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Lo anterior nos obliga a plantear cómo se entiende la profesionalización militar, para lo que hacemos referencia a lo planteado por Huntington (citado en González Anleo, 1998) sobre el paradigma del profesional militar, al cual le asigna cuatro rasgos específicos:

En primer lugar, el conocimiento especializado de la administración de la violencia y de su tecnología, que en la actualidad ha llegado a ser altamente compleja y de inmensas potencialidades destructivas. En segundo lugar, el clientelismo o dependencia de su principal “patrón”, el Estado. En tercer lugar, el fuerte sentido de identidad corporativa, que los separa de los civiles. Intervienen sobre todo tres factores: los militares suelen tener sus propias academias, asociaciones, publicaciones y costumbres; además, la promoción hacia los niveles superiores está reservada, a diferencia de las empresas, a los que empezaron desde el empleo más bajo de oficial; finalmente, sus contactos y amistades informales propenden a quedar dentro de la esfera militar. En cuarto lugar, la ideología de la mentalidad militar, que ya no se centra en los valores guerreros y la glorificación de la batalla —hoy superfluos o limitados— sino en las actitudes de cooperación, subordinación de los motivos individuales a las demandas del grupo y la primacía del orden y la disciplina. (pp. 42-43)

Esto es fundamental, dado que si bien no son los criterios aceptados en la presente investigación (por lo menos a completitud), sí son el referente investigativo en cuanto a la profesionalización militar más aceptado a nivel internacional. No obstante, se consideran limitados en términos analíticos.

Por otra parte, Berrio Álvarez-Santullano (1998) acepta:

[…] definir la profesión militar como la actividad desarrollada por una parte o sector de la sociedad —los militares profesionales— que, tras una específica y profunda preparación, dedica todos sus esfuerzos al estudio, preparación, desarrollo, manejo y consecuencias del uso de las armas con la finalidad de preservar la paz entre las naciones. Para que fuera completa quizá habría que añadir que por su desempeño sus miembros perciben unos emolumentos en consonancia con la importancia de su cometido y el nivel profesional adquirido, máxime cuando por la especificidad de su preparación y la necesaria plena dedicación exigible, dichos conocimientos solo son aplicables en esta profesión. (p. 42)

Con este apartado se busca comprender que la profesionalización de las fuerzas militares depende de sus características contextuales, es decir, de los factores dados en una determinada sociedad.

Debemos concluir este aparte enfatizando la relación intrínseca entre Estado y fuerzas armadas porque:

El monopolio de la legítima coerción se quedaría en mera amenaza potencial si, para su materialización, el Estado no contase con instrumentos adecuados e igualmente legítimos. Es este el problema de los organismos armados del Estado. Las Fuerzas Militares y de Policía no constituyen una realidad externa del Estado, sino que son, por el contrario, su materialización en cuanto fenómeno de fuerza; son los administradores de la legítima coerción y hacen parte, por lo tanto, de la estructura y de la dinámica del Estado. (Atehortúa y Vélez, 1994)

Así, las fuerzas militares son determinantes para la definición de la capacidad del Estado en términos de que su decisión tenga un sustento de la fuerza. Las instituciones castrenses y policiales terminan siendo una forma de materialización del Estado, de concreción de acciones y de respaldo de decisiones.

LA NATURALEZA DE LA GUERRA

Una perspectiva para entrar a abordar el problema de la guerra es partir del fenómeno de la violencia, porque:

[…] la guerra no es sino una de las expresiones de la violencia práctica: la que contribuye al poder político. Yo puedo distinguirla de esa otra violencia práctica que contribuye al poder privado, y de la violencia pasional que expresa las pulsiones del individuo, aún si, como sabemos el saber-hacer político consiste en encadenar al carro de la guerra las violencias prácticas y las violencias pasionales que están activas o latentes en todos los niveles de organización de una sociedad. (Joxe, 1991, p. 219)

Sin duda es imposible definir un concepto de validez universal acerca de la violencia. Todo tipo de aproximación es limitada y parcialmente subjetiva, al estar condicionada por presupuestos dados y por diferentes criterios de aproximación a fenómenos jurídicos, valorativos e institucionales. En principio, podemos señalar con Michaud (1988) que:

Hay violencia cuando, en una situación de interacción, uno o varios actores operan de manera directa o indirecta, inmediata o diseminada, pretendiendo afectar a uno o varios en grados variables, sea en su integridad física, en su integridad moral, en sus posesiones, en sus participaciones simbólicas y culturales.

