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Lo fantástico en el siglo XX

La discusión en torno a los cambios que ocurren en el relato fantástico durante el siglo XX, se suscita a partir de la ya conocida polémica afirmación de Todorov acerca de la imposibilidad de la existencia de una literatura fantástica por el hecho de haber perdido “la función social que tuvo en el siglo XIX, manifestada a través del tratamiento de temas tabú, puesto que gracias al psicoanálisis estos temas han perdido tal consideración, por lo cual dicho género ha dejado de ser necesario: [en palabras de Todorov] «la literatura fantástica no es más que la mala conciencia de ese siglo XIX positivista» (Roas, p. 33). Roas, por otra parte, señala la importancia que tuvieron los relatos de Franz Kafka –y, en particular, La metamorfosis– en la demarcación de los cambios que ocurrieron en el modo fantástico y cómo estos indujeron a los críticos a reformularlo28. Para él, sin embargo –en contraste con las afirmaciones de críticos como Jaime Alazraki (1983) o el propio Todorov– la gran diferencia que se establecería entre la literatura fantástica del siglo XIX y la del XX se explicaría de otro modo:

[...] la literatura fantástica contemporánea se inserta en la visión posmoderna de la realidad, según la cual el mundo es una entidad indescifrable. Vivimos en un universo totalmente incierto, en el que no hay verdades generales, puntos fijos desde los cuales enfrentarnos a lo real: el «universo descentrado» al que se refiere Derrida. No existe, por lo tanto, una realidad inmutable porque no hay manera de comprender, de captar qué es la realidad. Y esa idea da la razón, en parte, a Todorov y a Alazraki al postular la imposibilidad de toda transgresión: si no sabemos qué es la realidad, ¿cómo podemos plantearnos transgredirla? Más aún, si no hay una visión unívoca de la realidad, todo es posible, con lo cual tampoco hay posibilidad de transgresión. (p. 36)

Esta posición, sin embargo, no excluye la posibilidad de la existencia de “la dicotomía normal/anormal sobre la que se basa todo relato fantástico” (Roas, p. 37), porque la transgresión sigue siendo posible en la medida en que subvierte las leyes físicas sobre las cuales se organiza nuestro mundo. Por ello, Roas concluye diciendo que:

lo que caracteriza a lo fantástico contemporáneo es la irrupción de lo anormal en un mundo en apariencia normal, pero no para demostrar la evidencia de lo sobrenatural, sino para postular la posible anormalidad de la realidad, lo que también impresiona terriblemente al lector: descubrimos que nuestro mundo no funciona tan bien como creíamos, tal y como se planteaba en el relato fantástico tradicional, aunque expresado de otro modo. (p. 37)

Como puede comprobarse, desde los inicios del siglo XX el modo de lo fantástico desarrolla una funcionalidad distinta a aquella propia de los relatos del siglo precedente que responde al influjo creciente del desarrollo de nuevas formulaciones provenientes de las ciencias (la teoría de la relatividad, el psicoanálisis, por citar solo algunas) que contribuyeron, entre otros factores, a la reestructuración de la subjetividad y a la relación del individuo con su entorno o lo que algunos críticos señalan como la crisis de la noción del individuo29. El relato fantástico a partir de entonces –en palabras de Bessière– “desmantela la sintaxis misma del comportamiento humano e implica que el actuar no sea más percibido como la prueba del poder individual eficaz o ineficaz sino como aquello que le ocurre al sujeto”30, de esta manera, “el mundo de lo humano se convierte en uno en el que reina la contingencia” (p. 237). Como ya se ha visto, desde sus orígenes lo fantástico formula una noción del tiempo como un “eterno retorno” por oposición al devenir lineal y progresivo de la novela, noción que a su vez conduce a un “nuevo status de la objetividad y la realidad” (p. 239). En el mundo descentrado y escindido de la posmodernidad, el relato fantástico reactualiza su vigencia en virtud no únicamente de las nuevas condiciones sociales e históricas y modos de conocimiento que nutren la experiencia del hombre del siglo XX –y XXI, habría que agregar– sino también en función de aquellos modos operativos que lo convirtieron en una poderosa herramienta de ficcionalización en el contexto de la modernidad. Es probablemente en base a estos signos inequívocos que radique su versatilidad y funcionalidad para representar las contingencias siempre cambiantes del mundo en el que nos constituimos como sujetos.

