas de un momento determinado, teniendo su nacimiento en la Europa moderna. Esta estructura de poder político sigue permeando la actualidad como la institución fundamental en respuesta a las demandas sociales; no obstante, no deben eludirse las características históricas que, si bien han cambiado en forma, no hay cambiado en el fondo. Dentro de las principales se puede encontrar y concatenar la primera referida, el monopolio legítimo de la fuerza, que le confiere al Estado una posición de autoridad que permanece en la actualidad.

A propósito de lo fundamental del elemento coercitivo en la conformación del Estado, Roger Caillois (1975), en su sugerente trabajo acerca de la guerra, escribe que Hegel considera que:

[…] la guerra se convierte en el motor principal de la Historia, es decir, de la realización del Espíritu. Es ella la que forma los Estados en los que se encarna la Idea. En ella la mantiene su cohesión y la que le permite, finalmente, el cumplir su destino.

Y anota en otro pasaje de su obra que:

[…] numerosos historiadores admiten que la guerra está en el origen del Estado. Quizá esto sea apresurarse demasiado. Sin embargo, su precipitación se explica fácilmente: ven con suma evidencia que la guerra favorece la concentración del poder […] Keller es de la misma opinión: el Estado es, en su origen, un producto de la guerra y existe ante todo bajo la forma de paz impuesta entre los conquistadores y los conquistados. (Caillois, 1975)

De esta manera la guerra, en la perspectiva de nuestro grupo, es algo que se da en un escenario de relaciones complejo, configurando de diversas maneras la historia. La historia de la guerra es anterior a la de los Estados, y ha acompañado por siglos la configuración de los lazos de la humanidad. Empero, Caillois (1975) agrega un elemento fundamental en su texto: con el surgimiento del Estado en el orden occidental como principal organización de poder político de la modernidad y como ente con la pretensión de detentar el monopolio de la fuerza se genera una relación intrínseca entre un elemento estructural de historia humana (la guerra) y un elemento emergente (el Estado).

Esta relación se daría de tal manera que la guerra desempeñaría un papel central en la construcción del Estado-nación en Europa:

El Estado nacional europeo, que se organizó en la forma de organización política determinativa a lo más tardar en el siglo XIX, es el producto final de un proceso de selección y competencia que duró siglos. Las guerras que príncipes y reyes se declararon entre sí casi sin interrupción para ampliar con ellas su territorio y su ámbito de poder fueron al mismo tiempo la palanca más importante para agilizar la consolidación interior del Estado. Sirvieron para gravar a los ciudadanos con impuestos regulares, para propiciar la formación de un ejército estable y una administración eficiente, para impulsar la apertura de calles y canales, para fomentar la economía, etc. (Waldmann y Reinares, 1999)

De esta manera, se puede ver que el concepto de guerra compenetra los inicios de las estructuras estatales, así como su desarrollo y conclusión. En el caso de Europa, esta interrelación se hace evidente a lo largo de los siglos y muestra el transcurrir de la estructura estatal.

Entonces, podemos referir la noción de Estado a la relación de dominación y articulación básica de una sociedad, que refleja en su interior las contradicciones y los conflictos derivados de los diversos posicionamientos institucionales y de la pugna de fuerzas. Esta relación de dominación se conforma a partir de las desiguales distribuciones de poder real entre sectores sociales como desequilibrio fundamental y de las desigualdades entre culturas, razas y regiones como desbalances secundarios.

De esta manera, el Estado se construye sobre los siguientes elementos: 1) la igualdad de los individuos y su posibilidad de intercambiar mercancías libremente; 2) la disociación entre el sujeto vendedor de mercancías en el ámbito del mercado y el ciudadano, con iguales derechos ante las instituciones estatales; 3) la encarnación de las instituciones estatales y del monopolio de los medios de coerción física como tercer sujeto social que obra como garante para todos; y 4) la autorrepresentación del Estado como expresión del “interés general”, que termina por asociarse a los intereses de las clases dirigentes.