Lo anterior nos muestra que la violencia puede ser:

• En relación con los actores involucrados: individual o colectiva.

• En cuanto a su origen: una violencia de respuesta o de iniciativa.

• En el quehacer de los destinatarios: puede afectar a la propiedad o a la persona (en sus expresiones individuales o sociales).

• En relación con sus alcances: puede ser contra objetivos específicos o puede extenderse y terminar por envolver a toda la sociedad.

• En cuanto a su distribución temporal: puede ser puntual o diseminada en el tiempo.

• En lo relativo a sus causalidades: puede deberse a pérdida de control o conciencia de los individuos en grupos débilmente socializados, a condicionantes sociales o a utilizar esta como un recurso de poder, como una estrategia a través de la cual un actor pretende derribar la resistencia de su adversario. (Michaud, 1988)

Esta aproximación al concepto de violencia, a nuestro juicio, tiene varias ventajas: 1) involucra los actores de la violencia, que son los elementos subjetivos y dinámicos de esta (es en su proceso de interacción social que la violencia aparece como un recurso); 2) considera los elementos objetivos o más estructurales que están condicionando (no necesariamente explicando o justificando) las prácticas de violencia, es decir, los escenarios en que la violencia se materializa.

Hay una distinción que tiende a ser generalizada, aquella que divide la violencia entre pública (la que involucra a grupos sociales y que está relacionada con el manejo de la sociedad) y privada (la que toca a los individuos personalmente considerados). Dentro de la violencia pública, se considera tradicionalmente la denominada violencia política, la cual:

[…] implica ataques con potencialidad y capacidad destructora llevados a cabo por grupos u organizaciones al interior de una comunidad política y que tienen como adversarios al régimen, sus autoridades, sus instituciones políticas, económicas o sociales y cuyo discurso legitimador pretende estar articulado a demandas sociales, políticas y económicas. (Wieviorka, 1988)

Allí estarían contempladas las diversas modalidades de la violencia política: 1) violencia sociopolítica difusa, 2) violencia contra el poder, 3) violencia desde el poder, 4) guerras civiles, y 5) terrorismo.

Tradicionalmente, la violencia política tuvo su correlato en los denominados delitos políticos, entendiendo por tales los que atentaban contra la estabilidad del Estado, el régimen político, sus instituciones y que se tipificaban en los delitos de rebelión, sedición y asonada. No se podría, en esta perspectiva, considerar como parte de estos aquellos grupos que acuden al uso de métodos delincuenciales con el pretexto de la defensa del Estado, el régimen político o sus instituciones.

Esta distinción conceptual es fundamental, por cuanto establece unos límites acerca de la violencia que es considerada política y éticamente negociable, de aquella otra frente a la cual la única opción que tienen el Estado y sus instituciones es combatirla y someterla al imperio de la normatividad jurídica existente.

Moser (1999) acepta la diferenciación entre tres tipos de violencia, relacionándolas en cada caso con el poder así: 1) política, entendida como actos violentos motivados por el deseo consciente o inconsciente de lograr o retener el poder político; 2) económica, como los actos violentos motivados por el deseo, consciente o inconsciente, de obtener ganancias económicas o lograr retener el poder económico, y 3) social, como aquellos actos violentos motivados por el deseo, consciente o inconsciente, de avanzar socialmente o conquistar o retener el poder social.