Referencias

Bal, M. (1992). Narratology. Introduction to the theory of narrative. Christine van Boheemen (Trad.). Toronto: University of Toronto Press.

Berman, M. (1988). Baudelaire: el modernismo en la calle. En Andrea Morales Vidal (trad.). Todo lo sólido se desvanece en el aire: La experiencia de la modernidad (pp. 129-173). México: Siglo XXI.

Bessière, I. (1974). Le récit fantastique: la poétique de l’incertain. Paris: Librairie Larousse.

Ceserani, R. (1999). Lo fantástico. Juan Díaz de Atauri (Trad.). Madrid: Visor.

Estébanez Calderón, D. (2004). Breve diccionario de términos literarios. Madrid: Alianza Editorial.

Jackson, R. (1986). Fantasy. The literature of subversion. London, New York: Routledge.

Oliveras, E. Estética. (2005). La cuestión del arte. Buenos Aires: Planeta.

Reisz, S. (1986). Literatura y ficción. Teoría literaria. Una propuesta. Lima: Fondo Editorial PUCP.

Roas, D. (2001). La amenaza de lo fantástico. En David Roas (Int., Comp., Bibliog.). Teorías de lo fantástico (pp. 7-44). Madrid: Arco Libros.

Todorov, T. (2006). Introducción a la literatura fantástica. Elvio Gandolfo (Trad. y prólogo). Buenos Aires: Paidós.

Primera parte

Claves secretas del romanticismo en la narrativa de Clemente Palma

José Güich Rodríguez

Las noticias críticas sobre Clemente Palma no han sido precisamente copiosas en los estudios literarios peruanos. En general, es sabido que por varias décadas la narrativa fantástica escrita en el país se mantuvo apenas como una referencia lateral en la mayor parte de manuales o de panoramas históricos1. No fue tema central y esa situación se reflejó en su existencia al margen de los circuitos oficiales o hegemónicos dominados por la llamada “academia”.

Es obvio que en gran medida aquello afectó al conocimiento cabal o profundo de un escritor de intensa actividad periodística y universitaria entre fines del siglo XIX e inicios del XX; a eso se suman los lazos familiares: como hijo del gran tradicionista, la tendencia natural del sistema literario –salvando excepciones– fue reducir o silenciar su importancia, a la sombra del que es considerado uno de los más importantes autores peruanos de todas las épocas.

Gabriela Mora (2000) propone explicaciones que van desde la truculencia o crudeza de los temas abordados por el escritor, hasta la animadversión por parte de los críticos posteriores a propósito de los juicios de Clemente Palma en torno de autores capitales como César Vallejo (pp. 24-25), cuyos aportes al género son analizados por Alejandro Susti dentro de los alcances de este trabajo.

Por otro lado, resulta paradójico que para quienes se aventuraron a explorar el desarrollo del género en el Perú, la génesis de tal proceso sea Ricardo Palma, como apunta Elton Honores en la introducción a La estirpe del ensueño, antología elaborada por Gonzalo Portals Zubiate (2007):

El género fantástico peruano, salvo excepciones, no ha sido mayoritariamente objeto de interés dentro de los estudios literarios. Sin embargo, tanto Mauren Ahern (1961) como Tauzin Castellanos (1999) señalan el punto de partida del género fantástico en las primeras tradiciones de Ricardo Palma, que desarrolla a mediados del siglo XIX. (p. 31)

El primer estudioso del género que intenta un abordaje con sustento teórico fue Harry Belevan, como ya se ha expresado en el panorama introductorio que antecede a estas páginas. Su Antología del cuento fantástico peruano (1977) incluye dos informados estudios que preceden a la muestra en sí2. Según Belevan, por un lado, “prácticamente todos los estudiosos han coincidido en señalar que no existe una tradición fantástica peruana” (p. XLVII). Para el escritor, esto invalidaría la necesidad de una antología semejante.