Es necesario señalar que el poder político —en el sentido de Max Weber (1998)— hace referencia al monopolio de la violencia física legítima (es por ello primariamente coactivo), lo que lo diferencia del poder económico o del poder ideológico, aun cuando sus cercanías son muy grandes. Pero necesariamente va a requerir de su aceptación por parte de aquellas personas (o de un sector importante de ellas) que van a ser sujeto de ese poder regulador; es decir, se requiere niveles de consenso que contribuyan a velar el aspecto coercitivo del poder político, porque, como afirma Landa (1990), “cada poder tiene necesidad de una forma específica de legitimación, aun cuando la autoconciencia de legitimidad no haya existido desde siempre” (p. 30).

Por tanto, se puede partir señalando que las relaciones de dominación social son constatables en las sociedades humanas. En todos los grupos humanos hay relaciones asimétricas, producto de desequilibrios sociales multifactoriales. En esa dirección, se dice que el Estado es el aspecto político de esas relaciones de dominación social, remitiendo fundamentalmente a algo que es inherente a las instituciones estatales: el monopolio de la coerción, que caracteriza la dominación que el Estado ejerce en la sociedad.

El Estado monopoliza la coerción legítimamente —o la pretende—, si se quiere, a manera de violencia organizada, para que dicha violencia no la ejerzan los particulares. En otros términos, esa es la esencia del poder que ejerce el Estado, pero también por ello podemos decir que:

[…] los militares siempre han tenido un cierto tipo de poder político en la sociedad. En todas las sociedades desde que Macchiavello, en el siglo XVI, lo teorizó en El Príncipe, el monopolio de la fuerza y su uso radica en el Estado que lo ejerce a través de las Fuerzas Armadas. De ahí viene la base de toda la teoría del Estado moderno […]. (Maira y Vicario, 1991)

Aun así, no es suficiente el monopolio de la coerción y la existencia de una legitimidad; se requiere también un ordenamiento legal. Por eso el Estado moderno, y en particular el denominado Estado de derecho, tienen su basamento en una normatividad constitucional que les proporciona su estructura jurídica-formal. Ella constituye la norma jurídica fundamental, en el sentido de Kelsen, a la cual los otros textos legislativos son subordinados (Seiler, 1982)2.

Sin embargo, como bien lo anota Ferdinand Lasalle (1984), “los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder; la verdadera Constitución de un país solo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen” (p. 119). Por ello, en las mismas limitaciones que se realizan en el ordenamiento legal existen dinámicas de poder que reflejan el componente de dominación social ya señalado. Es fundamental señalar esto, dado que se debe reconocer al derecho enmarcado en los límites que se le dan a partir del poder; es decir, el derecho no es justo per se.

Adicionalmente, existe un tercer atributo que tiene esa pretensión monopólica de la coerción que reclama para sí el Estado: la territorialidad. El monopolio de la coerción solo es aplicable para el espacio territorial propio del Estado-nación, porque una vez traspasados los límites de este va a existir otro Estado-nación con las mismas pretensiones. De esta manera, es en buena medida sobre el respeto a ese atributo que las relaciones internacionales entre Estados se materializan, acotándose además al precepto de espacios vacíos, el cual afirma que no hay ningún territorio del mundo que no se encuentre regido por alguna estructura estatal. Esta es la base de lo que varios autores denominan el Estado westfaliano, cuyo fundamento es el ejercicio de la soberanía sobre su territorio.

Al respecto, Armando Borrero (2017) afirma:

El Estado nacional moderno sigue vivo, en medio de su crisis, como el marco regulatorio más importante de la vida social en todo el planeta. Pero ha desaparecido la soberanía excluyente del Estado westfaliano, al compás de la globalización de la economía, la cesión de soberanía a instancias supranacionales y las enormes disparidades de poder entre los Estados. (p. 6)

Sobre esto, es importante rescatar dos elementos descritos por el autor: en primer lugar, el Estado sigue siendo el marco de regulación fundamental en las sociedades actuales. No obstante, y en segundo lugar, hay unas dinámicas de transformación que se deben tener en cuenta y que si bien no le quitan el protagonismo, sí cambian sus características.