Podemos situar la guerra como una de las expresiones de la violencia política. La guerra ha sido objeto de análisis desde diferentes perspectivas y, evidentemente, no es posible encontrar consensos acerca de su entendimiento, aunque podría decirse que “el fenómeno de la guerra entendida como contacto violento a través de la fuerza armada” (Bobbio, Matteucci y Pasquino, 1998) pareciera ser una aproximación lo suficientemente genérica y al mismo tiempo delimitada para establecer un campo de análisis. Por su parte, el profesor Malinowsky define la guerra como un “conflicto armado entre dos unidades políticas independientes por medio de fuerzas militares organizadas y entablado como parte de una política tribal o nacional” (Aron, 1997).

Sin embargo, parece más importante señalar algunas características ligadas a una situación de guerra:

i) Una actividad militar; ii) un elevado grado de tensión en la opinión pública; iii) la entrada en vigor de normas jurídicas atípicas respecto de las que rigen en el periodo “de paz”; iv) una progresiva integración política dentro de las estructuras estatales beligerantes. De este modo, la guerra adopta al mismo tiempo la forma de una especie de conflicto, de una especie de violencia, de un fenómeno psicológico-social, de una situación jurídica excepcional y de un proceso de cohesión interna. (Bobbio et al., 1998)

Por su parte, Clausewitz (1999), el filósofo de la guerra, nos dice que:

La guerra constituye, por tanto, un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad […] la fuerza, es decir la fuerza física (porque no existe una fuerza moral fuera de los conceptos de ley y de Estado) constituye así el medio; imponer nuestra voluntad al enemigo es el objetivo. […] la guerra no constituye simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de esta por otros medios […] el propósito político es el objetivo, mientras que la guerra constituye el medio y nunca el medio cabe ser pensado como desposeído de objetivo. (p. 24)

Esta tesis es controvertida por John Keegan (1995), cuando comienza su obra acerca de la historia de la guerra señalando que “la guerra no es la continuación de la política por otros medios”, e indica también que lo realmente planteado por Clausewitz es que “la guerra es la continuación de la ‘relación política’ ‘con la intrusión de otros medios’”. De esta manera, existe una debilidad teórica en el filósofo de la guerra, dado que configura un problema histórico que puede ser delimitado así:

Sin embargo, en cualquiera de los dos casos, el concepto de Clausewitz es incompleto, pues implica la existencia de Estados, de intereses de Estado y de cálculos racionales a propósito de cómo se deben lograr. Pero la guerra precede a los Estados, a la diplomacia y a la estrategia en varios milenios. (Keegan, 1995)

Esta crítica tiene una amplia aceptación y se encuentra bien fundamentada, dado que, como ya se ha señalado en el texto, la guerra ha precedido a la organización política estatal. Parcialmente en esa misma dirección, Alain Joxe (1991) anota su posición:

La finalidad de la guerra no es siempre una finalidad de Estado, aunque sí es siempre una finalidad política. La guerra de Estado no parece tener sino dos objetivos posibles (al margen de la gloria que el general trata de derivar del éxito): la destrucción total del adversario o su conquista (seducción o sumisión).

De hecho, las guerras contemporáneas parecen ser predominantemente guerras sin Estado. Jean Meyer (2002) nos dice:

Desde antes del final de la Guerra Fría la teoría clásica había empezado a fallar y los conflictos habían tomado formas muy diversas, que no correspondían a la idea del enfrentamiento entre Estados o sociedades por lo que estos percibían como sus “intereses”. Las guerras actuales tienen un perfil radicalmente diferente, sin principio ni fin, a veces sin racionalidad aparente, sin respeto de las “leyes de la guerra”, con una marcada tendencia a disparar más sobre las poblaciones civiles que sobre adversarios armados. Los Balcanes, África, Chechenia, son algunos ejemplos. Afganistán nos lleva además al problema del terrorismo internacional y de la intervención total en nuestro mundo finito.