En cuanto a Clemente Palma, basándose en diversos críticos (Oviedo, Carrillo), Belevan (1977) incide en el hecho de que se trata del iniciador de la literatura fantástica propiamente dicha en el Perú (p. XLVII). De otro, el mismo Belevan defiende la existencia de esa tradición, no formada por casos aislados, sino definible (p. XLVIII): “[...] es factible referirse, dentro de nuestra literatura, a una narrativa fantástica que se inicia, efectivamente, con Clemente Palma y que marca nítidamente una sincronía generacional [...]” (p. XLVIII). Al margen de la validez de los juicios de Belevan en torno del concepto de tradición y de sus requisitos (críticos jóvenes como Honores son más cautos), el consenso es casi unánime respecto al carácter pionero o fundacional del autor de Cuentos malévolos (1904), Historias malignas (1925) y la novela de ciencia ficción XYZ (1934).

Otro esfuerzo sistemático (y quizá el más reciente) por establecer la posición de Clemente Palma en el marco de la literatura peruana y en especial, dentro de las corrientes modernistas, es el de Ricardo Sumalavia. Se trata del amplio estudio preliminar a la Narrativa completa de nuestro autor (2006), titulado “Clemente Palma y el modernismo peruano. La búsqueda de un ideal”. Sumalavia propone una caracterización del modernismo peruano a la luz de una serie de consideraciones y juicios canónicos, como los de Sánchez, Escobar, Oviedo o Delgado. Este, por ejemplo, sostiene que Clemente Palma pertenece, como rara avis, a una vertiente arielista, la más cercana a Rubén Darío en poesía y a José Enrique Rodó en prosa3. Otros escritores de ese perfil son Víctor A. Belaunde, Ventura García Calderón, José Gálvez y Luis F. Cisneros, entre otros (p. 4).

A manera de una ampliación de estas consideraciones, es claro que el Modernismo suele percibirse o construirse de un modo reduccionista y estereotipado, como una versión hispanoamericana de usos literarios europeos, por ejemplo, el parnasianismo o el simbolismo, o las tendencias decadentistas y góticas tan en boga desde mediados del siglo XIX hasta inicios del XX. Estos, a su vez, se consideran tributarios de la influencia que ejerció el norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) en Francia, donde fue traducido y difundido por Charles Baudelaire, el autor de Las flores del mal, libro de fundación en varios sentidos.

Lo que suele ser poco examinado por la crítica especializada es la raíz esencialmente romántica (en tanto actitud estética y filosófica) del Modernismo hispanoamericano; el Romanticismo alimentó también a sus antecesores inmediatos, como al ya citado Baudelaire, lo mismo que a Rimbaud o Mallarmé. Y de modo específico, tampoco se ha subrayado cuánto de esa tradición subsiste en la narrativa fantástica que se desarrolló con abundancia en los sucesivos períodos de la explosión modernista en nuestro continente.

Ya Octavio Paz (1974) había llamado la atención sobre tales cuestiones, aduciendo que la corriente modernista –complejo producto de la asimilación en nuestros países de las tendencias cosmopolitas de una Europa sometida a grandes transformaciones sociales, económicas y culturales– era, en realidad, nuestro “Romanticismo”. Según esta perspectiva, fue la primera vez que el continente producía una literatura que no fuese mero eco de lo impuesto por los centros hegemónicos de la inteligencia occidental:

El modernismo fue la respuesta al positivismo, la crítica de la sensibilidad y el corazón –también de los nervios– al empirismo y el cientificismo positivista. En este sentido su función histórica fue semejante a la de la reacción romántica en el alba del siglo XIX. El modernismo fue nuestro verdadero romanticismo y, como en el caso del simbolismo francés, su versión no fue una repetición, sino una metáfora: otro romanticismo. (p. 126)

La idea de Octavio Paz deviene en inmejorable punto de partida para lo que abordará este trabajo, aunque podría dar pie a más de un problema de enfoque. Si el Modernismo de José Martí, Rubén Darío o Leopoldo Lugones fue, en cierta medida, nuestro Romanticismo (experimentado hasta entonces solo como una copia impostada o artificiosa, en líneas generales, salvo contadas excepciones), ¿contra qué se habrían alzado esos escritores finiseculares, dada la impronta cuestionadora y parricida que, desde fines del siglo XVIII e inicios del XIX –en países como Alemania e Inglaterra–, había objetado la razón y las formas de vida burguesa para proponer otra sensibilidad, más intuitiva y abierta a los dominios de lo irracional? ¿Los mismos factores que dieron vida a los románticos alentaban a los modernistas de Hispanoamérica a recorrer los mismos caminos? ¿No habían sido los creadores románticos cultores sin discusión de casi todos los temas y búsquedas que el Modernismo anunciaba como novedad o como un espíritu distinto de un estado de cosas anterior? ¿El germen del decadentismo y de lo gótico que tanto entusiasmaba a buena parte de los modernistas no se encuentra ya anunciado en los románticos?4

