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La sustitución de la democracia formal representativa por la democracia sustancial directa ha sido un juego de palabras para ignorar pluripartidismo, autonomía de las organizaciones sociales, libre difusión de ideas, libertades políticas, garantías individuales, es decir, el contenido efectivo de la democracia, cuya realidad no desaparece porque se le llame formal. (Pereyra, 1986, p. 67)

Sin embargo, es pertinente recordar, como lo plantea Touraine (1994), que:

[…] para que haya representatividad, es necesario que haya una fuerte agregación de demandas provenientes de individuos y de sectores de la vida social diversos. Para que la democracia tenga sólidas bases sociales, es necesario colocar este principio al extremo, avanzar hacia una correspondencia entre demandas sociales y ofertas políticas, o más simplemente, entre categorías sociales y partidos políticos.

Muy cercano a este debate se encuentra el de la antinomia entre democracia representativa y directa, en el cual la utopía sería la posibilidad de todos los ciudadanos de participar directamente en la toma de decisiones acerca de los asuntos públicos. Al respecto, resaltamos lo señalado por Juan Enrique Vega (1992) sobre la confusión presentada entre participación y democracia directa:

La confusión de la idea de participación con la democracia directa conduce, por una parte, al desmérito de las instituciones democráticas que en el mundo actual requieren de las normas y de la representación. Y, por otra, a la formalización de la participación, transformándola en un instrumento de legitimación del poder más que de ampliación y socialización.

A veces los discursos de lo óptimo se pueden transformar en obstaculizadores de lo posible y en esa medida pueden contener, sin proponérselo, un resultado involutivo.

El problema de la democracia, en cuanto a la forma, hace referencia a la construcción y consolidación de un espacio o una esfera considerada como de interés general de la sociedad, un espacio de lo público. Se trata, sin duda, de lograr el ideal de separación clara entre los intereses privados de los individuos o grupos sociales y los intereses públicos o generales que se consideran de administración del Estado.

La legitimidad del poder se sustenta en su naturaleza democrática, la cual se desprende de la “elección” de los gobernantes; entonces, el mecanismo electoral se convierte en el medio para legitimar el poder político y, por lo tanto, en vehículo para sustentar las relaciones de dominación.

Podríamos señalar que la democracia, en su dimensión política, conlleva gobiernos electos periódicamente por la mayoría de los ciudadanos, dentro de un sistema de pluralidad política, que se rigen por un marco jurídico preestablecido, lo que comúnmente se denomina Estado de derecho, en el cual la función de coerción del Estado, a cargo de varias instituciones —en el centro de las cuales se encuentran las fuerzas armadas—, está supeditada a los gobernantes civiles que han sido legalmente electos y que derivan una legitimidad a partir de allí. Así, “históricamente, la monopolización de la fuerza legítima se puso en práctica para obtener un orden social y evitar la dispersión de la violencia, y al mismo tiempo tenía que servir para garantizar las normas de la convivencia social” (Diamint, 1999).

La supremacía del poder civil sobre el poder militar en una democracia se puede entender como:

[…] la capacidad que tiene un gobierno democráticamente elegido para definir la defensa nacional y supervisar la aplicación de la política militar, sin intromisión de los militares […] la supremacía civil lleva a eliminar la incertidumbre respecto de la lealtad de largo plazo de las Fuerzas Armadas a las autoridades civiles. (Diamint, 1999)

Samuel P. Huntington y otros politólogos norteamericanos contemporáneos son reiterativos, en varias de sus obras al respecto, en la necesaria subordinación del poder militar al poder civil como prerrequisito de la democracia; el autor señala que “el primer elemento esencial para todo sistema de control civil es la minimización del poder militar” (citado en Agüero, 1995). Por su parte, Robert Dahl añade a las anteriores formulaciones que “el control civil de las Fuerzas Armadas y la policía es una condición necesaria para la poliarquía” (citado en Agüero, 1995).