Luego Keegan (1995) plantea una estrecha relación entre guerra y cultura, precisando que:

La guerra implica mucho más que la política y siempre es una expresión de cultura, muchas veces un determinante de las formas culturales y, en algunas sociedades, la cultura en sí […] la cultura es una fuerza tan poderosa como la política en la elección de los medios bélicos, y en muchas ocasiones más predominante que la lógica política o militar.

No obstante, en el presente texto se hace énfasis en la guerra asociada al Estado, la cual es entendida por un grupo de científicos alemanes que trabajaron en Hamburgo después de la Segunda Guerra Mundial, según lo propuesto por István Kende, a partir de las siguientes cuatro características principales:

• Son conflictos violentos de masas.

• Implican a dos o más fuerzas contendientes, de las cuales al menos una, sea un ejército regular u otra clase de tropas, tiene que estar al servicio del gobierno.

• En ambos bandos tiene que haber una mínima organización centralizada de la lucha y los combatientes, aunque esto no signifique más que una defensa organizada o ataques calculados.

• Las operaciones armadas se llevan a cabo planificadamente, por lo que no consisten solo en encontronazos ocasionales, más o menos espontáneos, sino que siguen una estrategia global. (Waldmann y Reinares, 1999)

Ahora bien, la relación entre guerra y política se expresa a su vez en la dupla diplomacia y guerra, las cuales “son históricamente inseparables, ya que los hombres de Estado siempre han considerado la guerra como el recurso supremo de la diplomacia” (Aron, 1997).

Caillois (1975), en una perspectiva histórica, nos muestra cómo a diferentes tipos de sociedades corresponden distintos tipos de formas de realización de la guerra:

La guerra primitiva está emparentada con la caza: el enemigo es una presa a la que se trata de sorprender. La guerra feudal tiene algo de ceremonia y de juego4: la igualdad de oportunidades se respeta cuidadosamente y se busca una victoria más simbólica que real. Al contrario, en la guerra imperial, la partida no está equilibrada: a decir verdad, es la desproporción misma de los recursos y de armamento lo que define esta clase de conflicto. El mejor apertrechado absorbe al más débil, más que combatirlo. Lo asimila. Su tarea es a menudo más administrativa que militar. Por último, en las guerras entre naciones la igualdad se halla restablecida, pero cada uno de los adversarios se lanza a ella hasta el límite de sus fuerzas y trata por todos los medios de reducir al otro a pedir gracia, de manera que no hay matanza que parezca excesiva o bárbara: la guerra se halla constituida por una sucesión de golpes inmisericordes, de los que se exige únicamente que sean eficaces.

Gérard Chalian (2005), gran especialista francés en cuestiones estratégicas, nos dice:

La guerra no nace de la teoría; al contrario, es esta última la que se esfuerza de derivar enseñanzas y una conceptualización de los conflictos armados. La escuela de la guerra, desde siempre, es ante todo la caza y la experiencia del combate […] se puede hacer la guerra sin pensamiento estratégico verdadero.

Es decir, tenemos cambios en la perspectiva histórica acerca de cómo se hace la guerra, sus ritos y modalidades, pero no de su esencia. Al respecto, Desportes (2000) afirma:

Las vías de la guerra, la “gramática de la guerra”, para adoptar la expresión de Clausewitz, cambia[n] gradualmente, no la naturaleza de la guerra. Ella expresa un acto de violencia organizada, legítima, en la cual la moral, lo mental y lo físico, componen el juego de interacciones múltiples que estructuran la confrontación de Fuerzas Armadas.

Para Philippe Delmas (1996), exasesor del gobierno francés en política militar y de defensa, la guerra está ligada históricamente al problema de buscar y construir un orden político:

El paciente esfuerzo de la civilización jamás consiguió dominar la guerra, y la organización de las relaciones entre las potencias se reduce a la sistematización de la guerra […]. La capacidad de desempeñar un rol en la definición del orden y lograr que sus intereses fueran tomados en cuenta, es decir, reconocidos como importantes por otros países, determinaba el poderío de una nación. (p. 15)

Ahora bien, en el desarrollo de la concepción autoritaria del Estado, la guerra termina convirtiéndose, para sectores en el poder, en la razón de ser fundamental, lo cual puede llevar a darle justificaciones a Estados virtualmente terroristas o a concepciones como las conocidas después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente en América Latina, de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional.

