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Referencias

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Abraham Valdelomar y lo fantástico: una identidad esquiva

Carlos López Degregori

¿Quién fue Abraham Valdelomar? En la fotografía más conocida que se ha conservado de él aparece con anteojos, elegantemente vestido y con una mirada que elude al fotógrafo y al espectador. Parece que el foco de atención se fijara en un lugar distante y desconocido. Son los ojos de alguien que está buscando y tal vez esa sea la actitud que mejor caracteriza la existencia y la obra de Pedro Abraham Valdelomar Pinto (1888-1919).

Luis Loayza (1974) ha definido, con la exactitud que le es habitual, esa identidad contradictoria de Valdelomar:

En casi toda la obra de Valdelomar se advierte su gran atención al efecto sobre el público limeño, de tan limitada capacidad crítica. Eguren había escrito como si el público no existiera; Vallejo, en Trilce, rompería con el buen gusto y se encerraría en un hermetismo áspero. Valdelomar, en cambio, quería seducir a sus lectores y si a veces los exasperaba era para seducirlos mejor. Esto explica su curiosa falta de unidad: de un lado pretende ser un dandy, alejado de todo sentimiento de multitud, de otro es un patriota encendido que predica a los niños el amor a la bandera. Pasa con soltura del amoralismo refinado a la religión sencilla de la gente de campo. Escribe leyendas incaicas, cuentos satíricos o fantásticos, poemas que quieren ser muy modernos y a veces son solamente (con cierto retraso) modernistas, una novela histórica, un libro sobre toros. Casi siempre fracasa, no por falta de talento, sino por inmadurez. Sus errores son los de muchos jóvenes que luego llegan a ser buenos escritores: defectos y excesos de estructura (al mismo tiempo falta de desarrollo y deseo de decirlo todo, de no dejarse en el tintero ninguna idea o frase ingeniosa), influencias mal asimiladas, estilo que se mueve entre el efectismo esteticista (esa prosa abrumada de lujos que entonces pasaba por buena literatura) y el descuido. (pp. 153-154)

Esta pluralidad e irregularidad se manifiesta también en las incursiones fantásticas del escritor. Por ello, he elegido tres relatos (“Los ojos de Judas”, “El beso de Evans” y “Finix desolatrix veritae”) que encarnan rostros distintos. En ellos coexisten el dandi cosmopolita, el escéptico desencantado y el adulto que rememora la arcadia perdida de la infancia. Los tres exploran posibilidades formales diferentes, pero poseen el privilegio y el logro de la expresión.

El fin de la inocencia

Al igual que “El caballero Carmelo” o “El vuelo de los cóndores”, “Los ojos de Judas” es un relato que diluye las fronteras entre lo autobiográfico y lo ficcional. Varios de los personajes están tomados directamente del núcleo familiar y los hechos se sustentan en hechos vividos directamente por el autor. En ellos el narrador es el adulto que trata de recuperar ciertas experiencias vividas en la infancia a través de la mirada del artista que ha madurado en las coordenadas del esteticismo y que ahora puede revivir el paisaje, ciertos personajes entrañables y el carácter epifánico de algunas escenas originarias. No se trata, pues, de un registro realista objetivo, sino de un hilo que va tejiendo la leyenda del puerto de Pisco y unos días cruciales de la infancia que ya solo existen en la memoria; ellos se han desvanecido, pero le han otorgado al artista el don de la sensibilidad como una retribución. En este sentido, son relatos que presentan un doble rostro: son historias de aprendizaje y de arribo a un estado de conciencia, pero también son elegías.

En los tres se narra el fin de la inocencia y de la arcadia infantil a partir del reconocimiento de la muerte; bien la del gallo mítico en “El caballero Carmelo”, la de la tisis mortal de la niña Miss Orquídea en “El vuelo de los cóndores” o la de la imprecisa tragedia de la Señora Blanca en “Los ojos de Judas”. En este último, la muerte ingresa en la realidad a través de los laberintos del sueño o desde los linderos imprecisos de lo fantástico.