El general Charles E. Whilhelm (2000), anterior jefe del Comando Sur de los Estados Unidos, lo reitera cuando anota:

Su subordinación al liderazgo civil no es un lema vacío o un objetivo distante, es una realidad actual […] la relación entre la democracia y las Fuerzas Militares que la protegen y la sostienen es una relación casi teológica, no se construye sobre relaciones, leyes o procedimientos; su fortaleza está en el carácter e integridad de los líderes civiles y militares y en la confianza entre unos y otros.

Pero la subordinación del poder militar al poder civil conlleva a su vez responsabilidades mutuas que no siempre parecen estar claras. Al respecto menciona Pizarro (1994):

Si uno de los fundamentos centrales de un régimen democrático es el de la subordinación militar al poder civil, este último debe ejercer un papel fundamental en el diseño y la conducción de la política militar, lo cual exige un conocimiento de las fuerzas militares, su historia, sus aspiraciones, su autoimagen.

En el mismo sentido, enfatizando la necesaria responsabilidad que tendrían las élites políticas de orientar la política de defensa y seguridad y, por supuesto, de conducir políticamente la guerra si esta llegare a presentarse, se expresa Desportes (2000):

El derecho del político a conducir la guerra le confiere deberes y responsabilidades: en primer lugar, el de definir finalidades, carácter y medios de la guerra […]. A la política igualmente determinar el carácter del conflicto, su intensidad y la naturaleza de los medios empleados.

Clausewitz (1999), a su vez, plantea con gran claridad la necesaria subordinación de lo militar a lo político:

[…] subordinar el punto de vista político al punto de vista militar sería absurdo, porque es la política la que ha creado la guerra. La política es la guía razonable y la guerra simplemente el instrumento, no a la inversa; no hay otra posibilidad que subordinar el punto de vista militar al punto de vista político.

Lo anterior tiene una lógica explicativa que sintetiza muy bien Desportes (2000) cuando señala que “la política existe antes de la guerra, ella se continúa a través de la guerra en la decisión de comprometer las Fuerzas Armadas y continúa después de la guerra; en ningún momento su curso es interrumpido”.

Esta perspectiva es compartida por analistas de diversas tendencias y en distintos momentos históricos, y se remonta a un autor clásico como Sun Tzu, quien considera que “la guerra es un sujeto de importancia vital para el Estado […] en la conducción de las operaciones, el buen general no debe buscar su interés personal, sino servir, al contrario, los de sus jefes políticos” (Desportes, 2000).

También los analistas marxistas se ocuparon del asunto y, posteriormente, la doctrina militar soviética:

Lenin y los primeros teóricos revolucionarios adhieren a la idea de la interacción permanente de la política y la guerra […] Lenin considera que “la guerra está en el corazón de la política… ella es parte de un todo y ese todo es la política” […]. “Las cuestiones de estrategia militar, de estrategia política y económica están íntimamente ligadas en un conjunto común”. (Desportes, 2000)

Vincent Desportes (2000) señala cómo esta concepción, que es uno de los fundamentos de la democracia, es generalizada en el pensamiento occidental: “La idea de la subordinación de lo militar a lo político está fuertemente arraigada en el pensamiento occidental; ella constituye en sí misma uno de los fundamentos de la idea democrática”; y, citando a Charles de Gaulle, señala: “El gobierno no debe ni dejar al comando militar asegurar la conducción general de la guerra, ni mezclarse en las operaciones militares, ellas mismas” (Desportes, 2000).