Por otro lado, el monopolio de la coerción no es la única pretensión del Estado-nación. Los Estados modernos también aspiran al menos a tres controles monopólicos más: 1) el de la justicia —ellos serán los únicos con potestad, legitimidad y legalidad para aplicar justicia—, 2) el de la tributación —todo Estado aspira a ser el único que impone impuestos que deben ser de obligatorio cumplimiento por parte de los habitantes de ese espacio territorial— y 3) el monopolio del control del territorio, entendiendo como tal no solo la presencia de la fuerza pública (fuerzas militares y policía), sino también de lo que podríamos denominar la “dimensión institucional civil” del Estado, incluyendo la vigencia de la legalidad que, en su conjunto, configuran la presencia del Estado en el territorio y construyen una legitimidad en los pobladores de esos territorios.

Por supuesto, este es un campo importante de controversias, teóricas y analíticas, que se ven materializadas en los debates sobre la evolución doctrinal y organizacional tanto de la fuerza pública como de la institucionalidad civil estatal. Martín Moreno (2017) anota que:

[…] el llamado dominio territorial no es otra cosa que un espacio sometido a un determinado orden jurídico. El ejercicio del poder de unos hombres sobre otros, lo que se entiende por gobierno, solo es concebible mediante la producción y aplicación de una normatividad jurídica preestablecida. (p. 29)

Lo anterior es particularmente relevante en un país como Colombia, donde la complejidad de su geografía y la presencia recurrente a lo largo de la historia de grupos armados privados de diferente naturaleza han puesto en cuestión esa pretensión estatal de control del territorio, situación agravada si se tiene en cuenta que el caso colombiano es el de un Estado en proceso de conformación y consolidación, cuya estructura nunca ha tenido un control pleno de su territorio, lo que es una tarea pendiente.

Adicionalmente, el Estado se materializa (se corporiza o toma forma) en instituciones concretas como la Procuraduría, la Contraloría, las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial, el Ejecutivo, entre otras. Esta dimensión del Estado institucional es la que remite al concepto de régimen político, el cual, como expresión o materialización del Estado institucional, requiere de unos fundamentos de legitimidad. Cuando se habla de legitimidad se hace referencia a la aceptación social de la autoridad que el Estado ejerce sobre la sociedad.

El concepto de legitimidad remite en últimas a los discursos que explican y justifican el ejercicio del poder, los cuales son cambiantes históricamente. La legitimidad está cerca a otro concepto, el de legalidad, que, en sentido amplio, es el conjunto de normas que regulan el orden dentro de una sociedad, algunas escritas, otras no, dependiendo de las distintas sociedades y de qué tan positivizada esté la normatividad en una u otra.

Si se hace una rápida mirada por distintos momentos de la historia, puede encontrarse que en los orígenes del Estado absolutista lo que prima es un discurso eminentemente teocrático, es decir, el poder se supone delegado por un ser superior al emperador o al rey, y ese soberano, en la medida en que es un delegatario de ese ser superior, ejerce el poder, y la sociedad acepta este ejercicio como válido y legítimo. Pero ese discurso, con el desarrollo de la historia, comienza a ser cuestionado y se construyen nuevas disertaciones. Va a ser en los grandes movimientos sociales de la modernidad cuando se desarrolla toda la perspectiva que construye el discurso contractualista: la ficción del contrato social que explica y justifica el Estado.

Por otra parte, entendemos el concepto ciudadanía, en los términos de Guillermo O’Donnell (1984), como una abstracción que permite ubicar a todos los miembros de una sociedad como iguales, despojándolos de sus atributos y, en esa medida, es una mediación entre sociedad y Estado. Por eso las instituciones estatales invocan la ciudadanía, al conjunto de los miembros de la sociedad para ejercer su poder. Lo que buscan todos los discursos políticos, en relación con el poder, es explicar y justificar su ejercicio, es decir, hacer que la sociedad acepte ese poder como legítimo y le permita no tener que recurrir permanentemente al uso de la fuerza sino a la aceptación interiorizada de dicho poder.