Casualmente la ambigüedad de este relato ha suscitado diversas interpretaciones. Harry Belevan lo incluye en su Antología del cuento fantástico peruano (1977) como la muestra acabada de un motivo universal: el de “la visión premonitoria de un niño” y la “negación del axioma de la maldad eterna” (Belevan, p. 74), aunque no emprende el análisis de los mecanismos fantásticos del cuento. Mónica Bernabé lo interpreta desde una óptica cultural como una fuerza tensiva entre “el adentro y el afuera”, entre la aldea primitiva y la aparición desestabilizante que prefigura el tránsito a la modernidad nacional (Bernabé, pp. 136-139). Ricardo Silva Santisteban lo lee, en cambio, como “un rito de purificación” que le permite al protagonista el acceso a la experiencia (Silva Santisteban, p. 522). Aquí voy a abordarlo como el relato del aprendizaje y maduración de la mirada, en tanto los hechos van presentando el endurecimiento de la visión que se desprende de los velos de la inocencia infantil, para observar fijamente el vértigo del mundo adulto con sus dimensiones de traición y muerte; solo que la fuerza transformadora es una entidad fantástica que va dejando las marcas para arribar a un universo siniestro y oscuro. No se trata por cierto de una visión unívoca y estable, sino de la contraposición de tres miradas: la del narrador-protagonista, la de Judas y la de la Señora Blanca, unidas por la fuerza omnipresente del mar.

“Los ojos de Judas” es una historia contada desde la perspectiva de un narrador-protagonista que es un niño de nueve años y está dividida en seis breves capítulos de desigual extensión. El primer capítulo se inicia con una amplia visión del puerto de Pisco que no es presentado como un lugar objetivo, sino como un espacio ubicado en la memoria: “El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar” (p. 397). Esta primera aproximación es crucial para vislumbrar la atmósfera y el sentido que entregará el relato; nada en él es objetivo; todo aparece manipulado, tergiversado, y esa sensación de incertidumbre es la que llegará al lector. Quiero subrayar dos aspectos de estas palabras que abren el relato: la “belleza” del puerto idealizado por las coordenadas esteticistas propias del modernismo y, sobre todo, la extrañeza de un paisaje que desde las primeras pinceladas presenta una consistencia nebulosa y fantasmal:

A la orilla del mar se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas; la perenne visión del horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa su origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cuales los buques perdidos pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las paracas, aquellos vientos que arrojan a la orilla a los frágiles botes y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano del mar, de tan extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la apacible serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños, tritones pujantes, hinchados, de pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean las aguas al cubrirlos desordenadamente. (p. 397)

No estamos ante una descripción fidedigna, sino ante la interiorización de un espacio en el que los elementos seleccionados adquieren una dinámica ambigua y misteriosa: es el ritmo de las olas que tiene su correlato en la cadencia de las frases que configuran el texto; pero son, también, los colores cambiantes del entorno, la bruma, los vientos y los animales fabulosos. Es elocuente que el narrador se refiera a las naves extraviadas como almas desconsoladas, anticipando el encuentro y la consistencia de la Señora Blanca; todo está así preparado en el relato para recibir la visita de esa “extrañeza” que anunciaban las primeras palabras del cuento.

El final del primer capítulo introduce un giro hacia el núcleo íntimo del protagonista y sus ritos cotidianos marcados por la unión familiar, la escuela y los largos paseos por las playas solitarias con la sensibilidad a flor de piel. Es interesante observar que ese niño se autopresenta como un recolector que se apropia de lo que el mar entrega. El círculo de la primera sección se cierra, pues, con la presencia del mar descrito como una entidad inmensa que alcanza el otro mundo y que ahora adquiere un rol benefactor. Es el mar ofreciendo un don que será fundamental en el desenlace del relato.

El segundo capítulo continúa la exploración del círculo íntimo del narrador en la que destaca la presencia sombría de la madre y su lacónica premonición que establece una nueva conexión con el surgimiento de la Señora Blanca. El relato introduce así un juego de espejos entre madres e hijos: el perfil protector de la madre del protagonista y la conducta enajenada de la otra madre que ha perdido a su hijo. Esa es la función del tercer capítulo que ofrece ciertos datos fundamentales para la intriga y que fusiona, además, a ambas parejas de personajes. El niño despierta y escucha en el semisueño una conversación entrecortada de sus padres. Así obtenemos astillas de una historia oculta: la muerte de Kerr, el prendimiento de Fernando y la delación de Julia, su esposa, amenazada con la pérdida del hijo que le será arrebatado.

Con estos datos se cierra el primer ciclo del relato que ha tenido un carácter preparatorio. Todo en él refuerza la sensación de incertidumbre: los contornos vagos y extraños del paisaje, la actuación evasiva de los miembros de la familia, las palabras entrecortadas de una conversación. De la misma manera que el niño que recolecta los objetos y fragmentos que el mar arroja, el lector debe tomar estos signos dispersos para tratar de reconstruir un todo. El resultado es una forma insegura y la sensación de inminencia: algo debe ocurrir y ocurrirá, aunque su articulación nunca será clara ni certera.