Pero igualmente anota las dificultades inherentes a la subordinación de lo militar a lo civil, tales como:

El control político no se da siempre per se. El peso de la institución, su natural rigidez administrativa, pueden hacer su control difícil. Es decir, el sentimiento generalmente compartido por los militares de ser a la vez herederos y responsables de la perennidad de una herramienta relevante, más para la nación que para el Estado, de una parte, la especificidad de la técnica militar que hace su comprehensión delicada y sus razones difíciles a juzgar por personalidades exteriores, de otra, no facilitan la subordinación política. (Desportes, 2000)

Lo anterior evidencia una de las tensiones siempre presentes en la relación entre poder civil y militar. En síntesis, el poder del Estado se fundamenta en una mezcla de consenso y coerción (cuya expresión máxima, pero no la única, es la guerra), por lo que este debe ser ejercido dentro de un marco legal y con un nivel aceptable de eficacia. Para su materialización, las fuerzas armadas son una institución fundamental, que en un régimen democrático deben estar subordinadas al poder político civil, que tiene el derecho y el deber de orientarlas y conducirlas políticamente en su actuación.

REFERENCIAS

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Notas

1 Entre las que se encuentran: Alejo Vargas Velásquez, Las Fuerzas Armadas en el conflicto colombiano (Medellín: Editorial La Carreta, 2010); Alejo Vargas Velásquez (ed.), Fuerzas Armadas en la política antidrogas: Bolivia, Colombia y México (Bogotá: Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa, Unijus-Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional, 2011); Alejo Vargas Velásquez (coord.), Seguridad en democracia. Un reto a la violencia en América Latina (Buenos Aires: Clacso, 2010); Alejo Vargas Velásquez (ed.), El papel de las Fuerzas Armadas en la Política Antidrogas Colombiana 1985-2006 (Bogotá: Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa, Unijus-Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional, 2008); Alejo Vargas Velásquez (comp.), Ensayos sobre seguridad y defensa (Bogotá: Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa, Unijus-Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional, 2006).

2 Todas las traducciones son del autor.

3 Al respecto se puede encontrar un amplio análisis en Bobbio y Bovero (1984).

4 En similar sentido se refiere John Keegan a los samuráis japoneses: “La ‘elegancia’ era fundamental en el estilo de vida samurái, tanto en la ropa, la armadura y las armas, como en la habilidad para la lucha y el comportamiento en el campo de batalla; en eso no diferían mucho de sus caballerescos contemporáneos de Francia e Inglaterra” (Keegan, 1995).

LAS FUERZAS ARMADAS COLOMBIANAS EN EL POSACUERDO: REPENSANDO MODELOS DE FUERZA PÚBLICA EN AMÉRICA LATINA

Héctor Luis Saint-Pierre, Matías Ferreyra Wachholtz

El Acuerdo de Paz firmado entre el Estado colombiano y las FARC afianzó nuevas perspectivas en torno a una paz duradera y estable para Colombia. En ese sentido, se abre la oportunidad para reconfigurar un modelo de Fuerza Pública acorde con las diferencias esenciales entre los ámbitos de la seguridad interna y de la defensa regular de un Estado de derecho. Esto convierte al caso colombiano en una referencia para América Latina, a fin de reflexionar sobre la adecuación de la Fuerza a los nuevos retos de seguridad, como el crimen organizado y el narcotráfico. Aquí procuramos analizar modelos de modernización militar posibles para Colombia en el posacuerdo, teniendo en cuenta sus implicaciones de gestión e imagen en los órdenes doméstico, regional y global. Contemplamos, por un lado, el modelo de “fuerzas multimisión” y, por otro, el de “fuerzas especializadas”, para concluir que es preferible la adecuación de ese último modelo para Colombia, y que este puede ser replicado en toda América Latina.

CONSIDERACIONES INICIALES

Luego de que las Fuerzas Armadas de Colombia estuvieron envueltas en un prolongado conflicto interno, hoy su Ejército encara la tarea de pensarse para el futuro. Se lo propone en un momento excepcional, ya que el Acuerdo de Paz logrado con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) en La Habana ha expandido el terreno para la reflexión que involucra al conjunto de las Fuerzas Armadas colombianas y a la sociedad en general. Uno de los ejes de esta reflexión gira en torno al ya activado Plan de Transformación del Ejército de Futuro (Petef), cuya influencia y motivación más importante en los últimos tiempos adviene de un posible escenario de paz duradera y estable para Colombia (Ramírez, 2015).