Caillois (1975) reafirma:

La tesis defendida por Ludendorff en La guerre totale, cuando reprocha a Clausewitz el haber subordinado la guerra a la política. Para él, por el contrario, es la guerra la que manda y la que justifica cualquier actividad, cualquier ambición. Ella debe obsesionar al ser humano y suministrarle a la vez “su única pasión, su único deleite, su vicio y su deporte: una verdadera posesión”.

Correlativamente, la paz es percibida solamente como un periodo para la preparación de nuevas fases de la guerra:

En cuanto a la paz, no sirve sino para preparar la guerra […]. La paz debe someterse a los imperativos de la guerra. La guerra es la soberana misteriosa de nuestro siglo, la paz significa solo un simple armisticio entre dos guerras. (Caillois, 1975)

Para el general (r) Paco Moncayo (1995), retomando elementos de distintos autores:

La guerra es la lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación. Un acto de fuerza para obligar al contrario al cumplimiento de nuestra voluntad […]. La guerra es la continuación de la política, con la sola variación de los medios para alcanzar el fin.

En relación con los tipos de guerras, tenemos lo siguiente:

En primer lugar se encontrarían las guerras dirigidas contra el propio régimen, o sea guerras civiles que tienen como finalidad la caída del gobierno establecido y un cambio profundo del orden socioeconómico; en segundo término, las guerras de secesión o desatadas con una finalidad autonomista; tercero, las guerras entre los Estados que se disputan fronteras, recursos naturales o simplemente posiciones de dominio, es decir, las clásicas guerras internacionales; por último, en cuarto lugar, las guerras de descolonización, desarrolladas con la intención de sustraer a un territorio de la soberanía ejercida sobre el mismo por una metrópoli distante. (Waldmann y Reinares, 1999)

El porqué de la guerra es un interrogante que flota permanentemente sobre los analistas políticos y militares; así, evidentemente, encontramos una multiplicidad de respuestas. Philippe Delmas (1996) dice que:

Las guerras pueden obedecer a dos lógicas posibles. Las lógicas de poder, que generan conflictos de soberanía, y las lógicas de sentido, que engendran problemas de legitimidad. Las primeras son las guerras tradicionales de ambición y conquista. Reflejan el deseo de un Estado de apropiarse de parte o de la totalidad de los atributos soberanos de otro: población, territorio, riquezas, etc. […] Las segundas reflejan la dificultad que tienen algunas poblaciones para vivir juntas, o bajo una sola autoridad. (p. 21)

En lo relacionado con las motivaciones que puede tener un Estado para hacer la guerra, lo cual determina a su vez diferentes tipos de guerra, el denominado “científico de la guerra”, el francés Henri Antoine de Jomini (1991), en su obra clásica inicialmente publicada en el siglo XIX, escribe:

Un Estado se ve obligado a hacer la guerra:

Para reivindicar derechos o para defenderlos.

Para satisfacer grandes intereses públicos, como los del comercio, la industria y todo lo referente a la prosperidad de las naciones.

Para ayudar a pueblos vecinos cuya existencia es necesaria para la seguridad del estado o el mantenimiento del equilibrio político.

Para cumplir con estipulaciones de alianzas ofensivas y defensivas.

Para propagar doctrinas, frenarlas o defenderlas.

Para extender su influencia o su poder mediante adquisiciones necesarias para el bien del Estado.

Para salvaguardar la independencia nacional amenazada.

Para vengar el honor ultrajado.

Por afán de conquista o de invadir.