La segunda secuencia abarca los capítulos IV y V, y desarrolla el encuentro del plano realista y el sobrenatural en algún punto indefinido de la playa de San Andrés, durante el ritual de Semana Santa. En esta secuencia, el narrador recorre la playa solitaria con desasosiego y en el vacío del paisaje siente que accede a una zona irreal en la que un extraño sopor lo invade. No hay causa ni explicación para este sueño, simplemente él aparece y se apropia de la conciencia del personaje. Es notable la maestría de Valdelomar para desdibujar los elementos reconocibles del entorno hasta volverlos imprecisión, duermevela y bruma. Es la escenificación indispensable para la aparición de la Señora Blanca y para que el relato ingrese definitivamente en una zona borrosa de ambigüedad y ambivalencia. Si lo fantástico supone principalmente la utilización del oxímoron como figura retórica que adquiere su identidad en la contradicción, Valdelomar diluye completamente las certezas al contraponer el plano real y el sobrenatural. Allí reside la identidad fantástica del relato, pues ni el narrador ni el lector saben si se trata de la mujer enloquecida que vaga por las playas buscando a su hijo, en el plano de la realidad, o si la aparición corresponde, más bien, al fantasma anticipado de la Señora que se ahogará en el mar que la reclama. Valdelomar fija su historia en ambas zonas para generar el estupor y el sobrecogimiento del lector:

En medio de esa hora me sentí solo, aislado, y tuve la idea de haberme perdido en una de esas playas desconocidas y remotas, blancas y solitarias donde van las aves a morir. Entonces sentí el divino prodigio del silencio; poco a poco se fue callando el rumor de las olas, yo estaba inmóvil en la curva de la playa y al apagarse el último ruido del mar, el ave se perdió a lo lejos. Nada acusaba ya a la humanidad ni a la vida. Todo era mudo y muerto. Solo quedaba un zumbido en mi cerebro que fue extinguiéndose, hasta que sentí el silencio, claro, instantáneo, preciso. Pero solo fue un segundo. Un extraño sopor me invadió luego, me acosté en la arena, llevé mi vista hacia el sur, vi una silueta de mujer que aparecía a lo lejos, y mansamente, dulcemente, como una sonrisa, se fue borrando todo, todo, y me quedé dormido. (p. 402)

Todas las acotaciones descriptivas inciden en un espacio vacío y mortuorio que carece de un contorno real. La playa es desconocida, remota y acoge en sus dominios a las aves moribundas. El sonido cesa y esa ausencia es ocupada por un sopor inexplicable. Es en esta encrucijada –real y onírica, natural y sobrenatural– que adviene la extraña mujer al círculo inocente del niño personaje.

Después de este extraño sueño, el narrador despierta con una medalla de plata en el bolsillo. En las coordenadas de la lectura que aquí estoy proponiendo y en la urdimbre de símbolos que va tejiendo el relato, esta medalla es, sobre todo, el signo del otro mundo que quiere dejar testimonio de su presencia en este. El hecho de que sea una medalla de la Virgen connota a la Señora Blanca como madre entregando un don al narrador, que es sosías del hijo perdido; pero, igualmente, sugiere el desprendimiento de un óbolo. Recordemos que en la cultura griega era una tradición depositar un óbolo –una moneda de plata– en la boca o en los ojos del cadáver para que sirviera como pago a Caronte y así atravesar con él la laguna Estigia e ingresar en el mundo de los muertos. Aquí el ruego de la mujer con la medalla es indirecto, velado, y anticipa la petición del perdón que solo puede venir del niño que representa a su hijo perdido.

Tenía dos ojos enormes, abiertos, iracundos, pero sin pupilas y la inexpresiva mirada se tendía sobre la inmensidad del mar. Seguí caminando y al llegar a la mitad de la curva, distinguí a la señora blanca que venía del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y me pareció enferma. Sobre su vestido blando y bajo el sombrero alón, su rostro tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas parecían no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y penetrante. Hablamos largo rato.

—¿Has visto a Judas?

—Lo he visto señora blanca...

—¿Te da miedo?...

—Es horrible...A mí me da mucho miedo...

—¿Y ya le has perdonado?...

—No, señora, yo no lo perdono. Dios se resentiría conmigo si le perdonase...