Los regímenes políticos están atravesados por una dicotomía aparente: el consenso y la coerción. Es aparente porque en la realidad ningún régimen político puede prescindir de ninguno de los dos; no puede prescindir de la coerción, porque las instituciones estatales son primariamente coercitivas, pero tampoco puede prescindir del consenso porque la sola coerción no le permite mantener un régimen político estable con la mera dominación. Se necesita que los miembros de la sociedad (ciudadanos) acepten ese ejercicio del poder de manera normal y lo interioricen. Eso se expresa de manera práctica cuando el ciudadano sigue las pautas de la ley, paga los impuestos, reconoce la autoridad superior estatal, recurre a las instituciones oficiales y las utiliza para tramitar sus demandas, entre otros aspectos. Con estos actos le está dando legitimidad al Estado, está contribuyendo a que ese Estado institucional no tenga que recurrir a la fuerza.

Desde la perspectiva del criterio de legitimación que predomina, los regímenes políticos tienden a clasificarse dicotómicamente entre regímenes democráticos (en los cuales prima el consenso como sustento de la dominación) y regímenes autoritarios (en los cuales este basamento estaría en la coerción), con distintas modalidades intermedias de regímenes, más o menos democráticos o más o menos autoritarios.

En esta misma dirección, Maurice Duverger (1995) señala que:

[…] las democracias liberales reposan sobre elecciones libres; son regímenes pluralistas; tienden a restringir los derechos de los gobernantes y a desarrollar las libertades de los ciudadanos. Al contrario, los regímenes autoritarios son autocráticos en cuanto a la elección de los gobernantes, unitarios en cuanto a la estructura gubernamental y poco favorables a las libertades de los ciudadanos, salvo en lo que se refiere a las libertades económicas y sociales. (p. 57)

Sin embargo, el problema no es si predomina lo uno o lo otro. En la realidad no es que unos sean solo democráticos y otros solo autoritarios, lo que hay realmente son múltiples combinaciones con tendencias al predominio del uno al otro. Esos dos elementos o pares no son otra cosa que la expresión concentrada de todo un debate en la teoría política, que es el debate sobre qué es la política, en el que se van a encontrar por lo menos dos grandes perspectivas clásicas3.

Una habla de la política como negociación y composición que busca acuerdos, que es la que se conoce por lo general como perspectiva contractualista, de amplia tradición, que se remonta al pensamiento de Locke y Hobbes y permanece en las discusiones de autores contemporáneos. Su expresión máxima es el consenso, entendido como acuerdos mayoritarios, lo cual sería uno de los fundamentos del régimen político.

La otra forma de entender la política surge en la teoría de los autores alemanes, para quienes esta es un ejercicio de contradicción y enfrentamiento. Tal es la perspectiva de autores como Carl Schmitt y Karl Marx, quienes consideran que la expresión máxima de este ejercicio es el uso de la coerción. En últimas, el poder lo ejerce quien tiene la fuerza, sin olvidar que solo tiene poder quien tiene la posibilidad de sancionar.

ACERCA DE LAS FUERZAS ARMADAS

Una de las instituciones fundamentales para la función de coerción y control del Estado, así como para la credibilidad del propio ordenamiento jurídico en la medida en que le da una capacidad de eficacia, son las fuerzas armadas, quienes, como lo señala el general (r) Paco Moncayo (1995):

[…] son una institución básica de todo Estado, no importa su forma de organización, su nivel de desarrollo, su modo de gobierno o su tradición histórica y cultura […] [Así,] el derecho interno es respaldado por una capacidad de coacción indispensable, la existencia de una administración monopólica de la violencia legítima […] [e incluso,] la propia creación de los Estados se produjo gracias a la obra libertadora de sus ejércitos.

Por ello, la naturaleza de las fuerzas armadas “se deriva de su condición de medio, de recurso de última instancia, para el logro de los fines de la política” (Desportes, 2000). Continuando con la reflexión del coronel francés Desportes (2000), “los militares tienen en su dominio, un rol social particular a jugar porque, más allá de las fluctuaciones políticas, ellos encarnan la conciencia de defensa de la nación […]”; la reflexión se vuelca entonces sobre el rol diferencial de cualquier órgano castrense, dado que en este se intentan ver materializados los verdaderos designios de la nación, más allá de los debates políticos que se producen. Los militares terminan asumiendo una concepción sobre la soberanía, el territorio, la nación, entre otros aspectos fundamentales que son la base de cualquier estructura estatal, concepciones que no son discutidas de forma política.