Para el general (r) ecuatoriano Paco Moncayo (1995), hay algunos elementos que permiten explicar el carácter, la complejidad y el tipo de una guerra:

[…] intereses encontrados e incompatibles en diferente grado, dos o más beligerantes, que pueden o no ser Estados, objetivos políticos, medios de fuerza, voluntad del ejercicio violento del poder, causas justificadoras o razones convincentes que, en más de una ocasión, disfrazan la verdadera naturaleza de los objetivos políticos […]. Una guerra solo puede ser total si la contradicción es antagónica, esto es, si está motivada por intereses y objetivos irreconciliables, en los que la misma supervivencia de uno de los actores se percibe que se encuentra en riesgo.

Este recorrido a partir de diferentes posiciones de los autores muestra cómo se ha dado la interrelación entre la política y la guerra, teniendo como una de sus estructuras mediadoras al Estado. Esta dinámica se da de manera histórica y tiene diversas variables que deben ser tenidas en cuenta en el momento de hacer cualquier tipo de acercamiento al objeto de estudio del presente libro.

LA DEMOCRACIA Y LAS FUERZAS ARMADAS

El concepto de democracia encierra una dimensión normativa, del deber ser, y otra de tipo positiva, de las realidades concretas en que se materializa. Ahora bien, la democracia se construye sobre la base del espacio del Estado nacional, aunque los principios democráticos tendieron a expandirse a otros espacios diferentes del Estado (familia, trabajo, educación) (Vargas Velásquez, 2000).

En cuanto al contenido, el discurso democrático pareciera basarse en los dos grandes principios (por momentos tensionantes entre sí), ya considerados como fundamentales desde los clásicos de la política, pero tomados como referentes paradigmáticos por las revoluciones burguesas: la libertad y la igualdad.

Para quienes colocan el énfasis en el primero, la democracia remite, fundamentalmente, al derecho de los individuos de optar libremente (previa la información suficiente sobre las diversas alternativas) por la decisión que consideren más conveniente para organizar su forma de gobierno. Para ellos, la democracia se reclama fundamentalmente del procedimiento. Para los que privilegian el segundo, la democracia remite a priorizar la igualdad en el acceso a la satisfacción de las necesidades y, en esa medida, no hace referencia exclusivamente a lo político, sino a su extensión a otras dimensiones de la vida social.

Para Alain Touraine (1994) hay tres dimensiones de la democracia: “respeto de los derechos fundamentales, ciudadanía y representación de sus dirigentes, que se complementan; es su interdependencia lo que constituye la democracia”. Más adelante, en su obra, plantea el debate entre contenido y forma de la democracia política:

La democracia ha sido definida de dos maneras diferentes. Para algunos, se trata de dar forma a la soberanía popular; para otros, asegurar la libertad del debate político. En el primer caso, la democracia es definida por su substancia, en el segundo, por su procedimiento. (Touraine, 1994)

En este debate, en cuanto a los dos principios fundamentales, entra el rol del concepto de ciudadanía, central respecto al desarrollo de la democracia. Este se modifica a partir de los contextos y está atravesado por múltiples tensiones, como lo anota Sánchez (1999):

[…] debemos cuidarnos de ver la ciudadanía de hoy como producto lineal e inevitable de la ciudadanía de fines de la época colonial […] [porque dentro del desarrollo histórico de la tensión entre libertad e igualdad], una creciente conquista de libertades y derechos civiles no es incompatible con la persistencia de las desigualdades sociales e incluso con su agravamiento.

De acuerdo con lo anterior, la consolidación de la democracia está en estrecha relación con la afirmación de un concepto moderno de ciudadanía asociado al respeto de los derechos, no solo civiles y políticos, sino también de las minorías, entre otros.

Este concepto es la expresión del debate que opone la denominada democracia formal, o la realmente existente en las diversas sociedades, a la democracia sustantiva, o la del deber ser, que por momentos remite a visiones igualitaristas de la sociedad, predicadas en distintos momentos de la historia por diversas corrientes del pensamiento político.