Estudiosos como el colombiano Rafael Gutiérrez Girardot (2004) postulan vías alternas para entender esa relación, por lo general tan poco atendida, entre el Modernismo y otros apartados de la historia de la literatura sostenidos por principios análogos. Comentando las ideas de Ricardo Gullón respecto a la heterodoxia y la disidencia de los escritores de esta tendencia, Gutiérrez Girardot formula una interrogante que dialoga con las observaciones de Octavio Paz:

[...] ¿no cabe preguntar entonces si esa caracterización supuestamente específica del Modernismo hispano (incluido el 98) no es también la de movimientos modernos como el Sturm und Drang, la Joven Alemania, el expresionismo alemán, el romanticismo inglés de un Coleridge, la actitud de Baudelaire, las de D’Annunzio y Marinetti, y la del voluble padre romántico de la literatura moderna, Friedrich Schlegel? (p. 27)

Habría, por lo tanto, un espíritu que se remonta hasta la crisis del racionalismo de fines del siglo XVIII y que se ha manifestado sin interrupciones incluso hasta las vanguardias del siglo pasado. El Modernismo, pese a algunas marcas que lo individualizarían o le conferirían cierta especificidad, estaría inscrito en esa dinámica que precisamente Octavio Paz calificó como “tradición de la ruptura”.

Retornando a Clemente Palma, autor que hoy es reconocido como el fundador de la narrativa fantástica peruana dentro de los lineamientos modernistas casi sin oposición. Sin embargo, un atento examen de sus relatos más canónicos podría cuestionar la noción de que su poética de lo fantástico corresponde a otra sensibilidad, menos articulada en torno de las líneas centrales de registros modernistas de lo que parece indicar el consenso, como sugiere Irmtrand König.

Para esta investigadora, citada por Juana Martínez Gómez (1992) en el ensayo “Intrusismos fantásticos en la narrativa peruana”, Clemente Palma sería el menos modernista de su generación, por cuanto su experiencia de lo fantástico es afín a tratamientos o imaginarios propios del romanticismo, precisamente la escuela que hizo posible el surgimiento de la literatura gótica y preludió al decadentismo (dos vertientes de gran significación no solo para la obra de Clemente Palma, sino para otros escritores con quienes compartió el escenario): “Sus cuentos expresan una relación con el mundo que en su desgarramiento y enmascarada melancolía corresponde más a la conciencia romántica [...] que a la conciencia moderna finisecular, tal como se manifiesta en los máximos exponentes del modernismo hispanoamericano” (p. 147).

Si bien es cierto que el Modernismo pretendía tomar distancia crítica de algunas de las directrices románticas (quizá, desde la visión de sus agentes, superadas, porque el marco histórico y cultural que les dio vida ya se había modificado), como propone Gabriela Mora en uno de los pocos estudios sistemáticos sobre la obra de Clemente Palma (Mora, 2000, p. 16), también es factible comprobar que la escritura de relatos fantásticos en este autor se sustenta en tópicos y atmósferas establecidas con claridad dentro del sistema literario por décadas y que no eran exclusivo dominio de las tendencias contemporáneas.

“La Granja Blanca” (1904)

El relato “La Granja Blanca”, uno de los más conocidos de su autor y publicado inicialmente en El Ateneo de Lima (1900), formó parte de la primera colección de Clemente Palma, Cuentos malévolos, que apareció, con prólogo de Miguel de Unamuno, en 1904. Su título original fue “¿Ensueño o realidad?”, como si el autor quisiera advertir desde el inicio que se trataba de un relato donde ambas instancias se entrecruzaban o creaban un universo sometido a la ambivalencia.