El plan de transformación militar colombiano está orientado por el modelo de “fuerza multimisión”. Bajo este concepto, las Fuerzas Armadas asumirían funciones, misiones y propósitos múltiples, en diferentes áreas de defensa, seguridad, desarrollo territorial y económico e, incluso, medioambiente. El foco estratégico apunta a escenarios futuros donde los principales retos de seguridad ya no estarían dominados por conflictos armados internos sino por problemas como el crimen organizado y el narcotráfico (Comando General Fuerzas Militares de Colombia-CGFM, 2018). La elección por este modelo significa reforzar el empleo militar en la seguridad interna, como en las últimas cinco décadas en que estaba justificado por la prevalencia del conflicto armado. Creemos que, por ese camino, Colombia podría colocar a sus Fuerzas Armadas en la inminencia de algunos riesgos institucionales y doctrinales, dado que una “fuerza multipropósito” puede convertirse en una “fuerza sin propósito”, con la descaracterización doctrinaria que llevaría a un proceso de desprofesionalización de la carrera militar.

Alternativamente, existen propuestas que entienden que Colombia puede optar por otros modelos de fuerza pública como, por ejemplo, el modelo de “fuerzas especializadas”, más adecuados a los escenarios futuros (Alda, 2016; Bataglino, 2016; Leal, 2015; Pion-Berlin y Trinkunas, 2011; Vargas, 2015). El centro de gravedad de este modelo de fuerza es la institucionalización de “fuerzas intermedias”, esto es, fuerzas de policía con estatuto militar, concentradas en enfrentar capacidades de fuego que superan las condiciones de contención policial, como el de los mercenarios que puede pagar la capacidad financiera del crimen organizado y el narcotráfico.

Con este recurso en manos del Estado, las Fuerzas Armadas podrían prepararse operacionalmente para cumplir mejor su función precipua y constitucional, que es la protección de la soberanía y la defensa externa, mientras que la fuerza de Policía común mantendría su autonomía operativa para la investigación de ilícitos y el mantenimiento del orden público. Este modelo atiende al imperativo político de la desmilitarización de la seguridad interna, en un marco de gobernabilidad civil y democrática, pero también obedece a un objetivo estratégico-operacional: la creación de fuerzas más eficientes y eficaces confeccionadas de acuerdo con la naturaleza específica de las amenazas y la disponibilidad de Fuerzas Armadas modernizadas correspondiente a la política externa colombiana en su ámbito de interés internacional.

La reflexión en torno a la modernización de las Fuerzas Armadas de Colombia en el posacuerdo posee una trascendencia que no se agota en los problemas del país, sino que se extiende al contexto regional. En general, los países latinoamericanos enfrentan retos a la seguridad y desafíos semejantes en relación con la modernización y reforma de sus sectores de seguridad y defensa; esto es, cómo adecuar eficientemente el monopolio de la violencia estatal para enfrentar con éxito los nuevos retos de seguridad, marcados por el aumento del poder de fuego mercenario, la sofisticación de las redes de inteligencia y contrainteligencia y la enorme capacidad de corrupción que pueden financiar el crimen organizado y las redes de narcotráfico. Con excepción de Chile, Argentina y Uruguay, los gobiernos latinoamericanos muestran una tendencia dominante a emplear sus fuerzas armadas para combatir aquellos problemas, con retumbante fracaso en todos los casos. Sin embargo, aún se carece de respuestas regionales claras y precisas sobre cuáles serían los modelos de fuerzas más idóneos.