Todo indica que la construcción progresiva de las fuerzas armadas como institución estable, profesional y especializada está ligada a los procesos mismos de conformación del Estado-nación. Dentro de esta perspectiva, la conscripción cumple un papel fundamental; por ejemplo, Gustavo Adolfo de Suecia fundó el primer ejército moderno por medio de ella (Caillois, 1975). John Keegan (1995) considera que:

[…] la conscripción, por definición, no es un sistema excluyente, ya que acepta a todos los aptos para caminar y combatir independientemente de su riqueza o derechos políticos; por eso nunca ha gozado de las simpatías de regímenes temerosos de que los ciudadanos armados pudieran hacerse con el poder ni de aquellos con dificultades para allegar fondos. La conscripción es para los Estados que dan derechos —o al menos apariencia de derechos— a todos los ciudadanos. (p. 29)

Así, la conscripción significa un avance en cuanto a la construcción del ejército como parte de una nación, bajo el propósito de ir más allá de cualquier distinción social y acercándose a la idea del bien general; significa también una forma de vinculación de diferentes ciudadanos a los ideales que defiende el sector castrense, yendo más allá del debate político.

Pero fue sin duda la Revolución francesa y sus referentes de libertad, igualdad y fraternidad los que contribuyen a marcar un avance en la construcción del Estado-nación y del ejército estable y permanente. La Constituyente francesa de 1789 avanza en la idea de un ejército de ciudadanos:

La República no diferencia los derechos del ciudadano y los derechos del soldado. Desde 1789, Dubois-Crancé proclama que “todo ciudadano debe ser soldado y todo soldado ciudadano” […]. La Revolución estableció el sufragio universal y el servicio militar obligatorio […] el ciudadano participa a partir de ese momento, tanto en la defensa como en la gobernación de la nación. (Caillois, 1975)

Sin embargo esto no significa, de ninguna manera, que la Revolución francesa estuviera orientada por una concepción militarista de la sociedad. Así lo precisa Keegan (1995) cuando afirma:

[…] no es que los franceses decidieran hacer de “todo hombre un soldado”; los ideales de la Revolución eran antimilitaristas, racionales y legalistas, pero para defender el imperio de la razón y de la ley justa —la que abolía los privilegios feudales de una clase aristocrática que, aunque ficticiamente, atribuía su preeminencia social a su pasado guerrero— los ciudadanos de la Revolución habían tenido que recurrir a las armas. Los americanos de las colonias inglesas habían hecho lo propio quince años antes, pero mientras que los colonos americanos habían recurrido para sus fines a un sistema militar existente —el de las milicias creadas para defender sus asentamientos contra los indios y los franceses—, los galos tuvieron que crear un instrumento propio. (p. 40)

Y en esa medida, el ejército comienza a adquirir esas características propias de una institución que es al mismo tiempo jerarquizada e igualitaria:

Por sí mismo, el ejército no es democrático, pero es, indirectamente, igualitario. Como la autoridad debe ser más exacta e indiscutible que en otras partes, también se muestra más exclusiva: la jerarquía militar no soporta otra escala de valores que la limite o contraríe. Solo cuentan los grados: los privilegios, naturales o sociales, no son nada. No se concibe un subalterno que rehúse obedecer a un oficial porque encuentra que es menos rico o menos bien nacido que él. En este sentido, el ejército aparece como la primera formación social en la que la obediencia se conjuga con la igualdad. (Caillois, 1975)

Progresivamente se fue avanzando hacia la idea de un ejército profesional permanente con una estructura burocrática que le permitiera una racionalidad funcional.

Desde el siglo XVII, el soldado no vive ya con los habitantes, sino en un cuartel, propiedad del Estado. El desarrollo de la administración militar lleva a la construcción de arsenales, almacenes, hospitales. El ejército ofrece el primer modelo moderno de una organización compleja a gran escala. Los problemas de producción, transporte, avituallamiento, equipo, el establecimiento de un plan de campaña, la cooperación de diferentes servicios para su ejecución, tienen como consecuencia una hipertrofia sin precedentes de los órganos administrativos, incluso civiles. La estructura centralizada del Estado democrático contemporáneo tiene su origen lejano en el aparato erigido para satisfacer las necesidades militares. (Caillios, 1975)

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9789587946901
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