—¿Usted viene esta noche a verlo quemar?...

—Sí.

—¿A qué hora?...

—Un poco tarde. ¿Tú me reconocerías de noche?... ¿No te olvidarías de mi cara? Fíjate bien —y me miró extrañamente—. Fíjate bien en mi cara... Yo vendré un poco tarde... Dime, ¿le has visto tú los ojos a Judas?...

—Sí, señora. Son inmensos, blancos, muy blancos...

—¿Dónde miran?...

—Al mar...

—¿Estás seguro? ¿Miran al mar? ¿Te has fijado bien?...

—Sí, señora blanca, miran al mar... (pp. 405-406)

Estas marcas sobrenaturales se corroboran en los dos encuentros restantes en los que la señora se va tornando cada vez menos perfilada y tangible, como si sus vínculos con la realidad fueran inexistentes, y ella fuera un ser ya sin vida “¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas parecían no tener sangre”. Es significativo, igualmente, que solo el niño pueda verla y que los habitantes del puerto que están levantando la figura de Judas no reparen en su presencia, hecho por lo demás inexplicable si nos atenemos al trágico incidente narrado por el padre que conmocionó a todos los habitantes del puerto. Por último, llama la atención la obsesión por el mar y la dureza de la mirada de Judas en las aguas señalando la tragedia.

El diálogo ambiguo y reticente sugiere el desenlace y ofrece las claves para la revelación que ha preparado el relato. La mirada “húmeda, amorosa y penetrante” de la señora que viene desde la muerte, está dispuesta; también los ojos de Judas que escrutan la lejanía del mar y que reclaman a la ahogada; solo falta la visión del protagonista que alcanzará su epifanía durante la representación de la noche del Sábado de Gloria y que se precipitará en el desenlace del cuento:

—¡Un ahogado, un ahogado!...

Se produjo un tumulto horrible. Un clamor general que tenía de plegaria y de oración, de maldición pavorosa y de tragedia, se elevó hacia el mar, en esa noche sangrienta.

—¡Un ahogado!

El punto era traído mansamente por las olas hasta la playa. Al grito unánime siguió un silencio absoluto en el que podía percibirse el ruido manso del mar. Cada uno de los allí presentes esperaba la llegada del desconocido cadáver, con un presentimiento doloroso y silente. La luna empezó a clarear. Debía ser muy tarde y por fin se distinguió un cadáver ya muy cerca de la orilla, que parecía tener encima una blanca sábana. La luna tuvo una coloración violeta y alumbró aún el cadáver que poco a poco iba acercándose.

—¡Un marinero! —gritaron algunos.

—¡Un niño! —dijeron otros.

—¡Una mujer! —exclamaron todos. Algunos se lanzaron al mar y sacaron el cadáver a la orilla. El pueblo se agrupó alrededor. Le clavaban las luces de las linternas, se peleaban por verle, pero como allí en la orilla no hubiese luz bastante, lo cargaron y lo llevaron hacia los pies de Judas que aún ardía en el centro de la plaza. Todo el pueblo volvía a ella y yo a él —cogido siempre de la mano de papá—. Llegaron, colocaron en tierra el cadáver y ardió el último resto del cuerpo de Judas quedando solo la cabeza, cuyos dos ojos ya no miraban a ningún lugar sino a todos. (p. 400)

La delación, la pérdida del hijo, el probable suicidio de la Señora Blanca que se ofrece al mar lustral y el perdón se reúnen en un único punto en el que convergen los ojos iracundos de Judas, la mirada vacía de la ahogada y la visión vertiginosa del narrador que conoce en un instante la tragedia y el mal para arribar a la madurez. Son tres miradas tensas como los tres encuentros previos en la playa; dos de ellas, la de la mujer y la de Judas, son las oficiantes del rito de crecimiento y conocimiento del narrador quien perderá su inocencia en un instante iniciático. El relato termina con el perdón y una lacónica sentencia: “Ocultábase la luna...”. Estas palabras declaran el fin de un ciclo y la expectativa en los puntos suspensivos de algo que continuará. “Los ojos de Judas” es pues la historia del fin de la inocencia y del encuentro, como una forma de compensación, de la sensibilidad que anuncia al artista. El mundo brumoso y fantasmagórico de la infancia pasará a convertirse en el objeto de la sublimación esteticista. Ese fue el destino que asumió Valdelomar conscientemente y algunas de sus páginas, como “Los ojos de Judas”, comprueban que no se equivocó.

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9789972453656
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