En este sentido, nuestro objetivo con el presente trabajo es analizar modelos de modernización militar posibles para Colombia, una vez consolidado el periodo de posacuerdo. Entendemos que el área de la defensa constituye, junto con la diplomacia, una de las gramáticas específicas de la política externa de un país (Saint-Pierre, 2007)1. Por esta razón, contemplamos la gestión e imagen de la transformación militar en Colombia no solo en su orden doméstico, sino también regional y global.

Organizamos la reflexión en tres partes. En la primera de ellas describimos la naturaleza del periodo denominado “posacuerdo” y el concepto de “modernización militar”, relativos al caso colombiano (complementando la perspectiva del primer capítulo). En la segunda parte, analizamos las características y conceptos básicos de los modelos de “fuerzas multimisión” y “fuerzas especializadas” junto con sus implicaciones para los ámbitos de la defensa y de la seguridad pública. En la tercera parte, desarrollamos un escenario proyectivo sobre la aplicación del modelo de “fuerzas especializadas” para el caso de Colombia y nos proponemos analizar su funcionamiento en tres ámbitos de gestión e imagen: nacional, regional y global. Al final acotamos algunas consideraciones como conclusión.

POSACUERDO Y MODERNIZACIÓN MILITAR

La filósofa política alemana Hannah Arendt (2011) dijo que toda civilización está fundada sobre un enfrentamiento de sangre entre hermanos: “[…] cualquier fraternidad de que sean capaces los seres humanos nació del fratricidio, cualquier organización política a que hayan llegado los hombres tuvo su origen en el crimen” (p. 46). Tanto la civilización judía (Caín y Abel) como la romana (Rómulo y Remo) se fundan en ese mito de sangre. Por tal razón, este momento excepcional que vive Colombia puede ser el de la consagración (en el sentido más estricto del término) de una relación armoniosa y duradera entre los colombianos.

Sin embargo, se estima que la “etapa final” en la que se encuentra el proceso histórico del conflicto, conocida como periodo de “posacuerdo”, será más larga, costosa y enfrentará mayor número de retos2. Existen varios obstáculos para implementar reformas y medidas que lleven a una profunda transformación del conflicto y que permitan restablecer una verdadera reconciliación nacional (Rojas, 2016). Colombia ha vivido muchos años en guerra y cuenta con una experiencia impar en procesos de paz frustrados. Desde las guerras de independencia nacional, pasando por la guerra de Los Mil Días y La Violencia, hasta el actual proceso de paz, fueron muchas las ocasiones en las que se ha procurado dar fin al conflicto y comenzar una etapa en la cual no aparezcan nuevos brotes de violencia.

El posacuerdo no es una situación en la cual la violencia haya cesado en algún momento en todas las partes del país; consecuentemente, es un proceso que se supone conduzca hacia la ansiada paz. Para las doctrinas de resolución de conflictos, el concepto de posacuerdo remite generalmente a aquel periodo que se inicia con el cese de hostilidades entre las partes previamente enfrentadas (Rettberg, 2002); supone un punto de inflexión, por medio de un proceso de construcción de paz, pero no el fin del conflicto propiamente dicho. El cese el fuego, el desarme y el fin de las hostilidades son las condiciones de posibilidad para enfrentar las causas del conflicto que no fueron resueltas por el camino de la vía armada. En la práctica, la mayoría de los esfuerzos de reconstrucción toman lugar en situaciones en las que el conflicto armado ha disminuido en intensidad, pero continúa recurrente en ciertas zonas del país.

Según los planteamientos de Galtung (1998), para transformar un conflicto es necesario acabar con todos los tipos de violencia (no solo la armada) e iniciar un largo proceso que implica una reconstrucción, una reconciliación y una resolución (“las tres R”). Por estas razones, el ex secretario general de la ONU, Boutros Boutros-Ghali, enfatizaba la necesidad de un nuevo clima institucional para la consolidación de la paz: “vale decir las medidas destinadas a individualizar y fortalecer estructuras que tiendan a reforzar y consolidar la paz a fin de evitar una reanudación del conflicto” (Organización de la Naciones Unidas-ONU, 1992, p. 6).