La frase, luego modificada, es probablemente una de las primeras claves que darían razón a la postura de König, opuesta a la mayoría de críticos o antologadores, como Harry Belevan (1977), quien sostiene que Clemente Palma es “seguramente el máximo exponente del modernismo en el Perú, por el cuidado del lenguaje y la elaborada ambientación temática en donde se alimenta el barroquismo de su escritura fantástica” (p. 4).

El cuento tiene como eje a una pareja de jóvenes enamorados (primos entre sí) quienes, sujetos a las convenciones rigurosas de la época, viven una pasión contenida a la espera de la formalización que implica el vínculo matrimonial. Sin embargo, el relato no muestra de inmediato estos hechos, sino que se inicia con una digresión. Esta delata el aprendizaje de la poética de Poe por parte de Clemente Palma; se trata de una especie de introducción o presentación de ciertas ideas que más tarde serán planteadas en el desarrollo narrativo:

¿Realmente se vive o la vida es una ilusión prolongada? ¿Somos seres autónomos e independientes en nuestra existencia? ¿Somos efectivamente viajeros en la jornada de la vida o somos tan solo personajes que habitamos en el ensueño de alguien, entidades de mera forma aparente, sombras trágicas o grotescas que ilustramos las pesadillas o los sueños alegres de algún eterno durmiente? Y si es así, ¿por qué sufrimos o gozamos por cuenta nuestra? Debiéramos ser indiferentes e insensibles; el sufrimiento o el placer debieran corresponderle al soñador sempiterno, dentro de cuya imaginación representamos nuestro papel de sombras, de creaciones fantásticas. (p. 123)

Estamos ante una suerte de “exposición de motivos” inserta en una conversación sostenida entre el protagonista (narrador autodiegético) y su viejo maestro de filosofía. Muy seguro de sí, el discípulo cuestiona las ideas de Kant respecto a la representación defectuosa o inexacta de la realidad; para el joven, no existe el mundo real, puesto que vivimos en un mundo intermedio del ser colocado entre la nada, inexistente, y la realidad, también inexistente: somos un acto de imaginación de una entidad eterna.

Al final del segmento, se produce una anticipación en torno de las experiencias del protagonista, quien desliza el dato de que su maestro cambiará de parecer a propósito de algunas circunstancias particulares que serán conocidas con posterioridad. La indeterminación acerca de cuándo se produce este diálogo (si antes o después de los sucesos principales) fortalece ese tono racional o de especulación hollado por una impronta fantasmagórica. El fragmento digresivo constituye, a su vez, una llamada de atención sobre lo que sobrevendrá y que, por ahora, quedará en suspenso.

Las preocupaciones sobre el sueño y la vigilia constituyen uno de los núcleos hegemónicos en la obra de los escritores románticos. En gran medida, las formulaciones del protagonista de “La Granja Blanca” coinciden con las exploraciones y reivindicación del inconsciente por parte de escritores alemanes como Jean Paul, Novalis, Hölderlin o Hoffmann. Estudiosos como Albert Béguin, en libros capitales como El alma romántica y el sueño, han establecido una línea continua que se extiende desde esos autores de la primera hora del Romanticismo hasta los poetas franceses que también hallaron en la noche y en las imágenes oníricas una poderosa fuente de inspiración. Incluso, Béguin (1996) desplaza más lejos en el tiempo esas obsesiones:

Si es exacto que los románticos renovaron profundamente el conocimiento del sueño y le dieron un lugar privilegiado, se cometería un error de perspectiva al suponer que fueron los primeros en interesarse por él y en hacerlo objeto de estudios psicológicos. (p. 25)

Iniciada la historia, sabemos que el vínculo de los enamorados se ha solidificado con el tiempo, incentivado por la muerte de los padres del protagonista. La relación es pedagógica, en tanto se insiste en el hecho de que uno es maestro del otro. Eso ha determinado el surgimiento de una comunión de almas que también puede concebirse a la luz de otras ideas románticas, sobre todo aquellas tendientes a buscar y revelar una armonía entre el ser humano y el cosmos.