Pero abordar la democracia tan solo desde la dimensión política resulta una mirada estrecha y recortada. Implica solo una dimensión, una manifestación, de la escisión creada entre Estado y sociedad, de la relación de los sujetos sociales con las instituciones estatales. La democracia se puede considerar igualmente en sus dimensiones económicas y sociales, incluyendo la dimensión de lo cotidiano (Vargas Velásquez, 1993).

Las prácticas políticas de los actores sociales están ligadas a un sistema social determinado y, por lo tanto,

[…] la democracia no es solamente una forma o un sistema de gobierno, sino el producto de una relación entre un sistema de gobierno y un tipo de sociedad: relación cambiante, proceso que responde, entre otros, a una concepción del hombre social que evoluciona y se modifica ella también. (Debuyst, 1987)

Adicionalmente, la reproducción de una sociedad implica una perduración en el tiempo de los sujetos sociales, lo cual quiere decir que todos tienen acceso a los bienes necesarios para su proceso reproductivo, lo que se relaciona con el concepto de democracia en su dimensión más económica: es la expresión de otra tensión relacionada con el debate acerca de la democracia, la que opone la democracia política a la denominada democracia social. Con Norberto Bobbio podríamos afirmar, en la perspectiva de ampliar la democracia más allá de lo considerado como tradicionalmente “político”, lo siguiente:

Tras la conquista del sufragio universal, si se puede aún hablar de una extensión del proceso de democratización, esta se debería encontrar no tanto en el tránsito de la democracia representativa a la democracia directa —como suele creerse en general— cuanto en el tránsito de la democracia política a la democracia social […]. Cuando se quiera saber cuál ha sido el desarrollo de la democracia en un determinado país, se debería comprobar si ha aumentado o no el número de aquellos que tienen derecho a participar en las decisiones que le afectan, sino en los espacios en que pueden ejercer este derecho. (Bobbio, 1985)

Hay dos grandes propuestas, desde el punto de vista procedimental, para hacer referencia al problema de la democracia como expresión de las relaciones sociedad-Estado, aunque en la realidad del funcionamiento de las sociedades ninguna opera como tal en forma pura, y tienden más bien a presentarse múltiples combinaciones de estas. Nos referimos, por una parte, a la denominada democracia de mayorías y minorías y, por otra, a la consensual; el analista político norteamericano Robert Dahl (1988) denomina “democracia populista” el primer caso y “democracia madisoniana” el segundo.

Desde el punto de vista procedimental, hay un debate entre las dos vías consideradas como democráticas: la de mayorías y minorías, que se expresaría en sistemas de gobierno del tipo “gobierno-oposición”, pero que según algunos analistas puede transformarse en una “dictadura de las mayorías” que atropelle los intereses de las minorías; y la democracia denominada “madisoniana” o consensual, con fuerte presencia en los discursos contemporáneos y que tiene el riesgo de caer en lo que James Petras denomina el principio totalitario del unanimismo o que bien puede derivar en una “dictadura de las minorías” o en un mecanismo de entrabe para la toma de decisiones.

Touraine (1994) se posiciona en una perspectiva cercana a la de Robert Dahl cuando afirma:

La democracia es el régimen donde la mayoría reconoce los derechos de las minorías, porque ella acepta que la mayoría de hoy puede transformarse en minoría mañana y estar sometida a una ley que representará intereses diferentes de los suyos pero que no le impedirá el ejercicio de sus derechos fundamentales. (Touraine, 1994)

Ligada a la anterior discusión se encuentra la relativa a la democracia representativa y la participativa. Este debate puede llevar a una subvaloración de la representación en la medida en que se consideraría que todas las decisiones (o por lo menos la mayoría de estas) son susceptibles de ser tomadas directamente por los ciudadanos, e igualmente puede llevar a una sobrevaloración e institucionalización de la participación. Sin embargo, otros analistas, con base en algunas experiencias históricas, afirman tajantemente que:

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