En efecto, este periodo exige que se lleven a cabo importantes reformas institucionales sobre las estructuras armadas, civiles y militares, involucradas en el conflicto. En este sentido, el periodo actual que vive Colombia es esencial para legitimar la reflexión sobre la trasformación del Ejército, que será más profunda, consistente y permanente si cuenta con la legitimidad de un diálogo abierto con la sociedad colombiana. El prestigio del que gozan las Fuerzas Militares en la actualidad, tanto nacional como internacionalmente, valorizará esta trasformación ante la nueva realidad colombiana y mundial.

Transformación, reconversión o modernización de las Fuerzas Armadas señala un proceso que consiste en un ajuste de la institución militar para atender a una serie de factores, tales como mudanzas en los paradigmas y las agendas de seguridad, los cambios políticos, el orden internacional y regional, los procesos de integración, entre otros (Vela 2002, p. 12)3. La reconversión militar implica transformar las percepciones que las Fuerzas Armadas tienen sobre sus funciones, su misión y su interacción con la sociedad, así como su estructura organizativa.

Según Vela (2002, p. 13), la doctrina es un factor central de este proceso, dado que su matriz axiológica otorga el carácter de cimiento a todo el esfuerzo de redefinición de las relaciones entre sociedad, Estado y Fuerzas Armadas. Justamente, se espera que un proceso de reconversión militar concluya en el momento en que se alcance un verdadero cambio doctrinal, es decir, con la internalización de nuevos valores y normas consonantes con el contexto democrático, por lo tanto, cuando sea constante un cambio cultural en la organización y en el pensamiento estratégico.

Desde una perspectiva más amplia, la reconversión militar hace parte de un proceso de reforma al sector seguridad y defensa (RSD) que, según la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE, 2007), incluye los actores de seguridad centrales (fuerzas armadas, policía, gendarmería e inteligencia); los cuerpos de administración y control (ministerios de defensa, organismos de administración financiera y las comisiones de veeduría ciudadana); las instituciones de justicia y aplicación de la ley y las fuerzas de seguridad no estatales (compañías de seguridad privada, milicias y guerrillas)4.

Principalmente, la RSD está enfocada en la provisión de seguridad estatal y humana en el marco de gobernanza democrática. Según Pinzón (2014), la gobernanza del sistema de seguridad puede ser considerada como el software que permite que la reforma/reconversión de la Fuerza Pública se complete en función del afianzamiento de la democracia y no, principalmente, en función de los intereses corporativos, institucionales y políticos de la Fuerza Pública. En la historia de los países latinoamericanos este software es importante, sobre todo porque el equilibrio entre los requisitos de la democracia y los de seguridad a menudo ha estado en conflicto. La necesidad de proteger a la nación contra la violencia doméstica o las amenazas transnacionales se ha usado una y otra vez para justificar la acción estatal fuera de la ley y las limitaciones a los mismos derechos que afirman proteger (Pion-Berlin y Trinkunas, 2011).

En el momento histórico que vive Colombia es necesario repensar los papeles del Estado, los roles y las misiones de sus instrumentos armados, de modo que sean adecuados a la naturaleza de la nación y estén en concordancia con el sistema democrático, las amenazas no tradicionales y la paz internacional. En ello no se puede perder de vista ni olvidar los contornos constitucionales, doctrinarios, de armamento específico y de preparación —que separan el empleo del monopolio legítimo de la fuerza en su función protectora de la seguridad interior, por un lado, y su empleo externo en su función letal de la defensa—; es necesario avanzar, definiendo papeles, misiones y funciones claras para las Fuerzas Militares y las de Policía, con el fin de atender amenazas no convencionales y actores violentos no estatales que tienen la capacidad de afectar el orden constitucional de un Estado, de regiones y de continentes.

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