Chopin y Beethoven, emblemáticos compositores del sentimiento romántico por antonomasia, son los favoritos de la pareja y operan como telón de fondo en sus conversaciones de manera permanente. La autorreferencia acerca de una tragedia que se avecina, oculta por las experiencias de un sentimiento idealizado, funciona como mecanismo prospectivo; el narrador-protagonista halla estos anuncios nefastos en las situaciones más serenas y contemplativas.

También es posible rastrear esas marcas propias de la sensibilidad romántica en la descripción que el narrador hace de Cordelia, a quien representa como “alta, esbelta, pálida, sus cabellos abundantes, de un rubio de espigas secas, hacían contraste con el rojo encendido de sus labios y el brillo febril de sus ojos pardos” (p. 126). Ello contrasta con la premonición del fin de la vida que el narrador contempla en la belleza de Cordelia. Percibe en ella “un hálito impalpable de la muerte” (p. 126), y calza esta obsesión con un cuadro flamenco descubierto en la catedral cercana, que representa la resurrección de la hija de Jairo.

El personaje de la pintura se parece mucho a Cordelia, lo que ampara las reflexiones del narrador a propósito de cómo la belleza de un ser, en la plenitud de sus fuerzas, oculta las semillas de la muerte (la correspondencia con el sueño se evidencia aquí: es un estado semejante al de la muerte por cuanto implica una suspensión momentánea de la existencia). Por otro lado, también es una prefiguración de la dualidad o de la alteridad. El narrador-protagonista vuelve a fijar una pista que paulatinamente llevará al lector al desenlace y a una interpretación posible de los extraños acontecimientos.

La llamada “Granja Blanca”, una propiedad campestre ubicada en una geografía no identificada, se convertirá en el locus amoenus y escenario del amor de la pareja, pero también en una imagen invertida, es decir, del infierno y de la muerte. Es en realidad un palacio erigido en medio de un bosque, heredado por el narrador y a donde se dirige junto con Cordelia para contar con alguna privacidad y vivir cerca de la naturaleza. Cada cuatro meses se instalan en ese paraje que nadie ha habitado por doscientos años. Los acompaña el maestro de filosofía que aparece en la digresión del inicio.

Tal como sugiere König, la imagen del lugar se construye sobre la base de una sensibilidad que remite al espíritu romántico anterior a las concepciones del decadentismo de fin de siglo. Será el territorio o plano intermedio al que alude el protagonista del relato en la larga digresión del comienzo a propósito de las posturas de Kant. En efecto, la “Granja Blanca” se convertirá en una proyección “concreta” de las intuiciones que animan al protagonista: el ser humano habita en un puente entre la Nada y la Realidad.

Es el espacio donde el amor apasionado entre los protagonistas genera un mundo no sometido a la urbanización ni a las preocupaciones vulgares de la existencia cotidiana. Está detenido en el tiempo; es una suerte de Arcadia donde la pareja elude las miradas extrañas o censoras. Las anticipaciones respecto de la muerte se acrecientan, pues luego de besar a Cordelia, quien busca momentos propicios para esos encuentros, tiene la impresión de “haber besado los sedosos pétalos de una gran flor de lis nacida en las junturas de una tumba” (p. 129).

Este particular tratamiento acerca de la relación del hombre con el entorno natural y la recuperación de un paraíso coincide con lo expresado por Octavio Paz (1974) que, pese a centrar sus propuestas en torno de la poesía, también resulta pertinente en relación a ciertas exploraciones del romanticismo presentes en la narrativa modernista:

La superioridad de lo natural reposa en su anterioridad: el primer principio, el fundamento de la sociedad, no es el cambio ni el tiempo sucesivo de la historia, sino a un tiempo anterior, igual a sí mismo siempre [....] La nostalgia moderna de un tiempo original y de un hombre reconciliado con la naturaleza expresa una actitud nueva. Aunque postula como los paganos la existencia de una edad de oro anterior a la historia, no inserta esa edad dentro de una visión cíclica del tiempo; el regreso a la edad feliz no será la consecuencia de la revolución de los astros, sino de la revolución de los hombres. (pp. 58-59)

La influencia de ese espacio de la ambigüedad –limbo donde las leyes de la lógica parecen anularse e impulsar los acontecimientos fatídicos– será determinante para la edificación de la peripecia fantástica, pues se encuentra regido por fuerzas inescrutables que el sujeto y la razón jamás descifrarán y que subvierten de manera dramática el curso normal de los sucesos.

Eso se evidencia a partir de la cuarta sección del texto. Un mes antes de la boda, el narrador buscará a Cordelia para efectuar la última visita a la Granja Blanca antes de la ceremonia. La fractura de esta atmósfera paradisiaca se produce con la enfermedad repentina de la muchacha, aquejada de malaria. La aspiración a un mundo no contaminado por las angustias o los pesares que los personajes desplegaron a lo largo de las primeras estancias en el palacio, ahora reconstruido y habitable, sufre un golpe contundente.

Este choque propicia el primer giro dramático de la historia, que a partir de entonces se tornará más incierta, morbosa y oscura. Las palabras del narrador innominado grafican el estallido de ciertas pulsiones respecto de la inminencia de la muerte. Quiere neutralizar ese peligro, anulando la frontera entre lo sagrado y lo profano. Estamos ante un “pacto fáustico” implícito, apenas anunciado en el estado febril en que vive el protagonista:

La más espantosa angustia se apoderaba de mí al oírla delirar con la Granja Blanca. Las maldiciones y las súplicas, las blasfemias y las oraciones se sucedían en mis labios, demandando la salud de mi Cordelia. Diéramela Dios o el diablo, poco me importaba. Yo lo que quería era la salud de Cordelia. La habría comprado con mi alma, mi vida y mi fortuna; habría hecho lo más inmundo y lo más criminal. (p. 130)

El protagonista acompañará a Cordelia en ese trance, hasta que un día, sin mediar una explicación más sustanciosa, se anuncia el fallecimiento de la muchacha. En este instante, de modo imperceptible, el relato se desarrolla en un plano donde tanto el sueño (realidad alternativa) como el tema del doble –recurrentes elaboraciones románticas– articularán una unidad narrativa manejada dentro de los alcances propios de las correspondencias o analogías tan caras a la cosmovisión romántica, como el ensayo de Paz (1974) también propone:

La creencia en la analogía universal está teñida de erotismo: los cuerpos y las almas se unen y separan regidos por las mismas leyes de atracción y repulsión que gobiernan las conjunciones y disyunciones de los astros y de las sustancias materiales. (p. 101)

El desmayo del personaje y la recuperación de la conciencia ante lo terrible de esa noticia fungen de puente hacia el mundo “soñado” que su horror a la pérdida forjará; esta es una posible interpretación de la historia. Al despertar, corre desesperado a la casa de Cordelia. Una engañosa normalidad, signada por la aparición de la madre de su prometida, parece derivar los hechos por los cauces en apariencia correctos, donde nada que altere ese estado de inmersión en lo arcádico logre prevalecer o triunfar.

El matrimonio se lleva a cabo, como estaba previsto, y la pareja se traslada a la Granja Blanca. El protagonista, a raíz del pacto luciferino firmado sin medir las consecuencias o sin reparar en ello, ha perpetrado un simulacro que se irá revelando gracias a indicios hábilmente dosificados; logra, por lo tanto, anular las fronteras entre lo real y lo imaginario (nueva referencia al exordio o digresión del principio), porque es incapaz de aceptar la terrible pérdida y se ha rebelado ante ella, haciendo prevalecer categorías que también son una manifestación del espíritu prometeico del romanticismo temprano, tan bien explorado por Carlyle en Los héroes5.

La corporeidad de esa simulación ha llegado a tal punto de “verosimilitud” que engendrará una niña con la segunda Cordelia, antes de que ella se extinga definitivamente, luego de una serie de episodios de marcadas resonancias eróticas con visos de vampirismo y satanismo. Ella, ser sin nombre (como el padre-narrador), nacida al final del primer año en la Granja Blanca, es una continuidad, una suerte de clon demoníaco que prolonga la existencia de Cordelia más allá de las dos muertes sufridas por este personaje: la primera, real; la segunda, una réplica de la anterior. Transcurrido otro año, la realidad paralela que sirvió de marco a la plenitud del vínculo amoroso (que fusiona cuerpo y alma, como correlato de la búsqueda de la unidad perdida) empezará a ser amenazada por el mundo exterior que ha seguido su curso, de acuerdo con sus propias leyes.

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9789972453656
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